Por DANIEL LUBAN
De modo parecido a como ocurrió hace doce años, Joe Biden ha llegado a la Casa Blanca con el país inmerso en una severa crisis económica. Estaría dispuesto a utilizar la fuerza de la administración pública al servicio del bien común, pero la oposición a la que se enfrenta es completamente diferente a otras etapas porque Donald Trump ha hecho añicos los pequeños y obsoletos remilgos en el gobierno del Partido Republicano para instalarse en un nuevo conservadurismo obrero.
Esto es una broma: las cosas serán casi exactamente iguales a como fueron entonces. Se espera que el GOP1 ofrezca fuertes dosis de histeria sobre el déficit, una apasionada defensa de la austeridad y una guerra de desgaste en el Congreso dirigida a dejar a Biden empantanado y hundido en una recesión prolongada. De momento, el hecho más llamativo en relación con la derrota de Trump es lo poco que está afectando a la dinámica básica de la derecha relegada a la oposición.
Con seguridad vamos a seguir escuchando todos los hits del repertorio trumpista: las oleadas de migrantes filtrándose a través de la frontera, la caradura de las élites de las dos costas, el peligro amarillo de los chinos, la traición de la intelligentsia, las camarillas de pedófilos que se ocultan a la plena luz del día. Calificar de “populistas” estos temas podría ser engañoso, porque el término da a entender que su único o principal destinatario son las clases trabajadoras. Ahora bien, si nos limitamos a utilizarlo para designar esta vena particular de locura reaccionaria, entonces queda claro que el populismo de derechas no va a ninguna parte.
Sin embargo, “populismo de derechas” ha significado con frecuencia en los años recientes algo más específico: un conservadurismo que rechazaba el neoliberalismo y combinaba la prosperidad económica con el conservadurismo social para sustituir la vieja élite de los negocios del GOP por una base enraizada en las clases trabajadoras. Los años de Trump han servido para demostrar la debilidad persistente de ese proyecto.
Antes de 2016, los principales propagandistas de esos objetivos eran “conservadores reformistas” como Ross Douthat, del New York Times, o Ramesh Ponnuru, de National Review, que urgían al GOP a apartarse de la ortodoxia reaganita y mostrarse más receptivo a los intereses de los votantes menos ricos. Sus esfuerzos tuvieron un recorrido corto.
Ya bajo sospecha en los años del Tea Party por no ser lo bastante alarmistas en relación con el radicalismo islamo-marxista de Barack Obama, sellaron su destino fatal al oponerse a Trump en 2016 y reconciliarse con él después de su victoria. Cuando proclamaron después la persistencia de su compromiso con unos objetivos programáticos, sin dejar por ello de abominar de los “liberales” demócratas, los “reformicons” se ganaron a pulso su propia marginalidad respecto de la industria del populismo MAGA2.
Se ha citado con profusión el veredicto del politólogo británico Matthew Goodwin sobre la victoria electoral de Boris Johnson: «Es mucho más fácil para la derecha girar a la izquierda en la economía, que para la izquierda girar a la derecha en la cultura»
Quienes recogieron la enseña después de 2016 fueron más fantasiosos. Muy pronto después de la elección, el estratega de Trump, Steve Bannon, proponía una ley de infraestructuras por un billón de dólares y subidas de impuestos a los ricos. “Si lo llevamos a cabo”, alardeó, “tendremos el 60% del voto blanco y el 40% del voto negro y latino, y gobernaremos durante 50 años.” (Sus aspiraciones bajaron rápidamente el listón: cuando Trump consiguió apropiarse del 20% del voto conjunto negro y latino cuatro años después, los populistas de derechas afirmaron triunfales que ellos eran el partido de la clase obrera multirracial), Bannon, hay que decirlo en su honor, parece haber comprendido desde el principio que todo el plan era una simple fanfarronada; hoy se encuentra a la espera de juicio, bajo la acusación de estafar a potenciales donantes con el tema de la financiación del muro fronterizo de Trump3.
Pero otros muchos han seguido profetizando la inminente victoria del populismo de derechas, de forma aparentemente sincera. Se ha citado con profusión el veredicto del politólogo británico Matthew Goodwin sobre la victoria electoral de Boris Johnson: «Es mucho más fácil para la derecha girar a la izquierda en la economía, que para la izquierda girar a la derecha en la cultura.»
Sea cual sea la validez de esta afirmación en otras latitudes, en el contexto norteamericano tanta confianza revela una ingenuidad voluntarista. Ha sido evidente durante decenios que muchos votantes son, a la vez, conservadores en el terreno social y progresistas en el económico; y que un Partido Republicano con una política menos rapaz en su forma de favorecer a los más ricos, contaría con muchas más posibilidades de ganar el apoyo de la mayoría. Y, sin embargo, el prometido giro a la izquierda en la economía nunca ha tenido lugar. La historia reciente del conservadurismo americano incluye una serie de movimientos seudo-populistas (la “Revolución” de Gingrich y el Tea Party, antes del MAGA) que, infaliblemente, desembocan en el mismo programa de rebajas fiscales y desregulación en favor de quienes les financian. En lugar de buscar las razones de esta pauta, la gran mayoría de los populistas de derechas se han contentado con suponer que en esta ocasión las cosas iban a ser diferentes.
No ha representado una gran sorpresa, por tanto, que tampoco Trump girara a la izquierda en la economía. Los trabajadores se beneficiaron de la economía “caliente” de sus primeros tres años de mandato, que los ideólogos del MAGA presentaron como prueba del peculiar talento del presidente para los negocios (de forma parecida a como los ideólogos de la “tercera vía” habían presentado antes el boom económico de los años noventa como prueba de las virtudes del clintonismo). Pero en lugar de una ley de infraestructuras, lo que hubo fue una drástica rebaja de impuestos a las corporated; y en lugar de un plan de ayuda a las familias, hubo un intento fallido de limitar el derecho a la sanidad para decenas de millones de personas. En los escalones tanto superiores como inferiores de la burocracia federal, una casta familiar de colegas procedentes de la industria se dedicó a trabajar en el desmantelamiento de los derechos laborales y de la protección medioambiental. La realización más relevante de la Administración Trump fue el nombramiento de una veintena de jueces procedentes de la Sociedad Federalista4, todos ellos devotos servidores de los intereses del capital.
En lugar de una ley de infraestructuras, lo que hubo fue una drástica rebaja de impuestos a las corporated; y en lugar de un plan de ayuda a las familias, hubo un intento fallido de limitar el derecho a la sanidad para decenas de millones de personas
Si Bernie Sanders hubiese llegado a la Casa Blanca solo para pasar su mandato presidencial recortando la Seguridad Social y desregulando la industria, sus partidarios más incondicionales habrían reaccionado con furia. La reacción de los populistas de derechas confesos ante el abandono por parte de Trump de su programa anunciado fue llamativamente distinta: no hicieron nada. Figuras como Tucker Carlson y Josh Hawley se alinearon sin fisuras en el respaldo a la administración, mientras el MAGA tomaba como una ofensa cualquier sugerencia de que Trump podría estar incumpliendo sus promesas.
Esa dinámica alcanzó un punto álgido en los últimos meses, cuando Trump —siguiendo en este tema el consejo de personalidades como Larry Kudlow y Stephen Moore, sumos sacerdotes de la “teología de la oferta”— optó por no impulsar una segunda ley de ayudas contra el coronavirus. Tal vez una presión fuerte de sus bases podría haberle forzado a desafiar a los republicanos del Senado, y hacer aprobar la ley. Pero esa presión desde abajo nunca se concretó, y la derecha populista desvió en cambio sus iras hacia Anthony Fauci5 y Black Lives Matter6.
El fracaso de Trump en facilitar ayudas contra la pandemia en plena recta final hacia las elecciones puede haber sido el fatal error final de su presidencia. Para empeorar las cosas, propagandistas de la causa como Sohrab Ahmari seguían entonando aún odas al líder por su lucha “para mejorar la difícil situación de la clase obrera, considerando el problema como una afrenta a la grandeza de la nación.”
Lo más llamativo de esta situación no ha sido tanto la ausencia de defecciones públicas del trumpismo (salvo raras excepciones como Julius Krein, cuya revista American Affairs había sido la voz más heterodoxa del movimiento).
El fracaso de Trump en facilitar ayudas contra la pandemia en plena recta final hacia las elecciones puede haber sido el fatal error final de su presidencia
Ha sido la ausencia de todo tipo de crítica, incluso cuando Trump dejó meridianamente claro que no estaba interesado en el programa que los populistas de derechas le atribuían. No parece que ese sea un comportamiento adecuado para un grupo realmente implicado en ganar batallas ideológicas.
El carácter del trumpismo —que no es tanto un movimiento ideológico robusto como un culto a la personalidad montado en torno a una división drástica entre amigos y enemigos— puede ayudar a explicar esa timidez. Los populistas de derechas tienen a gala despreciar a la “donor class” (la “clase de los mecenas”) republicana, pero los auténticos plutócratas han respaldado a Trump desde que fue elegido: a fin de cuentas, él les daba todo lo que querían. (El exuberante tributo a la financiación privada que escribieron Stephen Moore y Arthur Laffer en Trumponomics es muy manido, pero ofrece una defensa más honesta del comportamiento del presidente que ninguna otra cosa producida por los populistas.) Lo mismo cabe decir de los miembros del Tea Party: a pesar de su alambicada contraposición entre “libertarianismo” y “populismo”, los más esforzados partidarios de Trump en el Congreso (y sus dos últimos jefes de gabinete) se contaron entre los fanáticos del House Freedom Caucus7. Los enemigos reales en el terreno de la derecha fueron señalados, no por ninguna filosofía económica en particular, sino por el mero hecho de la deslealtad al líder.
Algunos populistas de derechas esperan que el tan mentado giro a la izquierda en la economía llegue finalmente cuando Trump ceda su liderazgo en favor de un dirigente más fiable, como Josh Hawley o Marco Rubio. Ocurra o no tal cosa —y por el momento, el futuro del GOP sigue girando aún en torno a la familia Trump—, se trata de una perspectiva que ofrece escaso consuelo inmediato.
Hawley fue elegido al Senado en 2018 con un programa tópicamente convencional —bajada de impuestos, rechazo al Obamacare, ruptura con los sindicatos—; pero desde entonces ha mostrado una habilidad singular para generar grandes titulares con garra dirigidos contra objetivos convenientemente lejanos: China, Silicon Valley, la Organización Mundial del Comercio. Ha mostrado un interés bastante menor en la mejora material de las vidas de sus representados. Durante la mayor victoria reciente para los residentes de clase obrera en su estado, Missouri, el voto en 2020 para extender los cuidados sanitarios a cientos de miles de personas mediante la ampliación de Medicaid, Hawley se mostró extrañamente silencioso, mientras sus aliados se esforzaban en torpedear la iniciativa.
Rubio, que entró en el Senado en la avalancha del Tea Party en 2010, ha empezado a publicitar algo llamado “capitalismo del bien común”, desarrollado junto a su consejero Mike Needham (conocido como defensor acérrimo de la austeridad durante los años de Obama). En las entrevistas concedidas, apunta que ese programa nebuloso, supuestamente basado en la doctrina social católica, se orienta sobre todo a la confrontación con China. Rubio explicó recientemente al New Yorker que su revelación en el camino de Damasco se produjo al observar la situación de las comunidades desindustrializadas durante su campaña por la presidencia de 2016.
Si Rubio consiguió atravesar toda la Gran Recesión sin darse cuenta de que las clases trabajadoras norteamericanas sufrían —lo que, incidentalmente, resultó muy conveniente para sus expectativas políticas—, no deberíamos dudar de su capacidad para repetir la hazaña mientras dure el mandato de Biden.
Los auténticos plutócratas han respaldado a Trump desde que fue elegido: a fin de cuentas, él les daba todo lo que querían
En un Senado dividido en dos mitades enfrentadas, la emergencia de un grupo, aún pequeño, de senadores republicanos dispuestos a apoyar una recuperación económica robusta, habría tenido una gran significación. Por desgracia, hay pocas razones para esperar un acontecimiento de ese tipo. Hawley y Rubio tienen la mirada puesta en las elecciones presidenciales de 2024. Entienden que la colaboración con el enemigo no mejorará sus perspectivas en las primarias republicanas, y que sus perspectivas en las elecciones generales se incrementarán en función de las penurias económicas que aflijan a las capas más desvalidas de la ciudadanía en los próximos cuatro años. Durante el mandato de Biden, es probable que los dos se alineen con el resto de sus caucus en la defensa de la austeridad. Por mucho que proteste el puñado de personas comprometidas con el proyecto de incentivar económicamente el conservadurismo de la clase obrera, eso importará más bien poco al número muy superior de gente que se habrá subido al tren en marcha, con ánimo de “dar caña a los liberales”.
Los populistas de derechas pueden decirse a sí mismos que se trata solo de mantener unos compromisos a corto plazo, pero la experiencia acumulada hasta ahora sugiere que solo debemos creer que la derecha americana va a girar a la izquierda en la economía, cuando veamos que en efecto tal cosa ocurre. Y aunque los años de Trump han visto al populismo abrirse camino en un nivel retórico, las lecciones prácticas que se desprenden de ello son menos prometedoras para el movimiento: Trump ensanchó su base de apoyo olvidando de forma sistemática el programa a cumplir y por el cual los populistas aseguraban que había sido elegido.
El obstáculo más obvio para el populismo de derechas ha sido, durante decenios, siempre el mismo: las personas que importan en la derecha se han hecho asquerosamente ricas con un respaldo del 45%, y en cambio serían un poco menos asquerosamente ricas con el 55%; la configuración de las instituciones políticas americanas permite mantener esa estrategia desde un punto de vista perfectamente racional. La forma de cambiar este cálculo no es convencerles de su error, sino hacer inviable su estrategia. Eso exigiría llevar a cabo una democratización efectiva de la vida política americana, de modo que la búsqueda del apoyo de la mayoría se convierta en una necesidad, en lugar de un lujo.
[Publicado originalmente en Dissent magazine. Traducción y notas, Paco Rodríguez de Lecea]
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Daniel Luban. Investigador social de la Universidad de Oxford.
NOTAS DEL TRADUCTOR
1.- GOP = Great Old Party, es decir el Partido Republicano. [^]
2.- MAGA = Make America Great Again, “hacer grande de nuevo a América”, eslogan de la campaña de Donald Trump en 2016, tomado de la de Ronald Reagan en 1980. [^]
3.- Steve Bannon finalmente no será juzgado. Trump lo indultó el último día de su presidencia. https://elpais.com/internacional/elecciones-usa/2021-01-20/trump-indulta-a-su-exestratega-steve-bannon.html. [^]
4.- Federalist Society for Law and Public Policy Studies, organización de corte conservador y neoliberal, muy influyente en el partido republicano. [^]
5.- Anthony Stephen Fauci, médico inmunólogo, uno de los líderes de la lucha contra el sida. Dirige el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas desde 1984, desempeñó un papel similar al del doctor Fernando Simón en España en la lucha contra el Covid, y desde el 20 de enero de 2021 es Asesor Médico Jefe del presidente Biden. [^]
6.- (Las vidas de los negros importan) Movimiento generado en la comunidad afroamericana en protesta por la absolución del policía blanco George Zimmerman, que acabó de un disparo con la vida del adolescente de color Trayvon Martin, en 2013. Se ha convertido en un movimiento muy amplio, internacional y descentralizado. [^]