Por JORDI AMAT
“A poc a poc es dibuixava una por escènica creixent en les primeres eleccions al Parlament de Catalunya el 1980”. El temor a que se repitiese lo mismo que había ido ocurriendo en Cataluña durante las tres primeras convocatorias electorales de la nueva democracia (la de la legislatura constituyente, las municipales y las segundas generales). Dicho con otras palabras, el temor a la victoria de las izquierdas (los socialistas más el PSUC) y, en el caso que se aproximaba, por tanto, el diseño de la nueva administración autonómica desde posiciones de izquierda. De ese temor habla Manuel Milián Mestre en Els ponts trencats, las interesantes memorias políticas que acaba de publicar. Ante ese temor, a partir de finales de 1979, Milián, que había sido un destacado “fontanero” del reformismo fraguista en Catalunya a mediados de la década de los setenta, actuaría desde Fomento Nacional del Trabajo.
No es un episodio desconocido, ciertamente. La operación ya fue comentada en su momento, cuando en plena campaña electoral ya estaba en marcha. Y la recordó Raimon Obiols en sus espléndidas memorias. “La intervenció de les organitzacions patronals, que temien la repetició dels resultats de 1977 i 1979, fou inaudita”. Pero el interés del relato de Milián es que ahora él lo ha contado desde dentro y con legítimo orgullo. El propósito logrado de la operación, que se institucionalizó a finales de 1979, fue la defensa del sistema ante un posible vendaval rupturista. “Per als interessos catalans, eminentment econòmics, l’estabilitat política resulta fonamental en la sostenibilitat de l’economia i el mercat”. Mantener la estabilidad, ese era el objetivo, amenazada por partidos de matriz marxista. Para conseguir dicha estabilidad se debía “dinamitzar la consciència política d’una burgesia mig adormida”. Milián no analiza los motivos por los cuales esa burguesía llevaba años políticamente somnolienta, pero sí describe con cierto pormenor cómo se logró despertarla: se impulsó una campaña de agitación propagandística, multiplicando la presencia en prensa y organizando centenares de mítines, para lograr una “reconducció de l’opinió pública i política”. La idea básica era consolidar entre las clases medias y ante las próximas elecciones una determinada dicotomía: “una dicotomia entre esquerra marxista i centredreta no marxista i catalanista”.
La idea básica era consolidar entre las clases medias y ante las próximas elecciones una determinada dicotomía: “una dicotomia entre esquerra marxista i centredreta no marxista i catalanista”
No hay posibilidad de medir con exactitud cómo pudo afectar al resultado de las elecciones aquella operación impulsada desde la patronal catalana. Una operación que contó, como revela Milián, con el asesoramiento de la francesa y el apoyo económico de la española. Pero es incontrovertible que aquel 1980 la dinámica electoral, en relación a las convocatorias anteriores, se modificó. Por motivos diversos, sin duda. Para empezar porque el cuerpo electoral varía su comportamiento en función del tipo de convocatoria. Pero esa variación, al fin, coincidió con los propósitos de Fomento, cuyos tentáculos llegaron hasta la financiación de partidos. Para hacer frente a una compleja situación económica, Esquerra Republicana de Catalunya recibió por entonces financiación de la patronal (me lo confesó Milián y así lo ha recordado recientemente Josep Maria Bricall), condicionando así su posición a la hora de formarse el primer gobierno autonómico. Milián lo tiene claro. “Sense l’acció de Foment, difícilment Jordi Pujol, home de la petita burgesia, hauria assolit la primera magistratura de Catalunya”. La sesión constitutiva se celebró el 10 de abril de 1980 y Heribert Barrera fue elegido presidente del Parlament. Al cabo de dos semanas Jordi Pujol leyó su discurso de investidura y fue elegido president de la Generalitat. Lo sería durante más de 23 años.
El discurso de Jordi Pujol es muy interesante. Por muchos motivos. Pero me interesa especialmente uno. Aquel día el futuro president anunció que su programa de gobierno iba a ser nacionalista. “Si vostès ens voten, votaran un programa nacionalista, un govern nacionalista i un president nacionalista. Votaran un determini: el de construir un país, el nostre. Votaran la voluntat de defensar un país, el nostre, que és un país agredit en la seva identitat”. Así Pujol era perfectamente coherente con la trayectoria que venía desarrollando desde hacía casi un cuarto de siglo. El motor de su patriotismo había sido y era la construcción de un país, a partir de la constatación cierta que su identidad nacional había sido agredida. Esa construcción del país, además de una creciente institucionalización del autogobierno a través de la elaboración de leyes propias y la aceleración de los traspasos del Estado a la Generalitat, la vehicularían una serie de políticas centradas en la identidad o, dicho con sus palabras, “la defensa especifica de la catalanitat”.
Pujol era perfectamente coherente con la trayectoria que venía desarrollando desde hacía casi un cuarto de siglo. El motor de su patriotismo había sido y era la construcción de un país, a partir de la constatación cierta que su identidad nacional había sido agredida
No pensemos que la implementación de políticas identitarias sea una excepción especialmente pérfida del nacionalismo catalán. Ni muchos menos. La nacionalización de la ciudadanía dirigida desde el poder político, con mayor o menor intensidad, es un propósito compartido y ejecutado por todos los gobiernos. Aquellos que están respaldados y defienden un Estado más bien lo concretan, sin necesidad de explicitarlo, a través del “nacionalismo banal”, tal como lo definió Michael Billing en un ensayo ya clásico. Los nacionalismos sin Estado, en cambio, al subrayarse a sí mismos como estrategia de defensa y reafirmación, actúan de forma reactiva al nacionalismo banal. “El nacionalismo de los que no tienen estado es subversivo porque pone en evidencia al nacionalismo de los que lo tienen y amenaza su poder”, para decirlo con palabras recientes de Josep Ramoneda (“Independencia y antinacionalismo”, El País, 9/I/2016). En la medida que se consolidasen las políticas identitarias desde la Generalitat, de algún modo, se evidenciaría la pervivencia de un nacionalismo español que no se atrevía a decir su nombre.
Desde el primer momento, como Pujol anunció en aquel discurso, pretendió desplegar políticas de defensa de la identidad. “Si un objectiu prioritari ha de tenir [un govern català] és la defensa, l’enfortiment i la projecció d’allò que fa que, a través dels segles, Catalunya hagi estat Catalunya: la seva llengua, la seva cultura, l’evidència de la seva història, el sentiment i la consciència de col·lectivitat, la defensa dels seus drets polítics, la voluntat de ser”. Ante la antigua agresión del nacionalcatolicismo español durante décadas, que había pretendido borrar el mosaico de identidades hispánicas para imponer la castellana, políticas nacionalistas de defensa y fortalecimiento de la identidad catalana. La clave de bóveda de dichas políticas sería el concepto de “normalización”. Ha sido el eje del nacionalismo pujolista y su aplicación sostenida durante décadas ha sido fundamental, a mí modo de ver, en el proceso de soberanización que una parte notabilísima de la ciudadanía catalana ha experimentado durante los últimos años. Esta ha sido, sin duda, la victoria del procés.
“Normalización”: un concepto asociado de manera paradigmática a la política lingüística, que en esta dimensión ha contado siempre con un consenso amplísimo, pero que en la práctica trascendió el campo de la lengua. Porque en el proyecto pujolista de “normalización” identitaria existió una voluntad clara, diáfana, sin disimulo alguno, apoyada mayoritariamente elección tras elección, de intervención en la sociedad desde la política y desde frentes distintos (incluido el relato histórico). “No som només un poble que vol recuperar les seves institucions polítiques; som un poble en perill de desnacionalització i també de ruptura interna profunda i radical”. Son palabras, otra vez, de aquel discurso de investidura de 1980. La defensa de la catalanidad, es decir, la lucha activa contra la desnacionalización, presentada como su apuesta para evitar la ruptura interna.
Ese segundo catalanismo, que maduró a lo largo de los primeros años sesenta, fue hegemónico en la Assemblea de Catalunya y en el último tramo de la dictadura franquista obtuvo una enorme capilarización social gracias, en gran medida, a la incorporación de sus principios en Comisiones Obreras desde 1967
Una hipotética ruptura convivencial, fruto de la transformación de la sociedad catalana como consecuencia inevitable de la invertebrada mutación provocada por una inmigración colosal, pero, en buena parte ligada a esa ruptura, otra ruptura también y sin duda: una ruptura social, es decir, una ruptura de clases, como, con sus razones, había temido la patronal. Dicho temor era un antiguo temor, una tensión que venía de lejos, y, a lo largo de la postguerra, el catalanismo resistente y refundado se dotó de dos estrategias para tratar de afrontarlo: la del nacionalismo, plural pero que en gran medida acabaría convergiendo en el pujolismo, y la del que denominó catalanismo progresista. Ese segundo catalanismo, que maduró a lo largo de los primeros años sesenta, fue hegemónico en la Assemblea de Catalunya y en el último tramo de la dictadura franquista obtuvo una enorme capilarización social gracias, en gran medida, a la incorporación de sus principios en Comisiones Obreras desde 1967 (como contaron Ysàs y Molinero en Els anys del PSUC). Pero, cuando llegó la hora política de la verdad en Catalunya, por múltiples motivos, ese catalanismo progresista no logró la victoria.
En este punto fue más que sugestiva una de las consecuencias que José Luis López Bulla extrajo de la lectura d’El llarg procés. “La primera victoria de Pujol en las primeras elecciones autonómicas no fue suficientemente analizada por la izquierda, que siempre pensó que aquello fue una anécdota, algo pasajero, un ave de paso” (“El largo proceso catalán”, Metiendo bulla, 15 de octubre de 2015). Desde la Generalitat, el nacionalismo, pues, al tiempo que impulsó políticas de carácter identitario, puso en marcha una dinámica interclasista de indiscutible impulso del estado del bienestar, pero que no alteraría el statu quo económico sino, a la larga, más bien lo contrario. Y es que todo parece indicar que, ante dicha elaboración ideológica que tenía la identidad como motor, la izquierda catalanista, que perdió aquellas primeras elecciones sin esperarlo, quedó en buena parte desarmada. Luego, a medida que la “normalización” se consolidó, gracias al pragmatismo de Pujol al pactar con los partidos de gobierno españoles, las dificultades para la elaboración de una alternativa desde la izquierda catalanista irían en aumento. Y así hasta prácticamente hoy.
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Jordi Amat es Licenciado en Filología hispánica. Está dedicado al estudio de la historia intelectual de Cataluña y España durante el siglo XX. Autor de El llarg procés: cultura i política a la Catalunya contemporània, un estudio del catalanismo cultural y político desde 1939. Recibió el Premio Octavi Pellissa por escribir la biografía de Josep Benet y el XXVIII Premio Comillas 2016 por la reciente obra La primavera de Múnich: Esperanza y fracaso de una transición democrática.