Por ANA CARMONA CONTRERAS y BLANCA RODRÍGUEZ RUIZ
Conocimos a Javier Aristu hace ya algunos años, que según se mire pueden parecer muchos o pocos, pero durante los cuales compartimos espacios e inquietudes, desarrollamos sinergias y complicidades, y nos fuimos impregnando de su compromiso y energía incombustibles, de su honestidad intelectual, su bonhomía y su buen humor, hasta el punto de hacer difícil recordar un tiempo en que no nos conociéramos. Fue en el contexto de una iniciativa que, tras el abrupto final de la aventura secesionista en Cataluña, abogaba por el diálogo entre esta Comunidad Autónoma y Andalucía. Consciente de los lazos que históricamente unieron a ambos territorios, Javier Aristu junto con su tocayo Tébar y otros tantos y tantas amigas de ámbitos muy diversos pusieron en marcha una imprescindible actividad de reflexión en que nos ofreció la oportunidad de dialogar en andaluz y en catalán sobre el futuro posible y deseable de nuestro Estado autonómico. En general, pero también desde la perspectiva de dos territorios que han sido protagonistas en la conformación del modelo de descentralización política existente en nuestro país.
La extraordinaria complejidad de la salida del laberinto independentista catalán vino a añadir un ulterior elemento de dificultad a la ya de por sí compleja exigencia de ajuste y actualización del Estado autonómico. Una forma de descentralización política que la Constitución de 1978 pergeña en sus líneas maestras, estableciendo sus cimientos fundantes, pero cuya concreción y desarrollo han discurrido de la mano de dos actores principales: por un lado, en tanto que intérprete supremo de la Norma Suprema, el Tribunal Constitucional y su ingente jurisprudencia sobre el tema. Por otro, los Estatutos de Autonomía, esas normas que por imperativo constitucional están llamadas a dotar de contenido específico al autogobierno de cada territorio. El resultado de la acción dialéctica de ambos factores ha traído consigo un Estado sui generis en lo territorial, un Estado que se autodenomina autonómico y que es aspiracionalmente federal, pero que lo es de un modo más intuitivo que ordenado, al que le está costando abrazar la terminología del federalismo y, con ella, su lógica de cohesión en el respeto a la diversidad. La falta de un diseño ordenado en torno a esta lógica deja con frecuencia al Estado al albur de tracciones diversas, centralizadoras las unas, confederalizantes las otras, en medio de las cuales el orden federal pugna por abrirse paso. Y así, haciendo camino al andar, con la proximidad de cuatro décadas de experiencia autonómica y un indudable bagaje positivo a sus espaldas, la fatiga de materiales resultaba evidente y más allá del reto constitucional que supuso el órdago independentista, el momento de renovar la arquitectura estructural de la articulación territorial del poder, adaptándola a la realidad, se mostraba insoslayable. Para empezar, llamando a la “cosa” por su nombre y ya puestos, llevando a cabo los ajustes necesarios para que los engranajes funcionen de modo idóneo, contribuyendo eficazmente a la integración de los territorios.
El resultado de la acción dialéctica de ambos factores ha traído consigo un Estado sui generis en lo territorial, un Estado que se autodenomina autonómico y que es aspiracionalmente federal, pero que lo es de un modo más intuitivo que ordenado
Conviene comenzar por recordar que, etimológica y políticamente, el federalismo no es sino un doble pacto de unión: uno vertical, entre el Estado y entidades territoriales inferiores con autonomía política, y otro horizontal, entre éstas entre sí. El objetivo de este doble pacto es facilitar el autogobierno democrático mediante el criterio de proximidad geográfica y cultural, algo tanto más aconsejable cuanto mayor extensión territorial y/o más factores de diversidad cultural entren en juego. La clave del federalismo, como pacto de autogobierno, reside en la búsqueda de la unidad en la diversidad. Es ésta su clave de bóveda, con independencia de que sea la unidad o la diversidad su punto de partida: con independencia, esto es, de que nos encontremos ante un modelo federal de devolución (del centro a la periferia) o de integración (de la periferia al centro), o ante una combinación de elementos de ambos. Sea esto como fuere, en el federalismo conviven unidad y diversidad, simetrías y asimetrías: si ningún Estado federal puede sobrevivir sin una base estructural simétrica, común, ninguno tiene sentido sin asimetrías, que en la medida en que no estén en el origen del autogobierno de las entidades federadas cabe esperar que surjan del ejercicio de este. El federalismo nos obliga pues a alcanzar un equilibrio, razonablemente sólido, razonablemente flexible, entre lo común y lo diverso, entre el respeto de la unidad de la federación y de las diversidades de los territorios federados. Todo lo cual requiere de procesos de diálogo desarrollados con voluntad de llegar a acuerdos en un contexto de lealtad institucional. Este tipo de equilibrios no supone una novedad en democracia. Baste pensar en el que todas deben alcanzar entre la garantía de derechos individuales y la regla de la mayoría en la toma de decisiones colectivas, o entre el principio de autogobierno y la ficción representativa. Lo singular en materia de simetría y asimetrías federales es que aquí los equilibrios tienen un perfil más idiosincrático, que cada Estado está obligado a alcanzar el suyo, fruto de determinadas circunstancias históricas, y a comprometerse en mantener un proceso constante de revisión de este.
La clave del federalismo, como pacto de autogobierno,
reside en la búsqueda de la unidad en la diversidad
Hasta aquí, se dirá, el modelo recién descrito recoge la realidad territorial española. Hasta aquí, nuestro Estado autonómico parece responder al modelo federal, aunque la Constitución no lo recoja como tal. La falta de reconocimiento constitucional, sin embargo, unida a la falta de cultura federal, hace que en nuestro país la descentralización política sea aspiracionalmente federal, sí, pero que como tal carezca de solidez institucional y de principios. A darle solidez ayudaría, sin duda, que la Constitución reconociese expresamente el principio federal. Ayudaría también que, con base en él, mencionase las Comunidades ‘Federadas’ (reforma constitucional propuesta por José Luis Rodríguez Zapatero en 2004 a su llegada a la Presidencia del Gobierno y desde entonces archivada), y que recogiese con claridad su estructura institucional y nivel competencial reales, hoy fruto de pactos autonómicos. Más importante aún, en clave federal, es que la Constitución pase a articular un sistema claro de distribución de competencias que minimice las zonas grises y la necesidad de pactos bilaterales, y facilite la resolución de conflictos. Y más importante, esencial, es que articule la participación efectiva de las Comunidades ‘Federadas’ en la elaboración de la legislación federal, mediante la transformación del Senado en una efectiva cámara de representación territorial. Pero, sobre todo, y más allá de estas y de otras reformas institucionales, más allá de la mención constitucional del principio federal, es que este principio, con su lógica de respeto de la diversidad y búsqueda de acuerdos en un contexto de lealtad institucional, impregne la actuación política.
En función de las premisas expuestas resulta evidente la necesidad de reforzar los mecanismos de colaboración y cooperación entre los distintos niveles de gobierno que operan en nuestro ordenamiento. En este sentido, el profundo impacto que la integración europea proyecta sobre la totalidad del edificio constitucional, pero muy particularmente sobre la comprensión práctica del autogobierno autonómico requiere una atención preferente. La cesión de competencias a la Unión Europea y el correlativo traslado del centro decisional a las instituciones comunitarias produce un efecto inmediato de desapoderación a nivel interno. En tal tesitura, las principales damnificadas son las Comunidades Autónomas. La famosa ceguera federal de la Unión, mitigada y corregida sólo de forma muy limitada a partir del Tratado de Maastricht y gracias a algún avance ulterior en Lisboa, nos recuerda que los protagonistas naturales de dicha instancia supranacional son los Estados y más concretamente los Ejecutivos centrales. A partir de tal premisa, está servido el efecto de invisibilización de los entes subestatales dotados de poder político propio, allí donde existen. En el reverso de la moneda, sin embargo, el principio de autonomía institucional que asiste a los Estados y que la Unión respeta permite a estos dotar de voz propia a dichos entes en la tarea de contribuir activamente a la definición de la posición estatal, incluso a defender dicha voz en sede europea cuando concurren iniciativas que conciernen a competencias e intereses de titularidad territorial y no central. También, sobre la base de tal principio se da vía libre para que sean esas mismas unidades subestatales las que, atendiendo al reparto interno de competencias, sean las encargadas de desarrollar y aplicar la normativa comunitaria. Este esquema operativo en nuestro país funciona en función de lo establecido en acuerdos políticos, los cuales se muestran despojados de fuerza jurídica y huérfanos de un soporte normativo adecuado. Asimismo, se desarrolla al margen de un foro institucional idóneo, puesto que ni el Senado ni la Conferencia para Asuntos Relacionados con la Unión Europea (CARUE) asumen tal función como propia. El sistema de participación autonómica en los asuntos europeos existe en España y se aplica en la práctica, sí, pero no está a la altura del reto que la preservación del autogobierno plantea en el contexto de la integración supranacional. Por tal razón y para implicar activamente a las CCAA en el devenir europeo en una reforma federal de la Constitución resultaría imprescindible incorporar esta dimensión europea de la descentralización territorial del poder, dotando a nuestro ordenamiento de elementos idóneos de articulación de las dinámicas comunitarias.
Esta exigencia en clave de integración nos remite a la colaboración entre niveles de gobierno a escala interna. He aquí que emerge otra de las cuestiones a afrontar por la configuración federal del Estado, dada la precariedad de instrumentos actualmente existentes. El Senado es, como ha quedado dicho, un referente obligado, debiendo superar ese rol de mero convidado de piedra en el escenario territorial en el que lleva instalado desde la misma entrada en vigor de la Constitución. Los modelos operativos en los Estados federales son diversos y cualquiera de ellos muestra ventajas e inconvenientes. En todo caso, debemos ser conscientes de que una importación acrítica que desconozca la idiosincrasia de nuestra realidad territorial no hará sino verter vino viejo en odre nuevo que quedaría irremisiblemente condenado a la inoperancia.
El federalismo sin unas bases de actuación que propicien el desarrollo
de una dinámica federal se topa con serias dificultades operativas
Abundando en esta línea, es cierto que con motivo de la pandemia de Covid-19 se ha reactivado la Conferencia de Presidentes, un órgano de cooperación al más alto nivel gubernamental en el que se reúnen el jefe del Ejecutivo central y sus homónimos autonómicos. Sin embargo, esas citas dominicales celebradas online durante el primer estado de alarma se limitaron únicamente a proporcionar una ocasión para que el Presidente del Gobierno informara y diera cuenta a sus colegas de las CCAA de las medidas ya adoptadas o en fase de adopción para afrontar la ingente crisis en la que nos hallábamos inmersos. Con el final de esa primera fase de excepcionalidad, sin embargo, los encuentros cayeron en picado, volviendo la Conferencia a ese terreno de marginalidad que suele ocupar tras haber experimentado una primera fase existencial de cierta euforia. La experiencia del derecho comparado señala claramente la necesidad de que un órgano de estas características funcione con regularidad y aparezca dotado de competencias definidas. A ello se une, como requisito imprescindible, la existencia de una fluida red de colaboración en el ámbito administrativo. El federalismo sin unas bases de actuación que propicien el desarrollo de una dinámica federal se topa con serias dificultades operativas. Precisamente por tales motivos la regulación de foros cooperativos de naturaleza vertical y composición multilateral es condición necesaria, aunque no por sí misma suficiente, para apuntalar una cultura federal. La posibilidad de que tales foros contribuyan efectivamente a la articulación territorial del poder requiere tener muy presente el principio de lealtad institucional como clave de bóveda del sistema.
La colaboración, asimismo, muestra otra dimensión fundamental en el ámbito de la interacción entre los mismos sujetos autonómicos. En un contexto de acusada y creciente interdependencia, acotar la problemática a un único territorio resulta cada vez más difícil. Precisamente por tal razón se impone la definición de estrategias comunes frente a retos que también lo son. Nuevamente en este ámbito, una mirada a las experiencias de nuestro entorno nos muestra que la concertación entre entes territoriales se erige en un factor decisivo para un mejor gobierno y, asimismo, para lograr una capacidad reforzada de influencia a nivel no sólo estatal sino también europeo. La precariedad de las dinámicas de colaboración horizontal entre CCAA que caracteriza al Estado autonómico exige un compromiso activo que, más allá de su regulación permita darles visibilidad y contenido efectivo, poniéndolas así en valor en términos prácticos. Como sucede en la esfera vertical, con todo, la existencia de un marco normativo formal no garantiza per se su éxito práctico.
Trabajemos sobre todo por impregnar nuestra convivencia democrática de los principios de diálogo, lealtad institucional y la voluntad de llegar a acuerdos que informan la ética federal
Adaptemos nuestro ordenamiento jurídico al programa federal para superar los déficits actuales, hagámoslo reformando la Constitución allí donde sea preciso, pero trabajemos sobre todo por impregnar nuestra convivencia democrática de los principios de diálogo, lealtad institucional y la voluntad de llegar a acuerdos que informan la ética federal. Sin la implicación activa que, desde estos principios, han de asumir todos los actores –Estado y Comunidades- concernidos cualquier reforma normativa no pasará de ser una mera hoja de papel.
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Ana Carmona Contreras. Catedrática de Derecho Constitucional, Universidad de Sevilla.
Blanca Rodríguez Ruiz. Profesora titular de Derecho Constitucional, Universidad de Sevilla.