Por ÁGNES HELLER
El título de mi introducción es “¡Europa, Europa!”. En realidad se trata del título de una película que contaba la historia de un chico que está a punto de morir casi una docena de veces durante el Holocausto y en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Un título que nos recuerda por tanto el pecado original de Europa: todos los crímenes, todos los horrores, todos los nudos sin desatar que hemos heredado de su historia.
El pecado original del siglo XX data precisamente de 1914 y tiene como consecuencia dos guerras mundiales, la pandemia “española” de 1918, dos estados totalitarios, Auschwitz y el Gulag, innumerables dictaduras y centenares de millones de cadáveres solo en este pequeño continente, en esta pequeña estribación occidental de Asia.
Precisamente por la difusa conciencia de este pecado original comenzó a tomar forma el proyecto de una Europa unida.
Pienso en el histórico encuentro de dos estadistas conservadores como Charles De Gaulle y Konrad Adenauer. En aquel momento ellos adoptaron el compromiso solemne de evitar de todas las formas otra guerra europea. Tras este, lo dos enemigos históricos de entonces habrían vivido en paz.
El pecado original del siglo XX data precisamente de 1914 y tiene como consecuencia dos guerras mundiales, la pandemia “española” de 1918, dos estados totalitarios, Auschwitz y el Gulag, innumerables dictaduras y centenares de millones de cadáveres solo en este pequeño continente, en esta pequeña estribación occidental de Asia
Desde entonces un cada vez mayor número de países europeos aprovecharon la ocasión histórica para desterrar definitivamente las recíprocas desconfianzas y acordar desarrollar la amistad, la colaboración y la cooperación en un marco de objetivos comunes.
Sin embargo, es verdad también que en los decenios sucesivos y especialmente tras el nacimiento de la Unión Europea el esfuerzo acordado en su origen ha sido eclipsado cada vez más, si bien no olvidado completamente, por la preponderancia de las prioridades económicas.
No puede negarse, sin embargo, que para realizar una seria unión económica no se puede prescindir de una consciente y coherente vuelta a la tradición europea. Bien mirado, esos países antes de la Gran Guerra eran de hecho Imperios formados por multitud de pueblos y por variados grupos étnicos, donde la tolerancia y la convivencia estaban suficientemente desarrolladas. Si las identidades contrapuestas y los nacionalismos se desarrollaron indudablemente ya en el tiempo de los Imperios, solo tras la primera guerra mundial, y con particular fuerza tras la segunda, se llegó al paroxismo de los mismos.
Si queremos definir la que ha sido especificidad del continente europeo tendremos que determinarla precisamente en la propagación de los estados y de las identidades nacionales. Bien mirado, los estados nacionales consumaron su victoria frente al internacionalismo proletario pero también frente al universalismo burgués a partir de junio de 1914, es decir, desde el estallido de la guerra mundial. Desde aquella fecha la nación pasa a constituirse en la identidad global y omnicomprensiva de los pueblos europeos. Podría también hablarse de una re-paganización de Europa, dado que la nación no es otra cosa que una divinidad pagana y el nacionalismo una religión pagana.
Y, en efecto, uno de los fines y valores de la Unión Europea ha sido precisamente el empeño por disminuir el poder y la centralidad de los estados nacionales, promoviendo como contraposición un tipo de solidaridad europea, con decisiones que se toman de forma común y concertada.
El otro principio fundador era una explícita elección valorativa. Los estados fundadores de la Unión se orientaron de hecho y decisivamente hacia una específica tradición política, la de la democracia liberal, centrada en la primacía de la ley y en la división de poderes.
Naturalmente solidaridad y democracia estaban tan conectadas que las democracias liberales nunca han provocado la guerra de una contra otra. La opción por la democracia liberal era sin embargo solo una de las opciones posibles en el marco de la tradición política europea, se trató por tanto sin duda de una elección valorativa.
Si queremos definir la que ha sido especificidad del continente europeo tendremos que determinarla precisamente en la propagación de los estados y de las identidades nacionales
Entre una vasta gama de opciones, dos aparecen verdaderamente opuestas y dirimentes: república y democracia por una parte, bonapartismo por la otra.
Napoleón Bonaparte consolidó de hecho un modelo de Estado donde mandaba un “self-made man”, casi una encarnación de una nueva divinidad llamada precisamente nación. Un modelo que sería imitado por Napoleón III y de forma extrema por Mussolini y Franco.
Ahora la Unión Europea excluye por principio el bonapartismo, pero en verdad poco puede contra formas de su disimulada repetición desde el momento en que no hay todavía nada parecido a una Constitución europea. Y es en efecto precisamente esto lo que impide a la Unión sancionar como anticonstitucionales determinadas alternativas de política interior, como en el caso de la inflexión bonapartista a la que está sometida hoy la democracia húngara.
Nietzsche describía los estados como bestias egoístas; es menester admitir que esta regla, aun cuando hace tiempo que los estados nacionales sustituyeron a los imperios, permanece todavía válida.
Pero ¿por qué sucede esto? Me gustaría proponer tres hipótesis interpretativas.
La primera tiene que ver con la esencia más profunda del espíritu y de la conciencia europea.
El continente europeo está constituido desde siempre por pueblos diversos, que hablan lenguas diversas y tienen costumbres diversas. En estos tiempos “integración” significa precisamente restituir a la unidad, es decir al “status de nación”, a un único pueblo en todas sus variadas almas. Esta integración es algo que ha sido generalmente sentido, percibido como un progreso y en muchos casos incluso como una liberación. Y tal sensación de ninguna manera era injustificada. Ha sido también un tiempo en el que protestantes y católicos se enzarzaron los unos contra los otros durante treinta años en una guerra sin descanso, devastando Europa y dejando tras sí un reguero de sangre y destrucción.
Europa ha sido en general un continente de Imperios y de guerra, frecuentemente religiosas y siempre al servicio de compactos intereses monárquicos.
Para reaccionar a este estado de cosas se pusieron en el orden del día, en modo prácticamente contemporáneo, conceptos como el de nación y el de libertad política. El “Ser supremo” de Rousseau se convierte en el dios de la república. Las guerras de liberación comenzaron a ser combatidas bajo la bandera de la nación.
Por otra parte, el nacionalismo como valor identitario de Europa es un Jano bifronte. Los niños han sido educados durante siglos con relatos patéticos centrados en los méritos de su nación y los pecados de las demás. Si preguntáis hoy a un crío qué significa para él ser francés, alemán o italiano no vacilaría en dar una respuesta precisa, aunque Estados como Alemania e Italia solo existen desde el siglo XIX. Si, por el contrario, le preguntáis qué significa ser europeos, probablemente no comprenderán la pregunta.
Dicho en pocas palabras: la identidad europea no está profundamente enraizada, no debe darse por sentada de una vez por todas, incluso cuando se abraza con convicción y de forma entusiasta. Y es incluso algo embarazoso.
¿Por qué embarazoso? Porque cuando hablamos de valores europeos en verdad hablamos de algo que tiene que ver con una nuestra autoconciencia. ¿Cómo se valoran a sí mismos los europeos? ¿Qué es lo que más aprecian de ellos mismos? Y más aún: ¿cuánto se puede hablar de una conciencia europea?
Sin olvidar por lo demás que cuando los humanistas del Renacimiento se referían a Europa solo pensaban en la parte occidental, no desde luego en la oriental, del pequeño continente.
Añádase a ello que, como en todos los casos de auto-identificación, también los europeos se definían contra las identidades de los otros. De este modo Europa desarrolló algunos estereotipos positivos aplicados a ella misma, contra los otros negativos aplicados a los demás. De esta forma, para los primeros colonizadores europeos Europa coincidía con la Cristiandad, la única verdadera fe, vía para la salvación. Enfrente, el mundo pagano era el mundo de la incredulidad, formado por gente que había perdido su propia alma y que podía salvarse solo si abrazaba la fe cristiana.
Ha habido después quien ha identificado a Europa con la cultura, relegando al estado de “bárbaros” y de “subdesarrollados” a los otros continentes. Desde finales del siglo XVIII Europa se ha proclamado el continente de la libertad y del derecho frente a las difusas dictaduras de otras partes.
Europa ha construido, por tanto, a lo largo de los siglos una propia auto-identificación como tierra de la libertad, de los derechos, de la cultura, del progreso. Naturalmente, esta autoconciencia ha sido sometida a dura prueba en la segunda guerra mundial, con el impacto del Holocausto; entonces se tuvo la sensación de que muchos de los valores reivindicativos de Europa en verdad habían sido repudiados por la misma Europa.
Europa, entre colonialismo y totalitarismo, fue vista por muchos más bien como un tirano; el continente se vio obligado a mirar el abismo en el que había corrido el riesgo de perderse.
Europa ha construido, por tanto, a lo largo de los siglos una propia auto-identificación como tierra de la libertad, de los derechos, de la cultura, del progreso. Naturalmente, esta autoconciencia ha sido sometida a dura prueba en la segunda guerra mundial, con el impacto del Holocausto
De ello resultó una crisis de valores y en consecuencia de la autoconciencia europea; entre las principales víctimas de esta situación, la idea de progreso. ¿Qué “progreso” podían representar Auschwitz y el Gulag? En cierto modo nos hemos visto por ello obligados a reescribir la historia, a revisar la escala de valores. De forma notable tras la segunda guerra los europeos han tenido que preguntarse: ¿qué hemos hecho? La respuesta a la pregunta ha obligado a un arrinconamiento de los valores antes considerados irrenunciables e indiscutibles, peculiarmente europeos, para recuperar otro tipo de valor, también él ciertamente europeo: el universalismo.
La idea de universalismo, de un valor humano general, nace en el siglo XVIII, un poco antes que la de nación. Esta idea tuvo al menos el mérito de relativizar las arrogancias nacionales y particularistas (de carácter social, ético o religioso).
En La Flauta mágica de Mozart dice Sarastro a Tamino: “Él es más que un príncipe, es un ser humano (‘Mensch’)”. Donde ser humano era una determinación de rango superior; aunque bien visto una identificación del humano que no era una verdadera identificación, más bien era ausencia de identificación. Kant habla de “esencia humana dentro de nosotros”, que no es otra cosa que una noción trascendental de libertad. Y humanidad “dentro de nosotros” no podía significar otra cosa que precisamente una esencia humana universal.
Una tendencia que va desde la poesía de Schiller a la Novena de Beethoven, una sinfonía en la que abrazamos a millones de hombres, con la que besamos con alegría al mundo entero. No por casualidad el Himno a la Alegría se ha convertido en el himno de la Unión Europea.
Ni el universalismo permanece como una idea filosófica o poética; en realidad fue institucionalizada ya en las primeras constituciones modernas. La máxima según la cual “todos los hombres nacen igualmente libres” y están del mismo modo dotados de razón y conciencia ocupó un puesto eminente en las constituciones republicanas, y no solo, que culminó, tras la segunda guerra mundial, en la Declaración universal de las Naciones Unidas. La fórmula “derechos humanos universales”, que significa los mismos derechos para hombres y mujeres, de origen europeo, fue impuesta desde entonces, por decirlo así, a todos los Estados, a todos los gobiernos, a todas las naciones precisamente recién acabada la segunda guerra mundial. Es cierto sin embargo que la Declaración universal de derechos humanos de la ONU fue firmada por no pocos dictadores, militares o fundamentalistas, y hasta por dictadores totalitarios. Para ellos evidentemente era solo un trozo de papel.
A partir del siglo XIX otra serie de derechos aparece en el horizonte de Europa y del Nuevo Mundo: los derechos sociales. Derecho al trabajo, a una existencia digna, a la asistencia sanitaria y en particular a la educación. Este sistema adicional de derechos fue acogido a su vez por Naciones Unidas y firmado también por todos los Estados, incluso por aquellos donde las niñas eran vendidas, el estupro estaba legalizado y las masas morían de hambre.
De esta forma, el universalismo se convierte en una obra maestra de hipocresía universal.
Los europeos han heredado de la segunda guerra mundial una pesada carga de derechos, entre los cuales el universalismo y el nacionalismo, el republicanismo y el bonapartismo, solidaridad y egoísmo, derechos del hombre y derechos de ciudadanía. La Unión Europea, como hemos dicho antes, ha basado su existencia sobre una escala de valores; aunque entre estos haya no pocos contradictorios. De momento porque la Unión Europea es desde siempre una unión de Estados nacionales. De modo que si como Unión ella debe dar prioridad a los valores de solidaridad, como conjunto de Estados nacionales ve por el contrario cómo frecuentemente prevalecen los intereses nacionales, incluso el nacionalismo, en detrimento precisamente de la solidaridad.
A partir del siglo XIX otra serie de derechos aparece en el horizonte de Europa y del Nuevo Mundo: los derechos sociales. Derecho al trabajo, a una existencia digna, a la asistencia sanitaria y en particular a la educación
La Unión es en efecto un conjunto de democracias liberales, de las que el “republicanismo” según la acepción kantiana es sin duda su premisa, pero después en los estados en los que prevalecen formas de bonapartismo del espíritu republicano se puede decir cualquier cosa menos que está afianzado. Este carácter aleatorio de los valores tiene que ver con las circunstancias ya señaladas.
De ello se debe deducir por tanto que no existe una identidad europea cuya fuerza pueda ser ni siquiera aproximativamente equiparable a la de las diversas identidades nacionales. En otras palabras, la Unión Europea puede jactarse de una identidad económica e incluso cultural, pero de ninguna otra que pueda ser considerada como asumida de forma definitiva por los diversos pueblos que la componen. No solo de hecho los gobiernos, sino directamente los mismos pueblos, siguen en la mayoría de las ocasiones intereses nacionales, verdaderos o presuntos, en perjuicio de la solidaridad europea.
Todos estos conflictos que afectan directamente al plano de los valores se revelan plásticamente en la actual crisis de los refugiados. Esta constituye un banco de pruebas para Europa. Para la Unión pero también para todos los Estados y pueblos del continente. Al igual que en todas las crisis, es difícil, en el sentido de que no es fácil desenvolverse entre conflictos de valores y estrategias que van cada una por su cuenta, con una dinámica propia. El riesgo del “politically correct” es evidente.
Estamos en una situación en la que los conflictos de valores se agravan por importantes conflictos reales. De ahí que adopten la forma de una antinomia. Una antinomia que hay que resolver. Porque si no la resuelve Europa (y no solo la Unión) se pierde a sí misma. Lo que significa que corre el riesgo de morir.
Es verdad que también podremos decir ¿y qué? A lo largo de la historia de Europa muchas importantes culturas han muerto, la de Roma por ejemplo; aunque tuviera que morir Europa, la historia no obstante proseguiría. Es cierto que esta es una posibilidad, aunque no es la que yo deseo. Preferiría mucho más que Europa fuera capaz de enfrentarse a esta crisis y resolverla.
Todos estos conflictos que afectan directamente al plano de los valores se revelan plásticamente en la actual crisis de los refugiados. Esta constituye un banco de pruebas para Europa. Para la Unión pero también para todos los Estados y pueblos del continente
¿Ante qué opciones nos encontramos? Me gustaría organizar la respuesta mediante parejas de oposiciones.
- Opción A: permanece verdadera la idea de fondo de los derechos humanos universales y de las instituciones conectadas a la misma; por tanto: abrir las puertas, que entren todos los refugiados, sin distinguir entre refugiados por guerra civil, por opresión, por hambre o pobreza. Que entren todos.
- Opción no-A: dar prioridad a los derechos de los ciudadanos, precisamente a los derechos y a los intereses de los ciudadanos de Europa y de la Unión. La Europa contemporánea, y la misma Unión, es un continente pacífico capaz de asegurar un normal nivel de vida y de protección legal a sus ciudadanos. Centenares de millones de europeos han dado su vida a lo largo del siglo XX por darnos la posibilidad de crear una Europa vivible para nosotros y nuestros hijos. ¿Por qué tendríamos que entregar todo esto a gente que nunca ha hecho nada por nosotros y que viene de guerras intestinas? ¿Quizás solo porque necesitan un refugio?
Segunda pareja de argumentos:
- Opción A: nosotros, los europeos, no somos de ninguna manera inocentes frente a las tragedias de esta gente. El colonialismo europeo ha destruido mundos vitales de una infinidad de pueblos y ha creado fronteras artificiales. Pero hay una cosa quizá todavía más importante: ¡hablamos mucho del pasado de Europa! ¿Cuál ha sido este pasado? ¿No está hecho acaso de persecuciones de minorías, de destrucción de pueblos y ciudades, no ha provocado probablemente grandes oleadas de refugiados? Las mayores oleadas de refugiados estaban formadas precisamente por europeos. Y también sabemos a ciencia cierta que estos no eran bien recibidos. Los refugiados judíos fueron enviados por los británicos a Palestina. Si se hubiera acogido a muchos más refugiados europeos, muchos menos europeos habrían sido masacrados por otros europeos durante el siglo XX. Ahora, basándonos en esta carga moral, la única opción es que debemos acoger con beneplácito a los refugiados y rendirles homenaje. Como lo ha comprendido Angela Merkel que de ha declarado: cuidado con no acabar esta vez culpables del mismo crimen cometido contra nosotros en el siglo XX. Lo hemos experimentado en nuestra propia carne, por eso tenemos que dejarlos entrar.
- Opción no-A. Lo que el mundo hizo contra nosotros en el siglo XX fue criminal. Todo el mundo, todos los continentes, puestos de acuerdo, rechazaron ofrecer refugio a cerca de dos millones de refugiados europeos. Hoy, por el contrario, el pequeño continente europeo está llamado a enfrentarse con la invasión de cerca de tres-cinco millones de refugiados. Acogerlos es sencillamente imposible. Y en cualquier caso toda esta gente es extraña al pasado europeo, a nuestros valores, a toda la historia que nos ha llevado a elaborar estos valores. Además, son extraños a la cristiandad occidental, tanto en el sentido de cultura humanística como en relación con el respeto de los derechos humanos, civiles, de la mujer. No tienen ningún interés hacia Europa, solo están interesados en sus servicios sociales. Y esto contradice los intereses de los Estados europeos y de sus respectivos pueblos.
Tercera pareja de argumentos.
- Opción A: El número puede efectivamente ser un problema. Parece que Europa no puede soportar tres-cinco millones de refugiados; por esto se ofrecen soluciones de compromiso, aunque con gran desconcierto. Acoger a todos los refugiados de las zonas de guerra y a los que huyen de las opresiones totalitarias, ver qué sucede y decidir los pasos sucesivos con buenas razones. No es cierto, además, que pueblos distintos y vecinos solo creen tensiones; basta el ejemplo de los Estados Unidos. Allí cada uno es un migrante, muchos son también de reciente inmigración. Y se integran sin problemas. Es más, se integran precisamente porque no se les exige ser asimilados. Pueden por tanto continuar hablando su lengua, vestirse con sus vestidos tradicionales y seguir sus costumbres, solo que con dos condiciones: respetar las leyes y respetar la Constitución. Se puede esperar de ellos que lleguen a ser buenos ciudadanos y patriotas sin pretender que se conviertan en lo que no son.
- Opción no–A: incluso aquel que acepta la propuesta de acogida en nombre del universalismo, de la solidaridad y de la empatía, también cree que el problema subyacente permanece: ¿qué país europeo, con la excepción de Alemania y quizás de Italia y Grecia, está dispuesto a acoger a los refugiados sin despertar la ira de sus ciudadanos? Es verdad que muchos muestran compasión cuando ven a los niños padeciendo frío y hambre en las tiendas improvisadas, incluso a lo mejor están dispuestos a ofrecer dinero para ayudarlos, pero ¿cuántos querrían ofrecerles su acogida? ¿Cuántos estarían de acuerdo con que los impuestos que pagan se destinen a la ayuda de estas personas? Por otra parte, al que opone el ejemplo de los Estados Unidos respondo que estos no son un estado nacional y pueden integrar sin correr con la carga de la asimilación. Hay muchos musulmanes en los Estados Unidos, junto a muchos tipos de cristianos y judíos, a veces se producen episodios de rechazo, pero nunca de verdadera discriminación. Europa, al contrario, está construida por estados nación que reclaman por naturaleza la asimilación y cuando hablan también de integración en verdad están refiriéndose a asimilación. No les gusta ver a la gente que sigue solo sus costumbres tradicionales o que reza por la calle, arrodillándose cuando es la hora de la plegaria. Por lo demás, estas naciones temen el antisemitismo islámico porque les recuerda su vergonzoso pasado. Lamento decirlo, pero los europeos, ante el dilema de masas de otras culturas,son reacios a asimilarlas, con el resultado de que Europa se enfrenta a serios conflictos culturales, incluso violentos. ¿Nos agrada todo esto?
Cuarta pareja de argumentos:
- Opción A: incluso al que no le agrada la explosiva situación actual teme sin embargo y sobre todo la reacción de masas de desesperados que piden una ayuda que nosotros nos negamos a dársela. ¿Queremos reducirnos a tener que elegir entre dos males? ¿Cómo escoger el mal menor? ¿O acaso no podemos por el contrario tratar de transformar el mal menor en algo bueno? ¿Es decir, algo que sea bueno para ellos y a la vez para nosotros?
- Opción non–A: Cromwell dijo una vez: “¡Confiad en Dios pero estad listos para el combate!”. Personalmente le objetaría: “¡Confía en Dios, confía en los hombres y mantén tu mente abierta y justa!”
Este es hoy el desafío para nuestros valores europeos.
[El texto corresponde a la transcripción de la conferencia que Agnes Heller dio en el Senado de Italia dentro del ciclo “Democracia en el Siglo XXI”, organizado por el Grupo parlamentario del Partito Democratico, celebrado entre febrero y junio de 2016. Traducción de Javier Aristu]
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Agnes Heller. Fillósofa húngara. De familia judía, su padre murió víctima del Holocausto; la madre y ella misma se salvaron milagrosamente del mismo. Estudiante de filosofía en la Universidad de Budapest, fue discípula de Georgy Lukács, formando parte de la llamada Escuela de Budapest. Tras la invasión de Checoslovaquia y la muerte de Lukács (1971) emigró a Australia y posteriormente a Nueva York, donde es profesora emérita en la New School for Social Research. Entre sus innumerables libros destacan en español Historia y vida cotidiana: aportación a la sociología socialista (Traducción de Manuel Sacristán) México: Grijalbo, 1972, Sociología de la Vida Cotidiana (Traducción de J.F. Yvars y E. Pérez Nadal) Barcelona: Ediciones Península, 1977, 1994 y Más allá de la justicia (Traducción de Jorge Vigil) Barcelona: Editorial Crítica, 1990.