Por JOSÉ BABIANO
La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada, de Ricardo Romero y Arantxa Tirado (Akal, Barcelona, 2016)
CHAVS es un libro espléndido. Coloca a la clase en el primer plano partiendo del discurso hegemónico de la burguesía británica, de sus representantes políticos y mediáticos sobre las clases en general -que dicen que han dejado de existir- y sobre la clase obrera en particular. Remite al thatcherismo, como momento germinal de ese discurso, justo cuando la clase trabajadora resultó abrumadoramente derrotada. A lo largo de sus páginas analiza igualmente las comunidades obreras, golpeadas por las políticas neoliberales, de un modo que nos recuerda a EP Thompson, un historiador al que admira Owen Jones. Asimismo, plantea que la vuelta de la izquierda a la clase trabajadora es requisito para derrotar a los tories y sus políticas. La grandeza del libro es que sus análisis y reflexiones trascienden el caso británico. De hecho, puede decirse que CHAVS ha convertido a Owen Jones en uno de los intelectuales más influyentes de la izquierda europea. Jones es, además, un hombre muy joven, lo que constituye otra buena noticia.
Así es que cuando en la sección de novedades de una librería encuentras un ejemplar en cuyo titulo aparece la clase obrera y ves que el nombre del prologuista -escrito con el mismo tamaño que los de los autores- es Owen Jones, te lanzas a hojearlo. Jones plantea tres cuestiones relevantes en ese prólogo. En primer lugar, sostiene que la naturaleza renovada de la clase obrera, fruto de los embates del capitalismo de la globalización, necesita un nuevo impulso organizativo, tanto en las comunidades como en el ámbito laboral. En segundo lugar, plantea que la clase obrera nunca ha sido homogénea en su composición, por lo que no puede entenderse sin el género, la edad y la raza. Por último, advierte que, cambios operados mediante, no podemos caer en las viejas certezas políticas y retóricas.
El libro que prologa Owen Jones no es otro que La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada, que han escrito Ricardo Romero y Arantxa Tirado y que ha publicado Akal, bien avanzado el año pasado. Los autores dicen inspirarse en el propio Jones y también apelan en un momento determinado a Richard Hoggart, el fundador del Centro de Estudios Culturales Contemporáneos o CCCS (Centre forContemporary Cultural Studies), de la Universidad de Birmingham. Pero, francamente, creo que Romero y Tirado se sitúan en su trabajo muy lejos de los patrones marcados por los estudios culturales y por libros como The Uses of Literacy–título traducido al español como La cultura obrera en la sociedad de masas-, del propio Hoggart. Tampoco, por diversas razones que trataré de explicar, comparten la perspectiva de CHAVS.
Ahora bien, más allá de estas premisas iniciales, el libro está construido sobre una serie de argumentos que la mayor parte de las veces carecen de base empírica
Con La clase obrera no va al paraíso se pretende una vuelta a la clase obrera. Una clase obrera abandonada, se dice, por la izquierda. Sus autores defienden, por supuesto, la existencia de dicha clase y recurren para su definición a Marx y Engels. Mejor dicho, a Lacalle y Mandel, porque los padres fundadores aparecen a lo largo del libro más invocados que citados. De hecho aceptan el esquema dualista del mercado laboral empleado por Lacalle. Y esto es una mala noticia para Romero y Tirado, porque la teoría de la dualidad del mercado laboral pertenece a Piore y es ajena a Marx y Engels. En todo caso, la clase queda definida en función del lugar que se ocupa en el proceso de producción capitalista.De este modo, la sociedad se estructura de una manera dicotómica, entre los que poseen y no poseen los medios de producción. Y como la estructura social es relacional, entre ambos polos tiene lugar la lucha de clases. Partimos, por lo tanto, de una posición materialista, claramente marxista. A los autores no se les escapa asimismo el hecho de que la clase ha experimentado mutaciones de la mano de fenómenos como la descentralización productiva, la subcontratación, la precarización del mercado de trabajo, etcétera. Fenómenos que caracterizan al capitalismo de la globalización, si bien los autores critican este término y prefieren el uso del vocablo imperialismo. De hecho, consagran diversas páginas a esa discusión, que parece secundaria en relación con el propósito del libro. En cuanto a la existencia de la clase obrera en el futuro, nos regalan la siguiente predicción: “la clase obrera (…) existirá mientras haya un cabrón repartiendo sobres de dinero en cuentas B” (p. 126). Todo muy marxista, como se ve.
Ahora bien, más allá de estas premisas iniciales (y de la extravagante predicción), el libro está construido sobre una serie de argumentos que la mayor parte de las veces carecen de base empírica. En lo que respecta a la propia clase obrera Romero y Tirado obvian la idea de Jones de que la clase nunca ha sido homogénea. Más aún, viene a señalar que las identidades no clasistas, como la raza o el género, no son sino invenciones académicas cuyo efecto no es otro que debilitar a la clase (p. 24). Como si la identidad fuese un fenómeno estanco e inamovible temporalmente. En este contexto, consideran, por ejemplo, que en España existe una sociedad relativamente homogénea en términos étnicos (p. 220). Por supuesto, no se aporta dato alguno al respecto. Sin embargo, es obvio que la diversidad étnica es mayor entre la clase trabajadora que en el conjunto de la sociedad. Y que el desempleo y la precariedad vienen golpeando más duramente a los inmigrantes extranjeros desde la crisis de 2008. Siquiera porque la construcción era uno de los sectores que más mano de obra extranjera absorbió durante el boom económico. Es sorprendente que este detalle se les haya pasado por alto en su ir y venir por los barrios obreros, del que tanto presumen a lo largo de las páginas del libro.
Tampoco tiene importancia alguna el género para Romero y Tirado. Al fin y al cabo, “cuando la clase obrera rompe sus cadenas, rompe las cadenas de toda la sociedad” (p. 51). Esta idea nos hace retroceder más de medio siglo. Desprecia los combates de los movimientos de mujeres (incluidas las mujeres trabajadoras) y el análisis del feminismo (incluido el feminismo socialista), sobre la (des)igualdad. Abundando en este aspecto y sin aportar dato alguno, señalan que es muy difícil encontrar diferencias salariales entre hombres y mujeres en las categorías media y baja de una fábrica o un almacén (p. 62-63). De manera que la brecha salarial tendría lugar más claramente en la esfera de las cualificaciones más altas. No en vano, prosiguen, “es en la burguesía donde se reproduce el patriarcado con mayor fuerza” (p. 62). Más allá de esta sorprendente afirmación, en ningún momento se preguntan, por ejemplo, por qué existen categorías profesionales ocupadas por mujeres casi de manera exclusiva y por qué esas categorías son siempre las peor remuneradas. Tampoco se han acordado de ese famoso “techo de cristal” que hace que en esas categorías de alta cualificación que mencionan, las mujeres sean minoría.
La edad es otra línea de fractura que ignoran Romero y Tirado cuando estudian a la clase obrera. En este punto elevan a la categoría de referencias de clase lo que no dejan de ser sus propias referencias generacionales y culturales. De este modo, en un momento determinado comentan que han realizado una encuesta a una serie de jóvenes de barrio y que la inmensa mayoría de ellos se identifican de clase obrera. Aquí lo que sorprende es que no hayan preguntado a personas adultas de ese mismo barrio. Como si la clase fuese un asunto generacional y al cumplir determinada edad se dejase de ser obrero. No es extraño que, respondiendo a este razonamiento, nos informen de que el espacio cultural por excelencia de la clase trabajadora sean las macrodiscotecas ubicadas en polígonos industriales. Parece ser que los bares o los centros comerciales han desaparecido como espacios de socialización. Aunque, siguiendo con la encuesta, cabe señalar que no han dedicado una sola nota a pie de página para contarnos en qué barrio la hicieron, a cuántos jóvenes preguntaron, cuántos de ellos eran chicos o chicas, si trabajaban, estaban en el paro o estudiaban. En fin, nos hurtan una información mínima sobre la muestra, imprescindible para hacernos una idea de su fiabilidad.
Es en el epígrafe “Música de masas y gustos populares” (que no de clase), en el que más claramente las referencias culturales de los autores se elevan a categoría. Critican, con razón, lo que fue la movida madrileña –un tinglado al que en general se le atribuye un impacto mayor que el que realmente tuvo en su momento-, reivindicando como movimiento crítico el rock radical vasco. Pero entre estos dos polos, en la época de la reconversión industrial, del paro masivo y la plaga de la heroína, hubo otras músicas. Músicas de audiencia juvenil de barrio, como el rock de Leño o Burning, el punk de La Banda Trapera del Río o el heavy metal de Barón Rojo, por ejemplo. Y esas referencias quedan al margen del análisis de Romero y Tirado.
Romero y Tirado cuando estudian a la clase obrera elevan a la categoría de referencias de clase lo que no dejan de ser sus propias referencias generacionales y culturales
Igualmente entran en una disquisición sobre los festivales de música, indicando cuál responde a un canon obrero y cuál ha de considerarse culturalmente como burgués o pequeñoburgués. Más allá de los precios, parece ser que el cartel del concierto esté configurado por grupos anglosajones no es del gusto de los jóvenes de clase obrera. La ropa de los asistentes es también muy importante para distinguirlos. Que abunden los polos de Lacoste o de Fred Perry sería un indicador relevante. Pudiera ser. Ahora bien, esto contradice lo expresado páginas atrás, cuando se afirma que existe una cierta estandarización en el vestir (p. 220). Y no solo eso, sino que igualmente conceden que en los barrios obreros son muy apreciadas este tipo de marcas de ropa (p. 238). Siendo así, ¿no podría ser que los jóvenes de clase obrera fueran a los conciertos de verano ataviados con polos de marca, pero comprados en mercadillos? En fin, esa lógica nos llevaría hasta el absurdo. No obstante, creemos que pone de manifiesto la endeblez del análisis.
Por supuesto, siempre es posible una perspectiva de clase de los diferentes fenómenos de la música juvenil, que no deja de constituir una industria. Eso es así ahora y en los años del rock progresivo y del hard rockde hace cuarenta años. Dicho esto, sorprende de nuestros autores, teniendo en cuenta el propósito de su libro, que después de varias páginas de disquisiciones sobre grupos, corrientes musicales y festivales no se hayan acordado ni por un momento de las condiciones en las que trabajan las personas que son contratadas para que esos festivales funcionen. Y no nos referimos a los músicos.
Pero más allá de estas cuestiones, al abordar el tema de la clase creemos que es una cuestión fundamental explicar el proceso mediante el cual se pasa de la estructura a la acción. La existencia determina la conciencia, dicen nuestros autores, siguiendo a Marx. Bien está, pero siguiendo esta lógica debe explicarse el proceso que va desde esa existencia a la conciencia, manifestada en forma de acción colectiva. En este punto Romero y Tirado intercambian conciencia e identidad como categorías analíticas. Para ellos la identidad no es algo que se construya socialmente, a través de una experiencia en común, como viene a decirnos E. P. Thompson. Muy al contrario, es algo que existe per se. Por eso pretenden “demostrar que existe una especie de identidad colectiva de lo que es ser obrero”. Y no sólo eso, sino que “la clase obrera es un reducto de dignidad moral” (p. 215).
De este modo, a la clase se le atribuye una serie de valores predeterminados y asignados por los autores, como la solidaridad o la generosidad. Para ilustrar el primero de estos valores evocan las cajas de resistencia habidas a lo largo de la historia de las huelgas. Ahora bien, debería explicarse que las cajas de resistencia han sido posibles gracias a la solidaridad, en efecto, pero también a un esfuerzo organizativo de los huelguistas y de sus organizaciones. Sin embargo, esta última explicación remite al sindicato, lo que supone un problema para Romero y Tirado, como vamos a ver un poco más adelante. El segundo de los valores “naturales” atribuidos a la identidad obrera sería la generosidad. Para ilustrarnos al respecto, los autores interpelan al lector haciéndole notar que si han tenido ocasión de ir de cañas con una serie de conocidos de procedencia social diversa, habrán comprobado que “los más generosos suelen ser siempre los más humildes”1. Por el contrario, los de posición social más alta son los que racanean a la hora de aflojarse el bolsillo y pagar una ronda (pp. 222-223). Obviaremos cualquier comentario al respecto.
Nuestros autores creen asimismo que la identidad posee un carácter genético, por así decir. De tal modo que en la página 237 se nos aclara que: “cuando se ha nacido en la clase obrera se pertenece a ella, desde un punto de vista identitario, siempre”. Desconocemos a través de qué datos empíricos han llegado a semejante conclusión.
Sucede que, en realidad, conciencia, en el sentido en el que la concibió Marx, no es equivalente a identidad. En realidad, en esto, Romero y Tirado se apartan del análisis marxista y se quedan sin un marco interpretativo mínimamente solvente. No es extraño que admitan que la identidad es una cuestión compleja.
Según Romero y Tirado, además, existió un momento original en el que hubo una clase obrera con conciencia de sí misma. Y no se trataba de una conciencia cualquiera, sino de una conciencia revolucionaria. Lo malo es que los cambios en el capitalismo de la época neoliberal no solo han afectado a la composición de la clase, sino que también han influido en su conciencia –o en su identidad, que no está muy claro-. Algo que ha sucedido, siempre siguiendo a nuestros autores, con la inestimable colaboración de los medios de comunicación, de lo que denominan la izquierda académica y, ¡como no!, de la traición de los sindicatos mayoritarios. Vamos a detenernos con algo de detalle en estos aspectos que aparecen en La clase obrera no va al paraíso.
Para los autores, uno de los responsables principales de la negación de la clase obrera no es otro que lo que llaman izquierda académica. Tanta es su culpabilidad que “tendrá que responder algún día por su responsabilidad a la hora de elaborar un pensamiento que socava la necesaria unidad de lucha de la clase obrera” (p. 209). ¿Quiénes son estos malvados? Pues se trata “de toda aquella persona que se dedica al trabajo académico pero que carece de un enfoque que tome como eje central de su pensamiento los antagonismos que se dan en la sociedad entre clases explotadoras y clases explotadas (…), niegan la existencia de la clase obrera [y] carecen de un análisis de clase de la realidad”. Por supuesto, estas posiciones deben explicarse por el origen social del profesorado (p. 191).
Me parece que le atribuyen a lo que llaman izquierda académica –si tal cosa existe, tal y como aparece definida en el libro- un poder y capacidad de influencia de los que carecen. Porque, a diferencia de lo que creen, en la universidad la hegemonía no reside en la izquierda académica, se defina ésta como se defina, sino muy al contrario en el neoliberalismo. Les hubiera bastado para comprobarlo repasar los planes de estudios de algunas facultades de Económicas o examinar la posición que ocupan en la jerarquía académica los iuslaboralistas o los sociólogos del trabajo de izquierda, que se refieren continuamente a la clase trabajadora. En todo caso, el razonamiento resulta estrictamente idealista ¿Qué tal si probásemos con una lógica inversa? Algo así como que es la pérdida de poder de la clase trabajadora y/o la hegemonía del neoliberalismo lo que ha hecho que la academia deje de interesarse por dicha clase.
Las invectivas contra la llamada izquierda académica se formulan en un discurso más amplio sobre la universidad. En este ámbito la idea central es que los hijos de clase trabajadora acceden muy minoritariamente a los estudios universitarios y mucho menos a ser profesores de universidad. Pero no ahora y desde la subida de tasas experimentada a partir de la gestión de la crisis o desde la LOMCE. A su parecer ese acceso nunca tuvo lugar. Ciertamente, como sostienen, existe una correlación positiva entre el nivel económico y cultural de las familias y el acceso a la universidad. Ahora bien, un estudio riguroso exigiría recurrir a unas mínimas series históricas de datos. No vaya a ser que se registrasen modificaciones en el tiempo en lo que concierne a número de matriculas, becas e, incluso, universidades, lo que obligaría a refinar el análisis. Pero en su lugar, los autores utilizan como fuente única para sostener sus ideas una encuesta oficial relativa al curso 2011-2012. Y la usan haciéndose trampas al solitario. En efecto, para poder sostener que el alumnado procedente de la clase obrera sólo representa algo más del 9 por ciento, descartan al 23’9 por ciento de aquellos que son hijos de “trabajadores de la administración y servicios” (p. 155). Una artimaña estadística que les lleva a desdecirse de la definición de clase obrera que ofrecen en la primera parte del libro.
Por último, los sindicatos, culpables de todo tipo de males padecidos por la clase obrera, son obsequiados con numerosas críticas a lo largo del libro. Con criticas y con no pocos estereotipos suministrados por los grandes medios de comunicación, cuando no con meros prejuicios y en ocasiones, bastante pueriles, por cierto. Dos ejemplos. En la página 55 señalan que “en la España de los años treinta era la gente obrera del campo la que nutría las filas de la CNT y de otros sindicatos de clase”. ¿Otros sindicatos de clase? Parece que fuera pecaminoso citar a la UGT, porque la otra gran organización (en singular) que agrupó a los trabajadores del campo en aquellos años fue la Federación de Trabajadores de la Tierra de la UGT. Igual si hubieran sabido que se trataba de una federación caballerista –esto es, del ala radicalizada del socialismo español a partir de 1934- la hubieran mencionado. El segundo ejemplo sale a colación al referirse a los orígenes sociales de Pablo Iglesias (p. 349). Evidentemente no pueden decir que su madre es abogada laboralista de CCOO. Entonces introducen una pequeña manipulación y dicen que se trata de una “abogada laboralista vinculada a los comienzos de Comisiones Obreras”. Porque entonces, sí; entonces el sindicato era puro.
Sus múltiples presunciones y su acusada falta de rigor convierten a este libro en una herramienta defectuosa para su cometido y lo hacen fácil blanco de las críticas, incluidas las críticas de quienes están interesados en que se perpetúe el estado de postración en que se halla la clase trabajadora
Por supuesto no renuncian al estereotipo mediático según el cual los sindicatos no son sino “maquinaria(s) de recibir subvenciones” (p. 331). Un lugar común en la retórica neoliberal a la que dicen combatir. Los sindicatos, claro está, a diferencia de los propios autores, se hallan “perdidos y sin saber hacer una lectura adecuada de las transformaciones del mundo del trabajo y su terciarización”.
Los sindicatos merecen muchas criticas y a menudo muy severas. Pero Romero y Tirado no están interesados en la crítica, sino en su demonización. Lo que no comprenden, es que a pesar de sus debilidades y de sus limitaciones, los sindicatos son también parte de la clase obrera. Más aún, es probablemente la única entidad obrera que conserva el lenguaje de clase y, desde luego, representan la última trinchera contra las políticas de austeridad. ¿Acaso es una casualidad que tras las huelgas generales de 2010 y 2012 haya habido más de trescientos sindicalistas procesados? Nuestros autores no están en absoluto de acuerdo con Owen Jones en cuanto al papel que éste les otorga a los sindicatos en la recomposición de la izquierda. No es imaginable, por ejemplo, que Romero y Tirado participasen en un acto conmemorativo de las Comisiones Obreras elogiándolas, como hizo Jones el 11 de julio de 2016.
La izquierda ha perdido, en efecto, la referencia a la clase. Ha huido del trabajo como eje político central y le ha arrojado a la esfera de la economía. Otra victoria más del neoliberalismo. Esa huida del trabajo forma parte de la crisis de la izquierda. En este contexto, la propuesta de Romero y Tirado es más que necesaria. Pero, a mi modo de ver, La clase obrera no va al paraíso no resulta sino un intento fallido. Desde ese punto de vista, no sirve para avanzar en la discusión que plantea. Y no sirve por varias razones. En primer lugar, porque, a diferencia de lo que sugiere Owen Jones, se enroca en las viejas certezas políticas y retóricas. De este modo, muchas de sus páginas resultan dogmáticas y sectarias. En segundo lugar, porque anunciándose el libro como un estudio no es tal cosa. No puede serlo, por la cantidad de asuntos que aborda –la clase, la identidad, el sistema de enseñanza, el profesorado universitario, los barrios, el lumpen, la movilidad social, la música, el cine, etcétera- y que, en efecto, exigen datos y el rigor de la investigación. Y eso está ausente. Así es que en su lugar nos encontramos las más de las veces con presunciones o meras opiniones. Eso le convierte en una herramienta defectuosa para su cometido y fácil blanco de las críticas, incluidas las críticas de quienes están interesados en que se perpetúe el estado de postración en que se halla la clase trabajadora.
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José Babiano. Es doctor en Historia Contemporánea y director del Área de Historia, Archivo y Biblioteca de la Fundación 1.º de Mayo. Es especialista en historia del trabajo y de las migraciones, así como en sus fuentes documentales y en su tratamiento. Ha escrito numerosas publicaciones sobre el movimiento obrero español y forma parte del equipo del Centro de Documentación de las Migraciones.
1.- Nótese que “humildes” no constituye categoría analítica alguna. Más bien es el término con el que los pijos se han referido tradicionalmente a los pobres. [^]