Por Mark Kesselman
Adela Velarde; las canciones La Charrita y La Adelita dedicadas a ella.
¿Cómo se aplican a la política estadounidense los tres elementos clave identificados en el caso francés?
Activismo partidista, asociativo y sindical: singularidades americanas
Aunque también se trate de una crisis del compromiso colectivo en Estados Unidos, éste es muy diferente de lo que ocurre en Francia. Además, el descenso del compromiso cívico se ha visto compensado por un aumento del compromiso político individual y colectivo. En primer lugar, siempre ha habido menos presencia popular en los partidos políticos estadounidenses (menos activismo político) que en Francia. Los partidos políticos de Estados Unidos (incluidos los de izquierda) son lo que Maurice Duverger denominó «partidos de cuadros», en contraposición a los «partidos de masas». Los partidos de cuadros, como los de Estados Unidos, tienen pocos activistas, es decir, miembros comprometidos activa e ideológicamente. El partido se apoya más en los cargos electos y en sus empleados, cuyas tareas son recaudar fondos, idear un programa que atraiga el máximo apoyo popular, realizar campañas de información dirigidas a grupos concretos, organizar las primarias para designar a los candidatos del partido y movilizar a los votantes durante las campañas electorales. La pertenencia a un partido en Estados Unidos significa poco: cualquier votante con derecho a voto puede afiliarse a un partido tras unos pocos trámites. La afiliación permite votar en las primarias del partido o en el caucus que nombra a los candidatos. Además, pocos activistas de base se molestan en participar en las primarias. Por lo tanto, dado este bajo nivel de activismo partidista en EE.UU., no existe un equivalente al descenso del activismo partidista de izquierdas en Francia1. Y el reciente aumento del compromiso con los movimientos sociales en EE.UU. -que constituyen un paralelismo con el caso francés- no han sido a costa de la militancia en los partidos. Por el contrario, se han acompañado de un aumento del número de voluntarios que llaman a los posibles votantes para invitarlos a los mítines y elecciones de los candidatos demócratas. Estos voluntarios pueden contar con la ayuda local de funcionarios del Partido Demócrata, o pertenecer a PACs (Comités de Acción Política) como Swing Left, Indivisible y otras organizaciones de defensa sin ánimo de lucro (Le Dantec-Lowry et al., en este volumen). Aunque esta actividad representa una forma de activismo, rara vez implica la participación en mítines del Partido Demócrata.
el descenso del compromiso cívico se ha visto compensado por un aumento del compromiso político individual y colectivo.
Al mismo tiempo, como señaló Tocqueville en el siglo XIX, los estadounidenses llevan mucho tiempo creando y participando en una red de asociaciones cívicas que constituyen una sociedad civil distinta del Estado, los partidos políticos y las empresas. En este sentido, como se describe en los artículos de Le Dantec-Lowry et al. y Holleman en este volumen, los nuevos movimientos sociales que han surgido en Estados Unidos en las últimas décadas abogando por cambios progresistas en los ámbitos de los derechos de la mujer, los derechos LGBTQ, los derechos civiles, la paz y la ecología no surgieron de la nada. Sin embargo, los nuevos movimientos tienen puntos de vista muy diferentes sobre todas estas cuestiones que sus predecesores más conservadores y establecidos. Los recién llegados son más impetuosos y propensos a emplear métodos disruptivos para desafiar el statu quo, incluso desafiando a los movimientos más antiguos y sus objetivos políticos más moderados. El capítulo de Holleman en este volumen describe el conflicto dentro del movimiento ecologista entre las organizaciones más antiguas, preocupadas por la preservación del medio ambiente, y las organizaciones más recientes, que desafían la explotación capitalista de la naturaleza y buscan la justicia medioambiental. La división entre los viejos y los nuevos movimientos incluye diferencias ideológicas, estratégicas y tácticas: los nuevos movimientos sociales son más propensos a situarse cerca de los extremos ideológicos y a participar en modos de protesta disruptivos en lugar de negociar con los líderes políticos en «el vacío».
Aunque este libro se centra en los nuevos movimientos sociales de izquierda, también han aparecido un considerable número de nuevos movimientos en la derecha. Su desarrollo ha sido fuertemente apoyado por think tanks y fundaciones millonarias de derecha, como la American Heritage Foundation, el American Enterprise Institute y el Club for Growth, estrechamente vinculados al Partido Republicano (Mayer, 2017). Al inundar el espacio público con artículos políticos, editoriales e intervenciones en los medios de comunicación, han dado una apariencia de coherencia y respetabilidad intelectual a las posiciones políticas de la extrema derecha, que en realidad sólo se mueve por intereses propios. Han tenido mucho éxito en su intento de influir en la opinión pública, principalmente contribuyendo al movimiento de derecha que ha arrasado con el Partido Republicano y que culminó con la elección de Donald Trump en 2016 (Kesselman en este volumen).
Puede ser útil distinguir entre tres tipos de asociaciones:
- Una mayoría, tanto entre las pasadas como en las presentes, que no tiene objetivos explícitos. Más bien, ofrecen a sus miembros la oportunidad de practicar aficiones, deportes u otras actividades sociales. También hay organizaciones filantrópicas y sociales, como el Ejército de Salvación, la Cruz Roja, centros de acogida para mujeres maltratadas y comedores sociales. Debido al relativo bajo alcance del Estado del bienestar estadounidense, muchos de los servicios sociales que ofrece o financia el Estado francés y el sector público son prestados en Estados Unidos por empresas u organizaciones privadas sin ánimo de lucro, como iglesias y otras organizaciones filantrópicas o comunitarias.
- Como se ha mencionado anteriormente, algunas organizaciones participan en la acción política recaudando fondos para la investigación y proponiendo recomendaciones de reforma.
- Un tercer modo de acción colectiva consiste en desafiar y perturbar las instituciones políticas y económicas dominantes. Al participar en los movimientos, los individuos se implican en lo que Tilly y Tarrow llaman “la política del conflicto”. Por ejemplo, en un estudio histórico, Piven y Cloward (2012) analizaron lo que denominaron «movimientos de los pobres«.
El movimiento sindical, que es la forma más importante de asociación voluntaria en Francia y Estados Unidos, tiene cabida en las tres categorías. Debido a la importancia central del trabajo en la vida de las sociedades y en las movilizaciones colectivas, este libro incluye un capítulo, el de Groux, dedicado a los movimientos obreros en Francia y Estados Unidos. El movimiento obrero estadounidense ha sido ideológicamente más conservador que su homólogo francés y, en general, menos combativo a la hora de movilizar a sus miembros y simpatizantes. La debilidad y el carácter conservador del movimiento obrero estadounidense han sido tanto la causa como el efecto del carácter conservador de toda la economía política americana.
Como es bien sabido, el objetivo principal de la mayoría de los sindicatos estadounidenses fue identificado por Samuel Gompers, uno de los primeros presidentes de la Federación Americana del Trabajo y uno de los líderes laborales estadounidenses más influyentes. En un famoso discurso de 1893, What Does Labor Want? [¿Qué quiere el trabajo?] Gompers respondió a esta pregunta con una palabra: «¡más!», con ello se refería a buenos salarios y a la reducción de la jornada laboral. El mensaje implícito era que el trabajo organizado podía reconocer la legitimidad del sistema capitalista, siempre que ofreciera beneficios materiales a la clase trabajadora.
Por supuesto, la forma de trabajar estadounidense no siempre fue tan consensuada. El periodo más importante de activismo obrero fue el de las huelgas masivas, las sentadas (es decir, las ocupaciones de fábricas) y las campañas de sindicalización de los años 30 y 40 en las industrias del automóvil, el acero y otras grandes industrias productivas. El resultado de estas luchas fue una negociación implícita entre los sindicatos, los empresarios y el Estado. A veces descrita como un acuerdo capital-trabajo, sus términos se establecieron en la Ley Nacional de Relaciones Laborales (NLRA) de 1935, que especificaba los derechos y deberes de los firmantes. A menudo presentada como una disposición mutuamente beneficiosa, el acuerdo en realidad institucionalizó la desigualdad de clases. Por un lado, los trabajadores y sus sindicatos se encontraron obligados legalmente a reconocer la legitimidad de la organización capitalista de la producción, lo que en la práctica significa el dominio casi total del lugar de trabajo por los directivos y la subordinación de los trabajadores y sus sindicatos. La legislación laboral especifica los procedimientos para organizar un sindicato estableciendo un «listón muy alto» (lo que explica el bajísimo nivel de organización sindical en Estados Unidos). Una vez que un sindicato ha logrado el reconocimiento legal, tiene derecho a negociar colectivamente en nombre de sus miembros en relación con los salarios, los horarios y las condiciones de trabajo. Además, los representantes sindicales y de la dirección están legalmente obligados a negociar de buena fe sobre estas cuestiones (aunque no hay obligación por ninguna de las partes de llegar a un acuerdo). Por otra parte, aunque los empresarios se ven obligados a aceptar la presencia de los sindicatos y la celebración de la negociación colectiva, el capital ha obtenido el inestimable beneficio del apoyo estatal a la paz y la estabilidad de la actividad económica, ya que, según esta ley, las huelgas están prohibidas salvo en determinadas condiciones estrictas.
El modelo implicaba lo que se ha descrito como un estado de bienestar privado: privado en el sentido de que las prestaciones negociadas por los sindicatos (salarios, seguro médico, pensiones), todas ellas elementos típicos de los estados de bienestar socialdemócratas, son en EE.UU. proporcionadas por administraciones privadas, no por el Estado, y se limitan a los empleados de las empresas. El resultado es una división de la clase trabajadora al institucionalizar la desigualdad estructural económica, racial y de género entre los miembros de los sindicatos (mayoritariamente blancos, angloamericanos y masculinos) y el resto de la clase trabajadora (racializados, inmigrantes, mujeres). Los beneficios negociados por los sindicatos se limitan a sus miembros. Esta división interna de la clase debilita la demanda de programas públicos más inclusivos dirigidos al Estado de bienestar.
Un elemento crucial de este modelo, que se originó en el New Deal de Roosevelt, fue la fuerte alianza entre los trabajadores organizados y el Partido Demócrata. Esta alianza fue mutuamente beneficiosa: el Partido Demócrata obtuvo el apoyo de los sindicatos (incluyendo contribuciones financieras para las campañas), una mano de obra militante en las campañas y los votos de la clase trabajadora. A cambio, el Partido Demócrata ofrecía más apoyo a la clase trabajadora y al movimiento obrero que el Partido Republicano firmemente comprometido con el capital.
Esta pauta comenzó a socavarse en la década de 1960, como resultado de una crisis fiscal del Estado, una creciente oposición militante a las limitaciones impuestas por el capital, el Estado y los líderes sindicales, de unos cambios económicos estructurales y de un ataque antisindical por parte del capital. La inestabilidad social y política se vio alimentada por el desarrollo de nuevos movimientos sociales que defendían intereses y grupos que ya no eran del todo los de los miembros blancos y masculinos del mundo sindical (Friedman, Groux, Holleman, Le Dantec-Lowry et al., en este volumen).
A pesar de las diferencias entre los movimientos sindicales francés y estadounidense, se puede establecer un paralelismo bastante estricto entre sus trayectorias, en particular la disminución del tamaño, la densidad y el activismo de los sindicatos desde la década de 1970. Sin embargo, el declive de los sindicatos estadounidenses ha sido más pronunciado. El movimiento obrero estadounidense está actualmente destrozado: la afiliación sindical ha descendido del 30% de la población activa en la posguerra a un nivel actual del 6-7%. Las razones son económicas: el declive de la producción en masa fordista, el movimiento del capital hacia zonas no sindicalizadas de Estados Unidos y el asalto masivo y global a los sindicatos por parte del capital. Aunque se espera que la reforma de la legislación laboral propuesta por el gobierno de Biden – Protecting the Right to Organize Act (PRO Act) – aborde algunas de estas cuestiones, sus propuestas tienen un alcance muy modesto y es poco probable que sean aprobadas por el Congreso.
Al margen de esta cuestión del mundo sindical, ¿asistimos a una crisis de compromiso colectivo en Estados Unidos comparable a la de Francia? Sí y no. Paralelamente a la crisis sindical, el influyente estudio de Robert Putnam, Bowling Alone, publicado hace varias décadas y anterior a la explosión de las redes sociales, documentaba y lamentaba el descenso del compromiso y de los vínculos sociales. El crecimiento de las redes sociales ha sustituido parcialmente las interacciones cara a cara, pero también ha facilitado la comunicación y la movilización a nivel local, nacional y transnacional. Aunque Putnam (2020) ha presentado recientemente un relato más optimista, la desintegración social y el creciente individualismo señalados en su anterior estudio se han acentuado probablemente en el siglo XXI. Al mismo tiempo, sin embargo, se ha producido un aumento de movimientos sociales políticamente comprometidos.
Se puede establecer un paralelismo parcial entre el caso estadounidense y la desaparición en Francia de los proyectos políticos globales o de las ideas de transformación radical, vinculadas a una crisis política que implica el declive de la hegemonía del Partido Socialista en la izquierda y el fracaso del proyecto europeo para ocupar el lugar del proyecto que implicaba dicha transformación. A menudo se dice que Estados Unidos nunca ha abrazado proyectos ambiciosos o ideas de transformación social a nivel nacional. Lo que habría ido de la mano de un amplio consenso en la adhesión a la tradición liberal, ligada a la ausencia de un pasado feudal. Sin embargo, lo que es menos conocido es que, junto a la tradición liberal, hubo una poderosa idea y objetivo programático, hipócritamente llamado «destino manifiesto», presente desde los orígenes de la colonización europea. Esta doctrina justificaba la apropiación forzosa de los territorios amerindios, la dominación y el genocidio de estos últimos, y la introducción de mano de obra esclava para alimentar la economía.
Muchos debates ideológicos insisten en la debilidad de la idea radical o socialista en Estados Unidos, analizada por primera vez por el sociólogo alemán Werner Sombart en su libro de 1906, ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos? Aunque Sombart sólo tenía razón en parte: antes de que formulara la pregunta y después de que se publicara su libro, ya había una variedad de movimientos radicales en Estados Unidos, como el Partido Popular de la década de 1890, el Industrial Workers of the World (IWW), fundado en 1905, el Partido Progresista en la década de 1920, y una serie de partidos socialistas y comunistas en los siglos XX y XXI. El punto álgido del movimiento, en materia electoral, se alcanzó cuando Eugene V. Debbs, el candidato del Partido Socialista fue elegido para el Parlamento Europeo. Debbs, el candidato presidencial del Partido Socialista obtuvo el 6% de los votos en 1912. Pero Sombart tenía razón al señalar la debilidad de la tradición y de los partidos anticapitalistas y socialistas en Estados Unidos en comparación con Europa.
La situación cambió parcialmente cuando Roosevelt impulsó el New Deal en la década de 1930. Esta reforma se vio muy limitada por la oposición masiva del capital, del Tribunal Supremo conservador y de la necesidad de Roosevelt de conseguir el apoyo del Congreso para su programa de reformas. En particular, se vio obligado a complacer a la poderosa ala sudista, blanca y racista, del Partido Demócrata. En consecuencia, los programas del New Deal tenían un profundo componente racista: a la vez que proporcionaban beneficios a los Blancos, estaban diseñados para negar los beneficios a los Negros y preservar la jerarquía racial en Estados Unidos. Por ejemplo, la Ley Nacional de Relaciones Laborales (NLRA) de 1935 excluía de los derechos sindicales a los trabajadores de dos sectores económicos clave: la agricultura y el trabajo doméstico, ambos con una alta concentración proporcional de Negros. Otro ejemplo; al proporcionar becas educativas a los veteranos después de la Segunda Guerra Mundial, la Ley GI (1944) fue una poderosa fuerza para promover la movilidad social. Sin embargo, la ley se redactó de manera que permitía a los gobiernos de los estados del sur, controlados por los Blancos, excluir a los Negros de este programa de promoción (Katznelson, 2006).
El Estado estadounidense y su relación con la economía y la sociedad capitalistas fueron remodelados sustancialmente por el New Deal de los años 1930-1940, seguido de las reformas de la «Gran Sociedad» de Lyndon Johnson y, en particular, de su guerra contra la pobreza en los años 1960 (con la creación de Medicare, un sistema de seguro médico público para los ancianos, y Medicaid, un sistema de seguro médico público para los pobres). A diferencia de la situación anterior, en la que el papel del Estado se limitaba principalmente a garantizar la ley y el orden manteniendo el marco aparentemente neutral y apolítico para que la empresa privada compitiera libremente, el Estado asumía ahora la responsabilidad de promover la estabilidad macroeconómica y el crecimiento, así como de proporcionar un mínimo de protección social. Sin embargo, aunque fue verdaderamente audaz en el contexto estadounidense, el New Deal y sus reformas fueron diseñados para preservar el capitalismo, no para promover la transformación socialista. El Partido Demócrata nunca podría haber asumido un programa como el de la francesa Unión de la Izquierda de 1972, ¡es bastante impensable2!
Tras la estrepitosa derrota de George McGovern, el candidato demócrata de izquierdas en las elecciones presidenciales de 1972, el partido emprendió un giro a la derecha que presagiaba el que daría el PS francés en la década de 1980. Jimmy Carter, elegido en 1976, fue el primer presidente demócrata que rompió con la orientación keynesiana del New Deal. Puso en marcha un programa de desregulación económica y austeridad fiscal, que se convirtió en parte de la agenda neoliberal seguida por los siguientes presidentes, independientemente del partido. Este enfoque contribuyó al divorcio entre la clase obrera y el Partido Demócrata, acelerando la salida de los trabajadores blancos hacia el Partido Republicano que ya había comenzado bajo el presidente Richard Nixon (Kesselman en este volumen).
Bill Clinton, el primer presidente demócrata después de Carter, aceptó la dirección política neoliberal iniciada por Carter y muy acentuada por el presidente republicano Ronald Reagan. Clinton anunció teatralmente su rechazo al legado del New Deal y la Gran Sociedad al proclamar en su discurso de investidura: «La era del gran gobierno ha terminado». De una manera inquietantemente similar a la trayectoria tomada por el PS francés, Clinton sustituyó por un proyecto internacional -la globalización neoliberal (incluyendo el TLCAN y la OMC)- lo que anteriormente había sido el proyecto demócrata de defensa del crecimiento económico keynesiano interno y de una redistribución creciente.
Al tiempo que daban un giro a la derecha en la política económica y adoptaban el programa neoliberal, con graves consecuencias para el bienestar de las clases trabajadoras, el PS y el Partido Demócrata pretendían mostrar una identidad progresista abogando por un liberalismo social que implicara la ampliación de los derechos y libertades sociales y culturales. La consecuencia política de este cambio fue que cambiaron el apoyo de la clase obrera y de los sectores populares por el de los votantes más acomodados y educados.
Aunque la trayectoria de los partidos de centroizquierda que acabamos de describir en los dos países es bastante similar, existe una profunda diferencia entre las perspectivas actuales y futuras de ambos partidos. Durante más de un siglo, el Partido Demócrata se ha alternado en el poder con el Partido Republicano, sin que su izquierda lo haya cuestionado. Es probable que esta situación se mantenga en el futuro inmediato, y el contraste con el PS francés será entonces más fuerte en la medida en que se ha convertido en una sombra de lo que fue desde la debacle electoral de 2017. Y sabemos que no hay perspectivas inmediatas de su resurgimiento ni de que su hegemonía en la izquierda sea asumida por otro partido de izquierda (Groux en este volumen).
El continuo aumento de los movimientos de protesta de la derecha y la izquierda, y su relación con el Estado.
En Francia y en Estados Unidos, aunque por razones diferentes, se ha producido un fuerte auge de los movimientos de protesta en la última década. En Estados Unidos, se ha desencadenado por los repetidos actos de violencia de la policía y de los racistas blancos contra los hombres negros, así como por otras formas de injusticia racial, por la aceleración cada vez más destructiva del cambio climático, por la movilización de grupos que exigen el reconocimiento de sus identidades constitutivas y por el auge de los grupos racistas blancos de extrema derecha, alentados por el presidente Trump.
En los sistemas democráticos, los movimientos de protesta deben elegir entre perseguir sus reivindicaciones de forma autónoma o bien aliarse con un partido político que pueda dar cabida a sus demandas. Del mismo modo, pueden tratar de llegar a un acuerdo con el Estado o resistirse a sus políticas. En Estados Unidos, su reacción a la elección de Donald Trump estuvo prácticamente dictada por sus políticas económicas, sociales y medioambientales reaccionarias, y por la amenaza que suponía para los procedimientos democráticos más básicos. Por ello, durante su mandato, los movimientos sociales tanto organizaron protestas autónomas como formaron una alianza con el Partido Demócrata, cuya oposición a la administración Trump compartían.
La relación de los movimientos de izquierda con Joseph Biden y su administración ha sido mucho más compleja. Por un lado, los movimientos de izquierda apoyaron firmemente a Bernie Sanders en las primarias demócratas, y se sintieron amargamente decepcionados cuando Biden fue finalmente nominado. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en 2016, cuando solo dieron un tibio apoyo a Hillary Clinton, los movimientos de izquierda finalmente se movilizaron enérgicamente para defender la candidatura de Biden en las elecciones presidenciales. Esta diferencia puede atribuirse al desastroso primer mandato de Trump, que culminó con su calamitosa gestión de la pandemia de Covid-19.
A pesar del rechazo de Biden a las propuestas más ambiciosas de la izquierda, como, por ejemplo, los elementos básicos del New Deal verde, la naturaleza sorprendentemente progresista de su programa de reformas sugiere que esta estrategia fue acertada.
La reestructuración del Estado americano en respuesta a la crisis de 2008 y a la actual pandemia es difícil de explicar debido a la inestabilidad creada por la alternancia de los partidos en la presidencia, combinada con las diferencias sustanciales entre las políticas de los dos partidos -y un contraste interno en el Partido Demócrata entre la orientación política más moderada de Obama y la administración más progresista de Biden (aunque hay conflictos dentro de este último).
La respuesta de Obama a la crisis financiera de las hipotecas de alto riesgo en 2008 muestra un marcado contraste entre el generoso apoyo al capital financiero e industrial (especialmente a los bancos, las compañías de seguros y la industria automovilística) y el escaso apoyo a los más necesitados, como los propietarios de viviendas que se enfrentaban a una ejecución hipotecaria y los inquilinos que se enfrentaban a un desahucio por impago del alquiler (Friedman, en este volumen). En todo caso la respuesta a las políticas de Obama dio lugar a dos acontecimientos contradictorios.
De entrada, propició un enfado popular y populista por la traición de los demócratas a los intereses del pueblo tras la crisis de 2008, fomentando el surgimiento de movimientos populares en la derecha, el más importante de los cuales fue el Tea Party, aliado con el Partido Republicano (Kesselman en este volumen). Donald Trump alentó esta ira, que capitalizó para ganar las elecciones presidenciales de 2016 – antes de apresurarse a aprobar una legislación económica, social y medioambiental muy derechista. Su negativa a admitir la aplastante derrota electoral de 2020 motivó su intento, apenas disimulado, de escenificar una toma de poder, el asalto al Capitolio en Washington, D.C., el 6 de enero de 2021. Aunque este violento golpe de estado fracasó, animó a la red de movimientos de extrema derecha a seguir movilizada y dispuesta a lanzar nuevos ataques.
Por otra parte, la crisis financiera de 2008 y las respuestas de la administración Obama a la misma, el continuo crecimiento de las ya extremas desigualdades económicas, la creciente evidencia del cambio climático y la persistencia del racismo individual e institucional, han corroborado ampliamente las críticas procedentes de la izquierda radical. Los enérgicos esfuerzos de los nuevos movimientos sociales por dar a conocer estos fenómenos y oponerse a ellos han alimentado una revuelta populista de izquierdas en la última década. Y es en este contexto en el que muchos nuevos movimientos sociales se han aliado con Bernie Sanders y a otros electos de izquierda de diversos registros político. Así, las nuevas movilizaciones, que abarcan un espectro que va desde la socialdemocracia hasta los márgenes más radicales, se han opuesto a la violencia policial, la injusticia racial, el encarcelamiento masivo y la devastación medioambiental (Le Dantec-Lowry en este volumen; Tarrow, 2021). Al mismo tiempo, cabe mencionar la creación de organizaciones, como Justice Democrats, Sunrise Movement, New Consensus y Momentum, que intentan establecer vínculos entre los nuevos movimientos sociales y el ala izquierda del Partido Demócrata, y apoyar a los aspirantes de izquierdas frente a los candidatos centristas en las primarias demócratas. El éxito más notable de estos grupos fue la elección victoriosa de Alexandria Ocasio Cortez al Congreso en 2018, seguida de un nuevo éxito en 2020.
La pandemia de Covid-19 y la grave crisis económica que provocó crearon una considerable presión para que el Estado actuara. Incluso la administración ultraderechista de Trump se vio obligada a realizar numerosos gastos para estimular la economía y combatir la pandemia. La más importante de estas medidas fue la Ley de Ayuda, Alivio y Seguridad Económica (CARES Act) de 2020, que asignó más de 2 billones de dólares en ayuda inmediata, subvenciones y préstamos a gobiernos locales, gobiernos estatales, individuos, pequeñas empresas y sectores industriales (incluyendo aviación, hostelería, finanzas, hospitales y empresas farmacéuticas). Aunque en este marco se incluyeron importantes ayudas a las capas populares, se concedieron enormes subvenciones (casi sin control) a las grandes empresas.
La Administración Biden: ¿Una socialdemocracia a la americana?
Poco después de su toma de posesión, para sorpresa casi universal, Joseph Biden desmintió a quienes predecían que, como buen emulador de Bill Clinton y Barack Obama, gobernaría como un demócrata de centro. En cambio, lanzó un programa de reformas bastante audaz, que incluía tres proyectos de ley que proporcionaban una ayuda económica sin precedentes. En su conjunto, la agenda interna de la administración Biden es la segunda en amplitud y profundidad de contenido progresista después del New Deal. Si se aplicara en su totalidad -y podemos estar seguros de que no será así- su efecto sería una reestructuración sustancial del Estado y una importante redistribución de las relaciones de poder de clase.
La pieza central del programa económico de Biden son tres proyectos de ley que prevén inversiones de una envergadura sin precedentes para satisfacer las necesidades de infraestructuras, sociales y medioambientales. Los tres han sido objeto de la oposición de la gran mayoría de los legisladores republicanos, y a pesar de las actuales mayorías que disponen los demócratas en ambas cámaras del Congreso, es casi seguro que los dos últimos no se aprobarán en su totalidad:
– El Plan de Rescate Americano (American Rescue Plan), aprobado en marzo de 2021, prevé que el gobierno federal gaste 1,9 billones de dólares para luchar contra la pandemia y apoyar y estimular la economía. Complementa la Ley CARES aprobada bajo el mandato del presidente Trump, y contempla diversas medidas: ampliación de la ayuda inmediata a la mayoría de los estadounidenses; aumento de las prestaciones por desempleo, así como créditos fiscales para las familias (se supone que esto reducirá la pobreza infantil a la mitad); ayuda especial para el pago de alquileres y préstamos hipotecarios; ayuda para las personas sin hogar; fondos para las escuelas y la enseñanza superior, para los trabajadores de los restaurantes y los servicios de alimentación, y subvenciones a los gobiernos estatales y locales.
– La Ley de Infraestructuras y Empleos de 2021 (Infrastructure and Jobs Act) fue aprobada por el Congreso en agosto de 2021. Destinó 1 billón de dólares a infraestructuras físicas. La mitad de los fondos ya habían sido asignados por la legislación anterior pero aún no se habían gastado, y el resto era gasto adicional. La reforma también asigna ayudas financieras al transporte público, los aeropuertos, los ferrocarriles, las redes de agua, calefacción y electricidad, las carreteras, los puentes, los vehículos eléctricos y al desarrollo de Internet de banda ancha. Se trata del mayor gasto público en infraestructuras desde que se construyó el sistema de autopistas interestatales en 1954 (aunque los demócratas habían propuesto originalmente un gasto aún mayor). Sin embargo, para garantizar el apoyo bipartidista y la unanimidad entre los demócratas, el gobierno de Biden redujo considerablemente sus propuestas iniciales. Según un experto, dado el deplorable estado de las infraestructuras en Estados Unidos, esta cantidad «no representa mucho dinero3«.
– La principal reforma social de Biden, a partir de la cual su administración habló de «infraestructura social», estaba vinculada a un paquete de 3,5 billones de dólares. Aunque el proyecto de ley dejaba de lado algunas cuestiones importantes, prometía una expansión sustancial del estado de bienestar estadounidense. El New York Times lo describió como «la mayor expansión de la red de seguridad social del país de las últimas 5 o 7 décadas» (12 de agosto de 2021). En un titular de primera página, el periódico identificó el proyecto de ley como: «La visión de los demócratas para la red de seguridad social: de la cuna a la tumba» (The New York Times, 7 de septiembre de 2021). La reforma propuesta incluía importantes ayudas federales para fomentar la transición a la energía verde y otros proyectos que pudieran frenar el cambio climático, así como importantes subvenciones federales para guarderías y centros de día, permisos parentales, asistencia sanitaria, educación y universidades públicas locales, y pensiones. El plan iba a financiarse, en parte, con mayores impuestos a las empresas y a la riqueza, y revocaba la reforma fiscal de Trump de 2017 (así como otras reformas fiscales más antiguas apoyadas por presidentes republicanos y demócratas), que habían recortado significativamente los impuestos a las empresas y a las rentas individuales de los más ricos. Esta propuesta dividió profundamente a los dos partidos. Una primera versión fue aprobada en el Senado en agosto de 2021, con el voto unánime de los demócratas del Senado, y a pesar de la oposición unánime de los republicanos del Senado. Uno de ellos dijo: «Creo que lo que estáis estableciendo es la desaparición de América tal y como la conocemos. Lo que están creando es un gobierno que ninguno de nuestros nietos podrá pagar» (New York Times, 12 de agosto de 2021). El líder republicano en la Cámara de Representantes advirtió de «una carrera de gastos al estilo socialista que aplastará a las familias, desestabilizará nuestra economía y la transformará de la peor manera» (ibid).
El gobierno de Biden ha propuesto otras reformas progresistas de envergadura en 2021. Dos de las más importantes han sido aprobadas por la Cámara de Representantes. Sin embargo, la probable unidad de la oposición republicana en el Senado, donde se necesitan 60 votos para aprobar un proyecto de ley, significa que es poco probable que se apruebe. Entre los proyectos de ley más importantes: la Ley de Protección del Derecho de Sindicación (Protecting the Right to Organize Act, PRO Act) amplía la capacidad de formar sindicatos permitiendo que los trabajadores de plataformas se organicen, aumenta las penas frente a las estrategias antisindicales de las empresas e ilegaliza las leyes anti-sindicales estatales; la Ley de Derecho de Voto John Lewis (John Lewis Voting Rights Act) reduciría la capacidad de los gobiernos estatales de discriminar racialmente y de excluir a determinados electores.
Sin embargo, la pregunta sigue siendo: ¿por qué el gobierno de Biden lanzó un programa de reformas tan ambicioso? Entre los factores explicativos importantes se encuentran la pandemia de Covid-19 y la mala gestión de la crisis por parte de la administración Trump; los repetidos ataques de Trump a las normas e instituciones democráticas; la magnitud y naturaleza catastrófica cada vez más evidente del cambio climático; y la devastación provocada por décadas de neoliberalismo. Estos fenómenos han catalizado y fortalecido los movimientos de izquierda de la sociedad civil en los últimos años. Estos movimientos han sido fundamentales para cambiar el espíritu de la época y la opinión pública y para movilizar a los votantes para elegir a Biden y a los candidatos demócratas al Congreso en 20204. Además, el número de cargos electos progresistas vinculados a los nuevos movimientos sociales dentro del Partido Demócrata es impresionante: 95 miembros demócratas de la Cámara de Representantes -es decir, casi la mitad de los 222 demócratas de la Cámara- pertenecen al Congressional Progressive Caucus (CPC), una corriente de izquierdas de la bancada demócrata en el Congreso. El sitio web del CPC describe los objetivos del grupo en términos que recuerdan a los manifiestos de los partidos socialistas europeos en el apogeo de la socialdemocracia: «… el CPC defiende las políticas progresistas que pongan a las familias trabajadoras por delante de los intereses corporativos, que luchen contra la desigualdad económica y social y que promuevan las libertades civiles. Defiende soluciones políticas progresistas: una reforma integral de la inmigración, buenos salarios para los trabajadores, comercio justo, sanidad universal, universidad sin deudas, medidas contra el cambio climático y una política exterior justa5. Un grupo más pequeño de cargos electos (unos 10 demócratas de la Cámara) pertenecen a un grupo más de izquierdas, los Justice Democrats.
La audaz agenda de Biden es, en parte, una respuesta a las desastrosas políticas y acciones de Trump. Además, la pandemia, es decir una gran crisis sanitaria y una crisis económica muy grave que comportó el aumento del desempleo y el estancamiento económico, creó una oportunidad excepcional para el cambio. La situación en 2020 recuerda a la de 1932, cuando la Gran Depresión favoreció la presión popular que permitió a Franklin D. Roosevelt lanzar el New Deal. Naomi Klein tenía razón al señalar que las crisis económicas son propicias para lanzar reformas reaccionarias (Klein, 2008). Sin embargo, el hecho de que el sistema actual haya demostrado ser tan defectuoso también abre la posibilidad de encontrar apoyo para las reformas progresistas.
Por supuesto, es imposible a priori que la administración Biden complete toda su agenda de reformas. Para ello, los demócratas tendrían que superar múltiples dificultades, como la oposición apasionada, y casi unánime, del Partido Republicano, la extrema fragilidad de la mayoría demócrata en ambas cámaras del Congreso, y la posibilidad de quedar eclipsada si pierden el control de una o ambas cámaras en las elecciones de mitad de mandato de noviembre de 2022. La caótica evacuación de las tropas estadounidenses de Afganistán en 2021, y sobre todo la desastrosa gestión del asunto por parte de la nueva administración, ha empañado seriamente la imagen y la reputación del presidente como hombre competente, reflexivo y humanitario.
Es demasiado pronto para evaluar las acciones y el legado de la presidencia Biden. Esto último puede llevar a situaciones muy contrastadas: desde la aplicación exitosa de un programa de reformas que recuerde al New Deal de Franklin D. Roosevelt o a la «Nueva Sociedad» de Lyndon B. Johnson, hasta el fracaso que permita la reelección de Trump y la posibilidad de una fuerte reacción conservadora. En cualquier caso, el Partido Republicano sigue siendo un poderoso aspirante al poder: controla la mayoría de los gobiernos estatales y puede utilizar ese poder de forma muy eficaz. En un ejemplo especialmente preocupante, las asambleas legislativas controladas por los republicanos en muchos estados han aprobado leyes que restringen el derecho al voto y les permiten anular las decisiones de los supervisores electorales estatales y nacionales. Como observó un politólogo: «Hay mucho debate sobre si los republicanos tienen algún futuro como partido, pero la verdad es que los republicanos no sólo están vivos y bien vivos, sino que prosperan en las asambleas estatales» (The New York Times, 30 de agosto de 2021).
Perspectivas para la izquierda
En los últimos años, se ha producido una especie de retroceso en la capacidad de los movimientos sociales y los partidos de izquierda para influir en la dirección y las políticas dirigidas por el Estado en un sentido progresista. Durante décadas, la izquierda francesa (es decir, tanto el movimiento sindical como los partidos políticos correspondientes) tuvo una posición más poderosa que su homóloga estadounidense. Sin embargo, aunque el movimiento sindical ha disminuido en ambos países, esto se ha compensado en parte en Estados Unidos con el resurgimiento de movimientos sociales más grandes y fuertes. Uno de los resultados fue la elección en 2020 de un presidente y un Congreso con una fuerte agenda de reformas.
Göran Therborn sostiene que la idea común de que los intereses de clase y los de identidad están necesariamente en conflicto -e incluso son fundamentalmente diferentes- es profundamente errónea y estratégicamente peligrosa: «la política de clase” es una forma de política de identidad, y las «políticas identitarias» relacionadas con el género, la sexualidad, la etnia, la raza, etc., son ante todo políticas que luchan contra el rechazo, la discriminación, la desigualdad y la explotación, al igual que las políticas de clase»
Las perspectivas de futuro de la izquierda en ambos países dependerá en gran medida de la fuerza de los movimientos sociales progresistas, de su relación con los partidos de izquierda y de la capacidad de los activistas y líderes políticos para poner en marcha una coalición que refleje los intereses de dos modos de identificación y organización colectiva ahora bien conocidos: los intereses de clase enraizados en las relaciones laborales y de producción (representados por los sindicatos) y los intereses identitarios anclados en el ámbito del consumo y de la comunidad (representados y agregados por los movimientos sociales). A menudo se considera que estos dos modos de identificación y organización se excluyen mutuamente y se enfrentan sin reconciliación posible, con el consiguiente riesgo de debilitamiento de la izquierda. Sin embargo, Göran Therborn sostiene que la idea común de que los intereses de clase y los de identidad están necesariamente en conflicto -e incluso son fundamentalmente diferentes- es profundamente errónea y estratégicamente peligrosa: «la política de clase” es una forma de política de identidad, y las «políticas identitarias» relacionadas con el género, la sexualidad, la etnia, la raza, etc., son ante todo políticas que luchan contra el rechazo, la discriminación, la desigualdad y la explotación, al igual que las políticas de clase» (Therborn, 2021). Si Therborn tiene razón, el reto es enorme: cómo combinar los dos modos de movilización colectiva en una alianza o movimiento político, que se base en un programa político coherente y convincente; pero también cómo crear una organización que represente esta alianza en el partido y en la arena política6.
Bibliografía
Hacker, Jacob S. and Paul Pierson, Let Them Eat Tweets, New York, Liveright, 2020.
Judis, John B., The Socialist Awakening. What’s Different Now About the Left, New York, Columbia University Press, 2020.
Katznelson, Ira, When Affirmative Action Was White: An Untold History of Racial Inequality in Twentieth-Century America, New York, W.W. Norton, 2006.
Klein Naomi, The Shock Doctrine. The Rise and Disaster capitalism, New York, Picador, 2008. Publicación española: La Doctrina del Shock. El auge del capitalismo del desastre, Barcelona, Paidós, 2010.
Mayer, Jane, Dark Money: The Hidden History of the Billionaires Behind the Rise of the Radical Right, New York, Anchor Books, 2017. Publicación Española: Dinero oscuro: la historia oculta de los multimillonarios escondidos detras del auge de la extrema derecha norteamericana, Madrid, Debate, 2018.
Piven Frances, Cloward Richard, Poor People’s Movements. Why They Succeed, How They Fail, New York, Random House, 1978.
Putnam, Robert D., The Upswing: How America Came Together a Century Ago and How We Can Do So Again, New York, Simon & Schuster, 2020. Hay traducción española de Bowling Alone; Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2002.
Sombart, Werner, Why is There no Socialism in the United States? Londres and Basingtoke, The Macmillan Press, 1976. Publicación Española: ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?, Madrid, Capitán Swing, 2009.
Tarrow, Sidney, Movements and Parties: Critical Connections in American Political Development, New York, Cambridge University Press, 2021.
Therborn Goran, “Inequality and Word-political Landscapes”, New Left Review,129, mayo-junio 2021, p. 5-26. También en la edición española de la New Left Review en Traficantes de Sueños.
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Mark Kesselman, es profesor emérito de Government en la Columbia University (NY) y coeditor de International Political Science Review; ha escrito entre otras obras: The Politics of Globalization. A reader (Houghton Mifflin Co., 2007); junto a Joel Krieger y William A. Joseph, el clásico: Introduction to Comparative Politics (Cengage Learning; 2018)); con Ira Kaznelson y Alan Draper, The Politics of Power (W. W. Norton & Company, 2013); Readings in Comparative Politics (Cengage Learning; 2009).
Este texto forma parte de las conclusiones del libro de Daniel Cirera, Guy Groux y Mark Kesselman (dir.) (2022) Régards croisés USA-France. Mouvements et politique en temps de crises. Nancy, L’Arbre Bleu. Agradecemos a los autores las facilidades para publicar en Pasos a la izquierda. Traducción de Pere Jódar.
- En las últimas décadas, los politólogos han observado que las dos formas de partidos (Duverger) convergieron en una tercera denominada partido «comodín». Se basa en dos elementos: en primer lugar, no tienen militantes de base participando activamente en la vida del partido; en segundo lugar, los dirigentes del partido intentan atraer a una «clientela» heterogénea y lo más amplia posible, es decir, de todas las clases sociales y con un programa menos ideológico que «coyuntural». En resumen, los partidos «catch-all» (atrapalotodo) toman como modelo -y se convierten ellos mismos en- empresas comerciales privadas que buscan obtener la mayor cuota posible del «mercado político».
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Hay otro factor que ha pesado a favor del conservadurismo a lo largo de la posguerra: el capital utilizó la Guerra Fría para desacreditar la posibilidad del socialismo (por no hablar del comunismo).
- David Elliot. “What is the US infrastructure bill? An expert explains”, weforum.org., 18 agosto 2021.
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La tasa de participación en 2020 fue 7 puntos más alta que en 2016 -y esta es una de las razones importantes de la victoria de Biden.
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https: //progressives.house.gov/about-the-cpc.
- El concepto de «interseccionalidad» propuesto por Kimberle W Crenshaw puede servir para abordar este desafío, especialmente si se amplía para incluir la clase, junto a las categorías LGBTQ de Crenshaw (Crenshaw, 2017).
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