Por JUAN BOSCO DÍAZ DE URMENETA
Cruzaron el umbral de la universidad en los primeros años de este siglo, cursaron sus estudios con brillantez pero una vez acabados, comprobaron que aquí no tenían sitio. La gestión de la crisis económica los echó de su país. Esta es en pocas palabras la historia que nueve jóvenes españoles cuentan en Berlín a Cristina Mejías, una artista jerezana, nacida en 1986, más o menos en la misma fecha en que vinieron al mundo sus interlocutores.
El vídeo tiene la sencillez de lo verdadero. Los jóvenes simplemente hablan a la cámara. Todos ocultan el rostro tras una máscara, no para guardar el anonimato (Mejías expone a veces la obra con el proceso de su elaboración e incluye fotos a cara descubierta de cuantos intervienen) sino para subrayar su condición errante. Las máscaras tienen rasgos de animales migratorios (cigüeñas, flamencos, cebras, ñus, cabras montesas, renos o tortugas marinas: los que aparecen en el pasaporte español) aunque puede que estos jóvenes ya no se asemejen a esos animales porque ninguno emprenderá el camino de regreso. Nunca se establecerán en territorio del estado español. Las máscaras tienen otra carga simbólica: la invisibilidad social de los que hablan. Las instituciones no les conceden voz ni rostro, y los medios de comunicación apenas se ocupan de la cantidad y calidad de estos exiliados económicos o profesionales. El vídeo tiene por fin un título adecuado, entre irónico y amargo: Herzlich Willkommen, el slogan con que recibe Berlín a cuantos llegan. Derribado el ominoso muro, la ciudad se convierte ahora en lugar de acogida para quienes tropiezan en su país con otros muros, tampoco fáciles de superar.
Los jóvenes simplemente hablan a la cámara. Todos ocultan el rostro tras una máscara, no para guardar el anonimato sino para subrayar su condición errante. Las máscaras tienen rasgos de animales migratorios
Sólo uno de los entrevistados afirma que se marchó para mejorar su formación, conocer otros aspectos de su profesión y mejorar su currículo, pero aun él afirma que permanecerá fuera porque allí tiene posibilidades profesionales y laborales inexistentes en España. Todos los demás cuentan de un modo u otro que al no hallar un modo digno de ganarse la vida decidieron marcharse. Merece la pena detenerse en la palabra digno. Para unos significa sencillamente la posibilidad de trabajar: es cierto, dice una chica, que en Berlín sus salarios son bajos, sueldos de emigrante, pero al menos, añade, puedes trabajar en lo que deseas. Para otros, el término digno apunta a una ocupación que reconozca su competencia profesional, más allá de recomendaciones o favoritismos. Otros señalan con esa palabra a un trabajo que responda al laborioso proceso con que lograron su cualificación profesional. Tal vez una de las chicas sintetice los distintos usos de la palabra al afirmar que no piensa volver a España porque aquí sólo le ofrecerán un trabajo, el de camarera.
Todas estas opiniones desembocan con innegable coherencia en una convicción, la de sentirse ignorados cuando no traicionados por los distintos gobiernos que de un modo u otro los forzaron a abandonar el país. Algún chico se siente culpable de su decisión y situación, pero no ante la sociedad, sino ante sus padres que no ahorraron esfuerzos para que estudiara y se formara. Los demás se sienten sencillamente abandonados por los responsables políticos o económicos que contemplan impasibles la pérdida de una élite de profesionales cualificados.
Con frecuencia, responsables políticos, medios de comunicación, grupos de opinión o empresarios denuncian el llamado turismo sanitario. Europeos de países florecientes viajan al nuestro (que no dudan en incluir entre los pigs) para beneficiarse de su sanidad pública. Menos frecuente y explícita es la preocupación por esta fuga de profesionales competentes: otro sistema público, el educativo, los formó con el dinero de todos pero tal esfuerzo beneficiará a otros.
Apenas hay que insistir en esta contradicción, demasiado evidente, pero quizá merezca la pena pensar por qué se produce. Influyen sin duda los recortes, especialmente los practicados en becas y programas de investigación. Yendo más lejos, habría que plantear por qué la economía española no logra crear empleos dignos. Funcionarios europeos y empresarios españoles insisten en que para generarlos es precisa lo que llaman liberalización del mercado de trabajo. Pero tal liberalización tiene aspectos paradójicos: el más llamativo, el proteccionismo dispensado a las empresas. No hay subvenciones ni desde luego aranceles, pero la anulación de los derechos laborales, propiciada por ley, permite plusvalías sustanciosas a las empresas. ¿No será este peculiar neoliberalismo, proteccionista y autoritario, el que esté propiciando la salida de los jóvenes profesionales? Puede que haya que buscar otras causas aguas arriba: por ejemplo, en la decisión de responsables políticos y económicos de renunciar a la producción industrial, mientras aceptaban anclar el país en el monocultivo de los servicios. Es cierto que entonces (entre los años ochenta y noventa) se habló mucho de agricultura avanzada y nuevas tecnologías. Iban a ser, decían, las iniciativas productivas de este país. Hoy sabemos en qué quedaron aquellas fantasías.
Vuelvo al vídeo de Cristina Mejías. Llama la atención la nostalgia de los jóvenes entrevistados. Echan de menos, desde luego las costumbres en las que crecieron, pero también el paisaje (el mar de Cádiz, dice uno de ellos), la espontaneidad en las relaciones humanas, el sentido del humor y la lengua. Semejante morriña no los hará volver. Ellos mismos lo dicen. Pero sorprende cuál es el objeto de su sentimiento de pérdida. Durante la dictadura, cuando la incapacidad de crear puestos de trabajo (al parecer endémica) hizo partir a miles de trabajadores, los emigrantes lamentaban el desarraigo, la dureza del trabajo y ciertos rasgos de discriminación. Pero sabían que su situación era provisional: practicaban un uso elemental de la lengua de acogida y era escueta su relación con las costumbres. Ahora todo es distinto: la estancia es permanente, la integración necesaria y el uso del lenguaje mucho más absorbente. Los emigrantes de hoy parecen obligados a renunciar a muchos rasgos de su identidad cultural. Es otro tributo que han de pagar por pertenecer a una generación tan preparada ayer como abandonada hoy.
Echan de menos, desde luego las costumbres en las que crecieron, pero también el paisaje (el mar de Cádiz, dice uno de ellos), la espontaneidad en las relaciones humanas, el sentido del humor y la lengua. Semejante morriña no los hará volver
El vídeo de Cristina Mejías da visibilidad a quienes carecen de ella. En los últimos meses los medios de comunicación más cercanos al gobierno jalean las buenas perspectivas turísticas. Poco dicen sin embargo de los nuevos emigrantes. Durante la dictadura, cuando el país lograba equilibrar su economía con el turismo y el dinero remitido por los emigrantes, las voces que enaltecían a los millones de turistas contrastaban con el silencio acumulado sobre la emigración. Ahora parece ocurrir algo muy parecido.
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Juan Bosco Díaz-Urmeneta. Profesor titular de estética (jubilado) y crítico de arte. Ha comisariado exposiciones de Carmen Laffón, Soledad Sevilla, Guillermo Pérez Villalta, Manolo Quejido, entre otros artistas. Autor de diversos textos de estética y teoría del arte.