Por LUIGI FERRAJOLI
1.1, La cuestión inmigración como cuestión estructural y como asunto central para las organizaciones sindicales
Cualquier política racional en materia de inmigración debería partir del reconocimiento de un dato irreversible: el fenómeno migratorio no es un hecho accidental sino algo estructural e imparable, que incumbe ya a centenares de millones de personas, está en constante crecimiento y destinado a desarrollarse indefinidamente. Actualmente, según los datos de finales de 2015, los migrantes en el mundo son 244 millones (el 41% más respecto al año 2000). En Italia son 5.800.000, es decir, el 10% de la población y el doble respecto de 2000; en Alemania son ya casi 12 millones y 9 en el Reino Unido. En Europa han alcanzado los 76 millones (en 2000 eran 56 millones) y en los Estados Unidos llegan a 47 millones1.
Es evidente que estas cifras van a aumentar. Se comprende por ello que,si prevalecen las actuales políticas de exclusión, no tanto por ser capaces de limitar el fenómeno como de dramatizarlo y convertirlo en clandestino, Occidente corre el peligro de que su identidad colapse. Europa, en particular, no será ya la Europa civil de los derechos, de la solidaridad, del Estado social inclusivo, de las garantías de igualdad y de dignidad de las personas, sino la Europa de los muros, de las alambradas, de las desigualdades por nacimiento y de los conflictos raciales. Corre el peligro, precisamente, de una doble contradicción: en primer lugar, la contradicción de las prácticas de exclusión de los migrantes como no-personas ni dotados con los ensalzados valores de igualdad y libertad, inscritos en todos los textos constitucionales y en la misma Carta de derechos fundamentales de la Unión; en segundo lugar, la contradicción entre la proclamada liberalización de la circulación de mercados y capitales y la negación, por el contrario, de la libre circulación de las personas que, como se verá más adelante, forma parte del más antiguo de los derechos de la persona teorizados por la filosofía política occidental.
Hay, además, otra razón específica que hace de la cuestión de la inmigración y de la toma de partido en favor de los derechos de los migrantes una cuestión absolutamente central para cualquier organización sindical que asuma el trabajo como valor y el respeto y protección de los derechos de los trabajadores migrantes como un todo único con su propia razón de ser.Esta consiste en el hecho de que los inmigrantes, cada vez más numerosos, son en estos tiempos los trabajadores más débiles en el mercado de trabajo; son los más oprimidos, los más discriminados, como nunca ha ocurrido en el pasado. Es evidente que el fenómeno de la inmigración no es nuevo. Las diversas generaciones de la clase obrera siempre han estado formadas y alimentadas por otras generaciones de inmigrantes. El proletariado ha estado siempre formado por diversos flujos migratorios: por la emigración del campo a la ciudad en la Inglaterra del siglo XVIII y principios del XIX; por la emigración irlandesa e italiana a los Estados Unidos, entre fines del siglo XIX y principios del XX; por la que desde el Sur llegó al Norte de Italia en nuestra segunda postguerra. Los recién llegados siempre han sido objeto de discriminaciones, abusos y explotación, y puestos a competir con el viejo proletariado, a veces movilizado contra ellos por impulsos y sentimientos xenófobos y racistas.
Los inmigrantes, cada vez más numerosos, son en estos tiempos los trabajadores más débiles en el mercado de trabajo; son los más oprimidos, los más discriminados, como nunca ha ocurrido en el pasado
Pero hoy, la novedad de la ilegalización, del proceso hacia la clandestinidad y de la penalización de la inmigración irregular conlleva el riesgo de comprometer mucho más radicalmente la identidad democrática de nuestros países. Se ha creado una nueva y absurda figura social por la que esta identidad es llamativamente contradicha: la de la persona ilegal, fuera de la ley solo porque es inmigrante, privada de derechos ya que jurídicamente es invisible y por ello expuesta a todo tipo de vejación, destinada a identificar un nuevo proletariado discriminado jurídicamente y ya no solo, como los viejos inmigrantes, económica y socialmente. Por ello, así me lo parece, un sindicato digno de tal nombre debe asumir con firmeza, entre sus tareas, la tutela de estos trabajadores, cuya existencia es ocultada por la clandestinidad que permite su máxima explotación. No olvidemos que el íncipit de nuestra Constitución afirma que «Italia es una República democrática basada en el trabajo» y por eso también el trabajo de los migrantes representa el fundamento democrático de nuestra República.
1.2. Racismo institucional
Lamentablemente las políticas y las leyes italianas y europeas contra la inmigración ignoran por completo tanto el carácter estructural e irreversible del fenómeno migratorio, son contradictorias con los valores, en primer lugar y entre todos el del trabajo, en los que se basa nuestra democracia constitucional. Estas leyes están asentadas en una discriminación por razones de identidad: sobre la exclusión de los inmigrantes como personas de por sí ontológicamente ilegales, fuera de la ley o no-personas véase (Dal Lago 1999). Sirven por ello para alentar, secundar y fomentar, por la interacción que siempre subsiste entre derecho y sentido común, los humores xenófobos y el racismo endémico presentes en el electorado de nuestros países.
Hay sin embargo un nexo biunívoco entre integración e igualdad jurídica e, inversamente, entre desigualdad en derechos y percepción de quien no tiene derechos como desigual e inferior.Así ha sido siempre en las relaciones de clase entre patronos y obreros, como en las relaciones de género entre hombres y mujeres o en las relaciones entre ciudadanos y extranjeros inmigrantes. Ayer la inferioridad de la mujer y del proletario, hoy la inferioridad del inmigrante, siempre han sido legitimadas y a la vez asumidas como justificación y fundamento de la ausencia de derechos. Se ha tratado de una discriminación cruzada: de la concepción de los sujetos más débiles como inferiores por obra de la desigualdad jurídica, y de la desigualdad jurídica por obra de la percepción racista, clasista o machista de los sujetos más débiles como inferiores.Así como la igualdad y la comunidad en derechos son un factor de educación civil, al reclamar la percepción del diferente como igual, de otra manera la desigualdad jurídica genera la imagen del otro como inferior naturalmente porque es inferior jurídicamente.
Es un círculo vicioso. Precisamente porque está desprovisto de derechos, el inmigrado es percibido como antropológicamente desigual. Y esta percepción racista, a su vez, sirve para legitimar la discriminación en los derechos. Cuanto mayor es la marginación social producida por la discriminación jurídica tanto mayor es la demanda de leyes racistas dirigidas a promover el consenso, no ya a pesar de ser racistas sino precisamente por ser racistas. Fomentar a nivel social la revuelta contra los inmigrantes es además una experimentada estrategia de captura del consenso; es la estrategia populista, convergente con los intereses y las políticas liberales, consistente en revertir la dirección del conflicto social orientándolo no ya hacia arriba sino hacia abajo, no como lucha de clases de quien está abajo contra quien está arriba sino como conflicto de quien está abajo contra quien está todavía más abajo.
Precisamente porque está desprovisto de derechos, el inmigrado es percibido como antropológicamente desigual. Y esta percepción racista, a su vez, sirve para legitimar la discriminación en los derechos
Este conflicto letal contra los sujetos más débiles de la comunidad social, alimentado por el racismo institucional que se deja ver en las leyes contra la inmigración, es el reflejo de una nueva y radical asimetría entre «nosotros» y «ellos» que sirve para sustituir, en los procesos de formación de las identidades colectivas, las viejas identidades y subjetividades de clase. Esta asimetría, oficializada por estas leyes, se manifiesta en la defensa de nuestros estándares de vida, de nuestra seguridad y de nuestras incontaminadas identidades culturales, aunque sea a costa de la muerte de millones de seres humanos, visualizados como «distintos» e incluso como enemigos, criminales o,en cualquier caso, inferiores. Así viene a confirmarse el lúcido diagnóstico del racismo formulado por Michel Foucault: más que la causa, el racismo es el efecto de las opresiones y de las violaciones institucionales de los derechos humanos; es la «condición», escribió Foucault (1998), que permite «la aceptabilidad del sacrificio» de una parte de la humanidad.Mientras, de hecho, podemos aceptar que decenas de miles de desesperados sean rechazados cada año en nuestras fronteras, que sean internados sin otra culpa que su hambre y desesperación, que a lo mejor se hundan en la tentativa de acercarse a nuestros paraísos democráticos, mientras nuestro consentimiento sea avalado por el racismo. Esta función del racismo, además, tiene un alcance general al ser el mismo en cualquier discriminación por razones de identidad personal. Podemos tolerar que en los países pobres millones de personas mueran cada año por la carencia de agua o comida, o por enfermedades no curadas, en la medida en que los consideramos inferiores.No por casualidad el racismo es un fenómeno moderno, desarrollado tras la conquista del «nuevo mundo», en el momento en que las relaciones con los «otros» se instauraron como relaciones de dominio y había por ello que justificarlas deshumanizando a las víctimas como «diferentes». Lo cual es el mismo reflejo circular que en el pasado generó la imagen sexista de la mujer y la clasista del proletario como sujetos inferiores, porque solo de este modo se podía justificar la opresión y explotación de estos. Riqueza, dominio y privilegio no se conforman con prevaricar. Reclaman también una legitimación sustancial.
No por casualidad el racismo es un fenómeno moderno, desarrollado tras la conquista del «nuevo mundo», en el momento en que las relaciones con los «otros» se instauraron como relaciones de dominio y había por ello que justificarlas deshumanizando a las víctimas como «diferentes»
1.3. Leyes y praxis administrativas racistas
Este racismo se ha desarrollado, tanto en Italia como en muchos países europeos, en dos niveles que merece la pena analizarlos separadamente: el nivel de la legislación, en discrepancia con la Constitución republicana, y el nivel de la administración y de la praxis, que está en un escalón todavía más bajo de ilegitimidad, al contradecir la misma legislación ordinaria. Las leyes y las praxis expresadas por estas políticas –desde la criminalización de la misma condición de inmigrante irregular,los centenares de ordenanzas y circulares persecutorias hasta los centros de identificación y de expulsión– componen un cúmulo de ilegalidades institucionales que socava hasta las raíces los fundamentos de nuestra democracia. Su objetivo es poner de hecho fuera de la ley la inmigración, condenarla a la clandestinidad y por eso privar a los clandestinos de cualquier derecho y exponerlos a cualquier forma de explotación y opresión. Los trágicos efectos de esto son los millares de personas que han perdido la vida en los intentos de llegar a nuestras costas,2 víctimas de la inhumanidad de nuestro gobierno, amnésico de la larga y dolorosa tradición de emigración de nuestro país.
A nivel legislativo se ha producido la ruptura más llamativa: el derecho de emigrar, que como veremos más adelante y en la medida en que sirvió para justificar las colonizaciones,fue teorizado por la cultura occidental como un principio fundamental del derecho internacional,se ha trastocado en su contrario, convirtiéndose su ejercicio en delito en Italia por la ley 94 del 2 de julio de 2009. Este ha sido el punto más bajo de la historia institucional de nuestra República. La criminalización de los emigrantes clandestinos y la creación de la figura de la «persona ilegal» han significado un salto cualitativo en la política de exclusión y provocado un gravísimo cambio de paradigma del derecho penal. Con esta ley –seguramente la más indigna de la historia de la República– y con la introducción del delito de inmigración, se ha penalizado, por primera vez desde las leyes raciales de 1938, no un hecho sino un estatus, precisamente el del inmigrante clandestino, con violación de todos los principios fundamentales del estado de derecho en materia penal. En primer lugar, el del principio de legalidad, en virtud del cual solo se puede ser castigado por aquello que se ha cometido y no por lo que se es, por hechos ilícitos y no por la propia identidad. En segundo lugar, el principio de igualdad, que excluye cualquier discriminación «por condiciones personales o sociales» y el de la (igual) dignidad de las personas. Y finalmente, los principios de ofensividad y de culpabilidad, dado que la ausencia o incluso la pérdida del permiso de residencia, por ejemplo, tras el despido no es en absoluto un comportamiento dañoso y mucho menos es imputable a la responsabilidad del inmigrado, cuya única culpa es la de ser un extranjero irregularmente residente en Italia.
Pero podemos seguir con más elementos. Se ha encomendado la competencia por este delito a los jueces de paz, por desconfianza hacia los jueces de toga o, peor aún, porque esta materia, que afecta a la vida y dignidad de las personas y a sus derechos, ha sido considerada como de importancia secundaria. Se ha previsto, para cualquiera a título oneroso de dar alojamiento a un extranjero privado del permiso de residencia en el momento de la estipulación del contrato de alquiler, la pena de reclusión de seis meses a tres años y la confiscación del inmueble, condenando de esta forma a los inmigrados a no tener techo. Se ha prolongado de 2 a 6 meses el tiempo de permanencia de los clandestinos en los centros de identificación y expulsión, los denominados CIE. En fin, nos recuerda normas abiertamente racistas de triste memoria en nuestro país: la prohibición de los matrimonios mixtos, si el inmigrado no tiene un permiso regular, los obstáculos por el envío de dinero a la familia, la prohibición –que es la norma más odiosa– a los privados de permiso de residencia de inscribir a los hijos en el padrón, con el peligro de que estos, al no estar reconocidos, puedan ser dados en adopción y sustraídos a sus madres, cuya única alternativa será el parto clandestino y la clandestinidad de sus hijos.
Lo más desconsolador es que estas leyes racistas no han sido suficientes para satisfacer las pulsiones racistas presentes en la sociedad y en la administración pública. También han sido violadas, por las praxis administrativas, estas leyes, cruelmente discriminatorias, gracias a una densa malla normativa y persecutoria, hecha por un lado por las circulares del ministro del Interior y, por el otro, por los denominados «pactos territoriales para la seguridad» y por los centenares de órdenes emitidas por los alcaldes, sobre todo en los municipios gobernados por la Liga.Se da el caso de que muchos alcaldes, de cara a la prestación de servicios públicos como la escuela, guarderías o viviendas sociales,exigen en sus ordenanzas requisitos y condiciones no previstas por la ley pero obligatorias de hecho.En otros casos simplemente discriminan a los extranjeros, impidiéndoles u obstaculizándoles la inscripción en el padrón o los matrimonios con ciudadanos italianos. También ocurre que las circulares ministeriales impongan, por ejemplo de cara a la renovación del permiso de residencia, cumplimientos, restricciones o certificaciones, notificados al interesado solo en el momento de su rechazo o incluso el día antes de su prescripción (véase la amplia casuística de triquiñuelas y vejaciones en el ensayo de Gjergji 2010, págs. 439-466). La vida de un ser humano es de este modo arrollada por la falta de un sello o de otra banal y generalmente inútil formalidad y confiada a la incertidumbre y el arbitrio. Obviamente, todas estas medidas pueden ser susceptibles de impugnación, por violación de ley, ante la jurisprudencia administrativa. Pero está claro que el inmigrado –por ignorancia, por el costo de un contencioso o incluso solo por los estrechos plazos impuestos por los vencimientos– no está en condiciones de hacer valer sus derechos violados. Este «sistema de gobierno mediante circulares», este «infra-derecho administrativo» como lo ha denominado Iside Gjergji (2010), aunque en forma de principio sobrepuesto a la ley y por ello jurídicamente ilegítimo si se contrapone a la misma, es sin embargo bastante más efectivo y vinculante que las leyes mismas.3 Y por dos razones: porque las oficinas administrativas a nivel local, gracias a la organización jerárquica de la Administración pública, se sienten sometidos, más que a la ley, a estas circulares y ordenanzas, emitidas, aunque ilegítimamente, por los órganos a los que están subordinados. Y, la segunda razón,porque estas oficinas, a causa del reflejo obtusamente burocrático que es marca de todas las administraciones públicas, advierten siempre, inconscientemente, como legítimo mucho más el rechazo que la recepción de cualquier instancia, mucho más la negación que el reconocimiento y la tutela de los derechos.
Finalmente, el último, doliente capítulo: el de los «centros de acogida» instituidos por la ley Turco-Napolitanonº 40 de 1998 y justamente rebautizados como «centros de identificación y expulsión» por la ley N.º125 de 2008. Estos centros, en los que los inmigrados pueden permanecer recluidos hasta tres meses, son lugares de detención y segregación de personas que no han cometido nada malo pero donde son privados de cualquier derecho, sin ni siquiera las garantías de que dispone la misma pena de reclusión carcelaria, comenzando por el papel de control que ejerce el juez de vigilancia y, antes aún, por la garantía del habeas corpus establecida por el art. 13 de nuestra Constitución sobre la competencia de la autoridad judicial de cara a toda limitación de la libertad personal. Cualquier posible abuso o vejación que se verifica en esos centros queda sin embargo fuera de la visibilidad y del control jurisdiccional. Por ello, lo mínimo que se puede pretender es que en estos centros se apliquen todos los derechos y garantías previstas en materia de libertad personal; sobre todo la garantía jurisdiccional prevista en el art. 13 y en las normas de ejecución penal y, en segundo lugar, la asistencia de un defensor o de autoridades garantes, al menos de protección del derecho de asilo. Y, en tercer lugar,las diversas formas de visita, de vigilancia y de relación con el exterior, comenzando por el poder de inspección de los parlamentarios, con vistas reducir la invisibilidad que es siempre el presupuesto del arbitrio y de la ilegalidad.
1.4. Los perversos efectos de las políticas de exclusión
Todas estas normas –como, por ejemplo, las que se preocupan de impedir el reagrupamiento familiar, o las que aumentan los años requeridos para obtener la tarjeta de residencia, o las que acrecientan las complicaciones burocráticas para la renovación del permiso, o las que disciplinan las expulsiones sin prever el principio de contradicción y, por tanto, sin estimación de las razones del inmigrado– no son solo expresión de sadismo legislativo. Hablande la imagen del inmigrado como «cosa», no-persona, cuyo único valor es el de mano de obra barata para trabajos demasiado penosos, peligrosos o humillantes. Son, por tanto, un recurso para la economía nacional, un óptimo negocio para los empresarios, un ahorro en los costes de formación de la fuerza de trabajo, todo menos un ser humano, titular de derechos a la par que los ciudadanos.
Pero hay más. La imagen del inmigrado como cosa y el veneno racista por aquella inyectado en el sentido común no son en absoluto un efecto no querido del legislador. Al contrario, son exactamente la imagen y el veneno que estas leyes, por sus intentos demagógicos, quieren transmitir e inculcar en la sociedad. Valen, mucho más que por sus efectos sobre el mercado de trabajo, por su violenta carga simbólica. Estas normas y estas prácticas no se limitan por tanto a reflejar el racismo difuso en la sociedad sino que ellas mismas son normas y prácticas racistas –podríamos denominarlas las actuales «leyes raciales», a ochenta años de las de Mussolini– que ese racismo aplica para asegurarlo y fomentarlo. Son evidentemente también funcionales a los intereses de los empresarios, dado que posibilita la máxima explotación de estas «no–personas» y por consiguiente una general desvalorización de todo el trabajo asalariado. Pero, sobre todo, reflejan y alimentan el estereotipo del inmigrado-delincuente construido por la demagogia en materia de seguridad, que tiende a estigmatizar como peligrosos y potenciales delincuentes no ya a los individuos particulares sobre la base de los delitos cometidos sino toda una categoría de personas sobre la base de su identidad étnica.
Las campañas contra los inmigrados se entrecruzan de este modo con las de la seguridad, secundándolas y siendo secundadas, junto con los prejuicios y los lugares comunes que unas y otras, recurriendo al miedo, usan para reforzarlas.Todo ello da como resultado un imaginario racista, que ve a los inmigrados como potenciales criminales, los nuevos bárbaros y, además, una amenaza para nuestra denominada identidad cultural y nacional. La construcción de este imaginario, sin embargo, no responde solo aun prejuicio racista. Sirve también para construir la identidad enemiga, para movilizar a la opinión pública, sobre todo la de los sujetos más débiles, frente a los sujetos aún más débiles; para cambiar el sentido común respecto al que se desvía y frente al derecho penal, exigiendo la alarma social no ya contra los delitos de los poderosos –corrupciones, malversaciones, grandes bancarrotas, destrucciones medioambientales– sino contra el pequeño espacio de la droga, el robo, los hurtos y en general los delitos de calle cometidos por inmigrados irregulares que no por casualidad llenan las crónicas televisivas y las cárceles.
Una política que garantice la seguridad exige exactamente lo contrario a la marginación social producida por la clandestinidad, es decir, políticas de inclusión más que de exclusión, a través del reconocimiento y garantía a los inmigrados de todos sus derechos fundamentales
Ahora bien, tenemos que ser conscientes de que las políticas y las leyes producidas por este racismo institucional solo pueden agravar los problemas que se imaginan resolver.Dado que nunca podrán detener la inmigración, tendrán como único efecto el aumento exponencial del número de clandestinos y la marginación social de estos, inevitablemente criminógena. Lanzando a los inmigrados a la ilegalidad se los envía a que sean controlados por las mafias, acentuando desigualdades, exclusiones y, con estas, el odio y larevuelta del resto del mundo contra Occidente, con la inevitable secuela de violencia y terrorismo. Es evidente que la condición de debilidad e inferioridad delos inmigrados, tanto más si son clandestinos, termina inevitablemente –como nos enseña la experiencia de todos los fenómenos migratorios, en primer lugar el de la emigración italiana a los Estados Unidos en la primera mitad del siglo pasado– por lanzar los a la ilegalidad, a la búsqueda de la solidaridad y de la protección de otros inmigrados, sobre todo de la misma nacionalidad, y por enviarlos, probablemente, bajo control de las mafias. Siempre las políticas de exclusión o represión frente a las de inclusión o integración equivalen a potentes factores criminógenos ya que, en sociedades como las nuestras marcadas por desigualdades crecientes, todos los que son excluidos de la sociedad civil y legal se exponen a ser incluidos y están dispuestos a dejarse incluir en las comunidades inciviles y criminales. Y siempre, las organizaciones criminales e inciviles están a su vez dispuestas a reclutar e incluir a cuantos son excluidos y criminalizados por la sociedad civil. Sobre todo, tratar a los inmigrantes islámicos como enemigos equivale hoy a un regalo al terrorismo yihadista, que representa y legitima sus asesinatos como «guerra santa». Por esto hay que ser consciente de la complementariedad y convergencia entre seguridad e integración social: una política que garantice la seguridad exige exactamente lo contrario a la marginación social producida por la clandestinidad, es decir, políticas de inclusión más que de exclusión, a través del reconocimiento y garantía a los inmigrados de todos sus derechos fundamentales.
1.5. El jus migrandi en los orígenes de la civilización jurídica europea
Para entender en toda su gravedad los efectos perversos de estas políticas de exclusión, en primer lugar la corrupción del sentido común y el retroceso racista de nuestras identidades nacionales, es útil ir atrás en el tiempo, a la concepción originaria, en los inicios de la edad moderna, del fenómeno migratorio. Generalmente la idea de fronteras cerradas se asumió, en el sentido común, como la expresión, obvia e indiscutible, de un legítimo derecho de los países de inmigración, una suerte de corolario de su soberanía, concebida como algo análogo a la propiedad: «Esta es nuestra casa», es la idea más corriente, «y no queremos, en defensa de nuestra propiedad y de nuestra identidad, que entre ningún extranjero». Es útil recordar que este sentido común xenófobo –que es el principal responsable de las actuales políticas, dirigidas demagógicamente a interpretarlo, secundarlo y, de hecho, alimentarlo– está en evidente contradicción no solo con los pregonados principios de nuestra tradición liberal, desde la igualdad hasta los derechos humanos y la dignidad de la persona, sino también con el más antiguo derecho natural, hoy olvidado y descartado por nuestra conciencia civil, pero instituido en los orígenes de la civilización jurídica occidental: el ius migrandi, es decir, el derecho precisamente de emigrar.
Bastante antes de la teorización hobbesiana del derecho a la vida y dela lockiana de los derechos de libertad como razón de ser del contrato social y del artificio estatal, este derecho –el ius migrandi– fue establecido por el teólogo español Francisco de Vitoria, en sus Relectiones de Indis compuestas en 1539 en la Universidad de Salamanca,concebido como un derecho natural universal y, a la vez, como el fundamento del naciente derecho internacional moderno.4 En el plano teórico, su afirmación se inscribía en una grandiosa concepción cosmopolita de las relaciones entre los pueblos marcada por una suerte de fraternidad universal.5 En el plano práctico estaba claramente dirigida a la legitimación de la conquista española del Nuevo mundo. Incluso con la guerra, en virtud del principio del vim vi repellerelicet [‘es lícito repeler la violencia con la violencia’,NT], donde al ejercicio de estos edificantes derechos se le hubiera opuesto una ilegítima resistencia.6 Y este derecho desarrolló la misma función en los cuatro siglos posteriores, en la medida en que se trató de legitimar la colonización del planeta por parte de las potencias europeas así como sus políticas de rapiña y explotación.
Toda la tradición liberal clásica, además, ha considerado siempre el jusmigrandi como un derecho fundamental. John Locke lo enunció como un corolario del nexo entre autonomía individual, trabajo, propiedad generada por el trabajo y supervivencia, llegando a configurarlo como un elemento esencial de la misma legitimidad del capitalismo: «Dios ha dado a los hombres el mundo en común …ha dado el mundo para que el hombre trabajador y racional lo use; y es el trabajo lo que da derecho a la propiedad»7;de lo que se deriva «que esa misma regla de la propiedad, a saber, que cada hombre solo debe posesionarse de aquello que le es posible usar, puede seguir aplicándose en el mundo sin perjuicio para nadie; pues hay en el mundo tierra suficiente para abastecer al doble de sus habitantes»8 y el trabajo es siempre accesible al menos «en alguno de los lugares desocupados del interior de América».9 Kant, por su parte, enunció de forma mucho más explícita no solo el «derecho de emigrar»10 sino también el derecho de inmigrar, que formuló como «tercer artículo definitivo para la paz perpetua» identificándolo con el principio de «una hospitalidad universal»11. Recordemos también el bellísimo art. 4 de las Acteconstitutionnel añadido a la Constitución francesa de 1793: «Todo extranjero de veintiún años cumplidos que, domiciliado en Francia por un año, viva de su trabajo, o adquiera una propiedad,o se case con una francesa, o adopte un hijo, o alimente un anciano, queda admitido al ejercicio de los derechos de ciudadano francés».
El jus migrandi –el derecho a emigrar del propio país y consiguientemente el correlativo derecho a emigrar a un país distinto– ha quedado desde entonces como un principio elemental del derecho internacional, consuetudinario, hasta ser consagrado en la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948:
Es evidente que este derecho fue corrompido desde el inicio por su carácter asimétrico. Aunque formalmente universal, fue de hecho de uso exclusivo de los occidentales, sin ser ejercible por las poblaciones de los «nuevos» mundos, y,en detrimento de las cuales, paradójicamente, sirvió para legitimar conquistas y colonizaciones. Sin embargo, el jus migrandi –el derecho a emigrar del propio país y consiguientemente el correlativo derecho a emigrar a un país distinto– ha quedado desde entonces como un principio elemental del derecho internacional, consuetudinario, hasta ser consagrado en la Declaración universal de los derechos del hombre de 1948: « Toda persona» establece el art. 13.2 de la Declaración, «tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país».12 Y el mismo principio ha sido admitido por casi todas las Constituciones, incluida la italiana, que en el art. 35.4, establece que «La República reconoce la libertad de emigración».
Ahora bien, creo que siempre debemos recordar –en las escuelas, en el debate público, en la discusión política– estos no precisamente ilustrados orígenes de la ilustración jurídica; que nunca debemos olvidar esta clásica formulación, cínicamente instrumental, del derecho de emigrar, para que su memoria pueda al menos generar una mala conciencia de cara a la ilegitimidad moral y política, antes incluso que jurídica, de nuestras leyes y de nuestras políticas contra los inmigrados. Esa asimetría, que en la práctica hacía del derecho universal de emigrar un derecho solo de los occidentales en detrimento delas poblaciones de los nuevos mundos, hoy se ha invertido. Tras cinco siglos de colonización y rapiña no son ya los occidentales los que emigran a los países pobres del mundo sino que, contrariamente, son las masas de hambrientos de esos mismos países las que se agolpan en nuestras fronteras. Y con la inversión de la asimetría se ha producido también una inversión del derecho. Hoy, cuando el ejercicio del derecho de emigrar se ha hecho posible para todos y es además la única alternativa de vida para millones de seres humanos, no solo se ha olvidado su origen histórico y su fundamento jurídico en la tradición occidental, sino que se le reprime con la misma cruel dureza con que se esgrimió en los orígenes de la civilización moderna a efectos de conquista y colonización.
1.6. La pérdida de la identidad democrática y civil de Occidente. El pueblo migrante como pueblo constituyente de un nuevo orden mundial
Esta cruel dureza de las políticas italianas y europeas en el tema de la inmigración está dando como resultado la pérdida de la identidad de Europa: no ya la Europa de los derechos que hasta hace pocos años constituía un modelo para los progresistas de todo el mundo, sino una Europa dividida, desigual y deprimida, debilitada política y moralmente, vista como hostil por una creciente parte de poblaciones, de nuevo entregada a egoísmos nacionales, a populismos xenófobos, a rivalidades, a recriminaciones, a resentimientos, a rencores, a miedos y a desconfianzas recíprocas. La Unión europea nació para poner fin a los racismos, a las discriminaciones y a los genocidios: no para dividir y para excluir, sino para unificar e incluir sobre la base de los valores comunes de la igualdad, de la solidaridad y de los derechos fundamentales de todos. Hoy está dando la vuelta a ese papel.
Con las inflexibles políticas de austeridad impuestas a los países miembros incluso a costa de la demolición de las garantías del trabajo y de los derechos sociales, y con la anulación del último y más relevante acuerdo unificador de la Unión, representado por la libre circulación de las personas en el área de Schengen, negada de hecho por los controles blindados de las fronteras, la Unión europea está enfrentando a los Estados miembros unos contra otros y en el interior de los Estados a los ricos contra los pobres, los pobres contra los inmigrantes, los penúltimos contra los últimos. Con las leyes contra la inmigración, se están multiplicando las desigualdades de estatus, por nacimiento, entre ciudadanos optimo iure, semi-ciudadanos regularizados más o menos de forma establee inmigrados clandestinos, reducidos al estatus de personas ilegales o no-personas. Está, sobre todo, poniendo en marcha una gigantesca omisión de socorro y un nuevo genocidio, aunque sea por omisión: el de los inmigrantes que huyen de las guerras, del terror y de sus ciudades reducidas a escombros, que se ahogan por millares cada año en el mar tratando de alcanzar Europa y que se agolpan por centenares de miles en nuestras fronteras contra las barreras y las alambradas de espino, dejados a la intemperie, al frío y al hambre, dispersos y maltratados por nuestras policías.
Esta cruel dureza de las políticas italianas y europeas en el tema de la inmigración está dando como resultado la pérdida de la identidad de Europa
Obviamente, la perspectiva de una superación de las fronteras y de una efectiva universalización de los derechos fundamentales nos puede aparecer hoy una utopía. Pero a corto plazo lo que se nos pide es al menos la conciencia de la ilegitimidad de nuestras prácticas de discriminación y de expulsión de acuerdo con nuestros mismos principios y, además, de la contradicción en la que se encuentra hoy, con sus principios, toda Europala cual, tras haber invadido durante siglos el mundo con sus conquistas y sus colonizaciones, explotando, depredando y produciendo miseria y genocidios, hoy se cierra como una fortaleza asediada, negando a los extra-occidentales aquel ius migrandi que había empuñado en los orígenes de la modernidad en contra de ellos. Por otro lado, si bien es verdad que la efectiva universalización de los derechos humanos tiene hoy el sabor de una utopía jurídica, debemos también reconocer que la historia de la civilización es también una historia de utopías (buenas o malas) cumplidas.
Estamos, por tanto, ante el desafío que se presenta a las fuerzas democráticas y a toda la cultura jurídica y política: o bien, admitir –basados en un constitucionalismo mundial ya instaurado normativamente a través de numerosas convenciones internacionales aunque todavía privado de garantías–una ordenación que niegue finalmente la ciudadanía, suprimiéndola, como estatus privilegiado para aquellos que consiguen derechos no reconocidos a los no ciudadanos; o, al contrario, instituir una ciudadanía universal; y, consiguientemente, en ambos casos, superando la dicotomía «derechos del hombre»/«derechos del ciudadano» y reconociendo a todos los hombres y mujeres del mundo, en tanto que personas, los mismos derechos fundamentales. Aunque parezca irreal, esta perspectiva lo es seguramente mucho menos de lo que podía parecer, hace poco más de dos siglos, el desafío a las desigualdades del ancien regime lanzada por las primeras declaraciones de los derechos y la utopía que entonces animó a la Ilustración jurídica y, consecuentemente, a toda la historia del constitucionalismo y de la democracia. Es además evidente que las actuales políticas no dan pie a ningún optimismo. Pero quizás son precisamente estas políticas las que siembran una utopía jurídica: la idea de que a la presión de los excluidos ante nuestras fronteras se le pueda hacer frente con las leyes y que las fronteras cerradas puedan convivir con un mundo de paz. La verdadera oposición no es por tanto entre realismo y utopismo sino entre realismo del corto plazo y realismo del largo plazo. Trato de decir que la hipótesis más irreal hoy es que la realidad pueda permanecer indefinidamente tal como es; que podamos continuar indefinidamente basando nuestras ricas democracias y nuestros acomodados y alegres trenes de vida sobre el hambre y la miseria del resto del mundo y que la desigualdad pueda continuar creciendo indefinidamente. Todo esto, viéndolo de forma realista, no puede durar.Aunque irreal a corto plazo, el proyecto de un constitucionalismo internacional basado en la igualdad de todos los seres humanos, ya trazado en tantas cartas supranacionales de derechos, representa, a largo plazo, la única alternativa realista al futuro de guerras, destrucciones ecológicas, fundamentalismos, racismos, conflictos interétnicos, atentados terroristas, crecimiento del hambre y miseria que provendrían de su fracaso.
Aunque irreal a corto plazo, el proyecto de un constitucionalismo internacional basado en la igualdad de todos los seres humanos representa, a largo plazo, la única alternativa realista al futuro de guerras, destrucciones ecológicas, fundamentalismos, racismos, conflictos interétnicos, atentados terroristas, crecimiento del hambre y miseria que provendrían de su fracaso
Desde esta perspectiva debemos reconocer que las migraciones y el creciente nomadismo de la población mundial –por migraciones de necesidad pero también por migraciones no forzadas– no dejarán de redibujar los espacios de la política y el derecho, desacoplándolos de los espacios nacionales y expandiéndolos hacia los espacios transnacionales. Y no dejarán de poner en el orden del día el problema político de la constitucionalización de la globalización. Tal cuestión no puede consistir en la aceptación de la globalización solo para mercados y capitales –pronto con la sustitución de la actual soberanía de los Estados por la soberanía anónima, impersonal e irresponsable de los mercados financieros– sino que debe ser asumida a largo plazo, y prevista desde ahora, como el terreno de una necesaria refundación de la política, del derecho y de la democracia partiendo de la base de la igualdad en derechos de todos los seres humanos, comenzando por el derecho de libre circulación en el planeta. Desde este aspecto, podremos decir que el pueblo de los migrantes es el sujeto constituyente de un nuevo orden mundial y, al mismo tiempo, de la humanidad como sujeto jurídico. Será el pueblo mestizo de migrantes quien quizá produzca una nueva mutación del paradigma de la democracia, basada en la integración y la igualdad de todos los seres humanos: de unas democracias nacionales a la democracia supranacional y cosmopolita. La alternativa, es necesario saberlo, es un futuro de regresión global, marcada por el desarrollo de la desigualdad –de la pobreza y de la riqueza– y, a la vez, por el crecimiento de los peligros de catástrofes ecológicas, de guerras y de terrorismos.
[Publicado originalmente en (In)migrazione e Sindacato. Nuove sfide, universalità dei diritti e libera circolazione, a cura di Emanuele Galossi, Ediesse, 2017. La publicación en castellano para Pasos a la Izquierda ha sido autorizada por el propio autor. La traducción es de Javier Aristu.Hacemos constar que una versión más actual de este artículo acaba de ser publicado como capítulo 7 «Personas sin derechos: los migrantes», en el reciente libro de Ferrajoli, Manifiesto por la igualdad, con traducción de Perfecto Andrés Ibáñez, ed. Trota, 2019]
_________________
Luigi Ferrajoli. Profesor emérito de Filosofía del derecho en la Università Roma Tre. Autor de numerosas obras sobre constitucionalismos y derechos, entre las que destacamos Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia (2016), Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional (2013),Constitucionalismo más allá del Estado (2018) en traducción de Perfecto Andrés Ibáñez.
Principales referencias bibliográficas
DalLago A. (1999) Non-persone. L’esclusione dei migranti in una societè globale, Feltrinelli, Milano.
Foucault M. (1998)Bisogna difendere la societè, a cura di M. Bertani e A. Fontana, Feltrinelli, Milano; ed. or.: Il faut deffendre la societé, 1997 [hay edición en español Akal, 2017]
Gjergji I. (2010) La socializzazione dell’arbitrio: alcune note sulla gestione autoritaria dei momenti migratori in Italia, in P. Basso (a cura di), Razzismo di stato. Stati Uniti, Europa, Italia, Franco Angeli, Milano.
Pepino L., Zanchetta P.L.,(1989), L’Italia degli stranieri: il controllo amministrativo e penale, in Questione giustizia, n. 3
Ferrajoli L., (1997), La sovranità nel mondo moderno. Nascita e crisi dello Stato nazionale, Laterza, Roma.
NOTAS
1.- www.infodata.ilsole24ore.com/ Lo scenario globale dell ’immigrazione nel mondo. [^]
2.- Según los datos aportados en el sitio Fortress Europa. L’osservatorio sulle vittime dell’ emigrazione (http://fortresseurope.blogspot.com) y actualizados el 2 de febrero de 2016, desde 1988 han muerto, en el intento de penetrar en la fortaleza Europa, 27.382 personas, de las que 4.273 solo en 2015 y 3.507 en 2014. [^]
3.- Esta inversión, de hecho, de la jerarquía de las fuentes ya hace veinte años que fue señalada por Pepino, Zanchetta, 1989. [^]
4.- F. de Vitoria, Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra: «Disertaré ahora acerca de los títulos legítimos e idóneos, por los que pudieron los bárbaros venir a poder de los españoles. l. Primer título. El primer título puede llamarse el de la sociedad natural y comunicación. 2. Y acerca de esto, sea la primera conclusión: Los españoles tienen derecho a viajar y permanecer en aquellas provincias, mientras no causen daño, y esto no se lo pueden prohibir los bárbaros» (según la edición de Espasa Calpe 1946). [^]
5.- Del principio de la «natural sociabilidad y comunicación entre los hombres» deduce que «por derecho natural, son comunes a todos, el agua corriente, el mar, los ríos y los puertos y por derecho de gentes es lícito atracar en ellos» (Inst., De rerum divisione).«De ello resulta que estas cosas son públicas y comunes, y que, por lo tanto, su uso no puede vedarse a nadie, y, por lo tanto, los bárbaros ofenderían a los españoles si se lo prohibieran en sus regiones». (ibidem, 2, prob. 10). [^]
6.- De ahí deduce que los bárbaros cometerían ofensa a los españoles si impidiesen el ejercicio de sus razones (loc. ult. cit.) «Si los bárbaros quisieran privara los españoles de las cosas manifestadas más arriba, que les corresponden por derecho de gentes, como el comercio o las otras que hemos declarado, los españoles deben ante todo, con razones y consejos, evitar el escándalo, y mostrar por todos los medios que no vienen a hacerles daño, sino que quieren amigablemente residir allí y recorrer sus provincias sin daño alguno para ellos; y deben mostrarlo, no sólo con palabras, sino con razones, conforme a la sentencia‘Es propio de los· sabios experimentar las cosas antes que decirlas’. Pero si, a pesar de ello, los bárbaros no quieren consentir, sino que apelan a la violencia, los españoles pueden defenderse y hacer lo que sea conveniente para su seguridad,ya que es lícito rechazar la fuerza con la fuerza.Y no sólo esto, sino también, si de otro modo no están seguros, pueden amunicionarse y construir fortificaciones; y si se les inflige injuria, pueden con la autoridad de su príncipe vengar la con la guerra, y usar de los demás derechos de la guerra», (Ibidem sect. III, 6). [^]
7.- J. Locke, Segundo Tratado del Gobierno Civil, cap. V, §35. [^]
8.- Ibidem,§36. [^]
9.- Ibidem. [^]
10.- «El súbdito (considerado también como ciudadano) tiene el derecho de emigrar y no puede ser tenido como propiedad por el Estado» (E. Kant, Principios metafísicos de la doctrina del derecho, Madrid 1873, p. 206). [^]
11.- Escribe Kant: «Como en los casos anteriores este artículo aborda cuestiones relativas al derecho y no a la filantropía, por lo que hospitalidad significa aquí el derecho de un foráneo a no ser tratado con hostilidad por aquel en cuyo suelo ingresa. Puede rechazarse al extranjero siempre que tal cosa no le hunda, pero mientras el foráneo se comporte pacíficamente en su lugar no cabe acogerle con hostilidad. Esta reivindicación no se basa en ningún derecho de hospedaje, lo cual requeriría un contrato especialmente generoso que lo convirtiera en convecino por cierto tiempo, sino un derecho de visita para ser recibido en sociedad que le corresponde a todo ser humano en virtud del derecho de copropiedad de la superficie del globo terráqueo, cuya superficie esférica impide que nos dispersemos hasta el infinito y nos hace tener que soportarnos mutuamente, pues originariamente nadie tiene más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la tierra. (E. Kant, ‘Tercer artículo definitivo’ en Hacia la paz perpetua) [^]
12.- «Everyone has the right to leave any country, including his own, and to return to his country». El artículo 13.1 establece que «Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.» [^]