Por Mario Amadas
Keyston Hulton. Lennon en Amsterdam
Una entrevista de trabajo es un casting. Y, como tal, un artificio prefabricado en el que una de las partes se lo juega todo mientras que la otra, autocomplaciente y endiosada, se recrea en el poder de decidir tu futuro que le confiere su ilusoria posición de juez. Eso lo facilita el hecho de que, en las entrevistas, como en los libros o el cine, hay un pacto de ficción: la propia naturaleza del ritual preasigna un rol a cada participante, y las entrevistas de trabajo, ese teatro en el que se representa, acríticamente, lo que se espera de los participantes, son, en sí mismas, lo que incita a los que deciden a relajarse en sus obligaciones profesionales, y, sobre todo, morales, para con los candidatos o candidatas. Creemos lo que nos encontramos, o lo que nos dicen, en este espacio, por absurdo que sea. El contexto justifica su ineptitud, la dejación de sus funciones, porque ya nadie espera nada fuera del ritual.
Hay excepciones, claro que sí, pero centrarse en las excepciones es como puntualizar, en un contexto de “Black Lives Matter”, que “All Lives Matter”: es no entender nada. Destacar la minucia de la excepción para atenuar la gravedad de un conjunto perverso es igual de perverso que ese todo que se critica. Así que no me voy a centrar en posibles excepciones.
Una entrevista de trabajo es un casting. Y, como tal, un artificio prefabricado en el que una de las partes se lo juega todo mientras que la otra, autocomplaciente y endiosada, se recrea en el poder de decidir tu futuro
La propia escenificación de las entrevistas exime a quien entrevista del rigor del trabajo bien hecho. Todo el contexto, la mesa, las sillas, las preguntas, la decisión final, converge en ese momento, en ese número de circo en el que quien entrevista, decide, y quien es entrevistado, acepta, porque la racionalidad está suspendida en esa encrucijada, una encrucijada que tolera que se tome una decisión basándose en la nada. Una nada que adquiere, en ese pacto de ficción, el estatus de motivo convincente porque el ritual hace que cualquier decisión sirva para decidir.
¿Y esto cómo funciona? La puesta en escena de la entrevista persuade al entrevistador de que sabe distinguir factores determinantes, decisivos, en tal o cual respuesta, en tal o cual gesto arbitrario e insignificante, y en eso se basan para legitimar sus decisiones, y, sobre todo, la transmisión de esas decisiones. Es todo tan arbitrario, es tanto lo que funciona mal, es tan absurdo el mero concepto de la entrevista de trabajo tal como se entiende, que ante el entrevistador de turno ya no ves una persona; sólo ves un obstáculo impersonal que decidirá por ti, convencido por motivos inexplicados, tu futuro inmediato.
Esto tiene una explicación, de todos modos, que se puede simplificar así: como no me tengo que justificar, puedo usar cualquier nimiedad para decidir.
Es todo tan arbitrario, es tanto lo que funciona mal, es tan absurdo el mero concepto de la entrevista de trabajo
Rafael Sánchez Ferlosio lo dijo mejor en «Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir», que está en Babel contra Babel, tercer volumen de sus ensayos completos. El caso es que la propia teatralización del ritual, como el mismo arco del título, estimula o despierta ciertas violencias latentes en el ser humano. “La fuerza se ha separado del cuerpo del sujeto y se ha objetivado en su instrumento”, y así, parafraseando estas palabras ferlosianas, podemos decir que la educación y la responsabilidad moral para con los candidatos y candidatas se separa de quien entrevista y se objetiva en lo orquestado de ese rito, queda absorbido por el rito, donde los hechos y las palabras están decididas de antemano y lo único que se representa es la puesta en escena de un discurso prefabricado.
El objeto no es inocente, de todos modos. Y en este caso el objeto es la propia escenificación de la entrevista, que se convierte en la voluntad objetivada, que, al absorberla, hace de canto de sirena externo, de influencia condicionante, hasta determinante, de la maleable voluntad humana, haciendo del entrevistador un mero títere del ritual. Y si se hace por internet, más aún. Pues así como en la guerra las armas tienen ese efecto en las mentes de los seres humanos, en nuestro mundo civil y desarmado es internet el que tiene ese poder de influencia, es esa la culebra que susurra en el oído la posibilidad de liberar tus peores instintos, tus pulsiones hirientes. Es muy sencillo. Como internet me aleja de mi interlocutor (sí, ya, me lo acerca porque podemos hablar con océanos de por medio, pero me lo aleja porque jamás lo tendré delante, de cuerpo presente), me puedo permitir el lujo de no contestar, de no dar explicaciones, de huir de mis responsabilidades. Y cuando todo el proceso de selección se hace por internet, los entrevistadores ya se vuelven majaras de alegría ante el alivio de su irresponsabilidad.
¿Que alguien me escribe para saber cómo ha ido una entrevista, qué nota ha sacado, o qué ha pasado, y no me apetece contestar porque la respuesta es delicada? No pasa nada. No contesto, y punto. Es la propia posibilidad de actuar así lo que te hace actuar así, y te lo justificas diciendo que, por un lado, todos lo hacen, que es una justificación inmadura e insostenible, y, por otro, que no tienes tiempo para escribir un correo contestando lo que sea que te hayan preguntado. Esa mala educación, esa miserable actitud de carguito menor que se cree autorizado a actuar así por su adjudicado disfraz de juez, se da porque el contexto lo fomenta, la estructura laboral lo incita. Es el arco que menciona Ferlosio que, una vez creado, influye y modifica, retroactivamente, en los ánimos humanos. Y estos carguitos, enrocados en la falsa tranquilidad de su futuro asegurado, se regodean en la placidez de pensar que no pasa nada, en el autoengaño de creer que lo hacen bien.
Todo el mínimo decoro que se debería tener desaparece y se objetiva, ya digo, en el número de circo de las entrevistas, pero, antes de eso, lo hace en la nebulosa de internet, que te permite ignorar con más indiferencia los sufrimientos de la gente porque la distancia te aleja de sus caras, de sus expresivas emociones de inquietud y de angustia. Tiene sentido. Como dice, otra vez, Sánchez Ferlosio, esta vez en “El alma y la vergüenza”, que está en Qwertyuiop, cuarto volumen de sus ensayos completos: “la cara pertenece al alma misma, forma parte de ella”, y, pocas frases después, añade: “la cara es, (…) como parte del alma, su lugar de aparición en tanto que sujeto específicamente social”, y enfrentarse a eso requiere una cierta entereza, desterrada hoy de los procesos de selección laboral.
Y estos carguitos, enrocados en la falsa tranquilidad de su futuro asegurado, se regodean en la placidez de pensar que no pasa nada, en el autoengaño de creer que lo hacen bien.
Tener que mirarle a la cara a alguien, cuesta. Por eso, cuando en las entrevistas se interpone el filtro de internet, todo empeora. Eso fomenta el silenciamiento porque aleja las caras de la gente que es, o sería, lo que te hará sentir mal si tienes que dar malas noticias basándote en la nada. (Te hará sentir mal en el hilarante caso de que la moral tuviera algo que ver, o decir, a lo largo de los procesos de selección, claro).
Porque una entrevista de trabajo nunca es una conversación transparente de igual a igual. Tú, como candidato o candidata, te lo juegas todo, más que el o la responsable de turno que se sienta, condescendiente, enfrente de ti. Y nunca sabes qué palabra o comentario o pregunta vas a hacer que pueda decantar la balanza a uno u otro lado. Una actitud demasiado efusiva puede ser contraproducente, una demasiado contemplativa, también; estar embarazada es un impedimento definitivo (querer estarlo a corto plazo, también). Y quien se sienta en la parte poderosa de la mesa juega con ese control. A ti te pueden jugar una mala pasada los nervios, claro que sí. Tú estás sentadito ahí con los requisitos cumplidos, tienes todo lo que te piden, puedes demostrarlo, tienes los estudios formales y la experiencia laboral y las ganas y el entusiasmo esperado; te piden referencias, se las das; respondes las preguntas que evidencian que no saben hacer su trabajo si no es siguiendo cuestionarios como sacados de las entretenidas revistas de kiosko («¿dónde te ves en cinco años?», «dinos cuáles son tus tres puntos fuertes y tus tres puntos débiles», «¿por qué deberíamos contratarte?», “¿quién eres y qué has hecho para llegar hasta aquí?”), o que lo hacen con arreglo a unos criterios absurdos que no sirven para nada, y nunca sabrás nada del porqué de sus decisiones.
Tener que mirarle a la cara a alguien, cuesta. Por eso, cuando en las entrevistas se interpone el filtro de internet, todo empeora.
Porque ¿a qué conclusión creen que llegarán con estas preguntas? ¿Qué reveladora verdad van a descubrir con las respuestas que reciban? Estas preguntas constatan, como digo, que quien entrevista de esta manera confía en sus preguntas porque son parte del rito, y, sobre todo, en sus respuestas, que se dan por válidas. Lo que no parecen saber es que son las respuestas del horóscopo.
Nuestra tarea es traer los deberes bien hechos a la entrevista, tenemos que asistir confiados a esa especie de examen en el que sabes más tú que tu entrevistador. Si no tienes lo que necesitan, no tienen por qué cogerte, claro que no: hay miles de personas que cumplen con los requisitos, y, los que no, ya tienen algún padrino que les facilitará la entrada. Pero la crítica viene precisamente por eso, porque cumplimos con nuestra parte del trato, y así tienen que cumplir ellos con la suya e informar de los motivos por los que, pese a cumplir con todo, no han escogido a alguien. Como digo, esto, que requiere una dosis muy mínima de transparencia y honradez, nunca se hace porque la persona, su cara y por tanto su expresividad y su emotividad (a la que a veces se le adjudica el afectado nombre de ‘alma’, como ya vemos), no están enfrente, y por tanto, internet mediante, no me veo en la obligación de ser honesto y no pierdo nada dando la callada por respuesta y confiando en que la otra cara de la ecuación ya deducirá, correctamente, que el motivo por el que no le llamamos es que algo, no sabemos qué, ha hecho mal.
la crítica viene precisamente por eso, porque cumplimos con nuestra parte del trato, y así tienen que cumplir ellos con la suya e informar de los motivos por los que, pese a cumplir con todo, no han escogido a alguien.
Internet, como las armas de la era preindustrial (y más aún en la postindustrial), incita comportamientos estúpidos y equivocados. Retroactivamente, sobre el usuario. Y la escenificación que se vive, que hemos vivido todos, en las entrevistas de trabajo, incita a que la (quien sabe si) posible buena voluntad del entrevistador o de la entrevistadora quede en suspenso. En esta convención no se espera nada más que lo codificado.
Pero no podemos achacarle toda la responsabilidad al objeto, o al número circense que es toda entrevista de trabajo, en la que, como tigres domados, tenemos que saber saltar por el aro en llamas. Un poco más de responsabilidad y de pensar más en la persona que está delante sería una fácil, muy sencilla solución.
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Mario Amadas Sainati. Licenciado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado El día que pase algo (La Máquina, 2021), Brooklyn, después de todo (Ril editores, 2019). Publica en diversas revistas como “C” y Culturamas.