Por Sebastián Martín
Bartolomé ‘Pipo’ Clavero asumió la noble corriente de la filosofía crítica de la historia: aquella que pone énfasis en la discontinuidad entre tiempos y culturas, y convierte la comprensión del otro en el principal desafío.
Bartolomé ‘Pipo’ Clavero asumió la noble corriente de la filosofía crítica de la historia: aquella que pone énfasis en la discontinuidad entre tiempos y culturas, y convierte la comprensión del otro en el principal desafío.
El pasado 30 de septiembre nos dejaba Bartolomé Clavero, Pipo, para los muchos familiares, amigos, colegas y discípulos que nos quedamos desolados sin su presencia. Se marcha con él una voz única e inconfundible, que iluminaba todo aquello en lo que fijaba su atención, protagonista de una trayectoria humana y profesional verdaderamente singular.
Su cuñado y amigo, el laboralista y magistrado constitucional Miguel Rodríguez-Piñero, lo distinguió con una sola palabra: “Pipo fue, ante todo, un rebelde”. Y así es. En un primer acto de rebeldía, hacia 1967, rompe con el mundo nacionalcatólico en que había crecido. Empieza entonces a “tomar conciencia no solo sobre la situación de la dictadura sino sobre su entorno social”, al que él mismo pertenecía. Con apenas 20 años, eclosiona de un modo desbordante, proyectando su extraordinaria energía intelectual sobre el mundo de la cultura, la política y la investigación.
Se convierte en activo promotor de la cultura underground sevillana. Junto a Gonzalo García Pelayo, ejerce de letrista de la banda de rock Smash, confesando veladamente en una letra emblemática que “habían venido a destrozar ese tiempo” de coacción y jerarquía. Ayudado por Camilo Tejera, administran con impericia las abundantes cajas del club Dom Gonzalo, donde pinchan música procedente de las bases americanas, inaudita en la Sevilla tardofranquista. Participa en iniciativas teatrales de inspiración brechtiana, que le cuestan una ficha policial por reconocer a viva voz ante el auditorio la “intencionalidad política de la obra” que representan.
Su actividad cultural fue, como se ve, inseparable de su militancia política como resistente contra la dictadura. Representante estudiantil electo, toma parte en protestas que persiguen la democratización de la universidad.
Su actividad cultural fue, como se ve, inseparable de su militancia política como resistente contra la dictadura. Representante estudiantil electo, toma parte en protestas que persiguen la democratización de la universidad. En relación con cuadros del PCE, ayuda a organizar reuniones clandestinas, a defender a compañeros detenidos. Su actividad de opositor le cuesta amonestaciones públicas, y algún procesamiento con pronta libertad condicional. Ya como profesor adjunto, imparte seminarios sobre marxismo a los militantes más jóvenes.
Vitalmente entregado a la cultura y la política, completa sus estudios en Derecho como alumno libre. Nada le seduce una carrera impartida por numerosos profesores aún anclados a la (in)cultura oficial franquista o sencillamente inertes para la ciencia. Su desvinculación de la carrera regular le permite, en elocuente paradoja, entregarse al estudio intensivo del derecho. Por utilizar sus propias expresiones, ante “el desastre de facultad”, “huye” de ella, pero para recluirse en su biblioteca, donde liba sin descanso la bibliografía más actualizada disponible.
Hacia el final de su licenciatura, encuentra en la Historia del Derecho la oportunidad para colmar su imparable curiosidad intelectual y su compromiso humanista. Esta disciplina le permite desarrollar la convicción ético-política historicista de la que participa, fundadora del propio imaginario resistente: que son los hombres y mujeres los llamados colectivamente a hacer su propia historia, que no existen “principios fundamentales” inconmovibles en lo que hace a las instituciones que los individuos se otorgan para organizar su convivencia, según pretendía la dictadura.
Con este convencimiento como divisa inspiradora de su temperamento científico, abre el periodo de especialización doctoral. Durante su transcurso, realiza una estancia decisiva en Roma; devorará entonces, en la biblioteca del Instituto Gramsci, estudios de historia social que, sobre la base de una ardua labor de archivo, le muestran la mendacidad del relato histórico que hace nacer el Estado-nación en el Renacimiento. Toda la edad moderna sería más bien premoderna, por presentar la reacomodación de una sociedad estamental gobernada por élites señoriales. Su tema de tesis, la propiedad nobiliaria en Castilla, le permite reconstruir ese contexto de continuidad del feudalismo hasta comienzos del siglo XIX. Con su investigación, logra plantear una visión alternativa del antiguo régimen castellano, así como de la “revolución burguesa” que le puso fin.
En 1979, con 32 años, gana su cátedra de Historia del Derecho con nula simpatía por parte de quien ejerce de cacique supremo de la materia, el franquista Alfonso García Gallo. El apoyo central y manifiesto de Francisco Tomás y Valiente, su auténtico maestro, el respaldo también de su director de tesis, José Martínez Gijón, y el sustento de catedráticos respetados como Ramón Carande, permiten vencer las resistencias que contra cualquier apertura cultural aún se planteaban en nuestra universidad.
Llega Pipo a su cátedra de la Universidad de Cádiz, en Jerez, con una experiencia investigadora acumulada que le había permitido construir una visión a contracorriente del orden institucional premoderno. En lugar de descifrar las claves constitutivas de la sociedad y del derecho de antiguo régimen mediante el esquema conceptual propio del Estado-nación decimonónico, su apuesta consistió en esclarecerlas a través de las categorías forjadas por la cultura jurídica coetánea, lo que, para ese largo intervalo que le ocupa, del siglo XII al XVIII, significa, ante todo, la cultura del derecho común europeo.
De 1977 data la primera edición de su obra Derecho común, exposición todavía insuperada de la mentalidad que impregnó al cuerpo de juristas operativo en tribunales y palacios durante todo el antiguo régimen. De ella resultó todo un giro disciplinar: hasta entonces se había enseñado la Historia del Derecho buscando en el pasado un conjunto de “normas coactivas” aprobadas e impuestas por la autoridad sobre sus súbditos. La trascendencia normativa del ius commune, un sistema de principios doctrinales flexibles sujetos siempre a interpretación por una pluralidad de poderes territoriales tendencialmente colocados en pie de igualdad, mostraba que el derecho en la historia había podido ser algo bien diverso del derecho estatal configurado ya en el siglo XIX.
Pipo llega asimismo a la cátedra con un proyecto de actualización de la Historia del Derecho inseparable de su compromiso cívico.
Pipo llega asimismo a la cátedra con un proyecto de actualización de la Historia del Derecho inseparable de su compromiso cívico. Practica una historiografía volcada hacia el porvenir, lo que entonces significa puesta al servicio de la incipiente democratización del país.
Persigue aquí resaltar la plurinacionalidad constitutiva de la monarquía hispana. Frente a lecturas retrospectivas de sesgo españolista, realza la variedad institucional que había signado nuestra experiencia histórico-política, y justifica por eso la pervivencia foral en tiempo constitucional. Elabora a su vez una historia constitucional española inspirada ya en los valores democráticos. Desde ese ángulo, se hace evidente que la regla en España había sido la de la conculcación sistémica de los derechos y garantías. El desafío de nuestra neonata constitución había de ser entonces la de garantizar, por fin, su respeto integral.
Pipo continúa con su particular empresa de comprensión del antiguo régimen a través de sus propias categorías jurídicas y religiosas. Esta fecunda línea de investigación lo sitúa en diálogo con la escuela florentina fundada por su segundo gran maestro, Paolo Grossi, y le permite, en trabajos ya posteriores, redondear su replanteamiento de la organización social premoderna.
Señala la valencia normativa que en ella tiene el discurso teológico, con su capacidad para bloquear durante largo tiempo el arraigo de la lógica capitalista de la ganancia. Destaca su carácter patriarcal por la centralidad constitutiva de la “casa”: el poder doméstico del cabeza de familia –un poder de naturaleza privada, desprovisto de límites jurídicos– resulta ejercido sobre esposa, hijos e hijas no emancipados, esclavos y trabajadores que le prestan un servicio. La mayor parte de la población es entonces considerada, a efectos de capacidad jurídica, en situación de minoría de edad, vive dependiente de una autoridad absoluta como la del pater. Enfatiza, en fin, la configuración diferenciada del sujeto de derecho: frente a la uniformidad del individualismo moderno, la multiplicidad jerárquica, discriminatoria y funcional de los estatus.
Reputado experto en el encaje constitucional de institucionalidades históricas de pueblos sin Estado, asiste en Guatemala a un encuentro sobre una posible renovación política. Puede contemplar allí cómo a los pueblos indígenas implicados se les cede asistencia, pero sin prestarles audiencia, aunque la reforma les afecte de lleno. Colocado ante la desprotección manifiesta de sus derechos, y concentrándose los esfuerzos para rectificarla en el ámbito del derecho internacional, Pipo amplía al terreno comparado sus estudios de historia constitucional y trabaja como miembro del Foro correspondiente de las Naciones Unidas en múltiples misiones de observación.
La forzada posición subalterna a que son reducidos los pueblos originarios americanos le da la clave para introducir una lectura poscolonial de la historia constitucional comparada. Los orígenes del constitucionalismo por aquellas latitudes son obra inequívoca del colonialismo. Las viejas sumisiones domésticas operativas en la Europa cristiana se traspasan al espacio colonizado para mantener el dominio patriarcal sobre mujeres, menores, esclavos y sirvientes, pero también ahora para reducir a situación de minoridad a las comunidades aborígenes. El momento revolucionario americano obedece, más que a cualquier fin emancipatorio, a la consolidación del dominio de una minoría, la formada por el primer sujeto constitucional, el varón blanco europeo, cabeza de familia, cristiano y propietario.
Su visión crítica de la historia constitucional le permite así conectar con las luchas pasadas y presentes por el reconocimiento libradas por afrodescendientes, mujeres, indígenas y trabajadores. Con su reconstrucción histórica, se visibiliza el hecho de que estas mayorías populares se habían encontrado recluidas en el espacio privado bajo autoridad patriarcal. Su emancipación consiste en su común elevación a la condición de ciudadanos con iguales derechos y libertades para participar en su comunidad.
Atento siempre al juego de exclusiones, activo en los momentos fundacionales de los Estados, repara en el desprecio hacia las víctimas de la dictadura con que el nuestro se constitucionalizó en 1978. Su inagotable energía intelectual se abre aquí a la cuestión de la memoria histórica en un doble plano: de un lado, a modo de descargo personal, reconstruye su propio pasado familiar, consciente de su plena integración en la dictadura, y de otro, a modo de ejercicio de historia constitucional, revela las secuelas presentes del olvido en que se basó la transición. Defiende la incompatibilidad de la ley de punto y final incluida en nuestra Ley de Amnistía con nuestra constitución, y el consiguiente deber de los jueces de inaplicarla para investigar los crímenes del franquismo. Y vuelve a recordar cómo nuestra praxis institucional se coloca de espaldas a la propia norma fundamental cuando se desvincula del derecho internacional de los derechos humanos.
Le preocupa la contextualización efectiva de la norma fundamental de 1978, cargada de promesas democratizadoras incumplidas.
Le preocupa la contextualización efectiva de la norma fundamental de 1978, cargada de promesas democratizadoras incumplidas
Como derivación llamativa de este desempeño memorialista debe citarse su revisión del pasado de la propia Historia del Derecho. Asignatura arrasada por la sublevación, y reconfigurada casi enteramente por la dictadura, tuvo siempre un sesgo conservador y autoritario que la democracia no supo corregir. Misión entonces de los nuevos profesores sería justo una “desfranquistización” de la mirada iushistórica aún pendiente de generalizar.
Y es justo esta compenetración intergeneracional con la que desearía concluir su semblanza. Sensible a las protestas del 15M, colabora con círculos de juristas críticos en la denuncia del desmantelamiento del Estado constitucional que comienza a producirse. Le preocupa la contextualización efectiva de la norma fundamental de 1978, cargada de promesas democratizadoras incumplidas. Más que en la constitución, el problema radicaría en su vaciamiento a manos, principalmente, de la trinidad jurisdiccional compuesta por Audiencia Nacional, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional.
Si traigo a colación esta colaboración con juristas, que lo tomamos como guía y referencia, es porque revela uno de sus atributos más valiosos. Cuando la historia irrumpe, la cultura pública comienza a transformarse y se abren periodos de transición, lo habitual es que la pereza cunda entre los mayores. Replegados y nostálgicos, tienden a denostar los cambios y a añorar los viejos, buenos tiempos. Se vuelven, en suma, reaccionarios. Pipo estaba en las antípodas, entre los pocos sensibles e inteligentes que procuran mantener su legado político entrando en conexión con las mejores aportaciones de la generación pujante.
Su aportación alcanzaba siempre la originalidad. Fue por eso voz independiente, o, como le gustaba decir, autodidacta.
Él fue para nosotros todo un ejemplo. Su plena consagración profesional, presente y participativo en todas las iniciativas académicas que organizábamos, nos resultaba excepcional y modélica. Lograba además en su trabajo algo bien raro de conseguir: yendo primeramente al asunto de estudio –objetos por lo general desapercibidos para el resto de colegas– y acudiendo después a la bibliografía, alumbraba los temas liberado del lugar común, con una genuina, comprometida y penetrante fuerza analítica. Su aportación alcanzaba siempre la originalidad. Fue por eso voz independiente, o, como le gustaba decir, autodidacta.
Un autodidacta inscrito en la noble corriente de la filosofía crítica de la historia: aquella que pone énfasis en la discontinuidad entre tiempos y culturas, y convierte la comprensión de la diferencia, del otro, en el principal desafío historiográfico; aquella que, a su vez, destaca la continuidad de la aspiración por preservar la dignidad humana frente a su constante humillación.
Y ese humanismo que vertía, bajo mil facetas, en sus investigaciones, contaba con su primera expresión en la humanidad y liberalidad sin fin con que beneficiaba a sus colegas, discípulos y amigos, entre los que tuve la impagable fortuna de encontrarme.
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Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla. Ha publicado entre otras obras: Entre Weimar y Franco: Eduardo L. Llorens y Clariana (1886-1943) y el debate jurídico de la Europa de entreguerras (Comares, 2017) y junto a Alfons Aragoneses y Federico Fernánde-Crehuet, Saberes jurídicos y experiencias políticas en la Europa de entreguerras: La transformación del Estado en la era de la socialización (Athenaica Ediciones Universitarias, 2021).
El artículo se publicó en CTXT el 4/10/2022. Agradecemos al autor el permiso para reproducir este obituario del que fue también colaborador de Pasos a la Izquierda. https://ctxt.es/es/20221001/Firmas/40988/Pipo-Clavero-Sebastian-Martin-historia-del-derecho-obituario-derecho-transicion-franquismo-homenaje.htm
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