Por CARLOS ARENAS
Las aguas bajan turbias hacia Andalucía. El protagonismo de la delegación andaluza en el Comité Federal que defenestró a Pedro Sánchez, las “chusqueras” formas que utilizó para derrocarlo, la desautorización del gobierno “transversal” que aquel proponía y el espectáculo que ofreció la “primera autoridad” que fue enviada para sustituirlo están concitando la repulsa hacia los dirigentes de la federación andaluza.
Subyace a toda esa valoración una pregunta aún no resuelta. ¿Por qué una federación del PSOE como la andaluza, sin apenas tradición hasta 1977, ha llegado a liderar y marcar la pauta del partido durante casi cuarenta años no solo en Andalucía sino también en España? Para responder adecuadamente a esta pregunta hay que remontarse muy atrás y evaluar el papel que ha jugado y sigue jugando Andalucía para España y viceversa. Mi propósito en las próximas páginas es contribuir a aclarar las cosas.
Lo primero que hay que decir es que España no es un país de promedios. Pongamos algunos ejemplos; si la renta media de los españoles es 100, hay regiones donde se superan los 130 mientras en Andalucía roza los 75. Si la tasa media de desempleo se sitúa en torno al 20 por ciento, hay regiones que se sitúan en el 15 mientras Andalucía supera el 30 por ciento. Andalucía está en los últimos lugares del ranking regional español en cualquiera de los índices que miden el bienestar, y en los primeros en los de las carencias.
Si como decía el profesor Jordi Nadal, “las personas son iguales en todas partes”, habrá que acudir a causas no darwinianas para explicar tales diferencias. Por su parte, la economía convencional ha apuntado a diferencias relativas a la capacidad de ahorro, el stock de capital, la composición de las inversiones, la estructura productiva y de las recompensas en las distintas partes del territorio español. En base a esas diferencias, hace muchos años, Linz y De Miguel identificaron ocho Españas diferentes.
Las diferencias regionales apuntadas son resultado de diversos capitalismos en España, cada uno de ellos con sus propios techos de crecimiento, sus propios objetivos y argumentos para justificar una peculiar manera de acumular riqueza
Pero contradiciendo al profesor Nadal, no todas las personas son iguales; deberían serlo pero no lo son. Y no lo son porque, en esencia, las personas son hijas de instituciones tangibles e intangibles arraigadas históricamente, de las normas y valores vigentes que regulan sus vidas; valores que no se han creado espontáneamente ni son el resultado de peculiaridades raciales, culturales, lingüísticas o idiosincrásicas, sino la resultante del equilibrio de poder entre las diferentes clases sociales. Dicho de otra forma, las diferencias regionales apuntadas son resultado de diversos capitalismos en España, cada uno de ellos con sus propios techos de crecimiento, sus propios objetivos y argumentos para justificar una peculiar manera de acumular riqueza.
Para desgracia de los andaluces, el capitalismo andaluz es el más antiguo de España. Nació en el contexto bélico de la Baja Edad Media, en los 250 años de frontera estable entre Castilla y el reino de Granada, entre los siglos XIII y XV; una frontera defendida por las huestes de grandes linajes guerreros, algunos de los cuales han proseguido hasta la actualidad. Mientras que en esa época los campesinos del norte de España, entre ellos los remensas catalanes, se rebelaban contra los malos usos de codiciosos señores feudales, en Andalucía los malos usos eran ya capitalistas: a las rentas jurisdiccionales como señores de la guerra, se añadían la explotación de mano de obra jornalera y la disposición para el mercado de los recursos naturales y sus frutos. Es decir, el señorío andaluz había encontrado fórmulas alternativas, no feudales, de incrementar sus patrimonios.
Por ser pionera, aunque no por méritos propios, Andalucía fue hasta bien entrado el siglo XIX la región más rica de España. Sin embargo, la perpetuación del clima institucional con el que se había fundado su capitalismo, la fue relegando al lugar postrero que se ha descrito más arriba. Las instituciones del capitalismo señorial resultaron más sólidas que las feudales; los señores capitalistas se fueron transformando en “señoritos” a lo largo del XVIII y, acompañados por la burguesía ascendente, pasaron sin grandes traumas intelectuales el rubicón de la revolución burguesa.
Las bases del modelo productivo siguieron siendo las mismas, esas que Acemoglu y Robinson han denominado “extractivas”, diseñadas por y para la oligarquía. En esencia, ese capitalismo se caracteriza por un exclusivo acceso al capital en todas sus modalidades, físico, político, humano, relacional, por el aprovechamiento rentabilista de la propiedad y de todas las oportunidades de negocios, por la elevación de barreras de entrada a los mismos y por la explotación abusiva de una mano de obra abundante en mercados monopsónicos de trabajo. Al contrario de lo ocurrido en Cataluña, las clases medias, pequeño burguesas y trabajadoras han carecido de libertad y capacidad para construir un modelo alternativo, viéndose impelidas a adaptarse clientelarmente al sistema.
El modelo andaluz de capitalismo nació, como digo, en la “frontera”; pero no solo en los límites defensivos con el reino nazarío con Berbería sino también con Castilla; en la Andalucía de los grandes señoríos, mucho antes de que se oyera hablar del derecho a decidir, señores y señoritos decidieron acaparar competencias de Estado en sus entornos inmediatos. Esa autonomía política avant la lettre encajó con el Estado español que se estaba construyendo desde el norte. Como ocurrió en Estados Unidos tras la guerra civil, entre el Estado norteño y los estados esclavistas del sur, las elites agrarias y mercantiles andaluzas y el Estado español llegaron a un pacto más o menos formal, a una especie de “Southern Equilibrium” por el que aquellas aceptaban una patria y una nación común a cambio de salvaguardardos elementos claves de todo Estado: organizar y reproducir un modelo de capitalismo y monopolizar el uso de la violencia.
Entre los fabricantes del Estado norteño -es decir, entre quienes amasaban de iure su botín con los recursos y las normas estatales- y los fragmentos estatales del sur -entre quienes lo amasaban de facto con el aprovechamiento político y económico de los recursos locales- hubo lógicos desencuentros -la rebelión de Medina Sidonia en el XVII que pudo haber creado una monarquía andaluza fue uno; el movimiento juntero y federalista del XIX, fue otro-. Los más graves aparecieron a finales del siglo XIX, cuando la política económica de los gobiernos de la Restauración fueron alejándose de los principios librecambistas para adoptar otros “nacionalistas”. “Hacer nación”, según Cánovas del Castillo, consistía en dividir el trabajo en el país, lograr que la mitad de los españoles compraran lo que producía la otra mitad y viceversa. Para favorecer la especialización, el Estado discriminaría positivamente a las oligarquías representativas de cada región que fueron ocupando el mercado interior y el Estado con el empuje de sus respectivos consensos políticos idiosincrásicos. Más que “hacer nación”, lo que consiguió Cánovas fue hacer nacionalistas madrileños, catalanes o vascos, mientras otros, como los andaluces, fueron menos influyentes, por ser la expresión de minorías ilustradas ajenas a los intereses de las elites dominantes.
El modelo andaluz de capitalismo nació en la “frontera”; pero no solo en los límites defensivos con el reino nazarí o con Berbería sino también con Castilla; en la Andalucía de los grandes señoríos, mucho antes de que se oyera hablar del derecho a decidir, señores y señoritos decidieron acaparar competencias de Estado en sus entornos inmediatos. Esa autonomía política avant la lettre encajó con el Estado español que se estaba construyendo desde el norte
En el nuevo contexto “nacionalista”, los oligarcas andaluces percibieron cómo las bases de su pacto con España se resquebrajaban. El nacionalismo español –ese que habían construido el Ejército y la Iglesia durante el siglo XIX- era cuestionado por clases sociales subalternas y por nacionalismos periféricos; por otra parte, las relaciones de intercambio entre productos agrícolas e industriales iban siendo deficitarias para los productos del sur. Tales agravios fueron soportables mientras la oligarquía andaluza pudo seguir haciendo recaer la decadencia regional sobre las clases explotadas. La situación, sin embargo, se hizo insostenible cuando la Segunda República puso las bases para la regulación y normalización de los mercados de trabajo y de las relaciones laborales. La respuesta fueron dos alzamientos agro-militares, en 1932 y 1936, contra una España “roja” y “rota”.
Franco restauró el “equilibrio del sur”. Además de recuperar el vomitivo “nacional catolicismo”, la política económica autárquica, las inversiones públicas y la permisividad del mercado negro en los cuarenta y primeros cincuenta propiciaron que los beneficios de las grandes empresas agrarias andaluzas fueran extraordinarios, mucho mayores que las de cualquier otro sector. Sin embargo, el “equilibrio del sur” presentaba una pequeña pero trascendental variante con respecto al pasado: el poder tradicional del cacique local, si no desaparecido del todo, estaba siendo sustituido o complementado por el funcionario estatal a las órdenes del régimen; un régimen que, ante la evidencia del atraso monumental que había provocado su economía política cuartelera, y no sin conflictos internos, fue prestando oídos a las fuerzas vivas del norte, a tecnócratas y organismos económicos mundiales que aconsejaban abrir la economía a la penetración exterior y, en paralelo, repartir lo que al sur le sobraba –capital acumulado y mano de obra- para poner en práctica políticas selectivas de desarrollo tal y como aconsejaban los principales teóricos del momento.
Dicho y hecho; una parte pequeña del capital acumulado durante dos décadas fue invertido fuera de Andalucía mientras el capital ocioso depositado en sucursales bancarias y cajas de ahorros locales fluyó desde el sur al norte saqueado en cumplimiento de las cuotas obligatorias establecidas por los gobiernos franquistas. En cuanto al reparto de la mano de obra, la historia es conocida. La misma Guardia Civil que hasta hacía poco capturaba a los fugitivos del latifundio por los caminos, se dedicaba ahora a acelerar la tramitación de los documentos necesarios para el desplazamiento de jornaleros y pequeños campesinos. Desde finales de los cincuenta, más de un millón de andaluces salieron en busca de una vida mejor en las regiones industriales de España y de media Europa.
Como estaba ocurriendo en la misma época en Estados Unidos con la Ley de Derechos Civiles de la población afro-americana, el viejo “equilibrio del sur” también se estaba rompiendo en Andalucía. Lamentos como a la “agricultura la están gaseando, torpedeando” que oyó Alfonso Carlos Comín en los primeros sesenta de boca de labradores cordobeses, le sucedieron otros como “hundir la agricultura es hundir Andalucía”, “somos una colonia del norte”, una “tierra marginada”. Había motivos para el agravio: la mano de obra abundante y barata sobre la que habían sustentado su riqueza y su poder se les escapaba a ojos vista –“que cesen las obras públicas en tiempo de cosechas”, decía otro-; el crédito privilegiado ya no lo era tanto cuando se trató de suplir la mano de obra con maquinaria relativamente más barata;los insumos industriales se llevaban una parte creciente de un excedente agrario menguado por la apertura del mercado a productos foráneos; el préstamo bancario a las primeras firmas agro-industriales se fue transformado en acciones, de manera que la banca española ocupó los consejos de administración en sustitución de los grupos familiares. Una nueva oligarquía cogía el testigo de la economía andaluza.
Una parte pequeña del capital acumulado durante dos décadas fue invertido fuera de Andalucía mientras el capital ocioso depositado en sucursales bancarias y cajas de ahorros locales fluyó desde el sur al norte saqueado en cumplimiento de las cuotas obligatorias establecidas por los gobiernos franquistas
La burguesía andaluza supo que había perdido la batalla política de manos del mismo “caudillo” al que había confiado su futuro. Era el momento para que Andalucía tuviera una voz propia. Sin embargo, el victimismo obligado en todo proyecto político nacionalista no cuajó en Andalucía por la nula credibilidad de los agraviados y porque la emigración estaba mejorando los niveles de vida de millones de andaluces por la vía del incremento salarial en un mercado de trabajo algo más rígido y, sobre todo, por las remesas de los emigrantes.
Todo cambió a partir de los setenta cuando el flujo de emigrantes cesó, retornaron muchos, entraron en crisis las grandes empresas de retaguardia creadas por el franquismo agobiadas por la competencia, se hubo de sacrificar otras tantas deficitarias para reducir gastos públicos, la conflictividad obrera alcanzó su cénit, el paro agrario, juvenil y femenino alcanzó niveles alarmantes, y la inflación se comía los escasos beneficios de las empresas agrarias y no agrarias.
En medio de esta encrucijada, roto definitivamente el viejo “equilibro” con España, el “irredentismo” andaluz pudo sumar la masa crítica de agraviados con la que cimentar un proyecto político alternativo para la región. En sus conferencias sectoriales o territoriales, los empresarios usaban términos como “marginación”, “desatención”, “sumisión”, “expolio” de Andalucía; emergieron partidos políticos “identitarios” dispuestos a guiar el proceso; los intelectuales de todos las ideologías pusieron su pluma al servicio de otra Andalucía; los jornaleros y pequeños campesinos hacían ondear sus banderas blancas y verdes en sus marchas a favor de la dignidad y de la reforma agraria. La suma de todas esas voluntades se expresó, para sorpresa de muchos, en las multitudinarias manifestaciones del 4 de diciembre de 1977 y, después, en el referéndum del 28 de febrero de 1980 por el que Andalucía accedió de pleno derecho a la autonomía política plena.
Como describió un miembro de la Confederación de Empresarios de Andalucía creada por entonces, Andalucía era, en 1980, “un polvorín sangrante” a punto de estallar. Se necesitaba una fuerza política con la suficiente credibilidad ante las masas que pudiera desactivar la bomba. Esa fuerza política fue el PSOE que ganó las elecciones de mayo de 1982 con el 52,7 por ciento de los votos, por encima de comunistas que habían protagonizado la resistencia antifranquista, de la derecha de Alianza Popular y de los partidos “identitarios”. El gobierno andaluz pasó a manos de un partido sin historia reciente al que se sumaron en cascada miles de nuevos militantes dispuestos a ocupar las plazas de la administración autonómica.
Durante una década, el PSOE desactivó pieza a pieza el “polvorín” a punto de estallar. Las promesas de reforma agraria fueron olvidadas mientras los jornaleros fueron compensados desde 1983 con el Plan de Empleo Rural (PER); los agravios de los labradores se amortiguaron a medida que se fueron percibiendo las transferencias de renta que desde Madrid o Bruselas llegaban por la aplicación de la Política Agraria Común (PAC); las empresas en crisis fueron aliviadas al aceptarse sus Expedientes de Regulación de Empleo que convertían sus activos en jubilados prematuros; el “lobo con piel de cordero” que temía el presidente de la patronal, no mordía; se limitaba a comprar el consenso político .
El PSOE no pudo aplicar esas estrategias sin conservar su credibilidad política conun verbo izquierdista y un análisis correcto de la situación económica y social de Andalucía. Los problemas estructurales de la comunidad se situaban en la escasa modernidad de su estructura productiva, la desarticulación del territorio, la debilidad histórica del empresariado y la colonización del mercado andaluz por empresas foráneas. Para corregir esa situación, se diseñaron, entre 1984 y 1994, tres planes de desarrollo conducentes a potenciar el desarrollo endógeno a través de la participación promotora del sector público y la intervención política en el sistema financiero.
Con votos andaluces, el PSOE gobernaba en Madrid con políticas crecientemente neo-liberales pactadas con poderes fácticos y nacionalistas periféricos
Sin embargo, ese análisis y la estrategia política derivada del mismo resultaban altamente perturbadores en el contexto de la recién inaugurada democracia, caracterizado por el consenso político en torno al modelo macroeconómico yal Estado de las Autonomías. Que el gobierno andaluz liderara las políticas de desarrollo era una afrenta a la iniciativa privada, que lo hiciera además usando resortes financieros regionales lesionaba los intereses del lobby bancario nacional instalado sólidamente en Andalucía, que pusiera en marcha políticas de desarrollo endógeno amenazaba con privar a las empresas del norte del mercado reservado andaluz. Que todo ello se vistiera con lenguajes de regionalismo irredento era el colmo para un Estado que ya había establecido el cupo de naciones, nacionalidades y hechos diferenciales. Todo eso, además, tenía tintes esquizoides. Con votos andaluces, el PSOE gobernaba en Madrid con políticas crecientemente neo-liberales pactadas con poderes fácticos y nacionalistas periféricos.
La dimisión del presidente Escuredo en 1984 fue una manera de ir sanando la esquizofrenia. En adelante, el izquierdismo y el andalucismo del PSOE-A fue cada vez más una apariencia que una estrategia real para el cambio. Incluso los planes de desarrollo antes mencionadosse sucedían como un trámite sin concreción ni evaluación de resultados. Las inversiones públicas “de cara al 92” sirvieron para llenar un estado de provisionalidad a la espera de un encaje satisfactorio de Andalucía con el Estado. Ese encaje se produjo a comienzos de los noventa cuando el PSOE-A asume la estrategia del “subdesarrollo racional”; es decir, cuando se admite la incapacidad de Andalucía de valerse por sí misma, se acepta el infradesarrollo a cambio de convertir a la región en perceptora neta de inversiones públicas, ayudas procedentes de fondos estructurales y de cohesión de la Unión Europea y transferencias fiscales de las regiones españolas más ricas. Quedó restaurado un nuevo “equilibrio del sur”.
El “equilibrio” era racional para Europa y para las regiones del norte porque se aseguraban la continuidad del mercado reservado del sur, un aumento del nivel de consumo, y porque el aumento de la renta de las familias andaluzas, más los salarios indirectos en escuelas, hospitales y servicios públicos,vetaría la posibilidad de que los capitales llegaran al sur animados por susmenores costes laborales. Igualmente, las transferencias a la Junta animarían las estrategias buscadoras de renta de los emprendedores, en detrimento de las inversiones y de la competitividad.
El “equilibrio” era igualmente “racional” para los sectores más necesitados de una población que, a falta de una igualdad de oportunidades, aliviaba su estado de necesidad con una mejora de sus rentas directas e indirectas. El “equilibrio” era especialmente satisfactorio para el PSOE, a nivel nacional y a nivel regional. A nivel nacional porque Andalucía funcionaba como su “granero de votos”; a nivel regional, porque el PSOE ha ganado ininterrumpidamente las elecciones autonómicas valiéndose de la creación de una “coalición distributiva” con un amplio abanico de grupos sociales y una fiel clientela con los fondos que administra.
En el reparto, el partido en Andalucía ha salido especialmente agraciado. El aparato ha aumentado de tamaño y mucho más han aumentado las posibilidades de empleo de sus militantes y allegados en unos organismos públicos que han multiplicado su personal en forma muy significativa, ofreciendo posibilidades a nuevas generaciones de militantes que no encuentran en el mercado de trabajo ni en el emprendimiento mejores fórmulas de inserción laboral y promoción social.
El “equilibrio del sur” basado en el “subdesarrollo racional” es la garantía de la supervivencia del partido como minoría extractiva. Obviamente, los socialistas andaluces no viajaron solos al Comité Federal, sino acompañados, en primera clase, de la otra parte contratante del socialismo español; de esa que ha participado de las mieles del bipartidismo en las últimas décadas, que no soportan que el cuadro macroeconómico, las puertas giratorias y la estabilidad política de la primera transición sean cuestionados.
En el reparto, el partido en Andalucía ha salido especialmente agraciado. El aparato ha aumentado de tamaño y mucho más han aumentado las posibilidades de empleo de sus militantes y allegados en unos organismos públicos que han multiplicado su personal en forma muy significativa, ofreciendo posibilidades a nuevas generaciones de militantes que no encuentran en el mercado de trabajo ni en el emprendimiento mejores fórmulas de inserción laboral y promoción social
Pero los problemas estructurales de Andalucía siguen vigentes igual que hace 35 años, la intención de afrontarlos ha desaparecido, el orgullo por exhibir los éxitos conseguidos por la aplicación de políticas erróneamente definidas como socialdemócratas se apaga a medida que los recortes en bienestar y los compromisos con Bruselas de reducir el déficit afectan negativamente a la población. Pero aún peor es que la racionalidad del infradesarrollo no es sostenible a medio plazo. Europa amenaza con el cese de transferencias si no se persiste en “las reformas” para nivelar el gasto; el auge de los populismos neo-fascistas cuestiona la solidaridad norte-sur; la “salida” asumible para Cataluña pasa por una revisión de las balanzas fiscales en España –nada se dice de las balanzas comerciales y financieras-, el TTIP hará menos reguladas las economías y menos influyente la intervención política, etc., etc. Es decir, el actual “equilibrio” de Andalucía con España y con Europa conduce a los andaluces a una situación altamente preocupante: disminuirá o cesará el flujo positivo de rentas y nos quedaremos con un infradesarrollo soportado en los mismos sectores “low cost” que hoy dominan el raquítico tejido productivo andaluz.
Obviamente, la solución urge, y pasa por poner las bases de un nuevo “equilibrio del sur”. No parece que pueda ser liderado por los actuales dirigentes del PSOE-A -a menos que, como dijo Borrell, eligiera mejor a sus cuadros directivos y socializara el partido-sino por aquellas fuerzas dispuestas a volver del revés el modelo “extractivo” de capitalismo que ha sobrevivido durante tanto tiempo en Andalucía; un cambio consistente en dar acceso al conjunto de la población a todas las modalidades de capital hoy desigualmente repartidas; a la tierra, al crédito asequible, a una educación sin privilegios concertados que facilite realmente la promoción por el esfuerzo y el saber; a un capital relacional que sirva para crear una economía colaborativa que haga crecer el tamaño de las empresas, exportar, crear empleo, establecer externalidades dentro de la región y alcanzar crecientes niveles de soberanía en los sectores financiero, agroalimentario, energético, servicios, etc., en detrimento del monopolio de multinacionales y grandes corporaciones. En definitiva, sacar a los andaluces del estado de necesidad que les ha obligado a aceptar limosnas a cambio de sumisión y fidelidad política. Nada será posible sin la voluntad colectiva de liberarse de viejas y nuevas oligarquías, de establecer relaciones satisfactorias con el resto de ciudadanos igualmente libres de este país.
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Carlos Arenas Posadas. Doctor en Historia; Catedrático E.U. del área de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Sevilla; ex decano de la Facultad de Ciencias del Trabajo. Su labor investigadora ha versado sobre temas relativos a la economía, la empresa y las relaciones laborales. Recientemente (2015) ha publicado Poder, economía y sociedad en el Sur. Historia e instituciones del capitalismo andaluz.