Por LORIS ZANATTA
América Latina, ya se sabe, es un paraíso del populismo. Lo fue un tiempo, cuando eran los Perón, los Vargas, los Cárdenas los que rondaban la escena, por nombrar sólo unos pocos, los más famosos. Todavía lo es hoy, cuando están los Chávez, los Morales y sus mil émulos por los cuatro puntos cardinales de la región, en parlamentos y sindicatos, en cuarteles, en movimientos sociales, en iglesias. Desde Argentina a Ecuador, de Brasil a México, de Perú a Cuba, con las raras y únicas excepciones parciales de Chile y Uruguay, el populismo es y ha sido durante gran parte del siglo XX uno de los rasgos endémicos de la vida latinoamericana: tanto de la política como la social, religiosa, artística e intelectual. ¿Por qué? ¿Qué hay de fértil en el suelo de ese continente para que la planta del populismo madure tan a menudo y con tanta fuerza? ¿Y qué es, sobre todo, eso que suele llamarse populismo, aunque tenga caras e historias a veces tan distintas entre sí?
En América Latina, como en otras partes, no hay consenso sobre el populismo. Sobre qué es y por qué vuelve con tanta fuerza y regularidad. Como es inevitable para un fenómeno tan controvertido y un término tan polisémico, bueno para definir regímenes, partidos, movimientos, líderes, políticas económicas, idiomas y quién sabe qué más. El hecho de que el populismo no sea ni de derechas ni de izquierdas o, mejor dicho, ni sólo de derechas ni sólo de izquierdas, ni ocupe un lugar fijo y determinado en la escala social, no simplifica las cosas. ¿Acaso el «fascista» Perón de los años 40 no fue invocado como la deidad de la «patria socialista» treinta años después? ¿Y Vargas? ¿Acaso el reaccionario Vargas del Estado Novo no se convirtió después en el «padre de los pobres» de la iconografía progresista? Y viceversa, ¿No es cierto que Víctor Raúl Haya de la Torre, el paladín del populismo peruano en los años 20, no terminó su largo viaje hacia la derecha que comenzó en la izquierda? Pero para qué seguir con ejemplos: hay muchos. En resumen, la palabra es tan vaga y está tan sobreutilizada que irrita y dan ganas de deshacerse de ella. Pero vuelve. ¡Y cómo vuelve! Así que podríamos buscar la clave, o al menos una clave, en la ruidosa cacofonía de las miles de voces que, desde Gino Germani en adelante, han lidiado con el populismo en América Latina. En primer lugar, recorriendo el agitado debate sobre su naturaleza, después tomando posición sobre el mismo y finalmente tratando de ilustrar las razones del eterno retorno del populismo en América latina.
¿Qué hay de fértil en el suelo de ese continente para que la planta del populismo madure tan a menudo y con tanta fuerza? ¿Y qué es, sobre todo, eso que suele llamarse populismo, aunque tenga caras e historias a veces tan distintas entre sí?
1. El populismo en América latina. Breve historia de un concepto.
Antes de recorrer el itinerario del populismo como concepto en los estudios latinoamericanos, conviene recordar sus orígenes. Los populismos en América Latina nacen, prosperan y se extienden cuando la región, o algunos de sus fragmentos, entran en la «modernidad». Una palabra vacía, si se quiere, gastada por el abuso, pero que aquí tiene un sentido preciso: los populismos, es decir, florecen en la culminación de una larga temporada de inmersión profunda en la onda expansiva de Occidente, de la que América Latina es el vástago extremo y más lejano. En la onda del capitalismo, en definitiva, pero también del constitucionalismo liberal. La portentosa globalización que invadió la zona entre mediados del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial y que distorsionó su perfil demográfico, social, económico y cultural, creó las condiciones en las que surgió el populismo. Ya sea erosionando o destruyendo el viejo orden, el corporativo de origen colonial, jerárquico pero paternalista. Y desencadenando las fracturas propias de la modernidad: la cuestión social, es decir, el conflicto entre el capital y el trabajo; la cuestión política, es decir, el paso de la política de los pocos a la política de las masas; la cuestión espiritual, es decir, la secularización, la separación traumática de las esferas espiritual y temporal en una región imbuida de unanimidad religiosa; en definitiva, la emancipación de la política de la religión. Pues bien, el populismo nació como respuesta a estas convulsiones, como reacción a estas transformaciones históricas, como remedio, eficaz o no, a sus efectos.
La naturaleza de esta respuesta y la razón por la que el populismo impregna la historia latinoamericana del siglo XX se verá más adelante. En primer lugar, hay que señalar que, por tanto, en América Latina como en otras partes, el nacimiento del populismo se concibe sólo dentro de un horizonte democrático, aunque entendido en un sentido amplio, y no en términos puramente políticos. Es decir, encuentra su humus en un clima histórico caracterizado por la apremiante demanda de ampliación de lo público, la extensión de la ciudadanía política, social y moral, la protección de los huérfanos de las viejas estructuras corporativas. Es decir, se concibe en un horizonte ideal y social en el que el pueblo es, o se cree comúnmente que es, el titular de la soberanía, la fuente indiscutible de la legitimidad del poder, el centro del orden social. Poco importa, a este respecto, que la democracia política fuera un bien muy escaso en aquella época, y menos aún que los gobiernos que surgieron en nombre del pueblo soberano como resultado de la ola populista violaran su espíritu y su letra. Importa, por el contrario, que los populismos nacieron como promesas de redención de la soberanía popular requisada y pisoteada por tal o cual élite: desde la autocracia de Porfirio Díaz en México, desde la democracia bloqueada y fraudulenta de la Concordancia argentina en los años 30, desde el asfixiado pacto oligárquico brasileño de la Repubblica Velha, desde el asfixiante bipartidismo colombiano en los años 40 o venezolano en los 90 y así sucesivamente…
Los populismos nacieron como promesas de redención de la soberanía popular requisada y pisoteada por tal o cual élite
Sin embargo, los primeros estudios sobre el populismo adoptaron una perspectiva puramente «estructuralista»: es decir, redujeron su dimensión política o ideológica a la socioeconómica. Anunciado por el estallido de la Revolución Mexicana y luego propagado con extraordinario vigor tras la Gran Crisis de 1929, el populismo les pareció sobre todo el corolario político de la época de industrialización y nacionalismo económico que se abrió entonces. Nada, o poco más. Inspirados en las dos grandes teorías del desarrollo en boga en los años sesenta y setenta, las de la modernización y la dependencia, esos estudios reflejaban la propensión a relacionar los fenómenos políticos de forma más o menos mecánica con los determinantes socioeconómicos. Visto a través de esa lente, el populismo latinoamericano aparecía como un fenómeno peculiar, pero transitorio, propio de una fase precisa del desarrollo tardío de un área periférica y destinado a morir con su superación. La fase, entiéndase, coincidente con el despegue de la industrialización, la ruptura de las relaciones tradicionales de producción y la creación de un ejército de trabajadores disponibles para la movilización política. No es que esta lectura, de todo menos tacaña con los resultados, pasara por alto algunos de los rasgos políticos del populismo, como el liderazgo carismático, la vocación plebiscitaria y la intolerancia a cualquier restricción institucional. Sin embargo, tiende a juzgarlos como superestructurales con respecto a las políticas económicas y a las bases sociales del populismo, las primeras basadas en el dirigismo estatal y orientadas a la industrialización y a la protección del mercado interior, las segundas mayoritariamente urbanas y formadas por las clases medias y trabajadoras atraídas por las políticas redistributivas.
Sin embargo, con el tiempo, las cosas han cambiado. Al menos en parte, porque no se puede decir que se haya abandonado la interpretación estructuralista, sino que si acaso se ha adaptado en un intento de sacudirse los excesos del determinismo del pasado. El hecho es que, al observar más de cerca, se hizo evidente que el populismo en América Latina, o algo para lo que no se podían encontrar términos más adecuados, trascendió con creces las peculiares condiciones señaladas por los estructuralistas para reaparecer de forma magmática y ubicua en los más variados contextos: tal vez donde las bases sociales y económicas que se suponía lo acompañaban no existían aún o ya no existían; o incluso donde las dictaduras militares de los años sesenta y setenta parecían haberlas extirpado, en su mayoría con métodos sangrientos. Ni siquiera la democratización de los años 80 y la adhesión de los gobiernos de la región a las políticas liberales del Consenso de Washington marcaron la desaparición del populismo, como era de esperar, hasta el punto de que pronto, primero en los medios de comunicación y luego en las universidades, se empezó a hablar de neopopulismo para describir las presidencias de Collor en Brasil, Menem en Argentina, Fujimori en Perú. El neoliberalismo y el neopopulismo, argumentaron muchos, eran por tanto compatibles, independientemente de lo que pensaran los defensores del paradigma estructuralista, para quienes las políticas económicas neoliberales y las alianzas de clase que las acompañaban, a diferencia de las del populismo clásico, no permitían definirlas como tales. Pero eso no fue todo, ya que al mismo tiempo también resurgió el populismo en su vertiente más tradicional, por ejemplo en los gobiernos de García en Perú y Bucaram en Ecuador primero, y de Chàvez en Venezuela después; para extenderse hoy en el enjambre de movimientos que han surgido como reacción a las recetas liberalistas, desde los cocaleros peruanos y bolivianos a los piqueteros argentinos, desde el indigenismo ecuatoriano a los sin tierra brasileños y paraguayos.
No es de extrañar, pues, a la luz de tanto relumbrón populista, que desde los años ochenta haya ido ganando terreno una corriente de estudios, sobre todo políticos, para elaborar un tipo ideal basado en sus rasgos políticos recurrentes. Una corriente que llegó de diversas maneras a la definición del populismo como «estilo» o «estrategia» política. Pero la búsqueda del núcleo del populismo latinoamericano nos invita a ir más allá, especialmente a los historiadores, que no pueden dejar de captar antiguas reminiscencias. De ahí el esfuerzo creciente de muchos, incluido quien esto escribe, por identificar una especie de núcleo ideológico configurado en el curso de la historia de América Latina: una apuesta teórica, si se quiere, dado el inveterado lugar común según el cual el populismo es a-ideológico, puro pragmatismo. Por supuesto, esto no pretende negar la relevancia de los factores económicos y sociales en la caracterización de los populismos individuales, sino indagar en los orígenes ocultos de una especie de «populismo genérico», de un humus populista común a contextos socioeconómicos también muy diferentes entre sí. Un humus que remite a las tramas más profundas de las sociedades latinoamericanas, fruto de su experiencia histórica, alimento de su cultura política, reflejo de la mentalidad y creencias de muchos de sus habitantes.
2. Acerca del núcleo ideológico del populismo latinoamericano
¿Qué es entonces el populismo entendido como ideología? Aunque débil y desestructurado, por supuesto, es decir, como un conjunto de valores que, si bien no está estructurado de forma sistémica, configura una determinada visión del mundo. En pocas palabras, condensado en una fórmula, creo que el populismo es la transfiguración moderna de un antiguo imaginario social. Un imaginario que no es en absoluto peculiar de América Latina, pero que precisamente en su historia, quizás más que en otros lugares, tiene profundas raíces y portentosas razones para no perder vitalidad.
El populismo es moderno porque postula la centralidad del pueblo por encima de cualquier linaje o aristocracia. Como dijimos, es un producto de la sociedad de masas y vive en la esfera democrática, aunque la democracia a la que aspira tiene más que ver con la esfera de las relaciones sociales y se expresa a través de categorías éticas que expresan su inspiración religiosa; en cambio, la esfera de los derechos civiles y políticos de los individuos no entra en su campo de prioridad, salvo de forma accesoria. Al mismo tiempo, el pueblo invocado por el populismo, que como toda idea de pueblo es una construcción intelectual, mítica y selectiva, se construye con materiales existentes, es decir, con símbolos, palabras y valores que muchas personas y grupos entienden y aprecian porque evocan un antiguo imaginario social. Ese pueblo, en efecto, suele entenderse como una «comunidad» homogénea y primordial, regida por la historia, la identidad y el destino común, cimentada por lazos de solidaridad mecánica, como dice Durkheim, y por una aversión común a una amenaza que se cierne sobre su integridad. Una amenaza externa, que en América Latina ha tomado la apariencia del imperialismo norteamericano o del comunismo, del protestantismo y la masonería, o de la globalización y el Fondo Monetario Internacional, según los casos y las épocas; y una amenaza interna, la traída por los caballos de Troya, es decir, por quienes en el seno de esa comunidad «imaginada» inculcaron el virus de ideas y modos de vida ajenos a ella: enemigos internos, en fin, cuyo alcance ha incluido infinitos tipos en la historia de los populismos latinoamericanos.
Ese pueblo, en efecto, suele entenderse como una «comunidad» homogénea y primordial, regida por la historia, la identidad y el destino común, cimentada por lazos de solidaridad mecánica
En este sentido, la «comunidad» populista es antagónica a la «sociedad» liberal porque no se refiere a presupuestos contractuales y racionales, sino a fundamentos orgánicos. Es una comunidad holística, en la que el todo trasciende a la suma de las partes; en la que la ciudadanía del individuo es consustancial a su completa inmersión en la comunidad, fuera de la cual se abre el territorio enemigo habitado por el antipueblo, expresión querida por los populistas latinoamericanos de todas las monedas y épocas. De figuras, en fin, que el organismo social encarnado por los populismos no puede ni quiere metabolizar porque está atento a su homogeneidad y armonía. Desde Fulgencio Batista en la Cuba de los años 30 hasta Hugo Chávez en la Venezuela de los 90, desde el Coronel Perón en la Argentina de los años 40 hasta el General Velasco Alvarado en el Perú de los 70, ya sean, se proclamen o se perciban como de derecha o de izquierda, autoritarios o democráticos, los populismos de América Latina parecen tener en común una aversión a la democracia representativa de tipo liberal y a la concepción social que implica, a las que que contraponen la invocación explícita o el impulso implícito hacia una “democracia orgánica”. Es en virtud de esta homogeneidad que la comunidad populista se expresa con una sola voz: la del líder, una figura con la que gotea la historia del populismo latinoamericano, que no representa sino que encarna a su pueblo, del que es el medio en el camino de la redención y la salvación.
Por supuesto, el imaginario populista no se manifiesta de la misma manera en diferentes épocas y contextos. Como conjunto de valores y creencias, de hecho, cambia y se adapta; a veces es explícito, otras apenas latente. Hoy, por tanto, puede coexistir, aunque sin alegría, con esa democracia representativa que el populismo clásico, entre los años 30 y 60, había ahogado repetidamente. Además, es precisamente su capacidad de adaptación lo que revela su fuerza y arraigo. Una fuerza que surge del carácter «delegativo» de las jóvenes democracias de América Latina, es decir, de la persistente tendencia de los Presidentes a invocar la soberanía del pueblo para sortear, como un obstáculo molesto, ese «polo constitucional» –el poder judicial, el Parlamento, etc.– que en las democracias representativas suele ser garantía contra la tiranía de las mayorías. De este modo, aspiran a desandar por nuevos caminos la vieja senda populista que conduce al reencuentro del líder con su pueblo dentro de una comunidad holística, impermeable a las «divisiones artificiales» impuestas por las instituciones representativas.
La comunidad populista se expresa con una sola voz: la del líder
Esta naturaleza de la comunidad populista, además, está tan arraigada en la cultura política latinoamericana como para resurgir incluso, como se ha dicho, en muchos gobiernos o liderazgos caracterizados por su orientación neoliberal; por haber llevado a cabo, por tanto, reformas de mercado tan radicales como para estar, aparentemente, en contraste con el comunitarismo populista. Incluso en esos casos, el ethos organicista no ha privado de dejar profundas huellas. Tanto en las relaciones entre el líder y sus seguidores, marcadas en su mayoría por el culto fideísta de la nueva religión neoliberal, como en la promesa de salvación para el pueblo amenazado por un enemigo inminente: la hiperinflación en Argentina en 1989, la guerrilla en Perú en 1990. Tanto en la concepción de los adversarios, convertidos puntualmente en obstáculo para la regeneración nacional y enemigos de la comunidad nacional por una implacable lógica maniquea.
3. El “momento populista” en América Latina
Pero si el populismo en América Latina resiste y vuelve, no es sólo por el imaginario que evoca y transmite, sino también por las condiciones favorables de las que goza. Condiciones que favorecen el paso frecuente de la cultura política latente a la opción política concreta. Veámoslo. En general, el populismo suele lanzarse contra determinadas élites –políticas, económicas, intelectuales, etc.– en nombre del «pueblo», en el sentido que hemos hablado, al que le han trampeado su soberanía por una especie de oligarquía, compuesta unas veces por partidos tradicionales, otras por potentados económicos, otras por intelectuales cosmopolitas, a menudo por todos ellos juntos, culpables de haber usurpado su representación. Este «momento populista» suele coincidir con la culminación de un largo y profundo ciclo de transformaciones que han producido en amplios sectores de la población un efecto o sentimiento de desintegración, es decir, de vacío, inseguridad y pérdida de identidad. En estos casos es muy probable que el populismo encuentre un clima favorable para recoger la promesa de reintegración, tanto material como simbólica.
Ahora bien, este cortocircuito de la representación se ha producido y sigue produciéndose con extraordinaria frecuencia en América Latina. Aquí, de hecho, a una sociedad segmentada, cada vez más fragmentada desde el trauma de la Conquista, se une la debilidad crónica de las instituciones democráticas. En otras palabras, existe un sorprendente contraste entre las estructuras democráticas del ámbito político y las estructuras autoritarias de las relaciones sociales. Dos elementos, no hace falta decirlo, que se alimentan mutuamente, cuyo reflejo es el alejamiento generalizado de vastas franjas de la población, ansiosas de integración material y redención ética, de la arquitectura de la democracia liberal. Por otra parte, el imaginario holístico, intolerante con la representación política pero vinculado a una concepción social que postula la unión armoniosa de la sociedad, invoca el vínculo de solidaridad que uniría a sus miembros desde el principio, reivindica un vínculo directo entre el pueblo y la persona que encarna su identidad en una especie de «democracia de la semejanza «, conserva una amplia legitimidad. Nos guste o no, es familiar y sus respuestas parecen tranquilizadoras para la mayoría de aquellos a los que la democracia representativa tiene dificultades para representar, porque son pobres, marginales, indios, negros, campesinos sin tierra o trabajadores sin empleo, o por mil otras razones.
Este «momento populista» suele coincidir con la culminación de un largo y profundo ciclo de transformaciones que han producido en amplios sectores de la población un efecto o sentimiento de desintegración, es decir, de vacío, inseguridad y pérdida de identidad
Por ello, no es casualidad que los pilares del orden populista latinoamericano, donde el populismo se ha convertido en régimen, hayan sido los órganos funcionales de la sociedad, y no los propios de la democracia liberal. En definitiva, los populismos en el poder, desde la comunidad organizada de Perón hasta la República Bolivariana de Chávez, desde el Partido de la Revolución Mexicana de Cárdenas hasta el Estado Novo de Vargas, más allá de la envoltura institucional en la que se han envuelto, han fundado un orden basado en las corporaciones: los sindicatos, las Fuerzas Armadas, la Iglesia, las universidades, los «gremios» industriales, los entes territoriales, etc., en diferentes combinaciones según los casos. Por el contrario, los parlamentos, los partidos políticos y los gobiernos locales han desempeñado en su mayoría funciones propedéuticas a la consolidación del populismo en el poder, actuando como canales de reclutamiento clientelar de las redes políticas familiares. Redes cuya extraordinaria fuerza atestigua la escasa autonomía de la esfera política en un entorno social dominado por un imaginario y unas instituciones prepolíticas, de las que se nutre el populismo.
El alma corporativa del populismo se refleja en su naturaleza antipolítica. En el sentido de que su propensión a concebir la sociedad como un todo homogéneo le lleva a identificar la política como un vehículo artificial de divisiones, perjudicial para la comunidad que dice salvaguardar. Esto se expresa en la tipología de los líderes que habitualmente han tomado las riendas. Además de ser outsiders, de hecho, hombres que se jactan y exhiben una patente de extranjero frente al mundo político, suelen provenir de las filas militares: Perón, Ibáñez, Chàvez, Velasco Alvarado, Torrijos y muchos otros. De instituciones, por tanto, elevadas en la historia continental a la encarnación de la unidad nacional, organicista por estatuto y mentalidad.
Es precisamente este peculiar contraste entre instituciones representativas y robustas imágenes holísticas el que encontramos en el origen del peronismo en Argentina, del constante regreso de Velasco Ibarra en Ecuador, de la revolución boliviana de 1952, de los éxitos electorales de Vargas en Brasil en 1950 y de Ibáñez en Chile en 1952, de los espasmos populistas del largo asentamiento del orden revolucionario mexicano, de los mil impulsos populistas que salpican la historia peruana, panameña, nicaragüense y paraguaya. Y eso ha hecho posible el ascenso de líderes tan diferentes como Menem y Fujimori, por un lado, surgidos de las ruinas del modelo estatista, y de Chávez, por otro, puesto en evidencia por la agonía del bipartidismo venezolano. Por otra parte, si estos son los rasgos del «momento populista», se puede entender la oleada de populismo que cubrió América Latina entre los años 20 y 50 del siglo XX, dados los efectos desintegradores de la larga modernización iniciada a mediados del siglo XIX; y se puede entender que el populismo se acentúe hoy, tras veinte años de convulsa «globalización».
4. Revolución o regeneración. Las paradojas del populismo latinoamericano
Todo lo dicho ayuda a comprender una aparente paradoja. La de que los populismos en América Latina se proclaman revolucionarios sin serlo. O, al menos, sin serlo en el sentido tradicional. Por un lado, es cierto que los populismos pretenden regenerar una comunidad determinada derrocando a las élites dirigentes y su orden político: el porfiriato en México en 1911, el régimen de la Concordancia en Argentina en 1943, el de la «rosca» en Bolivia en 1952, la partitocracia en Perú en 1968 y en Venezuela en 1998, etc. En este sentido, pues, los populismos son revolucionarios, ya que producen un cambio repentino de las élites políticas. Pero si parecen revolucionarios en relación con los regímenes que les preceden, en relación con sus «enemigos», en definitiva, no se puede decir que los populismos sean igualmente revolucionarios en el momento de proponer un nuevo orden social, construido sobre las ruinas del antiguo. Para gran incomodidad de los «verdaderos» revolucionarios, o autodenominados revolucionarios, muchos de los cuales en la historia de América Latina, especialmente en los años 60 y 70, se han unido a tal o cual movimiento populista con la esperanza de alcanzar e involucrar en sus designios al pueblo al que no conseguían llegar; salvo para encontrarse con la evidencia de que ni el populismo ni su pueblo compartían el ideal revolucionario. He aquí, pues, a los Montoneros dando la espalda a Perón en 1974, decepcionados por la moderación del viejo líder, o a las franjas más radicales desprendiéndose del Apra en Perú, o del MNR en Bolivia.
Como defensores de la regeneración de la comunidad orgánica formada por el «pueblo», de hecho, a lo que aspiran los populismos es a la restauración de su armonía. Su revolución, por lo tanto, aunque a menudo conlleva giros radicales a favor de tal o cual clase, tiene como objetivo restablecer el equilibrio entre los diferentes miembros del organismo social para que puedan contribuir al unísono a la consecución del fin común. El apoyo, directo o indirecto, tenue o radical, a la parte de la sociedad que consideran penalizada por las transformaciones que se están produciendo, no tiene por tanto en los populismos el objetivo de derribar las relaciones sociales, sino el de recrear las condiciones de colaboración entre las clases, cuyo conflicto, fruto del impacto con el exterior, amenaza la supervivencia y la reproducción del conjunto. Por eso tampoco es de extrañar que los populismos, a veces incluso el mismo movimiento populista en distintas épocas, sean a veces «progresistas» y a veces «conservadores», ahora vinculados a los trabajadores, ahora a los propietarios. En efecto, tienen a menudo el aire de una especie de «revolución preventiva» realizada no sólo en interés de sus beneficiarios inmediatos, sino también de los que, de momento, son penalizados: de los ricos y poderosos en el caso de los populismos «sociales», ya que el precio que aceptan pagar beneficiará sus intereses futuros; de los sectores populares en el caso de los populismos neoliberales, que les prometen los frutos venideros de los sacrificios que han sufrido. En síntesis, el horizonte ideal del populismo latinoamericano sigue siendo, a pesar de todo, el de la colaboración entre las clases dentro de la comunidad cuyos límites ha trazado, de una especie de tercera vía de implantación corporativa. Perón y Chávez, Vargas y Cárdenas, Paz Estenssoro y Velasco Ibarra, Gaitán y Chibas: ninguno de ellos pretendió nunca destruir el capital ni socializar los medios de producción; si acaso, pretendieron «humanizar» el capitalismo, por utilizar una expresión muy querida por muchos de ellos, para hacerlo compatible con la salud y la armonía de la sociedad y el bienestar del «pueblo».
El horizonte ideal del populismo latinoamericano sigue siendo, a pesar de todo, el de la colaboración entre las clases dentro de la comunidad cuyos límites ha trazado
Dicho esto, en América Latina como en otras partes, hoy como ayer, la ambivalencia del populismo salta a la vista, aunque los elementos de esta ambivalencia no revelan una contradicción, sino su naturaleza más profunda. Por un lado, los populismos han representado a menudo canales a través de los cuales las masas se han integrado y nacionalizado. Al hacerlo, han cumplido una evidente función democrática, generalmente coronada por un amplio consenso, que es tan cierto para Cárdenas como para Fujimori, para Menem como para Chávez, así como para los numerosos líderes populistas cuyos pasados dictatoriales no han impedido su acceso al poder con el sufragio popular, como en los casos de Perón, Vargas, Ibáñez y otros. De esta forma, como hemos visto, los populismos han llenado, con sus peculiares modalidades y su inspiración palingenésica, la brecha, a menudo abismal, entre las instituciones democráticas y franjas más o menos extensas de la población.
Por otro lado, sin embargo, los populismos siempre han manifestado una tendencia explícita a la exclusión. En nombre de la «voluntad» del pueblo, de hecho, de «su» pueblo, expresan un impulso autoritario radical, por no decir una vocación totalitaria. El pueblo del populismo es el todo, la totalidad, el bien, la virtud, la nación con sus rasgos eternos y definitivos. Fuera de ella se encuentra el mal, la enfermedad que ataca al organismo sano de la comunidad. La lógica maniquea del populismo no deja ninguna salida. Empeñados en regenerar al pueblo, en redimir la identidad pura y amenazada que ellos y sólo ellos encarnan, llámese peruanidad, argentinidad, brasilianidad o cubanidad, en realizar un designio providencial, una misión salvífica y redentora, los populismos son impermeables al pluralismo en el que, lejos de captar el resultado fisiológico de la diferenciación social, identifican la manifestación patológica de divisiones artificiales introducidas en el organismo social por algún agente patógeno que ha penetrado en él desde fuera. Como tal, el pluralismo es una enfermedad que hay que erradicar.
Por lo tanto, donde pasta el elegido, es decir, el pueblo, sólo pueden estar los condenados, los marginados. Los términos, estos últimos, no son casuales, ya que el maniqueísmo del populismo latinoamericano revela el vínculo inseparable con un universo religioso muy vital y concreto, sobre todo entre las masas populares, cuyos símbolos y liturgias, hechos suyos por el populismo, parecían y a menudo siguen pareciendo mucho más familiares, significativos y comprensibles que el ritual electoral, reservado en su mayoría al mundo de las élites sociales y culturales. Herederos, conscientes o no, del imaginario organicista de matriz católica de la época colonial, pero profundamente modernos, los populismos lo seculariza hasta el punto de proponerse como fundadores de un nuevo credo, apoyados en una especie de fundamentalismo moral y de exclusivismo ideológico. Por otra parte, los imaginarios populista y religioso tienen muchos puntos en común: el orden natural al que los populistas conducen a la comunidad formada por el pueblo tiene mucho en común con el orden divino del que, en una perspectiva religiosa tradicional, descendería el orden temporal. En ambos casos se rechaza el carácter jurídico-racional del vínculo político en nombre de un orden revelado al que se debe la fundación de la polis.
Esto no quita que, como fenómeno político, el populismo sea autónomo de la esfera de lo sagrado, hasta el punto de actuar como un vector a través del cual el imaginario religioso tradicional se transpone al terreno moderno de la polis. En este sentido es una especie de «religión laica», con su «palabra» y su «profeta», sus cultos y sus liturgias: todo en nombre del «pueblo».
5. América Latina, tierra prometida del populismo
América Latina, por tanto, es más que otros el continente del populismo. ¿Por qué? Al fin y al cabo, si se observa con detenimiento, el núcleo ideológico del populismo latinoamericano no difiere significativamente del populismo genérico, típico de la experiencia histórica de Occidente. ¿Por qué, entonces, América Latina se presta más a ello, hasta presentarse como un ferviente laboratorio populista, siempre en ebullición, hasta convertirse, en ciertos casos, en un emblema del populismo consolidado?
Lo que hace que la persistencia del populismo en América Latina sea tan sólida y multifacética es, pues, el hecho de que en ningún otro lugar se ha hecho tan profunda la brecha entre la democracia imaginada y la democracia real
Para empezar, se puede decir que si en general el populismo representa un modelo rival creíble de democracia representativa, entonces el éxito del latinoamericano es especialmente comprensible. Por mucho que la experiencia democrática de América Latina haya sido a menudo paródica o inacabada, lo cierto es que desde la independencia la legitimación teórica del orden político ha sido el pueblo. Lo que hace que la persistencia del populismo en América Latina sea tan sólida y multifacética es, pues, el hecho de que en ningún otro lugar se ha hecho tan profunda la brecha entre la democracia imaginada y la democracia real, entre las instituciones democráticas formales y el funcionamiento real del juego democrático, entre las expectativas y los resultados. Una brecha cavada entre los derechos políticos teóricos y los derechos sociales y civiles efectivos, entre la ciudadanía formal y el acceso real a sus prerrogativas. Para muchos ciudadanos latinoamericanos, de hecho, la experiencia democrática no ha conducido a la integración y la participación, ni ha garantizado el acceso a los derechos universales que postula. No es de extrañar, por tanto, que allí donde la democracia representativa se ha mostrado insuficiente para derribar las empalizadas materiales, culturales, simbólicas y étnicas que separan mundos distantes a años luz, aunque vivan dentro de las mismas fronteras, el populismo haya representado un canal eficaz de acceso de las masas a la dignidad social y simbólica. El carácter segmentado, histórica y estructuralmente, de las sociedades latinoamericanas, aunque algunas más que otras, es por tanto el primer elemento clave para entender la recurrencia del populismo.
Este elemento, sin embargo, desemboca en el populismo porque confluye con un segundo factor, también esculpido por la historia: con la omnipresente persistencia y vitalidad, en la experiencia histórica de América Latina, de un imaginario social alternativo al de la democracia representativa de tipo liberal; con el imaginario holístico, es decir, cuyas raíces se hunden en las estructuras mentales y normativas de la cristiandad colonial. Un imaginario y unas estructuras que la evolución de la historia latinoamericana parece haber reforzado, más que erosionado, y que aún hoy moldea los valores y las expectativas de muchos actores políticos y sociales de América Latina. El populismo, no hace falta decirlo, es, en su extraordinaria recurrencia, la forma emblemática de adaptación a la política moderna, a la democracia.
Pero si estos dos elementos –la sociedad segmentada y la vitalidad del imaginario holístico– bastarían por sí mismos para explicar el abundante alimento del que se nutre el populismo en América Latina, hay un tercero que le proporciona un combustible inagotable, que actúa como portentosa fuente de propulsión. Dicho de una manera algo anticuada, es el carácter periférico de la modernización latinoamericana. El hecho, es decir, de que las transformaciones más profundas de la sociedad, la política, la cultura y las costumbres latinoamericanas se hayan producido históricamente por reflejo, por ósmosis, como prolongación de procesos desencadenados en Europa o en otros lugares, ha engordado hasta la saciedad las pulsiones populistas, y lo sigue haciendo hoy. Ya sea el liberalismo o la masonería, el socialismo o el anarquismo, el comunismo o el imperialismo, los monopolios o la burguesía internacional, las multinacionales o Wall Street, etc., el cambio vino de fuera. O eso parecía. Ni que decir tiene que los populismos han sacado enormes credenciales de ello cada vez que han invocado la union sacrée del pueblo y de la nación contra el enemigo a las puertas; contra el extranjero o el forastero que asalta sus virtudes, su identidad, su armonía.
en términos históricos, el populismo refleja la peculiar, y en muchos sentidos inacabada, transición latinoamericana del orden antiguo al moderno, de la soberanía de Dios a la del pueblo
En conclusión, es justo observar que al descansar sobre bases tan precarias, la política ha fracasado mayormente en la historia de América Latina, en su tarea de articular y metabolizar las diferencias sociales reconduciéndolas a valores y reglas compartidas. En consecuencia, se ha convertido en un territorio peligroso, un campo de batalla en el que el populismo se ha convertido a menudo en un instrumento eficaz de integración de los excluidos mediante la apelación a una especie de comunidad original. Una comunidad que los movimientos populistas se proponen reconducir a sus raíces, que, como hemos visto, están en la esfera social más que en la política y recuerdan una cosmología religiosa. En la acción del populismo, por tanto, la acción política tiende a reflejar en su mayor parte un impulso escatológico, luchando por alcanzar la autonomía, la dignidad y la legitimidad. La lógica maniquea que la inspira tiende a reducir los conflictos a guerras de religión, a un enfrentamiento entre verdades absolutas y palingenesias opuestas, entre tipos antropológicos incapaces de coexistir. En este sentido, el populismo, aun en su modernidad, revela la debilidad histórica del ethos liberal en América Latina, su dificultad para actuar como un pegamento político más atractivo y prometedor a los ojos de gran parte de la población que el antiguo reclamo a una comunidad homogénea y tranquilizadora, encarnado por el populismo, capaz de dar respuesta a la eterna búsqueda de sentido y pertenencia de los individuos y grupos humanos.
Asimismo, en términos históricos, el populismo refleja la peculiar, y en muchos sentidos inacabada, transición latinoamericana del orden antiguo al moderno, de la soberanía de Dios a la del pueblo; ese pasaje en el que a menudo se ha perdido o se ha desaprovechado el camino hacia la ampliación de la ciudadanía democrática, que podría haber ido vaciando un paisaje social e ideal dominado por la matriz organicista, por el mito de la armonía social como reflejo de la voluntad divina, por la alternativa redención-condenación , por el repudio del pluralismo como manifestación de una patología de la vida colectiva, por el dogma del unanimismo religioso, transformado por el populismo en el unanimismo político y espiritual.
[Traducción para Pasos a la Izquierda de Javier Aristu]
Nota del autor: Este artículo retoma y condensa algunas reflexiones mías anteriores. Reenvío a Il populismo. Sul nucleo forte di un’ideologia debole, «Polis», a. XVI, n. 2, agosto 2002, pp. 263-292; Io, il popolo. Note sulla leadership carismatica nel populismo latinoamericano, «Ricerche di Storia Politica», n. 3/2002, pp. 431-440 y La sindrome del cavallo di troia: l’immagine del nemico interno nella storia dell’America Latina, «Storia e Problemi Contemporanei», n. 35, a. XVII, gennaio-aprile 2004, pp. 107-135. El artículo fue publicado en la revista «Filosofia politica, Rivista fondata da Nicola Matteucci» 3/2004, pp. 377-390.
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Loris Zanatta. Profesor de Historia de América Latina en la Universidad de Bolonia. Ha publicado Del Estado liberal a la nación católica. 1930-1943 (Universidad Nacional de Quilmes, 1996), La Internacional Justicialista. Auge y ocaso de los sueños imperiales de Perón, (Sudamericana, 2013), Historia de América Latina. De la Colonia al Siglo XXI (Siglo XXI, 2012), así como diversas obras relacionadas con Perón y Eva Perón.