Por NADIA URBINATI
Con esta contribución trato de esbozar las coordenadas del campo ideológico de la izquierda en la época del declive del orden social y político que enmarcó la construcción de la democracia constitucional en la segunda posguerra y el protagonismo de la izquierda. Por facilitar la síntesis, denomino a ese orden como “democracia social”. Ésta produjo estabilidad dinámica mientras logró mantener unidas igualdad sustancial e igualdad política, justicia social y libertad. La izquierda de la posguerra mantuvo la centralidad y el consenso mientras consiguió obligar al régimen económico propietario a tolerar una relación funcional entre ambas igualdades. El resultado fue la promoción de un bienestar difuso y la efectiva participación de los ciudadanos en la vida política. Mientras no hubiera disparidades múltiples y visibles entre las personas en relación con las capacidades y oportunidades, estas dos igualdades se entrecruzaron, limitándose y apoyándose mutuamente.
La democracia social (elementos de socialismo en el régimen de propiedad) y la democracia electoral (división del trabajo entre participación mínima de los electores y protagonismo de los electos en las instituciones) han marchado juntas, representadas por dos orientaciones ideológicas (y de partidos) que definieron los límites del conflicto entre los intereses y definieron compromisos razonables, capaces por tanto de mediar entre el bienestar de las clases trabajadoras y los intereses propietarios. Las dos igualdades se limitaron a lo largo del proceso de tal modo que ninguna de ellas se convirtiera en dominante: el reformismo socialdemócrata, con programas públicos de apoyo a los derechos sociales, firmó el compromiso con el liberalismo de los derechos civiles. Nuestra situación actual no es ya comprensible bajo este modelo ni con la política de conflictos/compromisos que lo dirigió.
La época actual está marcada por el divorcio entre las dos igualdades. Un divorcio que compromete la función constructiva y programática de la política, consistente en dar forma (institucionalización) a la materia (intereses y pasiones). La política, en la era de la fragilidad de la hegemonía de la narrativa ideológica de la desigualdad constantemente moderada y mantenida bajo control, se encuentra ella misma desdoblada; replegada a la gestión de las instituciones (clase política), ha perdido la capacidad de involucrar a los ciudadanos o, como se dice ahora, al pueblo amplio, a “los muchos”. Lo que vincula hoy día a representantes y representados es solo el momento del voto, y la participación electoral es la única expresión de voluntad democrática, la que acredita a los responsables de la toma de decisiones a ejecutar su propio “trabajo” delegado como en cualquier otro sector. Los ciudadanos firman cheques en blanco y tienen poco poder para para definir los programas electorales, escoger candidatos y controlar o castigar a los electos que, entre otras cosas, tienen en sus manos la gestión del sistema electoral y de sus emolumentos. La distancia entre los representantes y los representados ya no se reduce por la afiliación ideológica por la simple razón de que ésta no es a todos los efectos más que una sigla en el mercado de votos, a menudo una construcción ad hoc de individuos que aspiran al poder. La ideología no une ni divide porque ya no cimenta ese conector que hace que representantes y representados se sientan unidos en una visión común y que genera ese sutil elemento que se llama representatividad. Se trata de un sentir difícil de medir (y por esto no agrada a los científicos sociales) y que sin embargo orienta nuestros juicios, activa nuestra exigencia de conocer y motiva nuestra participación antes y después del voto, con programas representativos de reivindicaciones y propuestas.
Las dos igualdades se limitaron a lo largo del proceso de tal modo que ninguna de ellas se convirtiera en dominante: el reformismo socialdemócrata, con programas públicos de apoyo a los derechos sociales, firmó el compromiso con el liberalismo de los derechos civiles. Nuestra situación actual no es ya comprensible bajo este modelo ni con la política de conflictos/compromisos que lo dirigió (…) La época actual está marcada por el divorcio entre las dos igualdades
Un ejemplo del divorcio existente en la política entre “forma” y “materia” es la siguiente paradoja: El siglo XXI ha comenzado con una serie ininterrumpida de demostraciones populares de descontento (girotondi, cadenas humanas, los Vaffa-days, las primaveras árabes, Occupy Wall Street, los indignados, los forconi, chalecos amarillos, los arancioni, las manifestaciones globales de los adolescentes sobre el clima, etc.) pero, sin embargo, para designarlos no se utiliza el término conflicto; se habla, por el contrario, de rabia, odio, rebelión, alzamiento, revuelta. El conflicto es la impronta de la capacidad de la política de mantener unidas forma y materia. De hecho, se asocia con protestas organizadas con un liderazgo reconocido (en los partidos o en los sindicatos) y una tendencia antagónica/contractual destinada a obtener un resultado; pruebas de fuerza calculadas, que plantean el problema ante la opinión pública, encargan a una representación de llevarlo ante las instituciones, causan rupturas que pueden ser recompuestas ya sea con nuevas elecciones o con nuevos contratos de trabajo, o con la anulación o reforma de determinadas leyes. En la sociedad democrática, el conflicto político estructura tanto la representación como la participación; es como una estrategia bélica que señala al adversario la fuerza potencial de ofensiva o de resistencia, con la intención de mantener abierta la posibilidad de un acuerdo para reequilibrar las relaciones de poder entre dos partes que, de lo contrario, estaría totalmente desequilibrada y con pocas posibilidades, si las hubiera, de diálogo. En el régimen de propiedad son precisamente los ciudadanos comunes quienes más necesitan de la política.
Robert Michels escribió hace ya más de un siglo que la organización es la única arma que “los muchos” tienen en su lucha contra “los pocos”, los cuales están ya organizados estructuralmente (por intereses, pero también por estilos de vida y recíproco reconocimiento). La paradoja es que la organización es también la estratagema mediante la cual “los pocos” se apropian de la dirección de la participación de los muchos, que tienen a su vez dos potenciales adversarios: “los pocos” de la parte adversaria y contra la cual se organizan, y “los pocos” dentro de su propia organización, o sea las elites que la dirigen, bien asumiendo el liderazgo del movimiento bien educando a las masas. El siglo XXI se inauguró con la marca de la revuelta contra “los pocos” de ambas categorías: los ricos y poderosos (la oligarquía) pero también los líderes de partido y, más en general, los partidos mismos y los intelectuales de referencia (el establishment). Las manifestaciones populares de descontento, anteriormente enumeradas, son todas, aunque por diferentes razones e intenciones, formas de rebelión contra la tradicional función de liderazgo que “los pocos” lograron mantener durante unas décadas con el consenso general.
El siglo XXI se inauguró con la marca de la revuelta contra “los pocos” de ambas categorías: los ricos y poderosos (la oligarquía) pero también los líderes de partido
La alianza de los pocos y los muchos en el mismo campo ideológico (en el partido) ha coincidido con la función constructiva de la política, con mantener unidos institucionalización y movimientos sociales, precisamente forma y materia. El divorcio entre las dos partes ha tenido efectos devastadores para la izquierda, mucho más que en la parte moderada o conservadora. De hecho, la izquierda no puede presentarse como representante de la igualdad formal por sí sola (baluarte de los derechos civiles) o incluso de una concepción mínima y electoralista de la democracia (participación como derecho de voto). Esta tarea está desempeñada mejor por los partidos moderados o conservadores que no necesitan unir las dos igualdades al ser sus usuarios ciudadanos libres de necesidades o con recursos. La izquierda no puede desempeñar solo el trabajo de gestión de las instituciones. No puede cultivar solo la carrera electoral; debe ser capaz de organizar la participación y dar por tanto motivaciones compartibles, como precisamente la que consiste en querer mantener unidas la igualdad sustancial y la igualdad formal. Si el estado social universalista había permitido esta unión en la época de la democracia social, ¿qué modelo y campo ideológico le corresponde hoy diseñar a la izquierda? ¿Cómo podemos volver a dar a la política su función dirigente en el conflicto y en las instituciones? El destino de la izquierda y el destino de la política van juntos.
Por izquierda me refiero aquí no tanto o solamente a un partido o a partidos específicos, sino a un campo ideológico, es decir, a una concepción de la sociedad y la política que sitúa su eje en la lucha contra las desigualdades económicas y culturales, es decir, que es capaz de utilizar el arma de la política para representar el descontento social y traducir las expectativas y los conflictos en propuestas y decisiones pragmáticas. El campo ideológico de la izquierda debe mantener unidos conflicto e institucionalización, cosa que no ha hecho durante al menos tres décadas, desde el fin de la ideología de clase. Su credibilidad o, por el contrario, su pérdida de legitimidad, se normalizan de acuerdo con esta capacidad.
Desde esta premisa, la reflexión sobre la precariedad del campo ideológico de la actual izquierda es un punto de partida. Tal precariedad se manifiesta a través de una cadena de separaciones y secesiones: entre dentro y fuera de las instituciones; entre acomodados y los que no lo son; entre liderazgo político-cultural y pueblo; entre regiones, entre territorios y entre ciudadanos. Se manifiesta en una simplificación de oposiciones, en ocasiones maniquea, que a su vez genera un lenguaje político simplificado y carente de análisis, lo que da oxígeno a las retóricas y a las estrategias populistas del poder: el dualismo “pocos” y “muchos” tiene ante sí una gran dificultad debido al declive del campo ideológico de la izquierda, a la fractura entre las dos igualdades, consecuencia visible de la incapacidad de considerar conflicto e institucionalización como dos funciones integradas, no alternativas.
El campo ideológico de la izquierda tiene su punto de apoyo en la lucha contra la desigualdad, no tanto en la búsqueda de la igualdad.
Al igual que en la tradición marxista, la igualdad (nunca niveladora) siempre está dirigida a la liberación del dominio y a la libertad como autogobierno de los procesos sociales y políticos. La igualdad es consecuentemente no tanto el nombre de una situación como un término que denuncia niveles insoportables para el estado democrático de relaciones desiguales entre personas que son iguales en derechos y libertad de elección; relaciones de desigualdad en la gestión del poder que cada uno debería tener para fijarnos metas de vida y para participar en los procesos de decisión.
La izquierda no puede desempeñar solo el trabajo de gestión de las instituciones. No puede cultivar solo la carrera electoral; debe ser capaz de organizar la participación
Toda sociedad genera desigualdad. Y toda sociedad produce narrativas para justificarla y preservarla. Estas narrativas son la ideología. La trama de la historia es contada por las ideologías que genera. Instituciones y órdenes sociales, constituciones y regímenes se mantienen juntos y en pie por las ideologías, escribe Thomas Piketty en su último libro «Capital e ideología». La ideología, en la tradición althusseriana que se refleja en el discurso de Piketty, es una narrativa que da sistematización a las relaciones sociales facilitando la reproducción de estas en el tiempo. Los “regímenes de desigualdad” tienen duración mientras la ideología que los anima circula en la sociedad e igual que la moneda permite equivalencias e intercambios entre bienes de otra manera incomparables. La ideología no es una farsa ni una estrategia de ocultamiento, sino la sustancia conectiva de las instituciones políticas y sociales, las leyes y lenguajes, emociones y creencias. No hay una mente perversa tras las cosas y, según Piketty, tampoco una estructura clasista que guíe las elecciones de los sujetos al margen de lo que ellos desean y quieren. Simplemente, cada sociedad humana debe justificar sus propias desigualdades. La sociedad genera siempre desigualdades, incluso en la fantasiosa hipótesis de que haya tenido un origen de perfecta igualdad. Jean-Jacques Rousseau lo comprendió muy bien, no se imaginaba que el contrato social, o sea el orden político legítimo, pudiera durar sin constantes y permanentes intervenciones dirigidas a corregir las tendencias que traducen las diferencias individuales en desigualdades sociales y finalmente en privilegios políticos. El alma de la ideología de la izquierda no es por tanto la igualdad como identidad sino una forma de desigualdad controlada capaz de generar relaciones sociales y políticas basadas en la libertad de ciudadanía entre personas que son diversas en muchos aspectos. Este es además el sentido del artículo 3 de la Constitución italiana.
En el régimen propietario en época posterior al Estado de bienestar, la narrativa de la desigualdad funcional reposa en dos pilares: la libre elección y la meritocracia
Cada época produce ideologías contradictorias «que tratan de legitimar la desigualdad tal y como existe o debiera existir, así como de describir las reglas económicas, sociales y políticas que permiten estructurar el sistema» [Thomas Piketty, Capital e ideología, español: ed. Deusto 2019]. Aquellos que más tienen que perder y que obtienen la mayor satisfacción del orden de la desigualdad son los que están comprometidos en la construcción de la ideología o de sus argumentos justificativos. Por ejemplo, en el régimen propietario en época posterior al Estado de bienestar, la narrativa de la desigualdad funcional reposa en dos pilares: la libre elección y la meritocracia. En pocas palabras, la desigualdad que se deriva de dicho régimen es “justa”, dice la ideología dominante, porque no está basada en una estructura corporativa o gremial sino en la interdependencia individual y en la igualdad de oportunidades reconocida a cada uno por la carta de derechos. La desigualdad nacería, por tanto, del libre juego de las opciones de modo que nosotros seríamos los únicos responsables de nuestros éxitos o fracasos.
Esta narrativa de la justa desigualdad ha logrado unir a la sociedad siempre y cuando la gran mayoría de ciudadanos pudiera constatar en su propio contexto que esa promesa de éxito basada en el esfuerzo personal era realista y demostrable. Ha unido sociedades compuestas de personas no iguales en condiciones económicas porque ha permitido el acceso amplio y público a los servicios sociales primarios (casa y salud) y a una enseñanza de buena calidad destinada a la formación de las capacidades funcionales para vivir con dignidad, para traducir el esfuerzo individual en objetivos de mejora de las condiciones de trabajo y para una vida decente, capaz de ofrecer otros bienes además de los esenciales; sobre todo el del reconocimiento social y el respeto. Un reconocimiento que se conquistaba con el esfuerzo más que con la posesión. Ser un obrero metalúrgico era un medio de respeto y de reconocimiento, no un estigma. La consideración social sustentaba el sistema de desigualdad diferenciada –no todos podían hacerse ricos como la alta minoría de la sociedad, pero todos podían vivir con dignidad y saber que podían hacerlo. Vivir en la tranquilidad de los poseedores y sin tener que venerar a nadie por esto, así se lee en los Discursos de Maquiavelo, es el distintivo de una sociedad bien ordenada.
Como nos explican los científicos sociales, este cemento ha comenzado a mostrar grietas cada vez más profundas a partir de finales de los años setenta del siglo XX. Hoy esas grietas se han traducido en divisiones verticales y, a veces, en secesiones de las partes entre ellas –sobre todo de los “pocos” respecto de la amplia sociedad y de las exigencias fiscales que esta requiere–, secesiones que se expresan también a través de la demanda en Italia de un federalismo diferenciado que es efectivamente una revisión del pacto nacional desde el punto de vista de la distribución de las cargas en relación con los méritos. En este punto, la ideología de la desigualdad del orden propietario, validada por la libre elección y por el mérito, no convence ya a los “muchos”: la desigualdad por el mérito es como un rey desnudo, que no funciona en la práctica (tener una educación no es ya un pasaporte claro de ascenso social) y en consecuencia no es ya ampliamente aceptada.
Restaurar la relación entre la igualdad sustancial y la igualdad formal y situar dicha restauración en el centro del campo ideológico de la izquierda es urgente, por lo tanto, no sólo para la izquierda sino también para la democracia.
Se podría decir que el orden de la democracia social levantado durante la segunda posguerra no es ya hegemónico. Antonio Gramsci no asignaba a la ideología el poder creativo que le asigna Piketty; no renunciaba a ver en las relaciones socioeconómicas estructurales la dirección del proceso histórico. Sin embargo, Gramsci analizó también la fenomenología del consenso (lo que Piketty denomina “regímenes de desigualdad”) como construcción hegemónica que unifica y se articula entre las instituciones, civiles y sociales, las ideas y los conceptos morales y políticos y, por último, los lenguajes. La construcción ideológica tiene una función epistémica que nos permite dar sentido a lo que hacemos: en el caso que nos afecta, nos permite justificar nuestras victorias y derrotas. Todo esto funciona mientras las políticas sociales amortiguan el impacto de las desigualdades económicas. La crisis del “régimen de desigualdad” se muestra en el hecho de que, si antes su narrativa operaba como una segunda naturaleza, ahora es sentida como una ficción artificiosa, falsa e insoportable; las desigualdades de poder social y de reconocimiento son sentidas como un yugo, resultado de dominio de los pocos sobre la amplia mayoría. Con la consecuencia de hacer que la propia constitución democrática parezca, con la declaración de igualdad de derechos, una ficción. El resultado final es que los conflictos rebosan los canales institucionales de la negociación entre fuerzas representativas, y se convierten en rebeliones espontáneas, manifestaciones de fuerzas emotivas que hacen saltar la delgada cáscara de la aparente estabilidad social.
Restaurar la relación entre la igualdad sustancial y la igualdad formal y situar dicha restauración en el centro del campo ideológico de la izquierda es urgente, por lo tanto, no sólo para la izquierda sino también para la democracia.
Frenar las desigualdades que se han acumulado entre generaciones de forma exorbitante es condición indispensable para acercar a los “muchos” al liderazgo de la izquierda y permitirles encontrar conveniente reactivar el arma disuasoria del conflicto. Los objetivos de la vida laboral, educativa, social deben encontrar su lugar en el campo ideológico de la izquierda e inspirar políticas consecuentes, fiscales y programáticas. Esto se puede hacer a condición de que se bloqueen las ambiciones secesionistas de aquellos que están bien lejos del cuerpo de la amplia sociedad. Hay pocas alternativas al escenario de violentas revueltas ajenas a cualquier programa emancipatorio que no sea llevando los deseos traicionados de los muchos al centro del campo ideológico de la izquierda.
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Nadia Urbinati (Rimini, 1955). Catedrática de Ciencias Políticas en la Universidad de Columbia. Especializada en el pensamiento político moderno y contemporáneo, la democracia y los movimientos antidemocráticos. Entre sus publicaciones: Io, il popolo. Come il populismo trasforma la democrazia, Il Mulino 2020; Thinking democracy now. Between innovation and regression, Feltrinelli 2019; La democracia representativa, Prometeo Libros 2017.
[Artículo publicado originalmente en Italiani europei, 6/2020. Publicamos en Pasos a la Izquierda con autorización de la autora. Traducción de Javier Aristu]