Como homenaje póstumo a su vida militante hemos traducido una entrevista realizada por Marco D’Eramo a Rossana Rossanda, figura histórica del Partido Comunista italiano y fundadora del diario y expresión política Il Manifesto. La entrevista fue publicada originalmente con el título de ‘Rossana Rossanda in conversazione con Marco d’Eramo – Ancora comunista ancora dissidente’ en MicroMega, 2/2017 y vuelta a publicar este pasado mes de septiembre con el título de «In ricordo di Rossana Rossanda, ancora comunista ancora dissidente» en MicroMega Online. El texto lo publicamos con la autorización de Micromega.
Marco D’Eramo. Hacia el final de «La ragazza del secolo scorso»1 escribes una frase extraña: «Por otra parte, mi fracaso como persona política fue total solo desde hace una veintena de años». Dado que escribiste estas palabras en 2005, tu «fracaso como persona política» se refería a la mitad de los añosochenta, ni antes ni después. Extraño, ¿no?
Rossana Rossanda. Extraño.
M.D. ¿Por qué?
R.R. Quizás porque notaba que estaba madurando una crisis definitiva del Partido comunista, al que debo mi identidad política. La crisis no era reciente, ni mucho menos vino con la caída del Muro de Berlín. En el 89 solo se catalizó: el PCI no dio nunca una explicación de ello. Se limitó a encajar el juicio de sus adversarios históricos: «Era equivocada la idea misma de comunismo». Idéntica posición entre rusos, chinos y cubanos. Ninguno trata de dar otra explicación, ninguno de ellos dice: «Perseguíamos un ideal justo, pero hemos cometido los siguientes errores». Ninguno se pregunta por qué la crisis golpeó a todos y en el mismo momento.
M.D. ¿No es debido también al hecho de que el marxismo no previó los efectos del marxismo? ¿En el sentido de que la existencia misma del marxismo, con todo lo que ha comportado en términos de nacimiento del movimiento obrero y de los regímenes proclamados marxistas, ha hecho que las previsiones del marxismo no se cumpliesen?
R.R. Sí, en parte, si tratas de decir que a la expansión del comunismo se opusieron potencias o fuerzas políticas de orientación neoliberal sobre todo: las habían asustado no solo la virtud sino fundamentalmente los vicios de los partidos comunistas y de los denominados socialismos reales. Pero teníamos un límite teórico: lo que Marx dice acerca de la contradicción entre desarrollo de las fuerzas productivas y sistema político del capital lo hemos concebido como un proceso seguro, inexorable, que habría concluido con la victoria del comunismo. Algo que no sucedió. A la pregunta «¿cuándo se ha producido la crisis del comunismo ruso?», respondería: cuando Lenin afirma «hace falta saber cerrar una revolución» y lo hace con la NEP (Nueva política económica). Quizás la verdad es que no se cierra una revolución si no es profundizando en ella, y no en el sentido de «reprimir a más adversarios», sino profundizando en el carácter irreversible de la nueva sociedad, es decir, en la dirección contraria a como Lenin creyó que tenía que elegir. Probablemente se debió también al hecho de que la Revolución del 17 llegó como una movilización de determinadas minorías y en pocos lugares, no de toda la población y todo el territorio de la futura Unión Soviética. De esta forma, cuando los bolcheviques llegaron al poder debieron gestionar un enorme país con enormes problemas, y marcado por un gran atraso y con una población en su mayoría no alfabetizada. El problema del desarrollo diverso entre ciudad y campo resurge al final de la década del veinte con la aceleración impuesta a los campesinos, pero sobre todo con el hecho de que estos tenían que alimentar a los obreros con su propia producción, cuestión que llevó al enfrentamiento con Bujarin.
M.D. En mi opinión es la Unión Soviética la que enterró el auténtico internacionalismo.
R.R. Olvídalo. No fue un propósito sino un efecto. La Tercera Internacional fue una fuerza unitaria que abordó problemas con los que Occidente ni siquiera sueña. Que después no fuese el internacionalismo como nosotros lo pensamos es otra historia. En el interior de su grupo dirigente hubo una verdadera discusión. No fue un vínculo puramente formal.
M.D. No solo se traicionó el comunismo soviético, está también la derrota del maoísmo. Ahora, cuarenta años después, ¿cómo ves la trayectoria del maoísmo?
R.R. He creído que el maoísmo representaba, digamos, una oposición de izquierda al XX Congreso del PCUS y a la línea Jruschov. Occidente sostiene en cambio que ha sido una forma de dictadura. Me reservo mi opinión.
M.D. Todo lo que se lee sobre la Revolución cultural es que era peor que los gulags estalinianos.
R.R. Conozco esta literatura, pero no hay nadie que ofrezca documentos serios en que apoyarnos, también por la dificultad de explorar un mundo muy diferente del nuestro.
M.D. Pero ¿cómo pudo ser derrotado el maoísmo de forma casi total?
R.R. Porque en el interior del Partido comunista chino existía una posición que, solo para entendernos, llamaré socialdemócrata, favorable a un desarrollo social sí, pero más lento. Mao le dio una patada al publicar la famosa «Bombardead el cuartel general», con lo que trataba de legitimar y desencadenar la ola de protestas que se había iniciado en la Universidad de Pekín. También deberíamos investigar la forma en que se cuenta esa historia: no creo que Lin Biao estuviera huyendo con dinero a la Unión Soviética. Tal vez lo mataron.
M.D. Es probable. La verdad es que no se ha conseguido entender cuánto tuvo la Revolución cultural de movimiento popular de base y cuánto de un choque en la cumbre.
R.R. Pero ¿qué quiere decir «base» en un partido como el chino? ¿El aparato? ¿Los militantes? En general, no creo que sea fácil de definir: se puede hacer, con cierta dificultad, para Italia, pero ¿cómo lo hacemos para China? Es un mundo que no conocemos y nuestros parámetros políticos son distintos. Fíjate en las primeras películas de Zhang Yimou, el director de La linterna roja, Sorgo rojo o de la bellísima Ju Dou [La semilla del crisantemo] –que se desarrolla en torno a una pareja de tintores de seda. Como los protagonistas son obreros ¿podríamos decir que es «una película obrera»? Es verdad que no es el proletariado descrito por Marx y Engels; y de hecho Mao dice en algún momento dado: «Nuestro proletariado son los campesinos», lo cual es una manera un poco simplificada de decirlo.
M.D. Quiero decir que Lin Biao probablemente fue asesinado en medio de una lucha de poder en la cúpula. No fue un movimiento del pueblo…
R.R. Yo no sería tan tajante. Entre las pocas personas en las que confío, que han vivido en China y que han escrito sobre ella, está la italiana Edoarda Masi. Lo que describe es un choque en la cumbre que se cruza con un movimiento de masas; los Guardias Rojos son un hecho popular auténtico y juvenil. Hay que reflexionar sobre lo que es un grupo dirigente en un partido comunista, no reducido a la imagen caricaturesca que se da hoy de los comunistas.
M.D. Comprendo, pero el resultado es que China es una distopía: tiene la misma libertad que había en la URSS de Stalin y tanta igualdad como la América de Trump.
R.R. Yo sería más prudente. China goza de cierta libertad, de una forma de libertad, como lo demuestra su enorme desarrollo. Aparentemente deja más libertad a las clases propietarias. Pero hay que estudiar el papel de la «represión permitida»: en el sentido de que el sistema debe tener capacidad de modificar las cabezas de manera real, para tener un consenso. Tal vez no les importa nada la libertad de expresión –salvando a los intelectuales y a una cierta clase políticamente formada. Al PCCh lo que le preocupa es trabajar profundamente en la estructura social del país y lo logra, a diferencia de los comunistas rusos.
M.D. Es irónico que continúe llamándose comunista un partido que promueve el capitalismo más despiadado de la tierra.
R.R. No estoy segura de que sea el sistema económico o político más cruel.
M.D. En el ‘Financial Times’ ha salido un reportaje sobre el renacimiento del culto a Mao, animado por el actual líder chino Xi Jinping, que sin embargo persigue una política completamente opuesta al maoísmo.
R.R. Los chinos nunca tratan de borrar su historia precedente. Usan a Mao como héroe popular aunque hagan lo contrario de lo que él proponía.
M.D. Volvamos a casa. En tu libro parece que la verdadera crisis del comunismo italiano se desencadenó en 1956, con la represión de Hungría, y que lo que se ha producido desde entonces es un continuo agravamiento.
R.R. Sí, pero hasta finales de los sesenta había esperanza entre nosotros: lo que cambia la naturaleza del partido es, creo, el compromiso histórico de los setenta. Explicar a la propia base que era necesaria una alianza estratégica con los Democratacristianos no fue fácil. Era un giro de 360 grados. Y lo que para Berlinguer tenía que ser una idea ambiciosa –apuntar hacia una cierta condena de la riqueza propia de la tradición católica– en las periferias se convirtió en un intento de hacer acuerdos a la baja con la DC. Ten en cuenta que, en 1975, Italia tomó un color rojo en todas partes. Eran rojas Milán, Venecia, Turín, Florencia, Roma, Nápoles.
M.D. En los años cincuenta dirigiste la Casa de la cultura de Milán, después en 1959 entras en el Comité central y en 1963 sales elegida para el parlamento. ¿Cómo recuerdas aquellos años, primero milaneses y luego romanos?
R.R. En 1951 yo tenía 27 años, había una especie de juventud de días, meses, y además la guerra quedaba atrás, había durado siete años y no podíamos soportarlo más. Hoy en día decir «Casa de la Cultura de Milán» parece algo imponente. En realidad, la Casa de la cultura nacía por segunda vez: primero había estado junto al ex Círculo de nobles, a dos pasos de la Scala, después, tras 1948 y la toma del poder por parte de la DC, en un semisótano comprado por algunas personas de la izquierda, donde los domingos correteaban enormes ratas, pero al que bajaba la inteligencia italiana y europea. Fue el centro de discusión de todas las fuerzas laicas y lugar de acogida de la cultura milanesa. Giorgio Strehler y la gente del Piccolo Teatro eran de la casa. Llamaron Jean Vilar y Jean-Louis Barrault. Un amigo era Jean-Paul Sartre, persona muy cortés y accesible (uno de los pocos pendiente de lo que podíamos gastar), el único que se preguntaba: «Pero ¿cómo va a pagar esta pobre mujer mis facturas?». Una vez ganó un premio y tiró el cheque a la papelera, pensó que era un honor innecesario. Mientras que generalmente, cuando los «grandes» venían a Italia, me estremecía pensar en el dinero que gastaríamos… Excepto con Neruda, él fue una píldora difícil de digerir. Por supuesto que vinieron de buena gana también porque allí donde había un Partido comunista, este los trataba bastante mal. Recuerdo que una vez en Berlín, creo que era la década de 1960, le dije a Alfred Kurella, que fue mi homólogo en la RDA y que tiene una historia personal bastante interesante: «Esta noche voy al Berliner Ensemble» [compañía de teatro fundada por Brecht] y él me respondió: «Bertolt Brecht es bueno para Occidente, pero no entendió nada sobre el socialismo». Y pensar que Brecht es quizás el poeta más «estalinista» que existe. El partido alemán, el Sed, me pareció el partido comunista más estúpido que he conocido.
M.D. Pero fuera del PCI, ¿a quién frecuentabais?
R.R. En Milán la resistencia había sido importante y había sido larga. Todos parecíamos conocernos. Tuve una verdadera amistad con Riccardo Lombardi y Lelio Basso, que no eran morandianos. Y en la cultura estuve ligada a Franco Fortini, Vittorio Sereni y muchos otros. También conocí a algunos grandes burgueses como Raffaele Mattioli, heredero de Josef Toeplitz y amigo de Piero Sraffa: se llevaba bien con el PCI sobre todo a través de una eminencia gris, Franco Rodano, marido de la líder de las mujeres comunistas, Marisa Cinciari.
Rossana Rossanda: «Hasta finales de los sesenta había esperanza entre nosotros: lo que cambia la naturaleza del partido es, creo, el compromiso histórico de los setenta. Explicar a la propia base que era necesaria una alianza estratégica con los Democratacristianos no fue fácil. Era un giro de 360 grados»
M.D. En tu libro haces descripciones inesperadas de los dirigentes comunistas. Por ejemplo, la de Giancarlo Pajetta.
R.R. Era mordaz y estaba desesperado. Vivía muy pobremente, como si nunca hubiera dejado de estar en prisión, cerca de una marrana en las afueras de Roma. ¿Sabes lo que eran las marranas?
M.D. Arroyos entre cañaverales, ¿no?
R.R. Así es. Recuerdo que un día de Navidad lo encontré debajo de mi casa de Milán en Via Bigli, y le dije: «¿Qué haces?» Ah, dice «Busco un restaurante». «¿Un restaurante el día de Navidad? Ven a mi casa, te hago algo de comer». Mi marido, Rodolfo Banfi, fue paciente y se divirtió. Esa noche Pajetta estaba tan desesperado que nos dijo: «Podría matarme ahora mismo». Después de una hora de lamentaciones, le dije: «Mira, esa es la ventana: o te tiras ahora mismo o no me des más la tabarra con esa cantinela». Y él: «¿Hablas en serio?» «Sí, lo digo en serio». Por cierto, habría terminado en el jardín del museo Poldi Pezzoli, que es muy bonito.
M.D. Eres malvada.
R.R. La única cosa que le ha ido bien en la vida fue haber tenido una compañera como Miriam [Mafai] que cuando le montaba este espectáculose echaba a reír. Y eso le ha venido bien, creo. Su hija Giovanna vino a trabajar más tarde a Il Manifesto.
M.D. ¿Y Palmiro Togliatti, Giorgio Amendola, Pietro Ingrao, a los que conociste mejor en Roma?
R.R. Para mí la pregunta más difícil es sobre Togliatti como persona. Después del Sesenta y ocho, yo era como todos los demás muy anti-Togliatti, pero ahora me pregunto cómo habría sido Togliatti en el Sesenta y ocho. Seguro que más atento que el PCI. No le habría puesto trabas, pensaba que nunca se debe ir en contra de un movimiento espontáneo de izquierdas, quizás por una razón de oportunismo. Una vez, en Milán, Adriano Celentano vino a una fiesta de L’Unità, despertando la ira de todos los viejos de la federación del PCI. Togliatti estaba, en cambio, interesado. Togliatti como persona sigue siendo para mí un interrogante. Entonces pude frecuentarlo bastante, ya que siempre éramos los primeros en llegar a Botteghe Oscure, donde estaba la sede del PCI en Roma. Yo porque estaba sola y vivía cerca, Togliatti no sé por qué. Así que entre las 8.30 y las 9.30 podía llamar y preguntar: «¿Puedo entrar?». Yo no contaba nada entre los dirigentes yél estaba intrigado con la «compañera de Milán» que se las daba de socióloga. Entoncesyo también tenía la responsabilidad política de los Editori Riuniti y publicamos a Trotsky, Kamenev y la oposición obrera, algunos de las primeras actas del PCUS. Le había advertido de forma genérica: «Publicaremos material de los años 20». Y siempre me decía: «Hazlo, hazlo». Un día encontró esos textos sobre la mesa y exclamó: «¿Qué estás haciendo?». Le respondí: «Pero fuiste tú el que dijo ‘hazlo, hazlo’ y yo lo hice».
M.D. Entonces, según tu opinión si Togliatti no hubiese muerto en 1964, quizás el PCI habría seguido otra trayectoria.
R.R. Creo que las cosas habrían ido de modo algo distinto. Por ejemplo, había cambiado totalmente la redacción de Rinascita, que era algo así como su revista personal, trayendo a gente como Aldo Natoli, y después Bruno Trentin, Luciano Barca, Romano Ledda, etc.y yo, generalmente considerados como jóvenes inquietos. El único de los veteranos que permaneció fue Mauro Scoccimarro, de la comisión de control del partido. Frente a la mesa de trabajo de Togliatti, en perpendicular, había una mesa donde nos sentábamos nosotros. En el otro lado de la mesa, Scoccimarro, como diciendo: yo tengo una relación de iguales. Me acuerdo de que conforme Scoccimarro abría la boca, Togliatti, que era maligno, le decía amablemente, «¿Quieres hablar, Scoccimarro?». Él decía que sí, por supuesto, y Togliatti sacaba inmediatamente del cajón de su mesa uno de los catálogos de antigüedades a los que era aficionado y comenzaba a hojearlo. En cuanto Scoccimarro callaba: «¿Has terminado, Scoccimarro?». Y cuando este decía que sí Togliatti volvía a meter el catálogo en el cajón.
M.D ¿El otro no comprendía o fingía no comprender?
R.R. Fingía, creo. Pero te repito, sigo pensando que habría que investigar las relaciones internas específicas de un Partido comunista, incluso del italiano. Es verdad que eran muy diferentes de las que serían ahora. Piensa que antes del Sesenta y Ocho, estos personajes iban a cenar o al cine solos, sin escolta, cosa que hoy uno no puede ni imaginárselo. Los acompañaba el chófer, unas veces sí y otras no, la mayor parte de las veces no, porque para ahorrar el partido había dicho: «Basta de conductores, sacad el carné de conducir». Entre los que sacaron el carné estaba Pajetta, que conducía como un loco. De todos modos, en mi experiencia, muy modesta, Togliatti fue el que me abrió todas las puertas, no de forma ingenua, ciertamente. Y por ello me pregunto qué pensaba realmente y cómo era su vida, en muchos sentidos difícil e incluso cruel.
M.D. En aquellos años fuiste a Cuba con K.S. Karol, que se convirtió en tu segundo marido, y hablaste mucho con Fidel Castro.
R.R. Corría 1967 y Carlos Franqui, que era ya director de Lunes de Revolución, nos había invitado al Salón de Mayo, un congreso de intelectuales que se suponía eran amigos de Cuba. Había una gran cantidad de gente, coincidimos desde el físico Jean-Pierre Vigier al promotor del Black Power Stokely Carmichael. Una vez, vi bajo el palco sobre el que Fidel pronunciaba alguno de sus interminables discursos, a Giancarlo Feltrinelli en guayabera y sombrero de palma. La Habana tenía su encanto, entre el viejo centro, todavía habitado por la memoria de Hemingway, y los barrios nuevos en torno al Malecón. Mucho desorden, una evidente escasez, transportes imprecisos, coches americanos recompuestos hasta lo inverosímil, cine y artes de primera categoría, cero debates y el único periódico, Gramma, ilegible. La noche del 26 de julio, aniversario del asalto al cuartel de Moncada, nos llevaron a todos a la provincia de Oriente, encima de Santiago de Cuba, para ver un nuevo asentamiento obrero y encontrarnos con Fidel Castro. Fue un viaje épico, las guaguas parecían morir en medio de una polvareda creo que de bauxita. Me acuerdo de Margeritte Duras y Michel Leiris como pacientes máscaras de arcilla roja. Margeritte Duras fue una sorpresa porque nunca pareció meterse en política, pero era una mujer muy atenta. Karol y yo hablamos toda la noche con Fidel, que nos invitó luego a acompañarlo en el viaje que debía hacer por la isla. Y así fue. Conducía él mismo el primer jeep y se le veía seguro, la gente con la que nos encontrábamos le preguntaba con simpatía. Fue un viaje interesante en muchos aspectos. Con nosotros también venía Celia Sánchez, su compañera, subsecretaria de Estado, y gran parte del gobierno. En un momento dado estalló un temporal, el ejército levantó las tiendas y montó las cocinas de campaña y, naturalmente, me encomendaron a mí, la italiana, la tarea de preparar spaghetti al pomodoro. Poco después, mientras me afanaba en ello, aparece Castro y me dice: «Mira, la salsa se hace así y así». Y yo le respondo: «No me vas a enseñar tú como se hace la salsa». Lo aceptó a regañadientes. Hablamos con él muchas noches seguidas; aparentemente admitía las dudas y las críticas: «Hay problemas, hay contradicciones» [en español en el original. N del T]. Tenía curiosidad por la historia soviética: había vivido algún tiempo en Méjico, pero no sabía que Stalin había ordenado matar a Trotsky, aquello ¡le pareció una atrocidad!
M.D. En tu libro, a propósito de esto, escribes: «La capacidad de no saber nada de lo que pasa fuera de tu propio horizonte nunca deja de sorprenderme».
R.R. Sí, pero el ejercicio de la crítica no iba con él, como sucede con la mayoría de los grupos dirigentes. Cuando decidió traspasar a su hermano Raúl las riendas del gobierno, se limitó a decir: «El modelo que proponíamos no era el adecuado para Cuba», lo cual no es suficiente.
M.D. Volviendo al PCI, en algún momento escribes que «se había convertido en respetable». ¿No ha sido acaso esa respetabilidad la que causó a la larga muerte?
R.R. Como llegó a decir alguna vez Giorgio Amendola: «Los comunistas somos gente como los demás». Me escandalizó, yo no quería ser de ninguna manera como los demás. Amendola fue el único que dijo, con el cadáver de Togliatti todavía caliente: «Tenemos que unificarnos con los socialistas», algo que a ningún otro se le habría perdonado. Él mismo nunca perdonó que existiera el Il Manifesto, fue el primero que, cuando se encuentra conmigo en junio de 1969, me anunció: «Os vamos a expulsar». Y no por antipatía personal. Era un animal completamente político. Me acuerdo de un episodio en Botteghe Oscure [la sede del PCI en Roma]: todo el grupo dirigente tenía su despacho en la segunda planta. Yo (Cultura), Luciano Romagnoli, un inteligente compañero que murió pronto, y Ledda, por Critica marxista, estábamos en la quinta, desde la cual, dicho entre paréntesis, se divisaban unas espléndidas puestas de sol. Para hablar con los dirigentes teníamos que bajar; nunca vimos ni a Togliatti ni a Ingrao en la quinta planta. Sin embargo, Pajetta y Amendola subían cada mañana, abrían la puerta y se colaban descaradamente en la reunión, querían saber lo que pensábamos. Había un pequeño ascensor que funcionaba solo para los sitios del interior; recuerdo, muy poco después de la muerte de Togliatti, a Amendola saliendo, elegantísimo como siempre en aquel cuerpo de elefante, y me suelta: «Ven, vamos a tomar un café al bar Roma». Estábamos acostumbrados a tomar un café con él y Pajetta sobre las 10.30. Aquella vez, bajando, me dice de repente: «¿Qué pensáis ahora vosotros? ¿Qué debe hacer ahora el partido?», y trataba de decir quién pensábamos que debía dirigir ahora el partido. Yo le respondí: «Bueno, o tú o Ingrao». Lo rechazó firmemente: «No, el partido se dividiría». Y después añadió, mirándome: «Todos tras Enrico». Y yo, estúpida, le pregunto: «¿Qué Enrico?», y eso que no habían destacado muchos Enrico… Y él: «Berlinguer». Berlinguer era entonces el responsable del Lazio, pero ¡desde cuándo un secretario del Partido iba a salir del Lazio! Y yo: «Pero ¡no es posible, no es un líder!». De hecho, el PCI construyó literalmente a Berlinguer, el «líder», incluso difundiendo un montón de fotografías suyas, a lo que no estaba acostumbrado ni era su estilo.
Rossana Rossanda: «El ejercicio de la crítica no iba con él [Fidel Castro], como sucede con la mayoría de los grupos dirigentes. Cuando decidió traspasar a su hermano Raúl las riendas del gobierno, se limitó a decir: «El modelo que proponíamos no era adecuado a Cuba», lo cual no es suficiente»
M.D. En aquella etapa el filósofo Lucio Colletti influía mucho en el partido: las cuatro o cinco veces que lo nombras en el libro siempre lo haces con simpatía, a pesar de que después Colletti se convirtió en un berlusconiano.
R.R. No soy responsable de cómo evoluciona la gente. Colletti era un hombre inteligente, muy culto, muy querido como profesor. En los años sesenta fundó y dirigió una revista, La Sinistra. Creo que la convergencia entre el PCI y el DC en los años sesenta y setenta lo había acercado a los socialistas, y luego una parte de ellos, con Craxi, se pasó al berlusconismo.
M.D. Quizás tu simpatía viene del hecho de que Colletti había estado cercano al Sesenta y ocho ¿Cómo vivisteis aquel bienio del 68-69 con el movimiento estudiantil, el mayo francés, la primavera de Praga, la invasión soviética de Checoslovaquia, la fundación de la revista ‘il Manifesto’, el otoño caliente del 69, vuestra expulsión del PCI?
R.R. Con estupor y alegría. Las cosas parecían incluso demasiado fáciles. ¿Quién había visto a tantos estudiantes en la plaza y al lado de una izquierda radical? No creo que el tema checoslovaco fuera visto negativamente. Hay una hermosa expresión acuñada por Ernst Fischer2, que había sido secretario del Partido Comunista Austriaco y fue expulsado del mismo por haberse pronunciado contra lo que él llamaba «Panzerkommunismus». Entonces se sentía solo, muy enfermo, vino prácticamente a morir a Italia. Berlinguer nunca encontró tiempo para conocerlo.
El Panzerkommunismus siguió siendo un elemento de separación entre nosotros en el partido. Pero inmediatamente después del Sesenta y ocho estudiantil, en el 69 se produjo la mayor y más inteligente lucha obrera de la posguerra: el «otoño caliente». El PCI no lo apoyó; al contrario, durante los procedimientos de nuestra expulsión se nos dijo que no era «una verdadera época de luchas». En cambio, lo fue; la CGIL y, en particular, la Fiom dirigida por Trentin, lanzaron con éxito la consigna del «sindicato de consejos». La CGIL y la FIOM tuvieron una relación compleja con Botteghe Oscure, fueron los únicos años en que el sindicato fue hegemónico en la opinión pública respecto al partido. Bruno Trentin, que fue gran amigo, polemizaba con el partido.
M.D. Según la vulgata de la izquierda, Trentin era en la CGIL lo que Ingrao en el PCI, es decir, buenos pero perdedores. Por otra parte, en algún pasaje de tu libro hablas de Ingrao como «figura inocente y angélica»
R.R. Trentin no fue nunca un perdedor. Ingrao, al contrario, sí; era un perdedor debido a alguna incertidumbre subyacente. En el 66 propuso la libertad de disentir y un modelo de transición social que encontró una clara oposición por parte de la dirección: entonces fue duramente maltratado. Aunque difícilmente se podía encontrar a nadie con una popularidad tan grande como la suya: los comunistas adoraban a los que criticaban al grupo dirigente pero luego volvían al orden. E Ingrao siempre dudó en hacer un gesto de ruptura con su partido. En esa ocasión, a algunos nos hubiera gustado seguirlo en sus discursos, pero él recomendó que mantuviéramos un perfil bajo y disciplinado. Nunca quiso involucrar a un grupo en su desgracia y quizás ser acusado de fraccionalismo…Más tarde, en octubre de 1990, durante el debate previo al XXII congreso que siguió a la declaración de Occhetto de cambiar el nombre del partido, hubo una reunión de la segunda moción (Ingrao y Bassolino, en Arco, en la provincia de Trento). Lucio Magri iba a ser el ponente de la moción, la había discutido largamente con Ingrao, que había aprobado su texto; pero cuando estuvo claro que esto llevaría a una ruptura, Ingrao prefirió decir que no se sentía capaz de romper con el partido. La frase «Prefiero quedarme en el remolino» siguió siendo famosa. Ingrao siempre quiso defender la unidad del partido, y lo extraño es que Magri –que había sido muchos años antes secretario de los Jóvenes Católicos– nunca le reprochó haberle abandonado en el momento decisivo. En mi libro, lo ataco mucho más, aunque lo quería mucho. Y ahora los que están a cargo de la reedición de sus escritos, Maria Luisa Boccia y Alberto Olivetti, subrayan más de buena gana al poeta Ingrao, amante de la música y del cine, comunista de la duda, en lugar de profundizar en el hecho de que en los años sesenta y setenta vino de él y de los ingraianos la propuesta de una orientación completamente diferente, desligada ya tanto del compromiso histórico como de Amendola.
M.D. Y después de todo esto, ¿cuál es tu juicio sobre Berlinguer?
R.R. Era un comunista justo, honesto, apasionado y abierto al diálogo; no un gran estadista. Se equivocó por completo con la Democracia Cristiana al apostar por un acuerdo que ni ellos ni Moro estaban dispuestos a alcanzar. Después de 1979 volvió a la oposición dura, apoyó la propuesta de la Fiat y tuvo a Giorgio Napolitano y al ala derecha del partido en su contra.
Rossana Rossanda: «Trentin no fue nunca un perdedor. Ingrao, al contrario, sí; era un perdedor debido a alguna incertidumbre subyacente. En el 66 propuso la libertad de disentir y un modelo de transición social que encontró una clara oposición por parte de la dirección: maltratado fue entonces»
M.D. Sin embargo, con el compromiso histórico no planteó solo una operación política: detrás había un ideal cultural de sociedad austera.
R.R. Aspiraba a una sociedad anticapitalista, moralmente limpia y austera.
M.D. Más bien precapitalista
R.R. Yo no lo diría. Creía en la superación del capitalismo en el sentido de Marx, como un movimiento que construye la sociedad y es destruido por el proletariado. Creía que la Iglesia católica era fundamentalmente opuesta al dinero y a una sociedad de consumo, y en esta lógica le animaban Franco Rodano, Bufalini y, por lo general, el partido romano.
M.D. Vayamos a “Il Manifesto”.El núcleo original que lanzó la revista en 1969 y luego fue expulsado (o no se le renovó el carnet) fue constituido en el PCI por ti y Luigi Pintor, más o menos de la misma edad (tú naciste en 1924, él en 1925), por Aldo Natoli varios años mayor (1913), y luego algo más jóvenes, consecutivamente, Eliseo Milani (1927), Luciana Castellina (1929), Valentino Parlato (1931), Lucio Magri (1932). ¿Con qué espíritu emprendisteis esta aventura?
M.D. La idea del Manifiesto nació en Milán por iniciativa de Lucio Magri y mía. Luigi Pintor, Eliseo Milani, Luciana Castellina, Valentino Parlato y otros se nos unieron. En Roma encontramos a un dirigente con gran acogida como era Aldo Natoli. Fue un intento de ser comunistas y a la vez libertarios: esta fue la enseñanza del Sesenta y ocho. En la que la problemática de lo personal era muy fuerte, cuestión en la que los comunistas habíamos sido educados para no darle demasiado peso. La ruptura con el partido se produjo durante las luchas obreras de 1969, cuando el Manifiesto reunió a muchos cuadros en las ciudades italianas y también a muchos estudiantes, más atraídos–creo yo– por el grupo Lotta continua. Los que dejamos el PCI fuimos el grupo que más duró, no sin encontrarnos con la hostilidad de los demás: siempre fuimos un poco sospechosos para otros grupos y en general para los sesentayochistas puros. Éramos cultos, tratábamos de ser marxistas, leíamos y hacíamos que la gente leyera. En el colectivo, especialmente en el periódico, incluso se crearon elementos de familiaridad: yo tenía la edad justa para ser la madre de la mayoría de los chicos que nos seguían. Y me pareció natural asumir el papel de mentora y consejera en asuntos de cultura y alma. No he tenido hijos, pero sí toda esta prole. Me consideraban una madre y por lo tanto también una castradora. Fue un vínculo profundo que duró mucho tiempo. Tal vez a veces se rompía por nuestra tendencia a la autoridad. El grupo del Manifiesto perdió su razón de ser cuando las esperanzas de cambio decayeron cuando se intentó un acuerdo –al menos por una parte de nosotros encabezada por Lucio Magri– con la corriente socialista, que había terminado por confluir en el Pdup, en particular Vittorio Foa y Pino Ferraris. Fue un camino accidentado, seguido más bien por los componentes de base, vinculados a la organización del movimiento; Pintor lo dejó pronto, al no aceptar que el periódico dependiera de alguna manera del Pdup; Vittorio Foa y yo fuimos directores durante algunos meses. Los socialistas estaban entre los más convencidos de que éramos una filial de los comunistas, tanto culturalmente como emocionalmente; Vittorio Foa nunca lo olvidó y creo que no nos apreciaba. Después de todo, siempre habíamos sido arrogantes: la primera pelea en el periódico fue con Umberto Eco, que escribía bajo el seudónimo de Dedalus; cuando se fue, Luigi escribió un breve titulado «Uno menos». Era sólo el primero de los muy prestigiosos colaboradores con los que rompimos.
M.D. Pero hubo también una ruptura con Natoli.
R.R. Aldo era el más viejo de todos nosotros y tenía una larga historia en el PC romano. No estaba de acuerdo con que debiéramos organizar nosotros también un partido y no le gustaba el periódico. Con Pintor tuvo una controversia homérica: había escrito un editorial que sobrepasaba en veinte líneas la caja gráfica de Trevisani. Luigi Pintor le dijo sin más «corta» y él le contestó «¡Un cuerno! Continúo en la página interior». Para el periódico era una blasfemia. Estábamos muy orgullosos de Trevisani y de su revolución gráfica. Lo que te puedo decir es que Il Manifesto conoció muchas rupturas, pero ninguna de baja índole o personalista. Nosotros representábamos una especificidad de los comunistas del Norte, más ligados a la clase obrera frente a los del Centro-Sur. Sería interesante para la historia del comunismo italiano estudiar estas dos pistas de investigación. No es muy difícil darse cuenta de que en el grupo dirigente los viejos cuadros fueron apartados durante el VIII Congreso (1956) por una generación más joven, ninguno de los cuales venía de una fábrica de Turín o de Milán.
Nosotros, los milaneses, nos considerábamos el alma más moderna, más industrial, más obrera, más culta, los que habíamos leído algún texto de Marx.
M.D. De acuerdo que os enfrentasteis a Foa y Natoli, pero también a Lucio Magri y Luciana Castellina.
R.R. Yo me separé. A mediados de los setenta, Lucio me dijo: «No podemos soportarlo más, el sesenta y ocho no da más de sí». Y no se equivocaba. Pero nunca acepté reanudar los lazos con el Partido Comunista; en el fondo lo consideraba un matrimonio en el que no se puede decir en un momento dado «cambiemos de rumbo». Tal vez no era una posición predominantemente política. Las de Lucio Magri y la de Pintor sí fueron políticas, a pesar de que Pintor permaneció como diputado de la Izquierda independiente, mientras que Magri volvió al partido en 1984. Ambos habían recompuesto su relación con Berlinguer que, a su vez, estaba cambiando de rumbo, entendiendo que el acuerdo con la Democracia Cristiana no era ya posible. Y en ese momento propuso que Il Manifesto volviese al partido, aunque fuera de forma reservada. Pero ¿qué habría aportado Il Manifesto al PCI? Un grupo de cuadros dirigentes, que de hecho ingresaron y permanecieron largo tiempo en el partido, y después, el periódico. Solo Michelangelo Notarianni, Valentino Parlato y yo no estuvimos de acuerdo; sabíamos que el periódico no sobreviviría. Durante una reunión de la comisión central les dijimos: «No os entregamos el periódico; nació de una manera y lo mantendremos independiente». Era el gesto más antidemocrático posible: éramos solo tres en toda la comisión central pero teníamos la fuerza para hacerlo y además la redacción estaba con nosotros. No es que yo no pensara, como Magri que el impulso «propulsor» del Sesenta y ocho ya se había terminado, era que me parecía que el periódico se había constituido en un núcleo vital para una batalla de cultura política y de apoyo a las luchas obreras y que podía continuarla. En realidad, no fue así: cuando se agotó el movimiento del Sesenta y ocho y después se vinieron abajo los «socialismos reales», y los partidos comunistas, también el periódico, como toda la izquierda radical, tuvo paradójicamente el mismo destino. Hoy Il Manifesto es el único periódico autónomo que queda, pero dudo que sea capaz de dar alguna contribución política y teórica que importe. Y creo que esta fue la conclusión de Lucio Magri; a una grave situación personal se añadió en su caso la constatación de que nuestros proyectos habían encallado, quizás definitivamente. Esto lo llevó al suicidio. De ello hablamos largamente en aquellos días que precedieron al suceso porque nuestra amistad nunca se había extinguido.
M.D. Quizás se suicidó porque no aceptaba la vejez.
R.R. ¡Qué va! Creo que la idea de llegar a viejo nunca le importó, era un tipo guapo, deportivo, cosa que los demás hombres perdonan menos que las mujeres entre ellas. No podía dejarlo morir solo, así que lo acompañé hasta el final [Rossanda acompañó a Lucio Magri en el viaje a Suiza para llevar a cabo su suicidio asistido en noviembre de 2011]. Hago esta reflexión: tuve en Il Manifesto valiosos compañeros a los que quise de verdad: Luigi Pintor, Lucio Magri, Aldo Natoli e incluso Valentino Parlato, pero entre ellos fue siempre difícil el acuerdo. Aparte de que todos ellos eran «tombeurs de femmes» [grandes seductores] y sus conquistas venían a lloriquearme. Si escribiera la historia privada del periódico sería divertido. Yo era más joven que Natoli, uno o dos años mayor que Luigi y varios años mayor que Magri y Parlato. Intentaba mantenerlos unidos, y el resultado fue que todos me reprocharon más o menos explícitamente que no me pusiera de su parte.
M.D. ¿Qué opinión tienes del ‘Manifesto’ como diario? El primer número del diario salió en abril de 1971.
R.R. Poder sacar cada día un periódico sin medios, sin editores, nos sorprendía y llenaba de alegría. Vivíamos con muy poco dinero; habíamos decidido dar a todos (técnicos, diseñadores gráficos, personal administrativo, periodistas) un salario igual que el contrato de los metalúrgicos. Cuando nos fuimos, la nueva dirección diferenció los salarios, sin entender que mientras creas que lo que haces tiene sentido, ganar poco no te pesa. La militancia te mantiene en alto. Y creo que, como promedio, nuestra redacción no era peor que la de la Primera República.
M.D. Pero no había dirección…Mi primer cargo fue como corresponsal de ‘Paese Sera’ en París cuando Arrigo Benedetti (1975-1976) era director. Yo era un chico de 28 años y él era uno de los más grandes directores de la posguerra, pero todas las mañanas te llamaba y te enmendaba la plana del artículo que habías escrito. En cambio, en Il Manifesto fuimos dirigidos por directores que nunca leyeron un artículo del periódico, no sabían lo que se había escrito. Ninguno de los fundadores del periódico había estudiado nunca para director.
R.R. ¿Cómo que no? Luigi Pintor prácticamente había dirigido L’Unità cuando era un verdadero diario, y estaba considerado como uno de los mejores periodistas italianos. Fue el clima sesentayochista el que fue a la vez una fuerza y un obstáculo: poco después del inicio del periódico, Pintor envió una carta rutinaria a toda la redacción en la que indicaba algunas reglas de funcionamiento. La reacción fue: «¿Pero ¿cómo se atreve?», los redactores colocaron un enorme dazibao cerca de la entrada: «Pintor como Agnelli». Lo bueno es que Luigi no se dio cuenta durante varios días, y tuve que decirle: «Mira ese dazibao». Lo miró, comprendió que no era el momento de la disciplina y desde entonces pensó, como escribió en su libro, que éramos una especie de «nave de los locos».
M.D. El problema no es que no hubiera disciplina sino que no había organización, que son dos cosas distintas.
R.R. Ni la disciplina ni la organización caen dentro de la ideología del Sesenta y ocho, que rechazaba todo lo que evocara la sombra de una jerarquía. Los chicos que acudieron a nosotros buscaban un grupo, pero sin ley, por la necesidad de reunirse en torno a una idea. Esto nos mantuvo juntos durante mucho tiempo, no como un periódico cualquiera; pero cuando fracasó, llegó la crisis.
M.D. Y después estuvo la sempiterna discusión, que duró decenios, sobre si hacer un ‘Le Monde’ de la izquierda italiana o bien un diario nacional-popular.
R.R. No recuerdo que quisiéramos ser Le Monde, al que respetamos como un periódico de la clase dominante. El nuestro era un periódico culto pero popular, no en el sentido que tú le das a «nacional-popular». La gente de base del Manifiesto, además de leernos, nos difundía, saliendo a las seis de la mañana para recogerlo en el tren, pero exigía a cambio que habláramos de sus problemas, de sus luchas. Cuando fui a Chile, durante la experiencia de Allende, los zapateros de Brenta protestaron: «¿Por qué te ocupas de cosas lejanas, que no le interesan a nadie, en vez de preocuparte por nosotros?»
M.D. Entre todas las cosas que has hecho después de 1969, desde el ‘Manifiesto’ en adelante, ¿Cuáles en tu opinión te han salido mejor?
R.R. Son más las que fueron de forma distinta a como esperaba. No soy una entusiasta de lo que hemos producido, y en particular de mí misma.
M.D. ¿Qué es lo que te reprochas?
R.R. Ahora me arrepiento de no haber un puñetazo en la mesa y de haber perdido, si no la dirección, la hegemonía del Manifiesto. Ya había sucedido unos años antes de nuestra salida. Yo propuse que el periódico se adhiriera a una cierta línea cultural, que fuera explícitamente marxista. Marco Bascetta y Stefano Menichini protestaron, Pintor y Parlato abandonaron inmediatamente y yo decidí: «Tengo que dejarlo».
M.D. Tenías que haber hecho como Luigi, que mandaba una carta de dimisión y después esperaba que lo llamaran por aclamación desde la redacción.
R.R. Eran dimisiones tácticas, salvo cuando se fue de verdad. Su ruptura no fue con la redacción sino con el Pdup.
M.D. Tampoco su encontronazo con Franco Fortini fue leve…
R.R. ¡Pobre Fortini! Se había atrevido a hacer una crítica al hermano de Luigi, Giaime, que había muerto en el otoño de 1943. Para Luigi era como atacar a la Virgen, se enfureció y le acusó de terrorista. Fortini mantuvo relaciones personales solo con unos pocos del periódico.
M.D. Era muy difícil: de vez en cuando, los de cultura conseguíamos que escribiera, pero se hacía de rogar…
R.R. No olvides que el periódico le hacía esperar una o dos semanas antes de publicarle sus columnas.
M.D. ‘Il Manifesto’ era famoso por esta arrogancia tanto interna como externa.
R.R. ¿Recuerdas nuestro eslogan: «Siempre en el lado equivocado»? Era irónico, y también en ello afloraba algo de arrogancia; era evidente que creíamos estar del lado de la razón en la larga onda de la historia. Y confieso que yo, en el fondo, estoy todavía segura de eso.
M.D. En cierto modo, ‘Il Manifesto’ se puso del lado de“Solidaridad”.
R.R. Estábamos en contacto con dos disidentes polacos muy interesantes, Karol Modzelewski y Jacek Kuron; no se nos podía ocurrir que la revuelta obrera de Danzig estuviera alimentada por la Iglesia católica y se arrodillaran voluntariamente. Fue una operación en particular de Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtyla.
M.D. ¿Hubo alguna otra metedura de pata?
R.R. La que cometimos con Irán, siguiendo a Michel Foucault. Pensamos que la vía de Jomeini era una vía revolucionaria porque había destronado al Sha.
M.D. Si te fijas ahora, después de cuarenta años, en todos los grupos de los setenta, aparte de la melancolía, ¿cómo te sientes con esa nueva izquierda que pronto se hizo vieja, que se evaporó inmediatamente?
R.R. No se evaporó tan rápidamente, en Italia nos llevó al menos diez años. Potere Operaio era el grupo más intelectual, Lotta continua el más difuso portador del rechazo, del «todo y ahora», los marxistas-leninistas prochinos se dividieron rápidamente en dos.
M.D. ¿Qué piensas del maoísmo italiano?
R.R. Los de Servire il popolo, seguidores de Aldo Brandirali, eran bastante eclesiásticos, convencidos de que «hay que vivir como un pobre». Yo, hija del Partido comunista, era de la idea de que uno debe vivir como si fuera rico. Ya en Milán, con mis amigos del partido, del sindicato, los sábados, si no había reuniones, íbamos en tren a Génova para bañarnos en la Riviera. Siempre había algunas casas familiares donde podíamos dormir, nos quedábamos en el barco todo el domingo y por la noche teníamos dinero para una pizza o un helado y bajábamos a Portofino. Siempre he pensado que los trabajadores viven mal, y que en el poco tiempo que tenemos, tenemos que intentar no dejarlo todo, sino tenerlo todo.
M.D. ¿Y los otros grupos?
R.R. Las dos más interesantes fueron «Potere Operaio» y «Lotta Continua». Potere Operaio, que en un momento dado se convirtió en la Autonomía Obrera, sigue siendo un semillero de reflexión marxista. Igualmente, Paolo Virno y el pequeño grupo de Padua. Puede que no estés de acuerdo, pero no son el silencio de la mente. Lotta Continua permanece esencialmente en Adriano Sofri.
Rossana Rossanda: «He descubierto el feminismo tarde y nunca ha sido mi compromiso principal. Quizás lo es ahora, en la edad tardía, y, por decirlo así, con un pie en la tumba»
M.D. Guido Viale también estaba allí. En el libro se habla aquí y allá del feminismo, pero no lo abordas. Sin embargo, en 1981 fuiste una de las fundadoras de la revista ‘L’Orsa minore’, cuya redacción incluía a Maria Luisa Boccia, Franca Chiaromonte, Giuseppina Ciuffreda, Licia Conte, Ida Dominijanni, Anna Forcella, Biancamaria Frabotta, Tamar Pitch.
R.R. He descubierto el feminismo tarde y nunca ha sido mi compromiso principal. Quizás lo es ahora, en la edad tardía, y, por decirlo así, con un pie en la tumba.
M.D. ¿Cómo lo has encontrado?
R.R. El descubrimiento de un radicalismo del problema de la mujer, de su condición, de cómo es la relación entre los dos sexos, fue uno de los fundamentos del Sesenta y ocho, que marcó un cambio duradero. Desde el punto de vista personal, fue Lidia Campagnano quien me puso en contacto con Lea Melandri; con la Librería delle donne siempre ha habido amor y debate. Mis amigas feministas siempre me han criticado y una de ellas me increpó: «Un día arreglaremos cuentas contigo». Muchas me dicen: «Los hombres no se han ocupado de nosotras y a nosotras no nos interesa ocuparnos de ellos». Nunca estaré de acuerdo con eso: si no te ocupas de la política, la política se ocupa de ti.
M.D. En un pasaje escribes que es muy difícil «ser al mismo tiempo mujer y persona».
R.R. Pues sí, el feminismo decía: «No puedes decir persona, tienes que decir hombre o mujer, la persona es un neutro inexistente». Yo era y sigo siendo ese neutro inexistente. Me formé antes del feminismo. En el Manifiesto lo conocimos, primero con Lidia Menapace, luego sobre todo con Ida Dominijanni, vinculada a la Libreria de Milán, donde también conocí a Luisa Muraro, una mujer muy inteligente. Uno de los puntos que nos separan es que las mujeres más comprometidas suelen escribir, en general, como si estuvieran reinventando todo. Yo necesito averiguar lo que se escribió antes y sin ellas.
M.D. De todos modos, siempre te he notado bastante recelosa de la teoría de la diferencia.
R.R. Nunca he aceptado la tesis extrema, de que el género femenino es casi otra especie. Pero es evidente que es una discusión demasiado compleja como para hacerla en dos líneas.
M.D. Pero cuando dicen que las categorías del pensamiento son completamente distintas…
R.R. Pueden serlo, sí, como lo son entre los hombres por razones de clase. Una feminista francesa, Françoise Duroux, ahora tristemente fallecida, había tratado de explorar si las mujeres podían ser descritas como una clase aparte. Me parece difícil.
M.D. Está ‘bell hooks’, una feminista americana, que afirma que se siente de identidad múltiple: es mujer, es proletaria y es negra, y las tres cosas cuentan para ellade la misma manera.
R.R. Puede entenderse. He sido una privilegiada, y no sólo porque estemos en una parte privilegiada del mundo. En el Manifiesto las mujeres siempre han tenido un papel destacado, a menudo hemos sido más de la mitad de la redacción, algunas han dirigido el periódico, pero todas han sido influyentes. Estoy pensando en los otros periódicos: Corriere della Sera, la Repubblica. ¿El editorial es a veces de una mujer? A veces lo escribe Chiara Saraceno, como especialista de la sociedad civil, o Nadia Urbinati como politóloga o Lucetta Scaraffia como experta en teología. Como mujer he sido privilegiada también porque me ha ido bien con mis maridos: inteligentes, simpáticos, divertidos. No sólo no me mataron (como les pasa a muchas), sino que me amaron y me ayudaron. Pero ya como emancipada sentí la especificidad de ser mujer: cuando hablaba en la Cámara, siempre había una parte de la Cámara escuchándome, no porque dijera cosas extraordinarias, sino porque era una de las 14 diputadas de un total de 600.
M.D. El otro gran tema con el que te comprometiste fue el de la garantía de los derechos. En 1985 fundaste junto a Luigi Manconi y Massimo Cacciari la revista «Antigone».
R.R. Antes tenía una idea aproximada de la justicia. Fue Luigi Ferrajoli quien me educó y la ocasión fue el juicio del «7 de abril», un juicio absurdo que de hecho terminó en absoluciones, pero después de haber infligido cinco años de prisión a los acusados. Fue instruido por un magistrado, Pietro Calogero, que estaba convencido de que el terrorismo rojo se identificaba con la autonomía de los trabajadores. Nunca fue verdad. Uno puede estar en desacuerdo con Toni Negri, pero las Brigadas Rojas son otra cosa. Ellos también deben ser entendidos: hubo un momento de verdadera simpatía popular por las Brigadas Rojas. Fui a buscarlos, quise ver qué eran y de dónde venían y sigo siendo amiga de Mario Moretti; siempre pensé que era un hijo extremo del movimiento obrero Italiano.
M.D. ¿Precisamente del movimiento obrero?
R.R. Sí, de los obreros. Venía de la Siemens, como otros vinieron de Fiat o Alfa Romeo en Arese, y también de Génova. El PCI se negó a plantearse el problema y el Estado italiano sólo era represivo: el general Carlo Alberto della Chiesa, asesinado a su vez por la mafia, tenía la dirección y tal vez la llave del cuartel general de las Brigadas Rojas de Génova, creo que por Patrizio Peci, y los hizo matar mientras dormían3. He escrito en varias ocasiones sobre ello y nunca nadie me ha desmentido. Después de todo, tal vez porque me informé lo más posible, nunca tuve problemas con el poder judicial. Pero hay muchas páginas poco claras en los años de la emergencia. Una de las más oscuras es la que se refiere a Aldo Moro, cuando Francesco Cossiga escribe: «Si las BR lo liberan, ya hemos preparado el Plan Viktor para llevarlo a una clínica y silenciarlo». ¿Has leído el memorial de Moro?
M.D. No.
R.R. Está en los archivos, pero es poco conocido y no se discute en absoluto: es una acusación muy dura contra el poder político. El mayor error que, desde su punto de vista cometieron los brigadistas, fue no liberarlo incondicionalmente: habría sido una bomba de relojería. Cuando hablé con Moretti sobre ello, me respondió: «No lo creo. A esta hora sería presidente de la República». Mario Moretti fue el único que habló con él todos los días durante el encarcelamiento de Moro, y, por lo que sé, es uno de los pocos que nunca ha sido liberado. Los otros, aunque condenados a penas muy duras, han obtenido con el tiempo la libertad; Mario Moretti no [desde 1997 en semilibertad, de día trabaja en un centro de rehabilitación, por la noche vuelve a la prisión de la Ópera]. La historia de las Brigadas Rojas es un trozo de historia que aún debe ser escrito, y, en mi opinión, sin las virtuosas indignaciones al uso. Tomaron decisiones terribles matando gente, pero creían que tenían que luchar con enemigos reconocidos, como ocurrió en otro tiempo con los partisanos. Se equivocaron, pero ninguno de ellos puede ser considerado un criminal común. Uno debería preguntarse por qué esta sangrienta insurgencia surgió entonces y no antes o después. También hubo competencia entre el PCI y los Demócratas Cristianos sobre quién era más creíble en la «línea de firmeza»: el PCI temía que las BR procedieran de algún punto extremo de sus propios escritos, lo cual nunca fue cierto. Después de todo, el terrorismo italiano nunca fue un fenómeno muy extendido: durante el secuestro de Moro, no debió haber más de 120 brigadistas a tiempo completo.
Rossana Rossanda: «El mayor error que,desde su punto de vista cometieron los brigadistas, fue no liberarlo incondicionalmente: habría sido una bomba de relojería. Cuando hablé con Moretti sobre ello, me respondió: ‘No lo creo. A esta hora sería presidente de la República’»
M.D. Pero tenían la mayoría del consejo de fábrica de la Alfa Romeo de Arese.
R.R. No sé si tenían la mayoría. En esos años había comenzado una reacción patronal muy dura. En las manifestaciones de los pañuelos rojos, la dirección de Fiat respondió con 81 despidos. Fue en este contexto cuando sectores del movimiento obrero del Norte se volvieron extremistas, lo que no significa que todos se unieran a las Brigadas Rojas. Ciertamente hubo extremismo, pero se reprocha como un crimen, que en mi opinión no lo fue, y cuya represión ciertamente perjudicó al movimiento más que «educarlo». Un caso de intensa lucha fue la de la Petroquímica de Porto Marghera: fue dirigida por Potere Operaio, quien acometió el asunto de esa producción venenosa, tema desarrollado también en la Montedison de Castellanza por Medicina Democrática y por los discípulos de Maccacaro. El problema no era sólo el salario, también se planteó el rechazo de la contrapartida salario/salud. Los verdaderos BR nacieron en Trento en un ambiente de extremismo social católico, en los años en que actuaban los grupos guerrilleros en América Latina. Entre los primeros brigadistas estaban Renato Curcio y Mara Cagol, muertos muy pronto en un tiroteo en Cascina Spiotta en Piamonte. En 1968, vinieron a Milán y promovieron el Colectivo Político Metropolitano, y se insertaron en algunas zonas productivas.
M.D. También estaba Alberto Franceschini.
R.R. Franceschini era de Reggio Emilia y procedía del grupo que se reclamaba de los partisanos. Más tarde fue uno de los primeros en desligarse.
M.D. Y Roma.
R.R. Roma se inserta más tarde en el movimiento. Valerio Morucci y Adriana Faranda formaron parte de este, pero después decidieron colaborar con la policía y alcanzaron importantes reducciones de pena.
M.D. ¿Qué papel jugaron los jueces?
R.R. No fue un momento glorioso para la justicia italiana. Y aquí hay una responsabilidad particular del PCI, especialmente de sus líderes en el sector, Ugo Pecchioli y Luciano Violante que también influyeron en el poder judicial democrático: el PCI fue la punta de lanza contra lo que inmediatamente se llamó terrorismo; no entendió mucho sobre lo que suponía el Sesenta y ocho en general y menos aún sobre sus derivaciones extremas. Algunos de sus miembros se preguntaban cuántos libros, y no sólo de inspiración comunista, se habrían escrito sobre la cuestión si las BR hubieran sido pagadas por los rusos opor los americanos, ambos preocupados por la participación de los comunistas en el gobierno, algo que nunca estuvo realmente en la agenda de los Demócratas Cristianos. Bettino Craxi y el Psi prestaron más atención a las BR, pero, excepto en el caso de Giuliano Vassalli, no creo que por buenas razones sino para obstaculizar la relación entre el PCI y la DC.
M.D. Además del feminismo y el tema de las garantías de los derechos, el otro asunto sobre el que te comprometiste mucho en los años setenta y ochenta fue el relativo al bloque soviético: el congreso sobre los países del Este en noviembre de 1977 desempeñó un papel notable, fue algo importante en la vida política italiana.
R.R. A causa de ese congreso, que recibió críticas de los partidos del «socialismo real» y que, aunque solo fuese por eso, tuvo gran interés, recibí un violento telegrama de Vittorio Foa: «Mientras el Estado italiano está destruyendo a los jóvenes de Lotta Continua, tú vas a buscar bronca a la Unión Soviética».
M.D. Volvamos así a la caída del Muro de Berlín. Recuerdo la aguda división en el ‘Manifiesto’ cuando se derrumbó: una gran parte de la redacción estaba feliz. En cambio, otra parte, incluyendo a Luigi, estaba muy triste, con cara de funeral. Como si le hubieran quitado la base de la «herejía comunista»: la posición herética requería que la URSS estuviera allí, porque si no, ¿de qué era herético?
R.R. Yo también estaba triste. Pienso todavía que el día en que la bandera roja fue arriada de las torres del Kremlin no fue un buen día; nadie puede afirmar que la situación en la antigua Unión Soviética haya mejorado realmente en un sentido democrático. De hecho, los límites de la crítica de Berlinguer, que nunca fue lo suficientemente lejos, también deben ser examinados. En esto el Manifiesto era más serio. Para los que habían vivido el Sesenta y ocho, ha sido más fácil mantenerse ante una Unión Soviética que, sin embargo, asustaba a los Estados Unidos y a la derecha mucho más de lo que lo ha hecho después.
M.D. Me impresionó que con el fin del PCUS, en Rusia los disidentes no vencieron sino que desaparecieron.
R.R. Los disidentes expresaban un rechazo pero no llegaron a proponer un cambio. Hay que reconocer que era muy difícil en regímenes sin libertad.
Rossana Rossanda: «Pienso todavía que el día en que la bandera roja fue arriada de las torres del Kremlin no fue un buen día; nadie puede afirmar que la situación en la antigua Unión Soviética haya mejorado realmente en un sentido democrático. De hecho, los límites de la crítica de Berlinguer, que nunca fue lo suficientemente lejos, también deben ser examinados»
M.D. En tu opinión, ¿por qué todos los regímenes comunistas que han existido han tenido este infierno de problemas con la libertad? Es que no hay ni uno que no lo haya tenido.
R.R. Creo que también se debe a la tesis, precisamente marxista, de que el sistema capitalista dominante no puede ser derribado sin violencia; de ahí la necesidad de la «dictadura del proletariado». Sin embargo, hay que preguntarse acerca del porqué de una crisis de la socialdemocracia como la que estamos presenciando hoy en día. Y no sólo en Italia.
M.D. Los jóvenes políticos que dirigieron el proceso hacia la disolución del PCI eran todos delfines berlinguerianos
R.R. ¡Claro! El PCI se disolvió de manera un poco miserable. La burguesía nunca se negó a sí misma en sus cambios, que fueron muchos. En realidad, en el PCI parece que no hubo nadie capaz de afrontar la caída del Muro; y menos aún capaz de decirse dónde y cuándo nos equivocamos, aunque siguiéramos un ideal justo. Los diversos comunistas, como los D’Alema y los Veltroni, han reconocido que básicamente el error fue querer derrocar el capitalismo.
M.D. Uno era el socialdemócrata, el otro el demócrata norteamericano, sin ser ninguno de los dos ni lo uno ni lo otro.
R.R. Ni siquiera dijeron: «Teníamos que haber escogido la vía socialdemócrata». El único que lo propuso, en 1964, fue Amendola.
M.D. Pero la razón estructural de esta derrota no puede deberse solo a los errores delos grupos dirigentes.
R.R. Los grupos dirigentes son resolutivos, especialmente en los partidos comunistas: la misma dureza en la lucha contra el capital hace del partido una especie de ejército donde la disciplina es resolutiva.
M.D. Pero significa que algo va mal en la formación, en la elección del equipo dirigente: si eliges siempre a los que te llevan al desastre, significa que has elegido mal.
R.R. No es una cuestión de malas elecciones de una hipotética base. La idea comunista entra en crisis por muchas razones, incluyendo la falta de democracia del partido. Es interesante ver que hoy en día en la antigua URSS hay mucha nostalgia por el período soviético; nostalgia más que reflexión. Y no es casualidad que la idea misma de la socialdemocracia esté en crisis: ahora no hay ni una sola socialdemocracia en Europa que se sostenga. Mi idea es que, con la caída del Muro de Berlín, no ha sido derrotado solo el comunismo, ya bastante averiado, sino la tesis keynesiana, de John Maynard Keynes y Hyman Minsky, es decir, la de un verdadero compromiso entre las clases. ¡Mira lo mal que está acabando en Francia el de Hollande! [La entrevista se hizo en 2017 N delT]
M.D. Volviendo a Italia, en 1994 ‘Il Manifesto’ organizó una protesta contra Berlusconi en clave antifascista.
R.R. Y participó mucha gente.
M.D. Pero la clave de la unidad antifascista no llevaba a ninguna parte…
R.R. Ese no era el problema en esa etapa, ni lo es ahora. Berlusconi no era un fascista en el sentido exacto. Nunca me ha provocado furor, me interesa una lucha explícita, y tal vez un análisis de la estructura del capital, que está sufriendo serias involuciones: piensa en cómo el gobierno italiano no dijo una palabra cuando la Fiat se trasladó con armas y bagaje a Holanda. Para bien o para mal, Fiat era la mayor empresa italiana y estaba fuertemente subvencionada por los distintos gobiernos de la República. Por otra parte, ¿te recuerda quizás la Italia de los «condottieri», glorificada en el extranjero en los años ochenta? Además de los Agnelli, están Gardini y De Benedetti. Gardini se suicidó. Carlo De Benedetti se ha desindustrializado.
M.D. ¿Qué opinión tienes de Renzi?
R.R. Es un dirigente más hábil que inteligente.
M.D. Sí, pero mira la facilidad con la que ha conseguido echar a D’Alema, Bersani, Veltroni, Letta, el mismo Berlusconi.
R.R. A D’Alema le daba más capacidad de resistencia. Pienso en la entrevista que le hice antes de dejar el periódico. Fue interesante, duró varias horas y parecía muy seguro de sí mismo. Sin embargo, si la lees de nuevo ahora, puedes ver que no pudo predecir ninguna de las tendencias reales ni en la evolución política ni en el crecimiento de la UE. Poco después también perdió el partido, en la que hubo un verdadero vacío. Siempre fue muy correcto con el Manifiesto, no me puedo quejar: mis mejores enemigos siempre han estado conmigo.
R.R. ¿Quién es hoy para ti el personaje político más interesante en Italia?
R.R. Es una persona que no forma parte de la política, en el sentido estricto: Bergoglio. Ha modificado muchos poderes en el Vaticano, abrazó y pidió perdón a una prostituta. Creo que tiene en contra a muchos cardenales a los que debe parecer excesivamente intransigente. No es el tipo de jesuita que se suele tener en mente.
M.D. Durante muchos veranos, en los años noventa, pasabas algunos días estudiando en la ermita de Monte Giove.
R.R. En su origen fue una ermita camaldulense y durante mucho tiempo fue un lugar de discusión entre católicos y laicos. Indirectamente, fue dirigido por el padre Benedetto Calati, un antiguo general de los benedictinos al que Ratzinger recurrió varias veces cuando dirigía el Santo Oficio. En mi opinión Ratzinger fue terrible, aunque tuvo el valor de renunciar; pero varios amigos laicos lo aprecian más que a Juan Pablo II.
M.D. Lo respetaban también muchos intelectuales de izquierda, como Mario Tronti, y no solo él. Quizás porque les restituía la imagen tradicional de la Iglesia como debería ser.
R.R. Es probable, era un teólogo muy culto.
Rossana Rossanda: «[el personaje político más interesante en Italia? es una persona que no forma parte de la política, en el sentido estricto: Bergoglio. Ha modificado muchos poderes en el Vaticano, abrazó y pidió perdón a una prostituta. Creo que tiene en contra a muchos cardenales a los que debe parecer excesivamente intransigente. No es el tipo de jesuita que se suele tener en mente»
M.D. La última pregunta viene como balance de toda esta entrevista. Hay una paradoja que tienes que explicarme, así que tienes que pensarlo y explicármelo. La paradoja es la siguiente: te has vuelto mucho más influyente, has tenido mucho más peso, tu nombre se ha hecho más famoso después del 69, más que antes. Al mismo tiempo, en tu memoria, la parte anterior al 69 sigue siendo infinitamente más importante que la posterior.
R.R. No estoy entre los que se avergüenzan de haber sido comunistas. Conocí al PCI en 1943, luego conocí otros partidos comunistas y creo que el italiano fue uno de los mejores. Es verdad que en los años sesenta produjo una izquierda comunista moderna como la «ingraiana», que se extendió considerablemente e influyó también en el sindicato. Incluso el Manifiesto nació de él en cierto modo, aunque una gran parte de los líderes no nos siguieran. Estoy persuadida de que entre el 60 y el 89 podría haber habido un punto de inflexión; si no lo hubo, se debe también –no creo que esté exagerando– a la exclusión de nosotros, los del Manifesto.
M.D. ¿Sigues siendo comunista? Porque yo soy anticapitalista pero no tengo claro qué quiere decir ser comunista, es decir, cómo se puede alcanzar en la práctica una propiedad colectiva que no sea un capitalismo de Estado.
R.R. No tengo claro lo que significa ser «anticapitalista sí, marxista y comunista, no». Es decir, toda la acumulación de teorías y vidas que han sucedido desde al menos 1848 sobre las espaldas del trabajo. Y luego sigo persuadida por una broma de Mario Tronti: con el movimiento comunista se ha producido una gran civilización del conflicto. Y nunca aceptaré que el mundo siga estando no sólo lleno de pobreza sino también con desigualdades cada vez mayores, como reconocen las Naciones Unidas. Por supuesto, los «socialismos reales» no han sido una sociedad deseable, y es en este punto en el que, si el movimiento comunista todavía existiera, tendríamos que trabajar. Yo, de todos modos, le pertenezco. He cometido muchos errores y admitirlo es parte de una vida capaz de reflexionar sobre sí misma. No creo que estemos derrotados eternamente y sé que no viviré para la eternidad; lamento no llegar a ver la sociedad que deseo.
M.D. En algún pasaje del libro dices que lo que realmente te molesta es «la heterodirección de las existencias», es decir, que las existencias sean heterodirigidas, algo que no puedes soportar. Pero ahora estamos en un período en el que nos sentimos totalmente heterodirigidos.
R.R. Exactamente, no lo soporto y esto me indigna. Estoy siempre enfadada.
(Traducción de Javier Aristu)
NOTAS
1.- Hay traducción en español, La muchacha del siglo pasado, Foca 2008. [^]
2.- Fue rehabilitado por el partido en 1998, 26 años después de su muerte. [^]
3.- Rossanda se refiere a la redada de los Carabinieri en un apartamento de Via Fracchia, donde en 1980 los cuatro brigadistas presentes fueron asesinados. [^]