Por IVAN KRASTEV
“Un espectro recorre el mundo: el populismo. Hace una década, cuando las nuevas naciones emergían hacia la independencia, la pregunta era: ¿cuántas se convertirían en comunistas? Hoy, esta pregunta, tan plausible entonces, suena un poco desfasada. Conforme los gobernantes de los nuevos Estados abrazan una ideología, ésta tiene muchas posibilidades de tener un carácter populista»1. Esta observación la hicieron Ghita Ionescu y Ernest Gellner hace cuarenta años. Un periodo de tiempo lo suficientemente largo como para que el «populismo» primero desapareciera y luego resurgiera como el fenómeno global que es hoy. Ahora, como entonces, no se puede dudar de la importancia del populismo, aunque ahora, como entonces, no está nada claro qué es el populismo.
Por un lado, el concepto de «populismo» se remonta al movimiento de protesta de los agricultores estadounidenses de finales del siglo XIX; por otro, a los narodniki rusos de la misma época. Más tarde, el concepto se utilizó para describir el carácter esquivo de los regímenes políticos de los países del Tercer Mundo gobernados por líderes carismáticos, sobre todo en la política latinoamericana de los años sesenta y setenta. Esta transformación en el uso del concepto no hizo más que reforzar la afirmación de Isaiah Berlin de padecer el complejo de Cenicienta: hay un zapato con forma de populismo, pero no hay pie que encaje en él.
Conforme los gobernantes de los nuevos Estados abrazan una ideología, ésta tiene muchas posibilidades de tener un carácter populista
Lo sorprendente del uso actual del término es la casi incalculable diversidad de políticas y actores que intenta abarcar. ¿No es una afrenta al sentido común meter en el mismo saco la revolución bolivariana de izquierdas de Hugo Chávez y la ideología y la política del actual gobierno anticomunista de Varsovia? ¿Qué puede ser más confuso que calificar de populista la política tanto de Silvio Berlusconi como de Mahmoud Ahmedinejad? Y, no obstante, los comentaristas y teóricos políticos que insisten en utilizar «populismo» como nombre genérico para actores políticos tan diversos tienen razón.
Sólo un concepto vago y mal definido como el de «populismo» puede permitir captar la transformación radical de la política que hoy día se está produciendo en muchos lugares del mundo. El «populismo» capta, mejor que cualquier otro concepto vigente en la actualidad, la naturaleza de los retos a los que se enfrenta la democracia liberal hoy en día. Éstos no provienen del surgimiento de alternativas antidemocráticas y autoritarias, sino de peligrosas mutaciones dentro de las propias democracias liberales.
Claramente el populismo ha perdido su significado ideológico original como expresión del radicalismo agrario. El populismo es demasiado ecléctico para ser una ideología del mismo modo en que lo son el liberalismo, el socialismo o el conservadurismo. Pero el creciente interés por el populismo ha captado la principal tendencia del mundo político moderno: el aumento del iliberalismo democrático.
Ya sea la proliferación de revoluciones populistas en América Latina, de la agitación política en la Europa central o de la lógica política subyacente en el «no» en los referendos sobre la Constitución de la UE en Francia y los Países Bajos, lo que preocupa es el aumento del iliberalismo democrático que les acompaña. El nuevo populismo no representa un desafío a la democracia, entendida como elecciones libres o gobierno de la mayoría. A diferencia de los partidos extremistas de los años 30, los nuevos populistas no planean ilegalizar las elecciones e introducir dictaduras. De hecho, a los nuevos populistas les gustan las elecciones y, por desgracia, a menudo las ganan. A lo que se oponen es a la naturaleza representativa de las democracias modernas, a la protección de los derechos de las minorías y a las restricciones a la soberanía del pueblo, todas ellas características distintivas de la globalización.
El auge del populismo indica el declive del atractivo de las soluciones liberales en los ámbitos de la política, la economía y la cultura
Intentamos explicar el auge del populismo en la actualidad por la erosión del consenso liberal surgido tras el final de la Guerra Fría, por un lado, y por las crecientes tensiones entre el principio mayoritario democrático y el constitucionalismo liberal -los dos elementos fundamentales de los regímenes democráticos liberales-, por otro. El auge del populismo indica el declive del atractivo de las soluciones liberales en los ámbitos de la política, la economía y la cultura, así como la creciente popularidad de las políticas de la exclusión.
La condición populista
Sería un gran error considerar el ascenso de los partidos populistas como una victoria de las actitudes antidemocráticas. De hecho, su auge es un subproducto de la ola de democratización desarrollada durante la «larga» década de 1990. «Voice of the People 2006», un sondeo de opinión global realizado por Gallup International, reveló que el 79% de las personas de todo el mundo estaban de acuerdo en que la democracia es la mejor forma de gobierno disponible, mientras que sólo un tercio estaba de acuerdo en que el gobiernos de sus países tienen en cuenta la voz del pueblo. Es precisamente por el hecho de que los populistas actuales no pueden ser presentados como antidemocráticos que los liberales están confundidos, y esto les hace parecer indefensos ante el desafío populista.
En el debate actual, el «populismo» se asocia sobre todo a un discurso emocional, simplista y manipulador dirigido a los «sentimientos viscerales» de la gente, o a políticas oportunistas destinadas a «comprar» apoyos. Pero ¿acaso apelar a las pasiones de la gente está prohibido en la política democrática? ¿Y quién decide qué políticas son «populistas» y cuáles son «sensatas»? Como señaló Ralf Dahrendorf, «el populismo de unos es la democracia de los otros y viceversa»2. A menos que sigamos el consejo de Brecht y disolvamos al pueblo para elegir uno nuevo, el populismo es y seguirá siendo parte del paisaje político.
En el centro del desafío populista no está el surgimiento de partidos y movimientos políticos que apelan al «pueblo» contra los supuestos representantes del pueblo, desafiando así a los partidos políticos, los intereses y los valores establecidos. El populismo tampoco es apropiado para describir la transformación del sistema político democrático en Europa y la sustitución de la democracia de partidos por la democracia mediática. El populismo como sinónimo de la política posmoderna, como huida de la política de clases e intereses hacia un nuevo centro, es una historia vieja.
En el fondo, la característica que define al populismo es la visión de que la sociedad se divide en dos grupos homogéneos y antagónicos: «el pueblo como tal» y «la élite corrupta». Procede argumentando que la política es la expresión de la voluntad general del pueblo y que el cambio social sólo es posible a través del cambio radical de la élite.
En el fondo, la característica que define al populismo es la visión de que la sociedad se divide en dos grupos homogéneos y antagónicos: «el pueblo como tal» y «la élite corrupta»
Esto se traduce en dos tendencias: la implantación de un régimen mayoritario populista y de una élite aún más manipuladora. El régimen revolucionario de Venezuela -una ilustración de manual de la noción de Tocqueville de la tiranía de la mayoría- y el régimen basado en la manipulación de Moscú son tan sólo dos caras de la misma moneda populista. El objetivo de la revolución populista en América Latina es bloquear el regreso al poder de la minoría corrupta; el sistema de «democracia soberana» de Putin impide que la mayoría peligrosa esté representada políticamente.
El dilema centroeuropeo
Los peligros del iliberalismo democrático pueden observarse en los dilemas políticos a los que se enfrenta hoy la Europa central. La formación de la coalición populista en Polonia tras las elecciones de septiembre/octubre de 2005 fue una señal de alerta temprana de que algo extraño e inesperado estaba ocurriendo en la política centroeuropea. La alerta sonó aún más fuerte cuando Jaroslaw Kaczynski -hermano gemelo del presidente Lech Kaczynski- sustituyó a Kazimierz Marcinkiewicz como primer ministro, llevando consigo a otros populistas como Roman Giertych al gabinete [Giertych fue destituido en agosto de 2007; Eurozine]
Las elecciones eslovacas del 17 de junio de 2006 y la formación de un nuevo gobierno en Bratislava fueron un indicio de que lo ocurrido en Polonia no era un episodio aislado, sino que revelaba una tendencia política en la Europa central. El gabinete formado por Robert Fico reunió a sus populistas moderados de izquierda, a los nacionalistas extremos de Jan Slota y al partido del ex primer ministro Vladimir Meciar. La coalición ofrecía una mezcla de promesas económicas iliberales e izquierdistas -la mayoría de ellas nunca aplicadas-, y una agenda cultural conservadora, expresión de la creciente inseguridad y del clima de xenofobia.
Las razones por las que los reformistas liberales pro-europeos perdieron las elecciones no son difíciles de enumerar: son sobre todo el alto desempleo y el aumento de la desigualdad social. Es más difícil explicar por qué los populistas y semi-fascistas eran la única alternativa disponible. ¿Hay un problema en la Europa central – o quizás el problema es la democracia?
El mismo día en que Fico formó su gobierno, el Tribunal Constitucional eslovaco anunció que un ciudadano eslovaco había presentado una demanda de anulación de los resultados de las elecciones. El demandante declaraba que la República Eslovaca no había creado un sistema electoral «normal» y que, por tanto, había violado el derecho constitucional de los ciudadanos eslovacos a ser gobernados con sensatez. A los ojos del demandante, cualquier sistema electoral que pudiera llevar al poder a un grupo tan variopinto como el del nuevo gobierno eslovaco no podía considerarse «normal».
Las razones por las que los reformistas liberales pro-europeos perdieron las elecciones no son difíciles de enumerar: son sobre todo el alto desempleo y el aumento de la desigualdad social
El único reclamante eslovaco tenía razón. El derecho a ser gobernado sabiamente puede contradecir el derecho a votar. Esto es lo que tradicionalmente pone nerviosos a los liberales con respecto a la democracia. Casi se podría decir que el ciudadano eslovaco era una reencarnación del influyente liberal del siglo XIX François Guizot (1787-1874).
Fueron Guizot y sus colegas, «los doctrinarios», quienes utilizaron toda su elocuencia para argumentar que la democracia y el buen gobierno sólo pueden coexistir bajo un régimen de sufragio limitado. En su opinión, el verdadero soberano no es el pueblo sino la razón. Por lo tanto, el voto no es cuestión de derechos, sino de capacidades. En el siglo XIX, la capacidad se traducía en la propiedad o en la educación; sólo se podía confiar el poder de votar a quienes tenían la educación adecuada o la propiedad suficiente. Hoy en día, nadie se atrevería a defender la restricción del derecho de voto. Sin embargo, un respetado profesor liberal de Polonia sugirió recientemente la introducción de una prueba de madurez política. La democracia soberana de Putin ofrece otra solución: el proyecto no consiste en limitar el número de personas con derecho a voto, sino en limitar las opciones a las que votar. Los tecnólogos políticos del Kremlin gestionan así un sistema político que excluye de facto la posibilidad de que un partido o candidato no deseado gane las elecciones.
Las élites contra el pueblo
La paradoja de la política europea actual se capta mejor con la pregunta: «¿Cómo hacer posible que las élites estén legitimadas, simultáneamente, en el plano local y a nivel global?» La política europea no ofrece una respuesta. Después de todo lo que ha sucedido recientemente en Polonia, Eslovaquia y otros lugares del este de Europa central, no es de extrañar que se necesite confianza e imaginación para seguir siendo euro-optimista.
Es perverso pero cierto que, en la época actual, las élites europeas sueñan secretamente con un sistema que prive a los votantes irresponsables del poder de socavar la política racional, y que están más que dispuestas a utilizar la Unión Europea para realizar este sueño. Al mismo tiempo, la mayoría de los ciudadanos están convencidos de que tienen derecho a votar, pero no a influir en la toma de decisiones, por lo que se oponen a una mayor integración de la UE.
Los principales protagonistas de la política europea son las élites que sueñan con una forma políticamente correcta de sufragio limitado, mientras que el pueblo está convencido de que ya vive bajo un régimen de sufragio limitado
En este sentido, la Europa central actual puede compararse con la Francia de 1847, antes de la gran ola de la revolución nacional-popular de 1848. En 2007, los principales protagonistas de la política europea son las élites que sueñan con una forma políticamente correcta de sufragio limitado, mientras que el pueblo está convencido de que ya vive bajo un régimen de sufragio limitado.
Las nuevas mayorías populistas perciben las elecciones no como una oportunidad para elegir entre opciones políticas, sino como una revuelta contra las minorías privilegiadas -en el caso de Europa central, las élites y algún «otro» colectivo clave, como los gitanos-. En la retórica de los partidos populistas, las élites y los gitanos son gemelos: ninguno de los dos es como «nosotros»; ambos roban y hurtan a la mayoría honesta; ninguno paga los impuestos que debería pagar; y ambos son apoyados por los extranjeros -Bruselas en particular-. Los sentimientos anti-elitistas fueron un elemento importante de la motivación de los centroeuropeos para apoyar la adhesión a la UE; sin embargo, ahora estos ciudadanos se están volviendo contra la UE. Las encuestas de opinión demuestran que durante el proceso de adhesión la mayoría tendió a ver a Bruselas como un aliado dispuesto a controlar las élites corruptas. Sin embargo, ahora que estos países forman parte de la UE, Bruselas es percibida como un aliado de las élites, a las que proporciona medios de evitar la rendición de cuentas democrática.
El resultado es una política en la que los populistas se transforman en abiertamente iliberales, mientras las élites albergan secretamente sentimientos antidemocráticos. Este es el verdadero peligro del momento populista. En la era del populismo, el frente no está entre la izquierda y la derecha, ni entre los reformistas y los conservadores. Más bien asistimos a un conflicto estructural entre unas élites que desconfían cada vez más de la democracia y unos públicos enfadados que se vuelven cada vez más antiliberales. La lucha contra la corrupción, la «guerra contra el terrorismo» y el antiamericanismo son sólo tres manifestaciones de la nueva política populista.
Quien quiera salvar la democracia está llamado a luchar en dos frentes: contra los populistas y contra los liberales que desprecian la democracia
Las democracias liberales occidentales promueven la agenda anticorrupción en un intento de canalizar los sentimientos anti-élite hacia el apoyo de la democracia y del liberalismo económico; el problema no es el sistema, sino los gobiernos corruptos. A cambio de su apoyo a la «guerra contra el terrorismo» mundial, Washington permite a los gobiernos desacreditados, pero políticamente útiles, etiquetar a sus oponentes nacionales como «terroristas» y así frenar los derechos civiles. En el caso del antiamericanismo, los gobiernos corruptos e iliberales intentan ganar legitimidad convenciendo a los ciudadanos frustrados de que Estados Unidos es la causa fundamental de todo lo que va mal en sus propios países y en todo el mundo.
La democracia liberal está en peligro cuando el conflicto estructural entre «las élites» y «el pueblo» deja de verse como un lastre y se convierte en un activo importante. La actual generación de liberales europeos ha sido educada en una tradición política que asume erróneamente (histórica y teóricamente) que los partidos antiliberales son también antidemocráticos. Esto ya no es así. El verdadero reto al que se enfrenta hoy la democracia liberal es el ascenso del iliberalismo democrático. Quien quiera salvar la democracia está llamado a luchar en dos frentes: contra los populistas y contra los liberales que desprecian la democracia.
[Este artículo fue publicado en varios idiomas en Eurozine el 18 September 2007. Traducción del inglés: Pasos a la Izquierda]
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Ivan Krastev. Politólogo e intelectual búlgaro, presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía. Ha publicado, entre otras obras, After Europe (Penn University Press, 2017).
NOTAS
1.- Ghita Ionescu and Ernest Gellner (eds.), Populism: its meaning and national character, London Weidenfeld & Nicolson 1969. [^]
2.- Ralf Dahrendorf, «Acht Anmerkung zum Populismus», in: Transit 25 (2003), 156-163. [^]