Por MICHAEL WALZER
Historia de dos ciudades
Crecí en Johnstown, Pensilvania. Una pequeña ciudad que durante los años cuarenta y primeros cincuenta, cuando vivía en ella, se dedicaba al acero. A partir de 1941 fue también una población sindicalizada. Johnstown había sido un bastión republicano, pero cuando los metalúrgicos votaron por cuatro contra uno al SWOC1, esta se volvió demócrata convencida. Aún recuerdo a Harry Truman hablar desde la parte trasera de un vagón de ferrocarril en 1948. Ganó en la ciudad, con un amplio margen. Hoy día Johnstown es una ciudad del Rust Belt2, las fábricas están cerradas y la población suma dos tercios de la que tenía en los años cuarenta.
Actualmente resido en Princeton, Nueva Jersey, una ciudad universitaria en la que viven pudientes médicos, abogados y un significativo grupo de brókeres y banqueros que se desplazan diariamente a Nueva York. Princeton no se encuentra entre las diez ciudades más ricas de los Estados Unidos, pero ocupa un lugar elevado. La población incluye minorías negras e hispanas, pero está mayoritariamente formada por comunidades blancas y prósperas.
Estas dos ciudades nos proporcionan una imagen significativa de las elecciones de 2016. Johnstown votó por Trump, que ganó por un margen cercano a los dos tercios de los votos; Princeton, en cambio, hizo lo propio por Clinton, con un sorprendente margen de 8 a 1. Antes no acostumbraba a ser así y, sin duda, los resultados se alejan de lo que nos contaban nuestras viejas teorías sobre clases sociales. Las base social del Partido Demócrata integra, ahora mismo, a profesionales cualificados de ambos sexos, un pequeño pero seguramente creciente número de cuadros corporativos y una coalición, muy motivada pero no lo suficientemente movilizada, de minorías, en especial negros e hispanos. Estos grupos, unidos, podrían constituir una mayoría electoral, pero en la práctica tan sólo lo hacen la mitad de las veces en las elecciones presidenciales, y mucho menos en la estatales o locales. La vieja clase obrera industrial ya no es, como antaño, el principal componente del Partido Demócrata; incluso sus fragmentos sindicados han dejado de ser votantes demócratas completamente fiables.
La historia que nos cuenta la comparación Johnstown-Princeton se ha ido desarrollando lentamente en las últimas cuatro décadas. Su culminación con la victoria de Trump en 2016 se concibe generalmente como una reacción al gran fracaso, primero, y a los éxitos parciales, después, de los Demócratas y de la izquierda en años recientes. Al fracaso a la hora de gestionar los efectos económicos de la globalización, lo que ha generado frustración política y rabia ante la pérdida de empleos, de prestaciones sociales, la agonía de las ciudades y la movilidad descendente. La derrota electoral (de 2016) tendría un trasfondo económico, radicaría en una cuestión de clase. En segundo lugar encontramos el (limitado) éxito de la discriminación positiva, la llegada de grandes contingentes de inmigrantes de origen hispano y asiático y la importante campaña contra las muertes a manos de la policía y el encarcelamiento masivo, lo que generó una respuesta política construida sobre el resentimiento blanco. Desde esta perspectiva la derrota habría sido producto del racismo. Yo añadiría que los logros del feminismo y de la liberación gay, probablemente las victorias más importantes de la izquierda en nuestro tiempo, han generado inquietud y hostilidad manifiesta entre muchos americanos creyentes. Por lo que la derrota habría sido producto de una reacción cultural tradicionalista.
la victoria de Trump en 2016 se concibe generalmente como una reacción al gran fracaso, primero, y a los éxitos parciales, después, de los Demócratas y de la izquierda en años recientes. Al fracaso a la hora de gestionar los efectos económicos de la globalización, lo que ha generado frustración política y rabia ante la pérdida de empleos, de prestaciones sociales, la agonía de las ciudades y la movilidad descendente
A partir de este breve relato uno podría esbozar el modelo de votante de Trump: un otrora obrero metalúrgico que, por ejemplo, ahora es empleado de Walmart, con un viejo odio hacia los homosexuales y la firme convicción de que la discriminación positiva equivale a proporcionar buenos trabajos a negros holgazanes. Pero esta es precisamente la clase de caricatura que deberíamos rechazar. Puesto que los caracteres que acabo de describir movilizan a las personas en sentidos diferentes y – aunque la superposición de clase, raza y cultura esté presente – existen trabajadores frustrados que optaron por Bernie, desempleados y subempleados, muchos de los cuales negros, que lo hicieron por Hillary e incluso unos pocos cristianos evangélicos que tienen posicionamientos de izquierda en materia social y económica. Además, cabe recordar que ante todo el votante modelo de Trump es siempre un buen burgués.
Vietnam y después
Clase, raza y cultura, estos tres elementos han de integrar la explicación general del giro derechista, no tan solo en los EEUU, sino también para el caso de las fuerzas de centroizquierda en Europa occidental. Sin embargo, donde es más evidente el desplazamiento desde una base de clase trabajadora a una profesional es en dos países, los EE.UU. e Israel, donde cuestiones relativas a la guerra o a la seguridad nacional también han jugado un rol central. Comenzaré por ellos, centrándome en los EE. UU., no porque crea que estas cuestiones sean más importantes que otras (llegaré a esas otras), sino porque ayudan a esclarecer las dificultades que entraña nuestra situación actual.
La deriva derechista en los EEUU comenzó a mediados de los años setenta, después del colapso del radicalismo de la década precedente y el final de la Guerra de Vietnam. En Israel, esta comenzó aproximadamente al mismo tiempo, después de la Guerra del Yom Kippur en 1973. En ambos casos, la izquierda fue acusada de antipatriota, de blanda frente al comunismo o de proárabe. El Partido Demócrata – que, sin ser un partido de izquierdas, ocupa el espacio político de centroizquierda en EEUU – fue caracterizado con la misma paleta: débil en materia de seguridad y poco fiable por lo que respecta a su capacidad de enfrentar amenazas externas. Fui testigo del comienzo de este potente proceso de etiquetaje de izquierdistas y demócratas en Cambridge, Massachussetts, en 1967, en otro cuento ambientado en una ciudad estadounidense. Activistas contra la guerra organizaron un referéndum sobre el conflicto en Vietnam. Un 40% de los votantes lo hicieron contra la guerra. No fue una victoria, pero sí un porcentaje significativo teniendo en cuenta que las tropas norteamericanas todavía se encontraban enzarzadas en sangrientos combates. Analizado por un joven estudiante de sociología que más tarde escribió para Dissent, el resultado anticipaba el desplazamiento político en ciernes. Los activistas contra la guerra (entre los que me encontraba) perdieron en todos y cada uno de los barrios obreros de la ciudad. Existía una relación directa entre la renta de alquiler, el valor de la casa y el voto contra la guerra. En aquella ocasión, nuestra base social se encontraba entre la misma clase de personas que votaron abrumadoramente por Hillary Clinton en Princeton sesenta años después. Asimismo, en aquella ocasión perdimos a la misma gente que ha votado por Donald Trump en Johnstown; aunque en 1967 la mayoría de ellos aún tenían buenos trabajos.
Muchas cosas han pasado en los años transcurridos desde entonces. Pero la percepción de una izquierda y un Partido Demócrata no comprometidos con «nuestros soldados», ni lo suficientemente duros con nuestros enemigos, persiste. Se pueden escuchar sus ecos en la promesa de Trump de aumentar un gasto militar que se encuentra «mermado» por las administraciones demócratas. Así como en su apuesta por suprimir todas las restricciones relativas a los bombardeos sobre ISIS en Siria e Iraq y sobre el uso militar de drones en el resto del mundo.
La aversión de la izquierda a la hora de afrontar cuestiones de política exterior resultó evidente en la campaña de Bernie Sanders de 2016, así como en la por otra parte muy emocionante convención de la rejuvenecida organización (en sentido literal) Socialistas Demócratas de América (DSA por sus siglas en inglés)
Dejaré a los propios demócratas las respuestas a estas imputaciones. Pero, ¿Qué hay de la izquierda, incluida la que se encuentra dentro del Partido Demócrata? En primer lugar, hay que afirmar la necesidad de esta respuesta. En términos políticos, podría tener sentido centrarse en cuestiones domésticas – ¡La economía, estúpido! – pero ello deja a los izquierdistas sin nada coherente que decir sobre el jingoísmo norteamericano, al tiempo que no demuestra nada al público estadounidense sobre nuestro compromiso por la defensa de sus vidas, si ello fuera necesario.
La aversión de la izquierda a la hora de afrontar cuestiones de política exterior resultó evidente en la campaña de Bernie Sanders de 2016, así como en la por otra parte muy emocionante convención de la rejuvenecida organización (en sentido literal) Socialistas Demócratas de América (DSA por sus siglas en inglés). Numerosas resoluciones fueron debatidas en los encuentros de la DSA, pero tan solo una concernía a cuestiones de política exterior: la que realizaba un llamamiento por el boicot a Israel. Ni una sola palabra sobre Siria, Afganistán, Irak, Yemen, Corea del Norte, Venezuela, Ucrania o la Rusia de Putin, nada (en el pasado, la DSA había adoptado algunas resoluciones predecibles en materia de exteriores, como por ejemplo la emitida contra los ataques con drones en Yemen, Somalia o Paquistán). Quizá el silencio fue la mejor opción, teniendo en cuenta que la visión del mundo que había detrás del boicot a Israel hubiera comportado posicionamientos extraños con respecto a estos otros países. Aun así, en algún momento la izquierda habrá de ser capaz de generar un marco desde el que articular una política exterior que aúne una dimensión internacionalista con el compromiso con la seguridad y bienestar de sus compatriotas. El antiimperialismo, la cantilena habitual, frecuentemente traducido en una animadversión hacia Israel y, a menudo también, contra los EEUU, obviamente no funcionará.
Políticas de inclusión
Las políticas domésticas de la izquierda se han visto radicalmente fragmentadas durante décadas. Estas han consistido, en buena medida, en un esfuerzo por favorecer la inclusión de determinados grupos (minorías, sin contar el caso de las mujeres) en la sociedad norteamericana; en ayudarles a alcanzar la plena ciudadanía. Estos esfuerzos han resaltado demandas particularistas, como era el caso del viejo eslogan «Black is beautiful», mereciendo por ello el nombre de «políticas de identidad». La rehabilitación de identidades objeto de marginación o degradación es moralmente necesaria; merecen, en definitiva, todo nuestro apoyo político. No deberíamos temer a los particularismos cuando estos redundan en favor de la igualdad. Pero el concepto «políticas de identidad» resulta equivocado. La abrumadora mayoría de los protagonistas de estas políticas no aspiran a ensalzar sus respectivos grupos (mi identidad sobre todas las demás), sino a su inclusión. Desean unirse a la comunidad nacional; quieren equiparar sus derechos, devenir patriotas americanos. La izquierda siempre deberá apoyarles, incluso cuando tengamos objetivos que trasciendan la inclusión misma (e incluso cuando el patriotismo nos genere cierta inquietud).
Imaginemos una sociedad americana como un espacio cerrado cuyos habitantes originales fueran blancos, anglosajones y protestantes. A lo largo de los siglos, este espacio ha sido invadido primero por católicos irlandeses, luego por eslavos e italianos de la misma confesión, judíos, mujeres, trabajadores industriales, afroamericanos, hispanos, asiáticos, homosexuales y musulmanes (la lista es extensa). Esta es la historia de Estados Unidos, aún inconclusa; en primer lugar, porque muchos de los invasores todavía no han accedido a la igualdad de pertenencia y, en segundo, porque habrá – debe de haber – nuevas invasiones como consecuencia de las nuevas exclusiones. Estas nuevas exclusiones son fundamentales para entender la política estadounidense hoy día.
Hemos de reconocer que existe en la actualidad una consistente clase media negra como nunca ha habido en la historia de los EE.UU; que las mujeres gozan de una presencia en sectores profesionales, en la dirección de grandes empresas y en la política también sin precedentes; que el matrimonio homosexual goza de aceptación entre la mayoría de los estadounidenses. Estas son victorias, aunque incompletas, que requirieron una cantidad enorme de duro trabajo político
Quiero comenzar, pues, con las batallas políticas de las últimas cuatro o cinco décadas, aquellas que mejor conocemos. Cada uno de los recientes movimientos por la inclusión – derechos civiles, feminismo, de las personas gais – han sido parcialmente exitosos. Los sesgos racistas y de género perviven con fuerza en los Estados Unidos y en los últimos meses hemos asistido a la aparición de nuevas y viejas intolerancias: el odio a los musulmanes y, nuevamente, a los judíos. Aun así, hemos de reconocer que existe en la actualidad una consistente clase media negra como nunca ha habido en la historia de los EE.UU; que las mujeres gozan de una presencia en sectores profesionales, en la dirección de grandes empresas y en la política también sin precedentes; que el matrimonio homosexual goza de aceptación entre la mayoría de los estadounidenses. Estas son victorias, aunque incompletas, que requirieron una cantidad enorme de duro trabajo político.
Cabe preguntarse, por qué, después de todo este trabajo político, la sociedad estadounidense no es más igualitaria que antes. Al tiempo que hemos conseguido una serie de victorias sectoriales, hemos presenciado un aumento generalizado de la desigualdad. Una explicación recurrente consiste en que los ensalzamientos de grupo – el nacionalismo negro y el feminismo radical constituyen ejemplos habituales – han alejado a numerosos estadounidenses, fundamentalmente blancos y creyentes, permitiendo, así, victorias derechistas. Si esto constituye efectivamente un factor, sospecho que es menor, atendiendo al hecho de que la inmensa mayoría de negros y mujeres que luchan por la igualdad han apelado, como hizo Martin Luther King Jr en su momento, a valores y textos sagrados propios de la historia norteamericana: la Declaración [de Derechos de los EEUU] y la Constitución. Sencillamente, el racismo y el sexismo constituyen con toda probabilidad mejores explicaciones: grandes contingentes de estadounidenses eran hostiles a la inclusión incluso antes del inicio de estas luchas. Con todo, existen casos de políticas que provocan rechazo conectadas a esas luchas y sobre las que debemos debatir.
La consecución de los derechos civiles para los afroamericanos, por ejemplo, requiere cambios radicales en el ámbito de las fuerzas y cuerpos de seguridad: poner fin al racismo policial y al encarcelamiento masivo, un cuerpo policial que refleje a la población que es objeto de tutela, el rechazo a su militarización, más formación y mayor disciplina de fuego. Estos son objetivos de una importancia crítica sin que por ello justifiquen o requieran el planteamiento que hay tras las siglas ACAB: all cops are bastards. Tampoco resulta útil calificar a los policías de «cerdos». Esta es una manera efectiva, en cambio, de alejar a muchos estadounidenses que identifican a la policía como sus protectores; lo que, dicho sea de paso, a menudo son.
En términos similares, la lucha por la igualdad de género requiere de una crítica hacia la familia patriarcal. Esta es una crítica que muchos estadounidenses, incluidos muchos padres de familia, compartirán. Pero extiende la crítica a la familia en sí, identificada como «normal» y por ello coercitiva, y perderemos a la mayoría de padres y madres estadounidenses. Con respecto a familias y policía, la cuestión clave es si queremos que nuestras políticas sean efectivas o meramente expresivas. ¿Trabajamos para construir una mayoría o para complacernos en nuestra marginación?
Algunos de los individuos más marginales provienen de las clases pensantes, intelectuales ocupados redactando artículos y desarrollando teorías. Estas teorías son a menudo radicalmente sectarias y, desde la perspectiva de una política pragmática, pavorosamente estúpidas. Sin embargo, denotan algo relevante: no toda persona excluida, no todo «outsider», quiere en realidad integrarse en la sociedad estadounidense, debido a las corruptelas e injusticias cotidianas en los Estados Unidos.
Muchos militantes de los movimientos imaginan la integración como una suerte de acomodación que comporta admitir cuestiones inaceptables. Centrarse en grupos excluidos, el trabajo de concienciación, reescribir la historia, afirmar la «identidad», todo ello se concibe a menudo como una alternativa a la acomodación. Pero la concienciación y todo lo demás trascurren, de hecho, en paralelo a las políticas de inclusión y continúan tras su culminación. No deberíamos pensar la inclusión en términos de renuncia a nuestros anhelos, sino como un nuevo comienzo en la lucha contra la injusticia y la corrupción. Debido a los beneficios inmediatos que proporcionan a los hombres y mujeres previamente excluidos, y también debido a las oportunidades políticas que abre, vale la pena asumir los compromisos que conlleva.
Algunos de los individuos más marginales provienen de las clases pensantes, intelectuales ocupados redactando artículos y desarrollando teorías. Estas teorías son a menudo radicalmente sectarias y, desde la perspectiva de una política pragmática, pavorosamente estúpidas. Sin embargo, denotan algo relevante: no toda persona excluida, no todo «outsider», quiere en realidad integrarse en la sociedad estadounidense
La inclusión es un valor preeminente. Conozco la vieja máxima: «First feed the face and then talk right and wrong»3. Pero en democracia, los hombres y las mujeres han de ser capaces de hablar en público sobre lo correcto y lo erróneo, de organizarse y votar, antes de afrontar las tareas de la redistribución y asegurarse de que todas las bocas sean alimentadas. O, mejor todavía, la conquista de los derechos civiles es en sí misma una redistribución de poder político y es esto lo que posibilita ulteriores redistribuciones. Los derechos de ciudadanía, para hacerlo más simple, preceden al socialismo y a todo el resto de las igualdades.
Capitalismo
Regresando a la cuestión, ¿por qué la desigualdad ha crecido al tiempo que afroamericanos, mujeres y homosexuales han obtenido victorias políticas? Ciertamente, estas victorias han resultado dramáticamente incompletas; aun así, deberían haber tenido un impacto mayor sobre las jerarquías sociales. La razón por la que esto no se ha producido como deseábamos está relacionada con el carácter del capitalismo actual: financiero, a veces llamado «tardío», aunque me temo que este adjetivo resulta demasiado optimista. Actualmente, los capitalistas están ganando la lucha de clases. El capitalismo es hoy un modelo de éxito (para los capitalistas, quienes han visto cómo ha aumentado su porción de la riqueza del país). El reverso de este triunfo lo constituye la extrema vulnerabilidad económica de una gran parte de los estadounidenses. Esta es la nueva versión de la exclusión.
Lo ocurrido tiene que ver con la creación de una masa totalmente desorganizada de hombres y mujeres que ha sido expulsada o empujada hacia los márgenes de la sociedad norteamericana. Al contrario de la clase obrera industrial, esta gente no se encuentra agrupada, tampoco está cercana a los medios de producción, ni resulta relativamente fácil de organizar. Están fragmentados, dispersados, la mayoría se encuentra escindida del trabajo productivo, empleada (o no) en la economía de servicios descentralizada. No obstante, padecen los mismos problemas. Cerca de 60 millones de estadounidenses trabajan en empleos en los que se les paga menos de 15 dólares la hora, muchos viven por debajo del umbral de la pobreza. Muchos se encuentran al borde del precipicio, sin recursos suficientes para afrontar cualquier tipo de crisis: una enfermedad grave, un despido, la amenaza de una ejecución hipotecaria, un incendio o huracán. Los negros e hispanos constituyen un número desproporcionado de estos estadounidenses en apuros, pero el contingente más numeroso es el de los blancos y más de la mitad del total son mujeres. Con todo, no deberíamos estar contando. Toda esta gente, este «precariado» como se le llama a veces, requiere una nueva política de inclusión; y la requiere independientemente de su raza o género.
El capitalismo tal y como lo conocemos puede integrar fácilmente pequeños contingentes pertenecientes a minorías y mujeres en sus estructuras jerárquicas. Incluso un número proporcional de profesionales negros, por ejemplo, o de mujeres ejecutivas no supone una amenaza. Sin embargo, trata de evitar la organización de la masa de los nuevos excluidos. Por ello, la política contemporánea del capitalismo – tan importante como su economía – se orienta a la destrucción de los sindicatos, la reducción del número de estadounidenses pobres y pertenecientes a minorías con derecho a voto, el recorte de todos los servicios públicos que posibilita la actividad política, sobre todo la educación pública. Es el éxito de estas políticas lo que ha extendido las jerarquías, ampliando en gran medida la distancia entre el mundo de los pocos y el de la mayoría, y amenazando de forma creciente nuestra democracia. Pensemos en ello: estábamos seguros de haber ganado la batalla del voto –el sufragio femenino y los derechos civiles – y, ahora, nos encontramos a la defensiva mientras en un estado tras otro este derecho está siendo atacado.
El capitalismo tal y como lo conocemos puede integrar fácilmente pequeños contingentes pertenecientes a minorías y mujeres en sus estructuras jerárquicas. Incluso un número proporcional de profesionales negros, por ejemplo, o de mujeres ejecutivas no supone una amenaza. Sin embargo, trata de evitar la organización de la masa de los nuevos excluidos
Un número significativo de la «mayoría» votó a Donald Trump por ira y resentimiento. Parece que la mayoría de los norteamericanos más pobres sigue con los demócratas, pero son ellos los que más posibilidades tienen de perder el derecho a voto como consecuencia de leyes estatales. Sospecho que es entre esta gente al borde del precipicio (gente trabajando sin estabilidad, asustada y cabreada) donde Trump encontró a muchos de sus seguidores en lugares como Johnstown (pero cuidado con la caricatura: algunos de ellos también mostraron su apoyo a Bernie). ¿Qué debemos pensar acerca de los votantes de Trump? Un antiguo lugar común marxista ubica las bases de la extrema derecha populista en la pequeña burguesía y el lumpen. Hay algo de verdad en este esfuerzo por salvar el buen nombre de la clase trabajadora, pero el lenguaje denota una visión problemática con respecto a nuestros «otros».
Desprecio
Una de las razones que explican el distanciamiento de muchos estadounidenses en apuros, especialmente blancos, respecto de cualquier tipo de política de izquierdas se encuentra en su creencia según la cual son ellos ahora los marginados y degradados, despreciados por las «elites» que defienden a las minorías. Es difícil sopesar la importancia de esta creencia en comparación, digamos, con el descenso de las condiciones de vida de estas gentes. Con todo, la creencia es incómodamente cierta. Voy a proporcionarles tan solo un ejemplo. El papel causal del desprecio es menos importante que el simple hecho de su existencia. Para los izquierdistas, ahora y siempre, este sentimiento de menosprecio hacia aquellos con quienes estamos en desacuerdo no es políticamente sabio ni moralmente correcto.
El libro Tell Me How It Ends de Valeria Luiselli4, publicado el año pasado, ha sido caracterizado como una «valiente y elocuente» crítica a las políticas migratorias de los Estados Unidos. Ha tenido una importante recepción debido a la «inteligencia clarividente y la maravillosa imaginación literaria» de su autora (las citas proceden de las reseñas de contraportada, pero conozco a lectores que han hecho comentarios parecidos). El libro es, de hecho, una crítica persuasiva de unas políticas que obviamente merecen ser objeto de juicio, incluso de censura. Pero atiendan a cierto pasaje, léanlo en voz alta y escuchen. En un comentario de Luiselli acerca de una foto de Thelma y Don Christie de Tucson, Arizona, protestando por la llegada de inmigrantes sin papeles leemos:
«Hago zum sobre sus rostros y me pregunto, ¿Qué pasa a través de las mentes de Thelma y Don Christie en el momento que preparaban sus pancartas? ¿Anotaron «protesta contra inmigrantes ilegales» en sus calendarios, justo entre «misa» y «bingo»?»
Un amigo leyó estas líneas y me dijo: «Por eso Hillary perdió las elecciones». Bien, no es el único motivo, pero mi amigo tenía razón. No podemos construir un proyecto democrático de solidaridad con actitudes como estas tan habituales entre la élite intelectual e incluso entre hombres y mujeres que se consideran a sí mismos de izquierdas.
Una de las razones que explican el distanciamiento de muchos estadounidenses en apuros, especialmente blancos, respecto de cualquier tipo de política de izquierdas se encuentra en su creencia según la cual son ellos ahora los marginados y degradados, despreciados por las «elites» que defienden a las minorías
Más preocupante todavía resulta el hecho de que muchos de estos militantes desprecian de la misma manera a hombres y mujeres que tienen perspectivas liberales perfectamente legítimas con respecto a la inmigración, por ejemplo, pero que, no obstante, no apoyan todos los puntos de una posición izquierdista: quienes votaron por Hillary y quizá contra Bernie en las primarias, quienes querían reforzar el Obamacare pero no se muestran comprometidos con el sistema de pagador único. La convicción según la cual las personas más cercanas a nosotros mismos son nuestros mayores enemigos tiene un largo recorrido en las historia de la izquierda, pero la política que emana de esta creencia no es la que necesitamos ahora mismo.
Coaliciones
La lucha por la inclusión siempre ha requerido de coaliciones políticas. Incluso las mujeres, quienes constituyen la mayoría de la población, siguen necesitando aliados en su lucha por la igualdad de género. La necesidad de las minorías es mucho mayor. Los excluidos necesitan la ayuda de los que están integrados en la sociedad, y siempre hay muchos de estos dispuestos a ayudar. En realidad, muchos activistas de izquierdas son, de hecho, integrados, además de gozar de un buen nivel de estudios y tratarse de personas económicamente acomodadas. Como me cuento entre estos, quiero ser claro con respecto a su papel. Actuamos impelidos por nuestras posiciones políticas y morales, pero las personas que aspiramos a organizar acostumbramos a tener convicciones diferentes. Somos por lo general laicos, mientras muchos de ellos son creyentes. Somos internacionalistas, mientras ellos acostumbran a ser patriotas estadounidenses. Tienen hijos en el ejército y la policía, nosotros, en la mayoría de los casos, no. La primera coalición que un proyecto de izquierdas necesita es la de los izquierdistas con todo el resto; me refiero a todos aquellos que quieran unirse a nosotros, aunque sea tan solo de forma puntual en lo relativo a esta u otra cuestión concreta. En este sentido, deberíamos pelear en las primarias del Partido Demócrata, es decir, impulsando potentes candidaturas de izquierdas; pero si estas pierden, debemos juntarnos con los ganadores, puesto que habrá cuestiones en las que ellos y nosotros podamos trabajar juntos.
Los izquierdistas de hoy día aspiran a formar (o contribuir a formar) una nueva fuerza política multirracial compuesta por todas las piezas del precariado y focalizada en cuestiones vitales en aras de favorecer su inclusión en la sociedad estadounidense y, por esta razón, fundamentales para el futuro de la democracia estadounidense: derecho de sufragio y educación pública; empleo, estabilidad y sindicación; sanidad y bienestar. Pero esta fuerza no estará constituida por una clase «para sí», esto es, una clase con una historia y conciencia común. El precariado es muy diverso; sus luchas políticas requieren coaliciones que no serán fáciles de articular. Debemos juntar una multitud de organizaciones que tienen agendas muy variadas e historias diferentes: sindicatos e iglesias, así como todo el asociacionismo de grupos específicos que emergió de las viejas políticas de inclusión, desde Black Lives Matter hasta el National Organization for Women; todos los grupos de todas las «identidades», desde la izquierda hasta el centro. A menudo será un trabajo frustrante, y algunas izquierdas desean evitarlo en favor de una «revolución» que, con toda seguridad, dejará atrás a numerosos estadounidenses liberales, muchos de los cuales son potenciales aliados.
La pureza ideológica es la perdición de las políticas de izquierdas, la razón de las divisiones sin fin; el tercer, cuarto y quinto partido; la hostilidad hacia la gente que debería ser nuestra aliada. Si fuéramos una fuerza política potente a punto de alcanzar el poder (esto es, de ganar las elecciones), podría tener sentido insistir en que todos nuestros activistas apoyaran un único programa político coherente. Sin embargo, creo que la tolerancia hacia la diversidad y el desacuerdo sería necesaria incluso en ese momento, pero hay algo que decir a favor de la disciplina. Esta, hoy día, cuando somos pequeños y endebles, resultaría sectaria y contraproducente. Necesitamos cada aliado que podamos encontrar.
La pureza ideológica es la perdición de las políticas de izquierdas, la razón de las divisiones sin fin; el tercer, cuarto y quinto partido; la hostilidad hacia la gente que debería ser nuestra aliada. Si fuéramos una fuerza política potente a punto de alcanzar el poder (esto es, de ganar las elecciones), podría tener sentido insistir en que todos nuestros activistas apoyaran un único programa político coherente
Y también necesitamos a los estadounidense en apuros con cuyo bienestar se supone que estamos comprometidos. La vieja creencia en la izquierda según la cual las pequeñas victorias alejan los cambios más profundos (porque la gente está un poco mejor) es un ejemplo de narcisismo izquierdista. Estar mejor es bueno. No podemos pedir al precariado que espere nuestra revolución cuando la mejora está a nuestro alcance; no si realmente estamos comprometidos con su bienestar. Comparto el antiguo dicho acerca de los extraños compañeros de cama; o, si la frase sugiere una conexión demasiado íntima, piénsese en un par de amigos un tanto incómodos y dudosos con quienes hemos de trabajar una temporada porque nuestros intereses coinciden, no así nuestras convicciones más profundas.
Mientras nos mantengamos en nuestras convicciones, ese trabajo común es el mejor método para resistir la deriva antidemocrática. Ahora mismo, es la única vía.
_________________
Michael Walzer. Profesor emérito en Ciencias Sociales en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Director emérito de la revista trimestral Dissent. Entre sus libros traducidos al castellano citamos Guerras justas e injustas: un razonamiento moral con ejemplos históricos (2005), La revolución de los santos: estudio sobre los orígenes de la política radical (2008), Pensar políticamente (2010)
Texto publicado originalmente en https://www.dissentmagazine.org/article/how-to-build-a-majority-trump-resistance-sectarianism. El texto se publica con el consentimiento de su autor. Traducción de Joan Gimeno.
NOTAS
1.- Sigla en inglés del Steel Workers Organizing Committee, sindicato metalúrgico formado por el Committee for Industrial Organization, el sindicato industrial creado en el marco de la American Federation of Labor (AFL) en 1935, durante la presidencia de Roosevelt. Las diferencias con la AFL terminaron llevando a la ruptura y formación de la Congress of Industrial Organizations (CIO), bajo la presidencia del carismático dirigente minero John. L. Lewis. De carácter más progresista y cercana al Partido Demócrata, la CIO admitió a los trabajadores afroamericanos y fue la central de referencia de sindicalistas izquierdistas. La organización se volvió a fusionar con la AFL en 1955, después de haber sido purgada de supuestos comunistas. [^]
2.- Literalmente «Cinturón de Óxido». Zona del nordeste de los EEUU que, a partir de finales de los setenta y ochenta, padeció un importante proceso de desindustrialización. [^]
3.- Esta frase que Bertolt Brecht pone en boca de uno de sus personajes en Die Dreigroschenoper se ha traducido a menudo como «primero es el comer y luego viene la moral». [^]
4.- Existe traducción al español bajo el título Los niños perdidos (Un ensayo de cuarenta preguntas), Editorial Sexto Piso, 2016. [^]