Por RICHARD HYMAN
Reproducimos en este artículo algunos apartados de un clásico del estudio de las huelgas. Si bien la primera edición de Strikes data de 1972, las páginas que siguen son de la cuarta edición de 1989; en ese lapso de tiempo el autor amplió y actualizó el texto. Para nosotros es un honor que Richard Hyman, uno de los autores más reconocidos en el campo de las relaciones laborales y el estudio de los sindicatos nos haya autorizado a publicar fragmentos de una obra interesantísima y aún no publicada en España. En concreto, el capítulo 1, “Un conflicto poco relevante”, fue escrito para la primera edición y es una excelente introducción a la huelga, su significado, las implicaciones para trabajadores, empresas y sindicatos, su medición, tipos de huelga y forma de desarrollo; todo ello ilustrado desde el inicio del capítulo con ejemplos y casos vivenciales que ayudan no sólo a analizar la huelga, sino a interpretarla y comprenderla. El segundo apartado incorporado: “La economía política de las huelgas” que forma parte del capítulo 7, “Huelgas en los 80s y más allá”, se escribió en la última edición, bajo la experiencia del thatcherismo y Hyman aprovecha para comparar las relaciones industriales pre-Thatcher con las relaciones laborales neoliberales. Para un lector familiarizado con la transición en España y con el devenir de sus relaciones laborales, la exposición de Hyman le será familiar y sugerente aún en la diferencia con el Reino Unido. Su exposición sobre las transformación de las relaciones laborales es precisa y reflexiva; no sólo para caracterizar negociación, conflicto (huelga) y organización (sindicato) y su evolución en un contexto profundamente cambiante; también porque destaca la paradoja de que una buena parte de los trabajadores han coincidido con las clases dominantes en convertir los (sus) instrumentos del movimiento obrero y de su acción colectiva (la organización sindical, la huelga, la negociación colectiva) en algo sospechoso e ineficaz, o contraproducente. Finalmente, los interesados en la relación entre movimiento y organización y en sus contradicciones, no deben perderse los cuatro problemas destacados en el apartado final “Después de la crisis”.
Un conflicto poco relevante
Una huelga en una fábrica de automóviles británica es un acontecimiento escasamente noticiable. Del paro en la factoría de Halewood de la Ford Motor Company, en la semana del 14 al 21 junio 1971, apenas puede decirse que tuviera unas características intrínsecamente memorables; de hecho, habrá quedado olvidado por todos en la fecha de aparición de este libro. Lo he elegido como introducción al presente estudio sobre las huelgas, en parte por su falta de relevancia; pero sobre todo porque fue el primer conflicto después de haber recibido el encargo de escribir este volumen, y pude así reunir una información detallada del mismo. El relato siguiente está basado íntegramente en las informaciones dadas por la prensa.
Los hechos
El lunes 14 de junio, un shop steward1, John Dillon, fue despedido abruptamente por la dirección de Ford; el motivo alegado fue que había mantenido una reunión irregular en horas de trabajo y había tomado parte destacada en una ‘manifestación’ no conforme con las premisas de la compañía. Dado que la explicación de Ford sobre este episodio fue replicada por los representantes de los sindicatos, resulta útil aportar el relato aparecido en el Sunday Times de 20 junio 1971:
El lunes 14 de junio, John Dillon fue despedido abruptamente por la dirección de Ford; el motivo alegado fue que había mantenido una reunión irregular en horas de trabajo y había tomado parte destacada en una ‘manifestación’ no conforme con las premisas de la compañía
« Según los acuerdos sobre procedimientos de Ford, plasmados en un ‘Libro Azul’, los delegados sindicales no pueden mantener reuniones en locales de la compañía, o en horas de trabajo; no pueden abandonar sus tareas ordinarias para actuar como representantes en una discusión entre trabajadores y el encargado, a menos que haya habido ya dos intentos fallidos de resolver el problema; y están obligados a aceptar las instrucciones del encargado, a menos que estas contradigan lo acordado a un nivel superior.
» Mr Dillon había sido suspendido en dos ocasiones, y fue despedido de forma definitiva por quebrantar estas y otras normas. Según fuentes sindicales2, la primera suspensión se debió a que había dejado su tarea en el taller de pintura cuando unos compañeros le pidieron que les representara en una discusión con un encargado, a pesar de que el propio encargado les había dicho que un delegado no tenía atribuciones para intervenir en ese estadio.
» La segunda suspensión, de nuevo según información del sindicato, se debió a haber ‘aconsejado’ a un grupo de trabajadores que continuaran haciendo una tarea de un modo determinado, a pesar de que el encargado les había dicho que la hicieran de forma diferente.
» Tres hombres habían estado haciendo turnos, unos pintando a mano y otros ayudándose con equipo eléctrico, y el encargado les dijo que todos debían hacerlo con el mismo tipo de equipo. Dillon argumentó que no le parecía importante la cuestión. La carta de sanción de la dirección de planta motivó la segunda suspensión por ‘inducir a los empleados a desobedecer a su supervisor, que les había instruido sobre la manera como habían de hacer la tarea, y por decirles que no atendieran las indicaciones del supervisor’.
» El tercer y último incidente ocurrió el miércoles de la pasada semana [es decir, el 9 de junio] a propósito de un problema de personal. Se eliminó a un hombre, según fuentes sindicales, de una tarea para la que normalmente se empleaban cinco (consistía en bajar carrocerías de automóviles desde un plano elevado para colocarlas en las cintas de la cadena de montaje, situadas en un nivel inferior). Los obreros protestaron, pero Mr Dillon les aconsejó que lo intentaran, y así lo hicieron durante dos días y dos noches. El encargado criticó la forma como realizaban el trabajo y les advirtió de que, si no lo llevaban a cabo de la forma correcta, serían despedidos. Ante el riesgo de verse despedidos por incumplimiento, los cuatro hombres pararon de trabajar. El encargado les suspendió de inmediato.
» Alrededor de treinta hombres más dejaron también su trabajo (fuentes sindicales afirman que fueron apartados; la compañía dice que se comportaron con violencia). Otro delegado sindical continúa el relato: ‘Cuando salían, algunos abordaron a Dillon y le preguntaron qué diablos estaba pasando. Él dijo: «Vamos fuera y lo hablamos con los demás.» Y ellos: «Vamos, John. Dinos de qué va todo esto.» De modo que él les contó el incidente de personal.
» ‘Algunos hombres dijeron: «Vamos a hablar con el director.» ‘Dillon les advirtió: «No podéis hacer eso.» De modo que fue él al despacho del director de planta y le preguntó si iba a salir a hablar a los hombres. Dillon salió del despacho y dijo que el director no hablaría con ellos. Los hombres le apartaron a empujones y entraron en el despacho del gerente de la planta. Él entró detrás para ver lo que sucedía. Hubo algo de griterío, pero no por parte de Dillon. Finalmente, él les convenció de que salieran.’
» A lo largo de los dos días siguientes, la dirección llevó a cabo su propia investigación sobre lo ocurrido. El pasado domingo dos altos directivos de relaciones laborales de Ford se desplazaron al Hotel Adelphi de Liverpool, y allí valoraron los resultados de la investigación. Dirigentes de distrito del sindicato Transport and General Workers fueron informados el lunes de que Dillon iba a ser despedido, y en efecto lo fue.»
El entorno del problema
A finales de enero de 1971, trabajadores de varias fábricas de Ford pararon en apoyo a una reclamación sobre una paga. A los pocos días la huelga se había extendido a todos los establecimientos de Ford en Gran Bretaña, con participación de más de 45.000 empleados. Solo nueve semanas después, a principios de abril, pudo llegarse a un acuerdo. Fue, por tanto, un conflicto excepcionalmente amplio y prolongado; con dos millones de striker-days3 registrados, se situó entre la media docena de paros más amplios en el país desde los años treinta, y posiblemente como la mayor huelga británica de todos los tiempos que implicara a una sola empresa privada. Las uniones afectadas, en particular Transport and General Workers’ Union y Amalgamated Union of Engineering Workers, pagaron aproximadamente dos millones de libras en ayudas a los trabajadores en paro; una suma ingente en comparación con las reservas limitadas de la mayoría de las trade unions británicas. Ford, por su parte, aseguró haber sufrido pérdidas de producción por valor de 100 millones de libras. Y el coste del paro para los propios huelguistas tuvo que ser sustancial.
Este último factor pudo haber influido en la actitud de la compañía después de concluido el conflicto. Según The Times (18 junio), “desde que finalizó aquella huelga, ha habido señales claras de un endurecimiento de la actitud de la dirección de Halewood respecto de las actividades de los delegados sindicales.”
The Times informó (17 junio) de que “debajo de la aparentemente simple incidencia del despido de un delegado por lo que la empresa califica de ‘infracciones continuas de los acuerdos de la compañía’, subyace el problema mucho más profundo de una lucha de poder entre la dirección de Halewood y la organización de delegados sindicales en la planta.”
Ese conflicto subyacente fue descrito con más detalle por The Guardian (17 junio):
« La planta Ford en Merseyside parece haber estado sufriendo tensiones molestas desde la huelga de diez semanas por la paga, que finalizó hace justamente dos meses. Las relaciones laborales se han deteriorado hasta tal punto que un negociador destacado de la unión, Mr Moss Evans, del sindicato Transport and General Workers, expresó públicamente su inquietud hace dos días. Los representantes internos de Halewood se han quejado repetidamente en las últimas semanas de que la dirección de la planta ha endurecido la disciplina, y ahora ‘todo se hace según el libro’. El libro en cuestión es el ‘Libro Azul’, acordado entre los sindicatos y la dirección de Ford para consensuar los procedimientos. . . En circunstancias normales, los procedimientos se interpretan para adaptarlos a las circunstancias de una planta industrial, pero los delegados de Halewood aseguran que desde el 8 de abril, cuando se reanudó el trabajo en Halewood después de la gran huelga por la paga, la dirección ha insistido en exigir una obediencia estricta a las normas. El resultado ha sido la adopción de medidas disciplinarias ─ incluidas suspensiones ─ contra los representantes sindicales en once ocasiones …
» La compañía niega la existencia de ningún propósito tortuoso escondido bajo la manga, e insiste en que únicamente espera que los empleados y los delegados cumplan los acuerdos. Pero parece obvio que la compañía se ha mostrado muy meticulosa con los procedimientos desde que acordó pagar un modesto ─ para los estándares actuales ─ aumento en abril. Y está presionando claramente a los delegados sindicales de Halewood …
» Inevitablemente, por tanto, los trabajadores de Halewood han llegado a la conclusión de que Ford ha decidido ‘perforar’ la malla tupida de la organización de los representantes sindicales, y minar su fuerza.
» Algunos recuerdan la ‘purga’ de la planta de Dagenham en 1962, cuando varios militantes perdieron su empleo, y los delegados se preguntan si Ford está intentando repetir ahora la misma historia. Con un grupo de representantes ‘dóciles’ en sus plantas ─ es lo que se rumorea ─, Ford tendría la oportunidad de imponer cambios en las condiciones de trabajo, tales como un incremento de los ritmos en las cadenas de montaje.
» Ford rechaza con firmeza esos rumores, por más que las circunstancias del despido de Mr Dillon suscitan algunas preguntas inquietantes.
» Después de una disputa sobre personal en la sección de pintura de Halewood la pasada semana, Dillon creyó haber cumplido con los criterios de la compañía … El lunes fue despedido, y el resto de los delegados se pregunta ahora qué conexión hubo entre ese cambio de actitud y una conferencia que, según se rumorea, tuvo lugar en Liverpool durante el fin de semana, entre la dirección de Halewood y Mr Bob Ramsey, director de relaciones laborales de Ford. »
Otras informaciones de prensa relatan una historia similar. El Daily Telegraph (21 junio) citó las alegaciones del sindicato, de que a la vuelta al trabajo en abril, ‘se reunió a los delegados y se les advirtió de que el «libro azul» ─ el folleto de 93 páginas que detalla acuerdos, procedimientos y condiciones de trabajo de los empleados de Ford ─ debería ser seguido ahora al pie de la letra. Dado que esos procedimientos, incluidos los aplicables a las actividades de los delegados sindicales, habían caído hasta cierto punto en desuso, la fricción era inevitable.’ El Financial Times expresó la opinión de que ‘existen pocas dudas de que últimamente la compañía ha sido más estricta en cuestiones de disciplina’ (22 junio), y describió el despido de Dillon como ‘una medida inusualmente severa’ (15 junio). Otra crónica interpretaba esta intensificación de la disciplina como parte de una estrategia concertada por la dirección que afectaba a las condiciones de trabajo en todo Halewood. ‘Día y noche, los acuerdos locales sobre personal y condiciones de trabajo fueron ignorados. Se impidió físicamente a los hombres ver a sus representantes’ (Socialist Worker, 26 junio). Al parecer, la reducción de personal que fue causa del conflicto en el taller de pintura y llevó al despido de Dillon, no solo intensificaba la presión sobre el trabajo en una operación físicamente exigente, sino que puso las vidas de los trabajadores en peligro.
El paro
John Dillon fue despedido por la compañía la mañana del lunes 14 de junio. Los hombres de la planta de montaje (la planta de Dillon, una de las tres del complejo Ford en Halewood) celebraron una asamblea a la hora del almuerzo y votaron a favor de la huelga. El miércoles, trabajadores del taller contiguo y de las plantas de transmisión se sumaron al paro, que se extendió a más de 10.000 empleados y paralizó la producción en Halewood.
Cada conflicto ─ cosa que puede quedar olvidada en discusiones abstractas sobre huelgas y estadísticas de huelga ─ conlleva la salida a la luz de problemas humanos reales, e implica a individuos reales como John Dillon
El martes y miércoles, hubo reuniones de nivel nacional entre Bob Ramsey, director de relaciones laborales de Ford, y Moss Evans, principal negociador de la Unión. El sindicato insistió en que Dillon debía ser readmitido, pero sugirió que podría volver al trabajo como un empleado ordinario mientras se seguía una investigación conjunta de su desempeño como delegado sindical. La empresa rechazó la propuesta, negándose incluso a discutir el caso Dillon hasta después de que los huelguistas volvieran al trabajo. Las negociaciones acabaron en punto muerto, sin fijar fecha para posteriores reuniones. Esto llevó a los delegados de diecinueve factorías Ford a convocar una reunión en Londres el viernes, y el resultado fue una llamada a los sindicatos a declarar una huelga nacional de todos los trabajadores de Ford.
Cuando todos los observadores esperaban un paro prolongado, la huelga acabó de forma tan repentina como había empezado. A lo largo del domingo, la empresa contactó con los responsables sindicales, y aquella misma noche, varias horas de discusión acabaron con la aceptación virtual por parte de Ford del anterior plan de paz de los sindicatos. Se anularía el despido de Dillon, que volvería al trabajo en una sección diferente de la factoría, aunque no como delegado sindical. (No quedó claro si una eventual recuperación de su credencial de representante quedaría al arbitrio del sindicato o exigiría además la aprobación de la compañía: una fuente posible de conflicto futuro.) Esta fórmula fue comunicada a una asamblea el lunes, una semana después de que empezara la huelga, y aceptada.
No resulta fácil explicar el repentino cambio de política de la compañía y, en la práctica, su rendición a las exigencias sindicales. Sin embargo, la firmeza de la respuesta de los trabajadores ante el despido de Dillon pudo haberles tomado por sorpresa; dado lo reciente de un paro prolongado y la proximidad de las vacaciones, la dirección esperaba tal vez que un solo despido no provocaría un paro masivo. Pero de hecho la huelga no se limitó a la planta de montaje de Dillon; y al extenderse a la sección de transmisión, paralizó la producción de cajas de cambios para todas las demás factorías Ford de Gran Bretaña. Tanto si las uniones hubiesen acordado convocar una huelga de toda la compañía, como si no, la producción de British Ford habría quedado completamente paralizada.
Cinco puntos que pueden señalarse como conclusión tienen importancia para su discusión posterior en este libro. Primero, la prensa de ‘calidad’ fue unánime al señalar que el paro de Halewood había sido provocado por la actitud de la dirección. Segundo, la huelga fue ‘ilegal’ en todo su trayecto, pero los huelguistas contaron con la obvia simpatía de los responsables sindicales a tiempo completo de nivel nacional y local. Tercero, el despido de Dillon había sido decidido por la dirección de Ford al más alto nivel; solo una acción ‘salvaje’ inmediata podía conseguir su readmisión. Cuarto, la huelga no debe ser entendida como un incidente aislado; formó parte de una lucha más amplia por el control de las condiciones de trabajo en la empresa. Y finalmente, el paro es un ejemplo ─ cosa que puede quedar olvidada en discusiones abstractas sobre huelgas y estadísticas de huelga ─ de cómo cada conflicto conlleva la salida a la luz de problemas humanos reales, e implica a individuos reales como John Dillon.
Dimensiones de la huelga
La huelga ha sido definida como “un paro temporal de trabajo llevado a cabo por un grupo de trabajadores a fin de expresar una queja o dar fuerza a una reivindicación.”
Cada elemento de esta definición es importante. Una huelga es un paro temporal: los trabajadores tienen intención, a su conclusión, de volver a las mismas tareas con el mismo empleador, que por su parte ve por lo común el paro desde la misma perspectiva. Es un paro en el proceso productivo, y por tanto, en principio al menos, distinto de acciones como la negativa a hacer horas extra o el trabajo lento.
Es un acto colectivo, emprendido por un grupo de empleados. El hecho de que el grupo sea de trabajadores asalariados también es crucial; la negativa de los inquilinos a pagar el alquiler, o de los estudiantes a asistir a las clases, son llamadas huelgas solo por analogía. En fin, una huelga es casi siempre un acto calculado, dirigido “a expresar un agravio o forzar la concesión de una reivindicación” (Griffin, 1939: 20-2).
Estadísticas de las huelgas
En Gran Bretaña, y en muchos otros países, un registro oficial de conflictos industriales incluye tres series estadísticas principales. La primera da el número de huelgas. Las estadísticas británicas excluyen las huelgas pequeñas que implican a menos de diez trabajadores o con una duración de menos de un día, a menos que los ‘días de trabajo perdidos’ totalicen por lo menos 100. Dado que las empresas no están obligadas a informar de los paros, es probable que haya conflictos lo bastante amplios para cumplir con ese criterio que pasen inadvertidos para el Departamento de Empleo, que es el que compila las estadísticas. Debido a las diferencias de criterio y de exhaustividad, los números para una comparación internacional de las huelgas pueden fácilmente llevar a engaño.
Los trabajadores que quieren cambios, o se oponen a los cambios introducidos por la dirección, están obligados a tomar la iniciativa parando el trabajo. Este es un punto de importancia fundamental
Las estadísticas británicas distinguían antes entre huelgas y lockouts, los paros iniciados por el empleador. Esa distinción ya no se mantiene oficialmente, debido a la dificultad de aplicarla en la práctica. «La única diferencia esencial entre una huelga y un lockout es que el sindicato da el primer paso visible en un caso, y la empresa en el otro» (Ross, 1948: 106-7). En una y otra situación, los empleados están dispuestos a trabajar bajo sus propias condiciones, mientras que la empresa pretende que lo hagan con las que ella impone. Cuál de las dos partes asuma la primera iniciativa identificable en el paro laboral puede ser en sí mismo objeto de discusión, y en cualquier caso tiene una importancia secundaria. Dar el primer paso no indica necesariamente una especial agresividad. En un periodo de caída de los precios, el empleador querrá rebajar los salarios; cuando los precios suben, serán los trabajadores quienes intentarán aumentarlos. Así pues, los lockouts son raros por lo general en periodos de expansión económica. Otra razón por la que las huelgas son mucho más comunes que los lockouts, es que el empleador posee el derecho formal a alterar las condiciones de trabajo unilateralmente; los trabajadores que quieren cambios, o se oponen a los cambios introducidos por la dirección, están obligados a tomar la iniciativa parando el trabajo. Este es un punto de importancia fundamental, y será examinado con más detalle después.
La segunda dimensión de las huelgas es el número de trabajadores implicados. El cálculo puede parecer sencillo, pero no lo es. Comparar las informaciones de la prensa sobre un conflicto suele mostrar cuánto pueden variar las estimaciones de números. Si un paro afecta tan solo a parte de un centro de trabajo, los huelguistas tenderán a exagerar la cuantía del apoyo, mientras que la dirección querrá disminuir el impacto del conflicto. Incluso en el caso de que la fábrica se vea forzada a cerrar ─ como en Halewood ─, subsistirá el problema de distinguir entre quienes apoyaron activamente la huelga y los que la siguieron por inercia.
Es imposible aplicar esta distinción de forma precisa, a menos de entrevistar a todos los empleados; e, incluso entonces, queda la dificultad de que la adhesión es una cuestión de grado, más que un todo o nada. Las estadísticas británicas, sin embargo, distinguen entre trabajadores ‘directa’ e ‘indirectamente’ participantes en cada centro de trabajo, por más que las estimaciones son en ocasiones poco más que adivinanzas. Tal vez sea razonable que el Departamento de Empleo al menos no juegue a adivinar el número de trabajadores de otras fábricas en situación de brazos caídos debido a los paros.
El tercer índice de los conflictos es el número de ‘días de trabajo perdidos’. Puede calcularse la cifra para cada paro multiplicando su duración en días por el número de trabajadores implicados. El nombre oficial de esta estadística ha sido criticado como un término sesgado, porque asume algo que de hecho es cuestionable: que el tiempo empleado en la huelga se habría empleado, en otras circunstancias, trabajando, y que no es posible recuperarlo después. Un nombre más neutral es ’striker-days’ (Turner et al., 1967: 54). También es objetable, porque cuenta como huelguistas a personas tal vez solo ‘implicadas indirectamente’ en un conflicto. A pesar de ello parece preferible, siquiera sea por su brevedad, y es el utilizado en este libro.
Cualquier inexactitud en el recuento del número de huelguistas repercute necesariamente en las estadísticas de ’striker-days’. Es más, el número de trabajadores implicados puede variar con el desarrollo del conflicto; e incluso su duración puede resultar difícil de juzgar, en particular si existe algún retraso en reanudar la producción después de acordada la vuelta al trabajo. No obstante, este índice tiene la virtud de combinar varias dimensiones de la actividad huelguística en una sola estadística. Dado que los paros de pocas personas, y cortos, susceptibles de pasar inadvertidos o ser descartados por los registros oficiales, tendrían un impacto escaso en la suma de ’striker-days’, normalmente se considera este método el más apropiado para comparaciones internacionales.
Mecánica de la huelga
En este apartado se señalan de forma breve las formas típicas de comenzar, continuar y acabar las huelgas. Inevitablemente, todo ello implica una súper simplificación. Alvin Gouldner, en su muy conocido estudio de una huelga ‘salvaje’ americana, hizo un comentario que es citado a menudo: «una «huelga» es un fenómeno social de enorme complejidad que, en su totalidad, nunca es susceptible de una descripción completa, y menos aún de una explicación completa» (1955: 65). Recientemente, un autor inglés ha añadido que «no se debe hablar de la huelga como si se tratara de una sola categoría de acción social. Hay variedades distintas de huelgas, y además, las mismas condiciones sociales que favorecen ciertos tipos de huelga pueden también llevar a la disminución de otros» (Eldridge, 1968: 3).
Según Alvin Gouldner, «una «huelga» es un fenómeno social de enorme complejidad que, en su totalidad, nunca es susceptible de una descripción completa, y menos aún de una explicación completa»
Una característica importante que permite distinguir entre diferentes tipos de huelgas es su duración. Un estudio comparativo internacional ha señalado que en algunos países es normal que los paros duren solo algunos días, mientras que en otros el conflicto típico tiene una duración de varias semanas; «es llamar a engaño, comentan los autores, utilizar la misma palabra para describir fenómenos tan diferentes» (Ross y Hartman, 1960: 24). El argumento me parece válido; y así, en los párrafos siguientes se establece una distinción a grandes rasgos entre las huelgas que funcionan como una genuina prueba de fuerza, y las que son poco más que una declaración de intenciones.
La prueba de fuerza
La prueba de fuerza se ha convertido en el estereotipo clásico del conflicto industrial; el único tipo susceptible de aparecer en los libros de historia. Los sindicalistas con alguna conciencia de la historia de su movimiento tienen noticia, no solo de la Huelga General de 1926, sino además de la Huelga de los Muelles de Londres de 1889. Un estudiante más aplicado será capaz de citar una series de confrontaciones masivas: en la minería, la lucha contra las reducciones en 1893; la huelga de Rhondda de 1910-11 y el conflicto nacional de 1912, ambos relacionados con la fijación de un salario mínimo; los paros de tres meses en 1921 y de ocho meses en 1926, los dos contra drásticos recortes salariales; en la industria mecánica, los lockouts nacionales de 1897-98 y 1922; en los muelles, el duro conflicto de 1912 que siguió a los éxitos de los sindicatos en el año anterior; en el algodón, la resistencia a reducir los coeficientes en 1892-93, el lock-out sobre la afiliación a los sindicatos en 1911, las luchas contra las reducciones en 1921, tema también de una serie de conflictos graves entre 1929 y 1932. Precisamente porque, con toda probabilidad, los choques de esta naturaleza son los que quedan en la memoria colectiva, dan con facilidad la impresión de que han sido los más típicos de la utilización de la huelga en el pasado; si bien, como veremos, eso no es así.
Dado que se espera de un paro prolongado que implique costos sustanciales para la empresa, los trabajadores y el sindicato que les paga ayudas, lo normal es que se reserve como un arma de último recurso. La huelga ‘clásica’ es en muchos aspectos el equivalente laboral de la guerra entre naciones. Igual que a la guerra, algunos la describen como la continuación de las relaciones industriales por ‘otros medios’, pero lo normal es que todas las partes concernidas la consideren un acontecimiento lo bastante trascendente para planearla con cierto cuidado y declararla solo después de intensos esfuerzos de resolución pacífica del problema en cuestión.
Dado que se espera de un paro prolongado que implique costos sustanciales para la empresa, los trabajadores y el sindicato que les paga ayudas, lo normal es que se reserve como un arma de último recurso
Un conflicto prolongado ha significado siempre privaciones graves para los huelguistas y sus familias. Una crónica del tradeunionismo en los primeros años del siglo XX ha señalado:
que el obrero, incluso cuando había recibido una paga por la huelga, necesitaba mucho autocontrol y valor para afrontar un paro prolongado, siquiera fuera porque esa paga era mucho menor que su salario … Podía contar con ahorros de los que echar mano; después, solo quedaba la casa de empeños; pero antes o después pasaba hambre, y, peor aún, veía como su mujer y sus hijos pasaban hambre también. En la práctica podía obtener ayudas, pero con la penalización de aparecer como un mendigo ante el funcionario que distribuía los subsidios, y con la amenaza de la casa de pobres4 en el trasfondo. Él, como implicado en un conflicto industrial, no podía dejarse arrastrar a aquello (Phelps Brown, 1960: 159).
Aunque las “casas de pobres” es ya cosa del pasado, pocas más cosas han cambiado. Algunos huelguistas tienen derecho a devoluciones en el impuesto de la renta que pagaron antes del conflicto; y sus familiares pueden reclamar ayudas al equivalente moderno del antiguo funcionario distribuidor. (En el momento de escribir esto, hay intentos de recortar los derechos de los huelguistas en ambos aspectos, desde el punto de vista de que las familias deben sufrir por sus ‘pecados’.) La suerte corrida por un trabajador británico contemporáneo comprometido en un conflicto largo, ha sido descrita del modo siguiente:
La dureza de las circunstancias variaba en función de que otros miembros del círculo familiar de los huelguistas tuvieran trabajo y de que otros familiares tuvieran acceso a los beneficios de la seguridad social. Pero en alguna medida la huelga era algo penoso para todo el mundo. Los niveles de vida quedaban reducidos a lo estrictamente esencial; muchos se veían obligados a atrasos en los pagos del alquiler y la luz; los ahorros desaparecían; en algunos hogares vendían los muebles y objetos de valor; algunos huelguistas se veían forzados a depender de la caridad de parientes y amigos (Lane y Roberts, 1971: 107).
En el pasado, con frecuencia se recurrió a expedientes complicados para reducir toda esa dureza. Comités de huelga especiales llamaban al apoyo financiero de los compañeros del sindicato y del público en general; a veces se llevaban a cabo colectas callejeras; se pedía a los tenderos donaciones de alimentos, y a los caseros paciencia en la reclamación de los alquileres.
Esos esfuerzos permitían un apoyo adicional a los huelguistas en situación de urgente necesidad, se les hacía llegar raciones de comida preparada, amén de otras medidas de tipo parecido. Todo ello ayudaba a mantener la moral de los huelguistas, se organizaban algunas actividades específicas con esa finalidad: mítines y manifestaciones de masas frecuentes, piquetes explicativos en el lugar de trabajo, en ocasiones incluso competiciones deportivas y veladas musicales. También se programaban reuniones especiales para facilitar la solución de un conflicto.
A primera vista podría parecer sorprendente que se negociara un acuerdo durante un paro, cuando antes había resultado imposible. Una razón es que, por muy rígidas que sean las posiciones enfrentadas al iniciarse una huelga, los costos de su continuación empujan a ambas partes, pasado un tiempo, hacia una solución.
Otra, es que la realidad del conflicto demuestra a cada parte la determinación de la otra, y se comprueba que no iba de farol, como tal vez se había pensado. También es importante lo que un estudio ha denominado negociación intra-organizacional (Walton y McKersie, 1965). Empresa y sindicato no son entidades monolíticas; casi siempre se da un conflicto en el seno de cada parte, además de entre una y otra, sobre la aceptación o no de exigencias particulares. Pasado cierto tiempo, la experiencia de una huelga tiende a colocar en primer plano a las ‘palomas’ de cada lado.
Por muy rígidas que sean las posiciones enfrentadas al iniciarse una huelga, los costos de su continuación empujan a ambas partes, pasado un tiempo, hacia una solución
La intervención de ‘terceras partes’ acelera con frecuencia los acuerdos. Los mediadores del Gobierno (en Gran Bretaña, el Advisory Conciliation and Arbitration Service) funcionan a menudo como un mecanismo, para salvaguardar las apariencias, que permite reanudar las negociaciones y alcanzar un acuerdo. (La intervención del Gobierno, sin embargo, está a menudo lejos de ser ‘neutral’, como se explica más abajo.)
De forma ocasional ─ aunque muy raramente en este país ─, ambas partes pueden poner fin a huelga sometiendo los puntos conflictivos a un arbitraje independiente. En el caso de conflictos de gran repercusión, el gobierno puede intervenir, por ejemplo, constituyendo un tribunal de Investigación. Esto no impone obligaciones formales a los contendientes, pero lo cierto es que casi siempre se vuelve al trabajo, y el eventual informe, más las recomendaciones, son aceptados por lo general.
El paro declarativo de intenciones
Las pruebas de fuerza prolongadas han sido siempre una reducida minoría de los paros; y no todos ellos han sido conflictos a gran escala que afectan a una gran empresa o a toda una rama económica. Si bien son relativamente pocos en número, esos conflictos son importantes y dominan a menudo las estadísticas de ’striker-days’. Aunque los paros numéricamente grandes han sido bastante raros en Gran Bretaña desde la guerra, todavía ocurren, y su frecuencia podría ir en aumento; la huelga de los trabajadores de Correos en 1971 es un ejemplo reciente. En las empresas medianas y pequeñas, la huelga especialmente prolongada no ha desaparecido del todo: el conflicto Roberts-Arundel en Stockport, empezó a finales de 1966 y duró un año y medio; mientras que en el verano de 1971, un paro en Fine Tubes de Plymouth entró en su segundo año.
La gran mayoría de huelgas contemporáneas entran, sin embargo, dentro de la categoría de las ‘declaraciones de intenciones’ (Knowles, 1952: xi). La decisión de parar el trabajo es a menudo virtualmente espontánea; aunque el conflicto probablemente seguirá centrado, o por lo menos las reflejará, en quejas conocidas desde mucho tiempo antes, que no han encontrado un remedio pacífico. En tales casos, la espontaneidad no implica necesariamente impredecibilidad.
En otras ocasiones, esos conflictos pueden incluir lo que se ha llamado ‘conflictos perecederos’ (Eldridge, 1968: 70): situaciones en las que el criterio de la dirección se habría impuesto por defecto, de no haber reaccionado los trabajadores de inmediato. La huelga de Halewood entra dentro de esta categoría: la única manera como podían los trabajadores conseguir la readmisión de Dillon era parar de trabajar de inmediato. Es típico de las relaciones laborales que si el empleador provoca el conflicto al alterar las condiciones de trabajo de una manera considerada cuestionable, son los trabajadores quienes aparecen técnicamente como los agresores por parar de trabajar.
Otra variante de este tipo de paro se da en empresas donde los trabajadores están empleados a destajo o en alguna otra forma de pago por resultados. Cada vez que se introduce una nueva tarea (cosa que ocurre diariamente en todas las fábricas mecánicas, por ejemplo), resulta necesario acordar un pago por unidad. Si la dirección insiste en que sus empleados trabajen a un precio que ellos consideran inaceptable, la huelga puede ser inevitable.
La huelga espontánea o de declaración de intenciones es por lo común pequeña en escala y se soluciona con rapidez. Es verdad que huelgas así se propagan a veces, como en Halewood; y en ocasiones se prolongan de forma inesperada: la huelga de siete semanas de Pilkington creció como una bola de nieve a partir de una pequeña reclamación por un error en los sobres de la paga de los trabajadores. Pero estos casos son muy inusuales. Como ha señalado un autor americano,
los posibles costos de una huelga salvaje son un asunto serio para los trabajadores afectados, y les retienen de continuar la huelga durante mucho tiempo. Pierden su salario; no reciben paga compensatoria del sindicato, y están sujetos a sanciones disciplinarias posiblemente severas por parte de la dirección y tal vez incluso del sindicato. La dirección de la empresa y el sindicato sufren también, en una huelga salvaje. Las consecuencias posibles deberían, en consecuencia, urgirles a buscar soluciones para llevar a las partes de vuelta al trabajo en el tiempo más breve compatible con una resolución adecuada del problema (Kuhn, 1961: 53-4).
Es típico de las relaciones laborales que si el empleador provoca el conflicto al alterar las condiciones de trabajo de una manera considerada cuestionable, son los trabajadores quienes aparecen técnicamente como los agresores por parar de trabajar
Dado que el propósito principal de un paro de declaración es llamar la atención sobre la urgencia de atender las quejas de los trabajadores, por lo general los huelguistas están dispuestos a volver a trabajar ‘para posibilitar el inicio de negociaciones’, antes incluso de que se les hayan ofrecido concesiones concretas. En algunas empresas, los trabajadores pueden llevar a cabo paros muy cortos ─ llamados ‘downers’ ─ sin faltar a las normas de la empresa, con el único fin de reclamar atención inmediata a una queja (Clack, 1967: 61). Hay considerable evidencia de que las huelgas de declaración de intenciones se muestran muy eficaces para acelerar las negociaciones en busca de una solución aceptable.
La economía política de las huelgas
La importancia del Estado
El tema principal de este libro es la inevitabilidad del conflicto industrial en una sociedad donde el principal objetivo de la industria es el lucro, y en la que las relaciones entre empleadores y trabajadores están dominadas por el impulso a extraer un valor extra del trabajo de hombres y mujeres. El Estado en una sociedad capitalista está necesariamente implicado en este proceso; pero su implicación puede ser directa y visible o bien indirecta y oculta. Una característica clave de los años recientes ha sido la creciente visibilidad de la implicación del Estado en las relaciones industriales5 británicas.
De forma tradicional, la ley y las diversas agencias del gobierno han intervenido directamente en las relaciones laborales en Gran Bretaña mucho menos que en casi cualquier otro país. La preferencia por el ‘voluntarismo’ – como la más amplia tradición del laissez faire en la vida económica – es considerada a menudo como una prueba de la neutralidad del Estado; pero solo lo es desde una visión superficial. Durante muchos decenios, el ‘voluntarismo’ operó en el contexto de una insuficiente fuerza numérica o de cohesión de los sindicatos británicos para plantear una amenaza seria a las prioridades económicas sobre las que descansa la estabilidad del capitalismo británico. Cuando el sindicalismo adquirió más fuerza, la continuidad del ‘voluntarismo’ siguió siendo posible porque las uniones mostraron poca disposición, en sus objetivos o en sus acciones, para confrontarse con los objetivos económicos de empleadores y gobiernos. Ahora bien, en esas ocasiones, cuando emergía un desafío grave para esas prioridades (como en 1926, por ejemplo), la máscara de neutralidad desaparecía bruscamente. Pero en la rutina ordinaria de las relaciones industriales, el Estado se mantenía lo bastante distanciado del curso principal de la acción como para que conservaran cierta credibilidad sus dos grandes postulados ideológicos, la imparcialidad de la maquinaria estatal y la necesidad de separar la temática económico-laboral de la ‘política’.
Desde los años sesenta, las relaciones laborales tradicionales se han alterado de forma radical. Cabe destacar tres razones principales para ello. La primera ya ha sido examinada: la creciente dependencia del capital privado respecto del apoyo y la protección financiera del Estado. Esto puede revestir una multiplicidad de formas: ‘gestión a demanda’ del gobierno, agencias estatales de planificación, avales para la inversión, lucrativos contratos públicos, servicios subsidiados de industrias nacionalizadas, fondos para la investigación, etc. Este crecimiento del ‘intervencionismo’ se remonta a varios decenios atrás (Harris, 1972), pero se hizo más sistemático, y más intenso a la vez, en la época en que apareció la primera edición de este libro. El proceso se aceleró todavía más en los años setenta por la conjunción sin precedentes de una inflación de dos cifras y una recesión grave: problemas con los que el capital privado no podía al parecer luchar en solitario. En la medida en que el laissez faire ha sido sustituido por una creciente implicación del Estado en los asuntos económicos, resultaría sorprendente que las relaciones laborales quedaran exentas de los efectos de esta tendencia; y por supuesto, no ha sido así.
Una característica clave de los años recientes ha sido la creciente visibilidad de la implicación del Estado en las relaciones industriales
Una segunda causa deriva de los problemas especiales de la economía británica en la posguerra: una infraestructura industrial obsoleta en muchos casos, una tasa de inversión baja, una carga pesada de gasto armamentístico, un sistema financiero peculiarmente vulnerable a turbulencias de corto plazo debido a la situación internacional de la libra esterlina. A estas debilidades persistentes se superpuso a finales de los sesenta la práctica que Glyn y Sutcliffe (1972) han denominado de ‘exprimir los beneficios’. Los autores niegan la afirmación de que la cuota de retribuciones salariales en la renta nacional se mantuvo constante a lo largo del siglo. Por el contrario, insisten, en que la lucha sindical elevó de forma significativa la tasa de participación del trabajo, hasta un punto en que los márgenes de beneficio ─ y la misma supervivencia del capitalismo británico ─ llegaron a verse seriamente amenazados. El proceso en su conjunto, alegan, culminó en la crisis de finales de los años sesenta.
La tesis de Glyn y Sutcliffe ofrece flancos discutibles en algunos aspectos secundarios. (Su tratamiento de las retribuciones y los salarios como una categoría homogénea no valora la medida en que los salarios más altos pueden ser resultado de la adopción por parte del sector público de funciones capitalistas tradicionales, más que del pago por un trabajo ─ el teóricamente importante, aunque difícil, artículo de G. Carchedi, 1975, tiene relevancia aquí ─. Todo su análisis en términos de factores compartidos pierde parte de su significado dada la interpenetración del Estado y el capital monopolista, y también por el impacto diferencial de la tributación sobre las empresas y los empleados. De forma comprensible, Glyn y Sutcliffe cargan específicamente el peso de su argumentación en las tendencias a corto plazo.) No obstante, sus análisis apuntan a una de las causas principales de la crisis del capitalismo británico y de las relaciones industriales en los años sesenta; y en esa perspectiva indican por qué todos los gobiernos sucesivos han buscado una regeneración de la industria británica a través de una defensa del beneficio, y un ataque a los niveles de vida de la mayoría de la población. Esa política ha dado, por lo demás, algún resultado; análisis más recientes han mostrado una inversión parcial de la tendencia identificada por Glyn y Sutcliffe.
El tercer factor está relacionado con los dos anteriores: es la rápida expansión del sector público en una época de parsimonia presupuestaria. Los gobiernos estaban tradicionalmente predispuestos, en una era en la que el empleo público era relativamente pequeño, a establecer la remuneración de sus funcionarios en condiciones parecidas a como se negociaban los niveles salariales para grupos similares en el sector privado más avanzado. Pero un Estado intervencionista es necesariamente un gran empresario (más o menos el 40% de todos los asalariados británicos, y una mayoría de afiliados a las trade unions, están ahora en el sector público). Una consecuencia natural ha sido la decisión de marcar el paso en la negociación colectiva, en lugar de dejar la iniciativa a otros. Las presiones para reducir costos e incrementar la ‘productividad’ se han hecho tan urgentes como en la industria privada, y se han intensificado más aún por las consecuencias presupuestarias de la crisis económica mundial de los años setenta.
La política contradictoria del sindicalismo
Los sindicatos son el instrumento colectivo mediante el cual los hombres y mujeres de los comercios y oficinas, de la fábrica, la mina y el tajo, buscan aumentar su control sobre sus condiciones de trabajo y de vida. Este propósito entra necesariamente en conflicto con los intereses de los empleadores y con las estrategias de los gobiernos dirigidas a la estabilidad de una economía basada en el capital privado. Así pues, en sus actividades del día a día, los representantes de las trade unions ─ incluidos los que mantienen alguna forma de aspiración socialista a un orden social y económico radicalmente diferente ─ se ven sometidos a intensas presiones para que se comporten como si las relaciones capitalistas de producción fueran inalterables (excepto, tal vez, mediante un ajuste gradual y casi microscópico). El mantenimiento de relaciones cordiales con empresarios y gobiernos puede entonces convertirse con facilidad en una prioridad absoluta. En parte, esto refleja un acomodo a las realidades de poder externas; porque un desafío serio a las pautas establecidas en las relaciones industriales (en las que las organizaciones de los trabajadores aceptan un rol subordinado y reactivo), provocarían represalias que en circunstancias extremas podrían poner en peligro la misma supervivencia de los sindicatos.
En sus actividades del día a día, los representantes de las trade unions se ven sometidos a intensas presiones para que se comporten como si las relaciones capitalistas de producción fueran inalterables
Esas limitaciones prácticas coinciden con las presiones ideológicas a las que se ha aludido antes. También los sindicalistas experimentados ven normalmente la sociedad a través de un conjunto de ideas y creencias que reflejan valores opuestos a sus propias necesidades y aspiraciones.
Por tanto, se da una amplia aceptación por parte de los trabajadores de que las prioridades económicas del capitalismo constituyen un ‘interés nacional’ superior que justifica el sacrificio de sus propios intereses; de que es justo que las mejoras, incluso modestas, en los salarios y las condiciones de trabajo, puedan ser rechazadas como inflacionarias y perturbadoras; de que la acción colectiva organizada es una desviación moralmente sospechosa de una situación normal en la que los trabajadores están divididos y sometidos al control del empresario; de que el ‘juego limpio’ solo existe si todas las cosas progresan sin sobresaltos desde unos puntos de partida que son, en sí mismos, radicalmente desiguales. En la práctica, buena parte de la actividad sindical contradice necesariamente estas certezas asumidas: en ocasiones de forma directa y espectacular, las más de las veces a través de una evasión parcial y tentativa del control capitalista, o de una presión discreta hacia objetivos que implican prioridades divergentes. Pero el hecho crucial es que esa oposición rara vez se apoya en una contra-ideología coherente. La conciencia sindical, como ha argumentado Parkin (1971: 91-2), incluye un ‘compromiso incómodo entre el rechazo y el respaldo sin matices al orden dominante. . ., es lo que podríamos llamar una “versión negociada «del sistema de valores dominante.’ La consecuencia es que los sindicalistas pueden actuar colectivamente de formas incompatibles con las aspiraciones y los intereses de quienes tienen posiciones dominantes en la sociedad capitalista; pero cuanto más serio y abierto sea el conflicto con el orden establecido, mayores probabilidades habrá de que la adopción de una ideología ajena tenga efectos inhibidores y desmoralizadores.
El punto en el que ocurre algo así no es ni preciso, ni siempre idéntico. Un ejemplo puede ser el debilitamiento, en los últimos años, de la renuencia de los sindicalistas a hacer huelga por motivos claramente ‘políticos’. La Industrial Relations Act de 1971 marcó un importante cambio en ese proceso. Aunque los dirigentes sindicales atacaron las ‘cláusulas penales’ incluidas en el paquete legislativo propuesto por el gobierno laborista en 1969, muchos mostraron casi la misma hostilidad a las dos huelgas de protesta convocadas de forma no oficial. Pero en el caso de la legislación conservadora de 1971, una serie de huelgas ‘Kill the Bill’ (anti Ley) recibieron primero el permiso, y luego el apoyo oficial, de muchas ejecutivas de uniones. Al año siguiente, el propio TUC6 estaba decidido a respaldar un paro contra el encarcelamiento de cinco estibadores por el Tribunal Nacional de Relaciones Industriales (fueron liberados antes de la fecha prevista para la huelga); y en 1973, tuvo lugar una huelga de un día convocada por el TUC en protesta contra las restricciones salariales del gobierno. (Ninguno de esos conflictos, clasificados como ‘no laborales’, fue incluido en las estadísticas oficiales de los años correspondientes. Lo cual refuerza el argumento expuesto más arriba: el registro y clasificación de las huelgas es en sí mismo un proceso ‘político’.) Es asimismo digno de destacar que los mineros, en 1974, persistieran en su huelga en desafío a la política salarial del gobierno, a pesar de una violenta campaña orquestada que les acusaba de poner en peligro el ‘orden constitucional’.
El significado de estas situaciones debe ser visto en perspectiva. En un sentido importante, todas las confrontaciones con el gobierno fueron sobre todo defensivas: por ataques legislativos y judiciales contra los muy consolidados derechos de organización y acción de las trade unions; por los vetos normativos, o por otras formas de interferencia del gobierno en la mecánica sindical tradicional sobre los principios de la negociación salarial. Muchos sindicalistas asegurarían probablemente aquí que su propio modo de actuar no había cambiado; fue más bien el propio gobierno el que importó la ‘política’ en el modo de actuación tradeunionista. Esta actitud es comprensible: el significado político de la ‘actuación tradeunionista’, por lo demás, se ha vuelto explícito porque los propios gobiernos, en respuesta a cambios trascendentes en el entorno de la política económica, han demolido muchos de los fundamentos de la vieja distinción ideológica entre política y economía. Los conflictos recientes no indican de ninguna manera ─ como han creído algunos comentaristas histéricos ─ que los miembros de las uniones o sus dirigentes hayan decidido aplicar medidas decididas colectivamente en los centros de producción como un instrumento de cambio social radical.
La consigna ‘Negociación colectiva libre’ puede ser considerada por los sindicalistas defensiva e incluso conservadora, pero posee implicaciones crecientemente disruptivas y subversivas
En cualquier caso, las implicaciones de estos acontecimientos son profundas y complejas. La ‘negociación colectiva libre’ ha significado a lo largo de más de un siglo una clave de bóveda de la conciencia de las trade unions británicas, y sigue siendo una consigna de un enorme poder emocional. De toda la argumentación de este libro se desprende que la noción de negociación colectiva ‘libre’ es de alguna forma engañosa: las demandas de los negociadores de los sindicatos, y la posibilidad que tienen de imponer determinadas medidas para su defensa, están sujetas a todo un abanico de limitaciones e influencias presentes mucho antes de que las dos partes lleguen a la mesa de negociación. Las cartas están ya repartidas antes de que el juego empiece. Pero en el modelo tradicional de negociación colectiva, las anteriores trabas e influencias son en su mayor parte subterráneas, no patentes; y no son tan completas como para excluir cualquier opción impredecible: los negociadores no están simplemente abocados a un resultado predeterminado. La demanda de negociación colectiva libre insiste en la preservación de esta área de autonomía: reclama un margen para una acción independiente que ─ por más que queda circunscrita a las relaciones productivas del capitalismo y los reflejos ideológicos de esas relaciones ─ es de vital importancia para proporcionar al tradeunionismo británico la que tradicionalmente ha sido considerada su principal razón de existir.
Pero en el contexto político y económico esbozado arriba, incluso la tradicionalmente limitada esfera de la autonomía sindical tiene efectos acumulativos (en términos de costes del trabajo, restricciones al control managerial del proceso de trabajo, obstrucciones a la planificación económica global, perturbaciones de la ‘confianza’ de los inversores foráneos y domésticos) que el capitalismo contemporáneo tiene cada vez menos capacidad para absorber.
La consigna ‘Negociación colectiva libre’ puede ser considerada por los sindicalistas defensiva e incluso conservadora, pero posee implicaciones crecientemente disruptivas y subversivas.
Confrontación, contención y resurgencia: los años setenta
Existen en el terreno de las relaciones laborales dos estrategias alternativas accesibles para los gobiernos y los empleadores: una abiertamente coercitiva, la otra más sofisticada y manipuladora. La simplicidad de la estrategia coercitiva atrajo al gobierno de Heath en sus primeros años; las consecuencias estuvieron muy lejos de lo que pretendía. La Industrial Relations Act, vista por muchos representantes sindicales como una amenaza a su funcionamiento efectivo, provocó una campaña furibunda (si bien estrictamente constitucional) de oposición del TUC. Esto a su vez contribuyó a legitimar una acción más vigorosa, crítica con la legislación, de la militancia de base. El efecto acumulativo llegó a generar un “ambiente” de resistencia que inspiró la decisión del TUC (que fue bastante más allá, tal vez, de lo que muchos de sus dirigentes pretendían originalmente) de boicotear muchas de las instituciones de la Ley. Dos años después de entrar en funciones, la estrategia de las relaciones industriales del gobierno estaba en ruinas. La fórmula de pago ‘n menos 1′ fue destruida por los mineros; las medidas de ‘emergencia nacional’ de la ley perdieron toda su credibilidad con el voto masivo de los ferroviarios en apoyo de las recomendaciones de sus dirigentes; fueron necesarias retorcidas maniobras legales para soslayar la crisis creada por el encarcelamiento de cinco estibadores; pero el endurecimiento de la legislación, en este caso, acabó por hacer inevitable una huelga nacional en los muelles. La experiencia apunta a tres conclusiones.
Hay límites para la auto-contención de los sindicatos; cuando consideran que ciertas funciones vitales están en peligro, los dirigentes sindicales suelen superar sus inhibiciones en cuanto a la confrontación con el Estado. En segundo lugar, el gobierno no puede alcanzar de forma eficiente sus objetivos económicos en conflicto persistente con las uniones, en la medida en que los afiliados estén dispuestos a seguir las llamadas de sus líderes a la acción. Finalmente, la oposición oficial al gobierno estimula ─ aunque a regañadientes ─ la aparición de formas de militancia no oficiales, que resultan por lo general tan molestas para la mayoría de dirigentes sindicales como para los políticos gubernamentales.
Estas lecciones reforzaron el atractivo ─ para ambas partes – de una estrategia de colaboración. Que la idea había calado, resultó evidente en la larga ronda de conversaciones en Chequers y Downing Street7 en la segunda mitad de 1972, cuando el TUC se mostró favorable a discutir un programa detallado que incluía la contención salarial; e incluso accedió a mantener vigente la aborrecida Industrial Relations Act. De hecho, al final no se llegaría a ningún acuerdo, pero antes de eso pudo comprobarse que, a pesar de las denuncias verbales (y de un paro simbólico patrocinado por el TUC), la mayoría de uniones aceptaron sin alborotos los controles obligatorios que se establecieron.
Heath, según un relato periodístico, “dedicó más tiempo que cualquier Primer Ministro anterior al intento de comprometer a los sindicatos en el proceso de gobierno. El hecho de que fracasara ─ y de que las conversaciones acabaran en una congelación impuesta contra el deseo de los sindicatos ─ es menos importante que la aquiescencia que, en la práctica, concedieron las uniones a los Stages I y II.” A lo largo de 1973, señalan las informaciones, hubo contactos y discusiones secretas regulares y amistosas entre el gobierno y los líderes sindicales. Desde esta perspectiva, la huelga de los mineros que provocó la caída del gobierno nació de un error táctico, cuando el Stage III había sido ya redactado en detalle (con previsiones de ‘horas no sociales’ y ‘acuerdos de productividad’) desde la coincidencia de ambas partes en que un acuerdo aceptable era posible (‘La caída de Heath’, Sunday Times, 22 febrero 1976).
Hay límites para la auto-contención de los sindicatos; cuando consideran que ciertas funciones vitales están en peligro, los dirigentes sindicales suelen superar sus inhibiciones en cuanto a la confrontación con el Estado
Tanto si esta interpretación es certera o no en el detalle, el proceso de entendimiento abierto o tácito entre ministros y líderes sindicales está en línea con la lógica expuesta por el antiguo Secretario General del TUC, casi un decenio antes. Al respaldar la nueva política de rentas del Labour antes de una conferencia especial de las ejecutivas en 1965, George Woodcock había declarado que «no podemos mantenernos en estos días, nos guste o no, distanciados del Gobierno … Creo que la esencia del moderno tradeunionismo es ir del brazo con el Gobierno y saber negociar. Para negociar, necesitas tener algo que ofrecer.»
La conclusión que se extrajo del rol económico dominante de los gobiernos contemporáneos fue que la negociación colectiva debe ser elevada a nivel del Estado. Eso explica la publicación de una TUC Economic Review anual desde 1968, de aparición prevista justo antes de la discusión de los presupuestos. En efecto la Review constituía un programa de política económica y social que, según se esperaba, daría forma a una agenda para la negociación con el gobierno. Pero paradójicamente, el ‘algo que ofrecer’ en cualquier negociación de ese tipo solo puede conducir a la aceptación de limitaciones de la ‘negociación colectiva libre’ en el nivel de la fijación tradicional de los salarios entre sindicatos y empresarios. Las desagradables implicaciones de esta paradoja tal vez expliquen por qué la negociación con el gobierno ha tendido a ser privada e informal, en contraste con las relaciones más públicas e institucionalizadas de ‘cooperación social’ tradicionales en varios países del continente. El corolario, sin embargo, ha sido que todo acuerdo para establecer limitaciones en la negociación de pagas y salarios se formulaba de forma tácita e imprecisa, con el fin de no dar pie a una presión fuerte de las bases internas de las uniones.
Pero la expresión más clara de una cooperación social al estilo continental se encuentra en el ‘contrato social’ acordado entre el TUC y el Partido Laborista antes de la primera vuelta de las elecciones de 1974. Los términos de la colaboración fueron explícitos: habría un acuerdo conjunto sobre las políticas sociales, económicas y fiscales planteadas por el Labour desde el gobierno, y en contrapartida las uniones moderarían las aspiraciones salariales y los acuerdos sobre condiciones dentro de márgenes compatibles con la estrategia económica del gobierno. Cuando la moderación voluntaria demostró su ineficacia ─ porque la retirada por parte de los conservadores de los controles obligatorios, en una época de inflación de precios sin precedentes, desembocó de forma natural en un récord en los acuerdos salariales alcanzados ─, el TUC ayudó a implantar los límites obligatorios descritos anteriormente.
La resurrección del término ‘contrato social’ no ha carecido de significación. La noción había surgido originalmente en el contexto de la filosofía política del siglo XVII, y sirvió de instrumento ideológico para legitimar un orden social y político que respaldaba la existente (y muy desigual) distribución de la propiedad (Macpherson, 1962). En los años setenta las implicaciones del concepto podían parecer inicialmente muy diferentes: de hecho, un acuerdo muy atractivo para los tradeunionistas. El gobierno se disponía a sustituir la Industrial Relations Act por una legislación acordada con los sindicatos; a mantener el pleno empleo y precios estables; a apoyar y mejorar las inversiones en previsión y servicios sociales, a fin de dar mayor importancia al ‘salario social’; y a «propiciar un cambio fundamental e irreversible en los equilibrios de poder y riqueza, en favor de las clases trabajadoras y sus familias.» Es verosímil que algunas limitaciones parciales a la negociación salarial parecieran un precio pequeño a cambio de beneficios de ese calibre.
En la práctica, las cortapisas con las que se desplegó la política económica del gobierno redujeron a la nada la mayor parte de aquellos compromisos: el nuevo contrato social, como el viejo, tendió cada vez más a funcionar como un mecanismo de defensa contra los ataques a un sistema económico fundado en los privilegios y la inhumanidad. La Industrial Relations Act fue en efecto derogada en favor de la Trade Union and Labour Relations Act de 1974 y la Employment Protection Act de 1975. Pero continuó la escalada de los precios mientras el desempleo crecía inexorable hasta niveles muy por encima del máximo previo de posguerra; los recortes en el gasto público supusieron fuertes caídas en los servicios de previsión social; la principal concesión a las propuestas radicales de mayor igualdad fue la creación de una Royal Commission, la fórmula tradicional para evitar la adopción de medidas serias. Pero el TUC siguió mostrándose dispuesto de forma virtualmente unánime a defender limitaciones salariales que significaban una caída en los ingresos reales netos de la mayoría de los trabajadores; y esta política fue proseguida con un rigor que, como ya se ha comentado, trajo una reducción significativa de la actividad huelguística.
Parecen haber sido cuatro las razones principales del persistente compromiso de los sindicatos con el contrato social. La primera fue la relación y la lealtad tradicionales de muchas uniones respecto del Partido Laborista. Pero esta solo puede ser una pequeña parte de la explicación, porque los sentimientos a palo seco muy raramente han llevado a los sindicatos británicos a ajustar sus actividades laborales a los deseos de los gobiernos laboristas; y con la mayor presencia de ‘cuellos blancos’ en la dirección del TUC, a una proporción creciente de sus componentes empezaron a faltarles los tradicionales reflejos políticos. El segundo factor fue un deseo más pragmático de contribuir a apoyar a un gobierno laborista, por miedo de que los conservadores (en particular, dado su liderazgo en aquella época) emprendieran políticas laborales más desagradables incluso para las unions.
En tercer lugar estaba la creencia de que la estructura económica existente permitía al gobierno pocas políticas alternativas; y que sin la cooperación del TUC sobre salarios, tasas de inflación y de desempleo, la escala de los ataques contra el ‘salario social’ sería todavía peor. El último factor fue un miedo generalizado a que, no importaba con qué gobierno ni con qué objetivos políticos, una confrontación grave con los sindicatos llevara a un colapso de las instituciones sociales y políticas existentes (posiblemente esta fue una razón capital para el ahínco con que se buscó un acuerdo con Heath en el verano de 1972).
Por más que originalmente se basaba en unas aspiraciones optimistas a una transformación radical (si bien puramente constitucional) social y económica, el contrato social sobrevivió, así pues, cada vez más por razones negativas y pesimistas: la alarma ante la perspectiva de un deterioro aún mayor en la situación de los trabajadores británicos, más que una esperanza seria de mejoría significativa. Eventualmente, esos motivos demostraron ser insuficientes.
La prolongada sumisión de los sindicatos fue primero criticada pasivamente (1977-78, cuando solo los bomberos presentaron una batalla duradera y a gran escala), y luego activamente resistida (1978-79, el ‘invierno del descontento’). Huelgas y trade unions fueron presentados entonces, una vez más, como el ‘problema’ central de la sociedad británica. Estaba ya montado el escenario para un retorno radical de una estrategia de coerción bajo el gobierno Thatcher.
El thatcherismo: una pacificación coercitiva
Todos los gobiernos británicos desde la posguerra, sin importar su partido (con la excepción parcial de los dos primeros años de Heath) han compartido un compromiso para la gestión consensuada de una ‘economía mixta’ en la que tanto el Estado como el capital privado ejercen importantes funciones. El propósito de maximizar el acuerdo en cuestiones de política incluía procesos complejos de consulta con representantes de los empleados y las trade unions, y la proliferación de agencias y comités tripartitos.
El más destacado de esos cuerpos, el National Economic Development Council (NEDC), fue creado por un gobierno conservador en 1962; y tuvo un efecto típico del tripartismo, al responsabilizar más a los sindicatos con las prioridades económicas del gobierno, pero sin permitirles influir de forma genuina en esas prioridades. Con todo, la forma de participación del TUC en ese artificio, en particular durante el periodo del ‘contrato social’, contribuyó a crear una ilusión de poder sindical. La presentación de las relaciones industriales en los medios de información – que enfatizaba la presión sindical por ajustes de detalle en la política de gobierno y empresas, mientras ignoraba las reclamaciones mucho más amplias de los dirigentes de las uniones ─, era incompatible con esa política. Atacar la legitimidad política del sindicalismo era, por consiguiente, reforzar la política del thatcherismo. Al mismo tiempo, despotricar de los sindicatos era considerado electoralmente rentable entre sectores populares (por razones que se examinan más abajo), como asimismo atractivo para los tenderos y los pequeños empresarios que componían la base social del thatcherismo.
Con el thatcherismo, en menos de una década, el marco de las leyes laborales británicas pasó a ser el más antisindical de entre los mayores países industriales
En línea con esta perspectiva, el gobierno desarrolló una ofensiva en múltiples direcciones. Primero, puso en cuestión, no únicamente la legislación de 1974-76, sino todo el marco de leyes laborales establecido entre 1871 y 1913. Las Employment Acts de 1980 y 1982 constituyeron un ataque al sindicalismo de mayor alcance, aunque más fragmentario, que la desafortunada Industrial Relations Act, al ilegalizar la mayor parte de las formas de huelga, los piquetes y el ‘taller cerrado’ (closed shop8), y exponer a las uniones a penas financieras graves. La Trade Union Act de 1984 expuso a los sindicatos a responsabilidades legales por la convocatoria de cualquier huelga – sin importar la urgencia del problema implicado ─ sin una votación secreta previa de los miembros afectados. (La misma ley exige también votaciones secretas para elegir a los comités ejecutivos de las uniones y para decidir sobre el destino de los fondos políticos.) La legislación acordada en el parlamento en 1988 impuso ulteriores restricciones a la organización y la acción colectiva. En menos de una década, el marco de las leyes laborales británicas pasó a ser el más antisindical de entre los mayores países industriales.
En segundo lugar, muchas de las protecciones positivas contenidas en la legislación laborista fueron diluidas o eliminadas, como lo fueron asimismo provisiones de largo alcance como la ‘cláusula de salarios justos’ en contratos del gobierno. Los Wages Councils (Consejos Salariales), a los que habría correspondido fijar algunos mínimos legales a las ganancias de las industrias con niveles salariales más bajos desde los inicios del siglo, se enfrentaron a su desaparición. La mayoría de los Industrial Training Boards fueron eliminados, y los fondos públicos para educación en las trade unions se redujeron drásticamente. Estos cambios fueron los más significativos en un entorno económico hostil, con un declive de la afiliación a las trade unions (cayeron desde un pico de casi 12,2 millones en 1980 a 9,3 millones in 1987), y los problemas financieros consiguientes.
En tercer lugar, los ministros de Thatcher se mostraron más ansiosos incluso que los de los primeros años de Heath en eliminar la engorrosa etiqueta de unas reuniones consultivas con representantes sindicales. Con un desprecio ostensible por toda la filosofía del tripartismo, uno de los primeros actos del gobierno fue iniciar una revisión del sistema de las ‘quango’9. Esto tuvo como resultado la abolición de buen número de dichos cuerpos (aunque se demostró impracticable eliminar tantos como se había previsto). Pero en los que sobrevivieron, los miembros nominados por el TUC ya no pudieron ejercer ninguna influencia discernible; es más, sus propuestas fueron tratadas con un desdén tan obvio que durante un tiempo el TUC se retiró del NEDC. Más recientemente, se han dado discusiones empeñadas acerca de si el TUC debería participar aún en la Manpower Services Commission, cuyas actividades se centran cada vez más en programas de ‘formación’ mal pagados que los jóvenes desempleados están obligados a seguir so pena de perder las prestaciones del Estado.
El cuarto desafío principal se localizó en las relaciones del sector público industrial. Como su predecesor en 1970, el gobierno conservador descartó seguir una política de rentas pactada, pero impuso drásticos recortes en las retribuciones de sus propios empleados, mediante autolimitaciones en el endeudamiento. El sistema de controles presupuestarios iniciado por el Labour se intensificó, y se especificaron porcentajes de asignación, para aumentos en los distintos escalones salariales, situados considerablemente por debajo de la tasa de la inflación; los sindicatos tuvieron, así pues, que elegir entre la caída de los niveles salariales reales o bien la pérdida todavía más rápida de los niveles de empleo. En las industrias nacionalizadas, la disposición del gobierno a financiar programas de inversión (o a compensar pérdidas operativas) fue directamente proporcional a la severidad con que el management se dedicaba a atacar los pactos colectivos establecidos. Quizás lo más reseñable fuera la experiencia en British Leyland (ahora Grupo Rover), donde la dirección impuso un extenso programa de ‘racionalización’ de la producción, y cierre de plantas y establecimientos auxiliares; desmanteló los controles colectivos de los trabajadores sobre sus tareas, incrementó los ritmos e intensificó la disciplina; desató un ataque sistemático contra la organización de los delegados de fábrica, suprimiendo concesiones consolidadas y hostigando a los activistas sindicales (incluido el despido del principal representante sindical en la mayor factoría de la compañía); y presionó insistentemente a los dirigentes que representaban a las uniones con la exigencia de votaciones por correo de los empleados (anticipando así la actual iniciativa legislativa del gobierno). Una agresividad managerial similar se desplegó en British Steel, donde el empleo se ha reducido en más de la mitad desde 1979; en British Rail, donde se produjeron una serie de conflictos en torno a la paga y las condiciones de trabajo; y en el National Coal Board (actual British Coal), donde los cierres de pozos, los procedimientos disciplinarios y los cambios en las condiciones de trabajo provocaron serios conflictos.
Así pues, el entorno político de la organización y la acción colectiva se transformó radicalmente, al mismo tiempo que el contexto económico (en parte como resultado de una deliberada política del gobierno) se hacía más hostil. Estos factores explican en gran parte el rápido cambio en la actividad huelguística: cuando apareció la primera edición de este libro, la lucha industrial se encontraba en un momento álgido, en tanto que un decenio después el nivel está en el punto más bajo desde la guerra. El ‘efecto declaración’ identificado durante la ‘ola’ de huelgas de los primeros años setenta parece haberse invertido.
No es raro que miembros de los sindicatos y participantes en huelgas acepten y compartan las críticas generalizadas a las huelgas y a los sindicatos
Luego, ocurre en determinadas circunstancias que las luchas exitosas de grupos de trabajadores con poca tradición de militancia estimulan a otros grupos a la acción; hoy, en cambio, cada derrota desanima a otros a asumir los riesgos de una huelga. Este efecto negativo de declaración forma parte de un proceso que podría denominarse de ‘pacificación coercitiva’: el desempleo masivo y prolongado, más un gobierno a la ofensiva, han minado de forma sistemática la fuerza y la confianza colectiva de la mayoría de los trabajadores. Pero existe además una dimensión ideológica más amplia: la hostilidad de la ‘opinión pública’ se ha intensificado netamente, y esto también contribuye a explicar el declive de la actividad huelguística. Abordaremos ahora la erosión de los fundamentos ideológicos de la acción colectiva, como último tema de discusión.
El problema de la ideología y la organización
En el apartado anterior hemos señalado una brecha entre la actividad y la conciencia: no es raro que miembros de los sindicatos y participantes en huelgas acepten y compartan las críticas generalizadas a las huelgas y a los sindicatos. Durante más de un decenio, los sondeos de opinión han mostrado con regularidad que tres cuartos de la población, incluida la mayoría de los propios afiliados a los sindicatos, consideran que las trade unions tienen ‘demasiado poder’; solo el 5% responde que aún no son lo bastante poderosas. Las encuestas realizadas durante las elecciones de 1983 señalaron un apoyo de un 72% a leyes más estrictas para reducir la libertad sindical. Es desaconsejable dar un crédito excesivo a las respuestas fáciles a preguntas superficiales de los encuestadores; los trabajadores pueden reaccionar de forma muy diferente cuando se les somete a un ataque directo a sus intereses materiales. Sin embargo, las elecciones de 1983 y 1987 demostraron el predominio de ese tipo de respuestas, por lo menos en los comportamientos de los votantes. De los afiliados a los sindicatos que votaron en 1983, aproximadamente tres de cada cinco eligieron, bien a Thatcher ─ a pesar del récord de tres millones de desempleados y del desmantelamiento de los servicios públicos ─, o bien al Partido Socialdemócrata, que esgrimió una plataforma anti-sindicatos parecida. El resultado en 1987 fue similar, con una tendencia continuada al voto conservador entre la clase obrera manual especializada. Irónicamente, este sector había estado en primera línea de la reivindicación salarial fragmentada en los años sesenta; pero los que mantuvieron sus empleos habían disfrutado en muchos casos de subidas reales de salarios en los años ochenta, y sus perspectivas políticas se adaptaron al parecer a sus intereses económicos inmediatos.
Estas tendencias políticas son importantes para la discusión de las votaciones secretas en la toma de decisiones de los sindicatos y, en particular, en las huelgas. El gobierno conservador ha presentado su legislación sobre el tema como un medio deseable de hacer más democráticos a los sindicatos; y de los sondeos se desprende la evidencia de que muchos sindicalistas están de acuerdo en ello. ¿Por qué entonces muchos activistas y responsables sindicales se han opuesto tozudamente a la legislación? En parte la objeción es que el Estado, y en particular un gobierno hostil, imponga un modelo específico de gobernanza a los sindicatos; especialmente dado que otras organizaciones, como las asociaciones patronales, no están sujetas a esos controles. A las empresas no se les obliga a pedir el voto secreto de sus accionistas antes de hacer una donación a los conservadores, o antes de amenazar a sus empleados con un lock-out si no aceptan nuevas condiciones de empleo. De modo que la ley es claramente parcial.
Subyace al argumento en favor de las votaciones secretas una variante del enfoque familiar del ‘agitador’ de conflictos: se supone que los dirigentes sindicales se sienten felices convocando huelgas o que los combativos delegados sindicales imponen su voluntad a unas direcciones sindicales reticentes. Como este libro en su conjunto ha intentado demostrar, se da una extraña inversión del modelo normal de relaciones entre la afiliación y la dirección de los sindicatos. Los dirigentes sindicales se muestran típicamente reticentes a iniciar huelgas, y resultaría suicida hacerlo sin un apoyo fuerte de la afiliación. (En el conflicto minero de 1984-85, cuando ya resultaba claro que el rechazo a la votación secreta reglamentaria era un serio error táctico, se dio de forma clara un ambiente muy fuerte de apoyo a la huelga…, que de hecho empezó de forma ilegal.) Parte de la razón para las votaciones de los afiliados en un llamamiento a la huelga, sin embargo, es que se sienten apartados del proceso de toma de decisiones en sus organizaciones; un problema serio que se analizará más a fondo en las páginas siguientes.
Existen, sin embargo, razones para el escepticismo acerca de la pretensión de los conservadores de estar defendiendo los derechos de los trabajadores. Todo el peso de la legislación, desde 1979, se ha puesto en debilitar los derechos de los empleados frente a sus empleadores; y el gobierno Thatcher se ha resistido tozudamente a seguir incluso las más modestas propuestas de una legislación europea sobre derechos de información y consulta de los trabajadores de grandes empresas. El entusiasmo por el voto secreto en las uniones parecería deber mucho al choque cultural entre un modelo pasivo e individual de toma de decisiones, y los principios colectivos y participativos en los que está basado el tradeunionismo.
Históricamente, el tradeunionismo estaba profundamente imbricado en la cultura y las relaciones comunales de muchos estratos de la clase obrera: la fuerza de las uniones residía sobre todo en un fuerte sentido de identidad colectiva, expresado y reforzado mediante mítines masivos, desfiles, banderas, actividades sociales. Hoy tales manifestaciones de compromiso con el sindicato se han marchitado
El desprecio de los conservadores por la idea de la autodefensa colectiva de los asalariados por medio de los sindicatos quedó claro en sus propuestas legislativas de 1988, que impedirán la aplicación de la disciplina colectiva a quienes rompen la huelga, incluso cuando un conflicto cuente con el respaldo de la mayoría en una votación secreta. El objetivo no es democratizar los sindicatos, sino desorganizarlos.
No obstante, esas iniciativas encajan en el clima ideológico dominante. La humillación del Partido Laborista en 1983 y 1987 demostró su falta de influencia, incluso la de sus propios miembros, dirigentes y activistas sindicales que habían hecho campaña en apoyo del partido. Este hecho contrastaba llamativamente con el éxito de todas las uniones que utilizaban el voto político secreto tal como lo exigía la Ley de 1984; es significativo que muchas uniones hicieran campaña sobre el derecho a tener voz en los asuntos parlamentarios, y mantuvieran un perfil bajo respecto de su asociación con el Partido Laborista.
La política tradicional del movimiento laborista ya no suscita la misma respuesta que en otro tiempo. Esto refleja un debilitamiento grave de lo que podríamos llamar la base moral de la identidad colectiva, y de las luchas colectivas resultantes. Históricamente, el tradeunionismo estaba profundamente imbricado en la cultura y las relaciones comunales de muchos estratos de la clase obrera: la fuerza de las uniones residía sobre todo en un fuerte sentido de identidad colectiva, expresado y reforzado mediante mítines masivos, desfiles, banderas, actividades sociales. Hoy tales manifestaciones de compromiso con el sindicato se han marchitado; mientras que el sentido de solidaridad de clase (o por lo menos de solidaridad ocupacional o industrial) de los trabajadores se ha visto progresivamente desplazado por la receptividad al individualismo y a las nociones del ‘interés nacional’ que, como se ha señalado antes, son los rasgos ideológicos característicos del thatcherismo.
Estos cambios reflejan en parte unas transformaciones culturales mucho más amplias: la importancia declinante de las comunidades de clase obrera tradicional con sus redes espesas, pero a menudo opresivas e introspectivas, de relaciones sociales; y el impacto de nuevos medios de ‘cultura de masas’ de propiedad, o bajo el control, de capitalistas o de grupos favorables a sus intereses. Resultan también importantes los cambios en la composición del empleo, y el tipo de afiliación al sindicato al que se ha aludido antes.
La organización del trabajo y la cultura de trabajo del obrero manual en las minas y las obras, los muelles y los ferrocarriles, los astilleros y las fábricas, convocaban de forma relativa un sentido ‘espontáneo’ de solidaridad. Los comercios y las oficinas, las escuelas y los hospitales, son lugares de trabajo significativamente diferentes, con procesos de trabajo que con frecuencia aparecen fragmentados y aislados. Funcionarios y mecanógrafos, enfermeros y maestros, supervisores y técnicos, responden de forma típica a una complejidad de intereses y presiones; y sus respuestas raramente revelan algún compromiso con la ética y las tradiciones del movimiento obrero. Históricamente, la ‘forja de sindicalistas’ siempre ha dependido de un deliberado esfuerzo de combate ideológico; eso es todavía más necesario hoy.
Pero en gran medida, en los últimos años las uniones británicas han abdicado de ese combate. De hecho, muchas han basado su apuesta en un crecimiento en afiliación sin necesidad de ganar el compromiso activo de las nuevas levas. Es significativo el hecho de que el número de afiliados a las uniones creciera de forma continuada y sustancial a lo largo de los años setenta, pese a un entorno económico particularmente desfavorable y al clima de hostilidad pública ya comentado. Una de las explicaciones principales es la medida cada vez mayor en que la afiliación a una unión se ha convertido en una condición del empleo. En 1977-78 un análisis de la industria manufacturera mostró que el 37% de empleados en puestos no directivos habían accedido al puesto a través del ‘closed shop’; un estudio más amplio de 1980 indicó que el 27% de la fuerza de trabajo total respondía al mismo esquema. Las cifras, sin embargo, han descendido con el colapso del empleo en muchos reductos tradicionales de los sindicatos; una estimación reciente señala que los empleados concernidos cayeron desde los 4,8 millones en 1980 a 3,6 millones en 1984 (Millward y Stevens, 1986: 107).
El ‘closed shop’ es una característica tradicional de las relaciones industriales británicas, como institución social que refleja el fuerte compromiso de las trade unions con la gran mayoría de los trabajadores comprometidos. Estos, al ver la organización colectiva como una condición de sus propios estándares y de su seguridad, se negaban a trabajar junto a no sindicados, e hicieron valer el principio sin contar muchas veces con el reconocimiento oficial, tanto de la dirección de la empresa, como de la unión. En contrapartida, los años setenta vieron la elaboración de ‘acuerdos de afiliación sindical’, a menudo sin ninguna referencia a la fuerza de trabajo afectada, y en áreas de empleo sin una tradición sindical fuerte.
Muchos patronos acogieron con alegría estas disposiciones como un medio de simplificar la estructura de la negociación, eliminando la rivalidad entre uniones, y proveyendo a los responsables sindicales de las facultades disciplinarias necesarias para el cumplimiento de los acuerdos.
El reclutamiento por medio de estos mecanismos crea meros sindicalistas de papel. Trabajadores cuyo ingreso en el sindicato es un corolario rutinario al ingreso en un empleo, y para los que la suscripción semanal es automáticamente deducida de su salario por el patrono, no plantean normalmente objeciones al hecho de su afiliación. Pero se relacionan con el sindicato de forma pasiva, como individuos atomizados: no como participantes en una vivencia colectiva. No puede sorprender que ‘el sindicato’ represente para ellos un poder impersonal lejano, y no una expresión de su propia identidad y de sus intereses. La alienación de los miembros respecto de sus propias uniones se ha visto acentuada casi con toda seguridad por la ‘reforma’ de las relaciones industriales de los años setenta. La pauta común (por más que dista mucho de ser universal) de una negociación descentralizada mediante delegados sindicales en estrecha y continua relación con sus representados, se ha transformado, debido a la formalización de arreglos negociados en el nivel de la planta o en el de la compañía; a lo cual se añaden la naturaleza crecientemente jerárquica de la organización sindical en el centro de trabajo, y la mayor implicación de los delegados de fábrica en relaciones consultivas de alto nivel con los empresarios. Una organización de delegados más burocratizada tiende a aislarse peligrosamente de la afiliación general; y el management se ha lanzado con rapidez a explotar esta situación.
Para terminar, debe verse la actual debilidad ideológica de las uniones en el contexto del tradicional seccionalismo que practican los sindicatos británicos.
Aunque sería erróneo infravalorar la significación de las llamadas a un movimiento común en el lenguaje del tradeunionismo británico, o ignorar la evidencia de momentos de solidaridad de amplio espectro, la correlación típica entre identidad y lucha colectiva es probablemente mucho más estrecha en Gran Bretaña que en otros muchos países.
Parroquialismo y seccionalismo se han visto claramente reforzados, en el seno de una militancia fragmentada, durante los años de condiciones favorables en el mercado de trabajo. Pero en la actualidad no solo la fragmentación de las luchas resulta con frecuencia materialmente inadecuada, en el contexto de una mayor coordinación y centralización de las estrategias del capital y el Estado; lo peor es que sus efectos ideológicos son también nocivos. Aunque hay muy poca base para sostener que el seccionalismo haya crecido de modo significativo en los últimos años, sus implicaciones han cambiado con toda seguridad. Lo cual es un reflejo de la cada vez más sofisticada división del trabajo, que intensifica la interdependencia de actividades productivas heterogéneas, y el área en expansión de nuestra subsistencia cotidiana, que depende hoy del trabajo asalariado de otros, ya se trate de empleados en el sector privado de los ‘servicios’, o bien de asalariados del Estado.
Las huelgas acompañan de forma inherente al sindicalismo y a la negociación colectiva; sus puntos fuertes y débiles como forma de acción solo pueden ser apreciados adecuadamente mediante una valoración más amplia del significado y el carácter contradictorio de la organización sindical
La militancia (o incluso la acción defensiva) seccional tiene ahora consecuencias típicamente perturbadoras para los trabajadores no directamente concernidos. Las huelgas localizadas desembocan por lo común en despidos generalizados, muchas veces como una táctica deliberada de escalada por parte de la empresa. Y los conflictos que afectan a los trabajadores de los servicios públicos ─ una característica importante de las relaciones industriales británicas en los años setenta ─ han tenido a menudo un impacto particular en los hogares de las clases trabajadoras. La reacción evidente de muchos trabajadores (y por ende de muchos sindicalistas) es considerarse a sí mismos víctimas de los conflictos de las industrias, y expresar su hostilidad a las huelgas, con excepción de las suyas propias. En un clima de estridente denuncia de las huelgas en la prensa y la televisión, el Estado lo ha tenido fácil para reforzar el aislamiento ideológico de los trabajadores atribuyéndose el papel de defensor del ‘interés público’ y los ‘derechos de los consumidores’. Las demandas y las luchas sindicales, de muy corto radio de acción, carecen de un vínculo convincente y de principios que las conecte a una visión más amplia de los intereses y proyectos de la clase, y esa es la razón de que las trade unions británicas se vean hoy en gran medida indefensas frente a ataques ideológicos.
¿Después de la crisis?
Las huelgas son una respuesta a un problema que ellas mismas están incapacitadas para resolver. Pero, ¿puede haber una solución? Las huelgas acompañan de forma inherente al sindicalismo y a la negociación colectiva; sus puntos fuertes y débiles como forma de acción solo pueden ser apreciados adecuadamente mediante una valoración más amplia del significado y el carácter contradictorio de la organización sindical. En consecuencia, es necesario revisar el ‘estado de las uniones’ en la Gran Bretaña de hoy. Cabe sugerir que el problema de las huelgas, que se prolongará a lo largo de más de una generación por su considerable eficacia, está estrechamente ligado a cuatro problemas distintos, pero relacionados, de la actual organización colectiva.
El primero es la burocracia. ‘Burocracia sindical’ ha sido durante mucho tiempo un popular eslogan condenatorio desde la izquierda. El término, utilizado para designar a un estrato particular de responsables y dirigentes de los militantes representativos, está virtualmente vacío de contenido teórico: menos aún en Gran Bretaña, donde tantas funciones ‘burocráticas’ del tradeunionismo son asumidas por activistas que no figuran en la nómina de las uniones. Es válido, sin embargo, para conceptualizar la burocracia como una relación social invasiva de la práctica sindical en todos los niveles: una relación social corrosiva de los fundamentos de la solidaridad colectiva.
A pesar de las poderosas presiones sobre los sindicalistas para que se comporten con ‘responsabilidad’, oposición y lucha son en realidad esenciales para el sentido auténtico y la existencia del tradeunionismo. Las definiciones ideológicas dominantes en nuestra sociedad desfiguran los intereses de los trabajadores y caracterizan las prioridades capitalistas como algo natural e inevitable; es a través de su auto-actividad y movilización como los trabajadores pueden establecer una definición alternativa de los intereses colectivos que les distinguen, y formular objetivos alternativos. Pero la negociación colectiva manejada por negociadores ‘especializados’ en beneficio del conjunto de la afiliación, consolida una jerarquía representativa funcionalmente orientada a la negociación y el compromiso con el capital y sus agentes; el activismo permite entonces un proceso vivo de democracia interna en el sindicato.
Resulta más y más evidente, sin embargo, el desfase entre este proceso político interno y la mayoría de los afiliados a la unión. Las rutinas de la agenda de la federación, las reuniones de comité de distrito, los reglamentos para las conferencias, las mociones, las enmiendas y las resoluciones, incluyen a una minoría de entusiastas que se elevan, por su interés y sus conocimientos, por encima de la afiliación de base. En este aspecto los activistas no profesionalizados – que con frecuencia se consideran a sí mismos la auténtica voz de la base militante ─ pueden situarse tan lejos (o incluso más) de los sentimientos de sus valedores como lo están los dirigentes sindicales a tiempo completo. Es precisamente esta jerarquía de activismo e implicación, y su alejamiento de los mecanismos formales de la toma de decisiones políticas a partir de la experiencia de los afiliados ordinarios, lo que ha motivado la legislación reciente que limita formas tradicionales de democracia sindical mediante la aplicación de votaciones secretas obligatorias.
Sería erróneo plantear una dicotomía tajante entre ‘minoría activa’ y ‘mayoría pasiva’: existen muchas gradaciones del activismo, y en ciertos momentos, o en ciertos contextos, puede darse un alto grado de compromiso de la afiliación en las relaciones colectivas que constituyen la práctica sindical. Sin embargo, en la mayoría de las uniones y en la mayor parte del tiempo, la política interna viene a funcionar como un pasatiempo esotérico para entusiastas excepcionales. Y no es solo su predisposición lo que diferencia a los así implicados. Es típico que activistas y responsables sindicales procedan en una medida desproporcionada de estratos relativamente privilegiados de la fuerza de trabajo: varones, blancos, expertos, mejor pagados, con empleos más seguros. Esas características ─ comúnmente asociadas a una mayor auto confianza, familiaridad con los procedimientos oficiales, presencia entre los compañeros trabajadores, e identificación con el trabajo y en consecuencia con las instituciones relacionadas con el trabajo ─ pueden ser vistas como estímulos a una mayor implicación en el tradeunionismo y a una ‘carrera’ exitosa de activista sindical. De esa forma, la jerarquía dentro de la clase trabajadora se reduplica en el interior de la organización sindical. En la identificación de los agravios, la selección de las demandas, la formulación de las estrategias y la determinación de las prioridades, las perspectivas y los intereses de los sectores dominantes, casi inevitablemente ejercen una influencia desproporcionada. La consiguiente subordinación (o exclusión) de los problemas de las mujeres, los inmigrantes, los no cualificados, los peor pagados, los precarios (para no mencionar a los desempleados y a los empleados de forma esporádica), aproxima la agenda de los compromisos a lo que se ha llamado ‘legalidad industrial’, que puede permitir algunas mejoras en las condiciones de los trabajadores, pero simultáneamente refuerza la legitimidad y la seguridad del empleador. La representación se aleja de la movilización; la preservación de la relación del negociador con el empleado revela una cierta renuncia a las prácticas ‘no oficializadas’ de la lucha de clases. Sin recurrir a las ‘leyes de hierro’ de Michels, es posible identificar una contradicción: organizaciones de trabajadores que se definen y se constituyen mediante la lucha, tienen también inclinación a contener e inhibir esa lucha.
Las huelgas no son acciones defensivas de hombres y mujeres desesperados y oprimidos. . . Muchas huelgas son en esencia actos creativos de carácter ofensivo, signos no de debilidad sino de resolución colectiva, no de resignación sino de un sentido a menudo esperanzado y positivo de autoestima
La burocracia como relación social se manifiesta en una jerarquía establecida no solamente para el control (susceptible de ser parcialmente mitigado por las variadas normas y tradiciones democráticas de las uniones), sino además para el activismo. En Gran Bretaña, como se ha destacado a menudo, las funciones en gran parte no remuneradas ejercidas por un núcleo sustancial de activistas y representantes de fábricas, son vitales en la práctica diaria del tradeunionismo. El equipo relativamente pequeño de responsables a tiempo completo depende en muchos aspectos del trabajo de esas personas, que tienen una capacidad temible ─ cuando es cínica y manipuladora ─ para estar en comunicación permanente con la clase obrera. Ni los sindicatos ni la izquierda política han desplegado una capacidad semejante: con frecuencia asumen que ellos son la clase obrera, o por lo menos poseen autoridad exclusiva para hablar en su nombre. Las nociones de humanidad, de solidaridad, de consciente determinación colectiva de existencia social, se han convertido en consignas vacías que solo recuperan su sentido original cuando están inspiradas en una visión social que conecta (incluso en su intención de ampliarla) con la comprensión de la gente acerca de su propia situación.
En segundo lugar, se deduce que una estrategia para unificar las heterogéneas y fragmentadas luchas existentes debe proceder de abajo arriba, desde la base.
El seccionalismo, como se ha sugerido antes, es una fuente de debilidad tanto material como ideológica. Pero el carácter descentralizado del tradeunionismo británico, sus tradiciones de amplia implicación de la militancia, proporcionan un contrapunto vital a las tendencias burocráticas que han sido señaladas; así pues, la centralización a expensas de la democracia de base no es una solución al problema, sino que tiende a acentuar la alienación del afiliado ordinario e las instituciones del movimiento obrero. Es esencial coordinar la actividad; evitar demandas y estrategias divisivas; remitir intereses particularistas a intereses de clase más amplios; mostrar una preocupación especial por aquellos sectores de la clase cuya opresión por el capital se ve agravada por su subordinación dentro de su propio sindicato. Pero esa solidaridad no puede ser impuesta artificialmente: tiene que derivar del compromiso y la convicción, que a su vez presupone un proceso de educación interna y unos argumentos de mayor extensión e intensidad. Un proceso así representaría una innovación radical: una iniciativa que solo puede proceder del amplio cuadro de activistas ya reconocidos, muchos de ellos, además, ansiosos por encontrar nuevas formas de respuesta, y receptivos a nuevas definiciones del sindicalismo socialista.
En tercer lugar, las actividades sindicales deben conectarse de forma mucho más directa con movimientos y luchas sociales más amplias. Los sindicalistas – y la mayoría de la izquierda socialista ─ han aceptado tradicionalmente, por omisión si no por convicción, la fragmentación capitalista de la identidad social. Se ve el ‘trabajo’ ─ identificado con empleo asalariado, y con frecuencia también con el estereotipo de un macho musculado martilleando una pieza de metal ─ como algo separado del hogar, de la comunidad, de la cultura, y que tiene prioridad sobre todo lo demás. Desde ese punto de vista, la lucha sindical es el centro organizador de la lucha de clases; las actividades ‘periféricas’ son en el mejor de los casos un refuerzo, y en el peor una distracción. Una concepción de ese tipo, siempre perjudicial, es suicida cuando tantos trabajadores ─ y tantos otros que están, como mucho, integrados de una forma solo marginal en el reino del trabajo asalariado ─ dan una alta prioridad a problemas y compromisos situados al margen del empleo, y están dispuestos a actuar colectivamente en esos contextos.
Estos puntos proporcionan un enfoque más incisivo al tema de este libro. Cronin ha insistido (1979: 9) en que debemos ‘considerar el acto de la huelga como una afirmación positiva de la gente que trabaja. Las huelgas no son acciones defensivas de hombres y mujeres desesperados y oprimidos. . . Muchas huelgas son en esencia actos creativos de carácter ofensivo, signos no de debilidad sino de resolución colectiva, no de resignación sino de un sentido a menudo esperanzado y positivo de autoestima . . . ‘
Tal vez eso sea hermosear y romantizar las intenciones y actitudes de muchos huelguistas. Pero da cuenta de un punto esencial: que las huelgas, al menos potencialmente, son vehículos de personas que se esfuerzan por construir su propia historia. Vivimos en tiempos en que la brutalidad e irracionalidad que subyacen a las estrategias de los poderosos ─ y que están imbricadas en fuerzas estructurales aparentemente sin dirección e incontrolables – no solo constriñen nuestra humanidad sino que amenazan nuestra misma existencia. Los obstáculos puestos a los intentos de hacer nuestra propia historia son más insistentes ahora que en ninguna época anterior.
Las huelgas no tienen necesariamente relación con el radicalismo político; con todo, siguen teniendo una importancia vital como expresiones de resistencia a las tendencias represivas dominantes en nuestra época
Cualquier oposición eficaz a esos obstáculos debe conllevar una constante ampliación de las reservas de autoafirmación de las personas. Como parte de ese proceso, es esencial que la postura afirmativa implícita en el acto de la huelga pueda amplificarse, y elevar sus perspectivas mediante conexiones múltiples con otros movimientos sociales que se extienden más allá de la estricta relación entre trabajador y empleador. Una sociedad humana solo se puede construir a partir de la iniciativa colectiva, que, en el momento presente, se manifiesta tan solo en revueltas fragmentadas; pero esas revueltas seguirán siendo erráticas e ineficaces a menos que las guíe la visión de un orden alternativo.
Los años ochenta han visto significativas ampliaciones en el control del Estado sobre nuestras vidas cotidianas (inspiradas por gobiernos cuya consigna es eliminar la dependencia de los individuos respecto al Estado); una escalada de conflictos globales (entre gobiernos cada uno de los cuales profesa la paz, y todos los cuales explotan el fantasma de la amenaza externa para legitimar coerciones sobre la disidencia interna); y la elaboración por parte de los medios de una manipulación de la opinión servida por un vocabulario viciado por el disimulo y el engaño.
Es obvio, entonces, que las huelgas no tienen necesariamente relación con el radicalismo político; con todo, siguen teniendo una importancia vital como expresiones de resistencia a las tendencias represivas dominantes en nuestra época. Si pretendemos construir una alternativa humana a las divisiones sociales y al egoísmo alienado que estimularon los años ochenta, debemos defender esas iniciativas, desarrollar sus intimaciones a la esperanza y la creatividad, y favorecer una interrelación solidaria con otros actos y movimientos de resistencia.
[El texto del que se han extraído estos apartados es Richard Hyman (1989) Strikes. London,
Palgrave-MacMillan Press. Traducción, Paco Rodríguez de Lecea]
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Richard Hyman. Profesor emérito de Relaciones Industriales en la London School of Economics, y una de las figuras más destacadas en la investigación de las relaciones laborales británicas y europeas durante las últimas cuatro décadas. Ha escrito extensamente sobre temas de relaciones laborales comparadas, negociación colectiva, sindicalismo, conflicto industrial y política del mercado laboral. Destaca entre sus publicaciones: Understanding European Trade Unionism (Sage, 2001); con Rebecca Gumbrell-McCormick Trade Unions in Western Europe: Hard Times, Hard Choices (Oxford University Press 2013); en español Relaciones industriales. Una introducción marxista (Blume 1981).
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NOTAS
1.- Shop Steward: miembro de la organización sindical interna de la empresa, elegido por sus compañeros.En adelante, se utiliza el término “delegado sindical”, aunque no hay apenas equivalencia con las funciones y prerrogativas en el sindicalismo español. N del T. [^]
2.- Dada la especificidad del sindicalismo británico, se ha empleado indistintamente en la traducción: sindicato, sindicalismo, tradeunions, uniones o tradeunionismo. N del T. [^]
3.- El autor utiliza el concepto striker-days que literalmente significa días-huelguista, pero esto no refleja con precisión la realidad, tal como advierteHyman más adelante. La OIT utiliza el concepto daysnotworkeddue to strikes, el Ministerio de Trabajo español el equivalente de jornadas no trabajadas por huelga. Hyman crítica esta concepción negativa de la huelga en el que el no trabajo fija la atención y quiere aportarle un sentido positivo. Respetaremos el término inglés del autor. N del T. [^]
4.- Workinghouse, según el diccionario Cambridge: “un edificio donde gente muy pobre en Gran Bretaña solía trabajar, en el pasado, a cambio de comida y refugio”, en condiciones muy penosas. N del T. [^]
5.- En la actualidad la referencia son las relaciones laborales, pero en el ámbito anglosajón aún predomina las industrial relations. N del T. [^]
6.- TradeUnionCongress. Congreso de los sindicatos británicos, es la federación de todos los sindicatos británicos. No es una organización centralizada, sino coordinadora del conjunto de sindicatos de sector, profesión, empresa, territorio que la conforman y que mantienen gran autonomía de acción. N del T. [^]
7.- Ambas son sedes del primer ministro británico, en el campo y la ciudad, respectivamente. [^]
8.- El taller cerrado (“closed shop”)es una cláusula de seguridad sindical, propia del mundo anglosajón, por la que la empresa se compromete a contratar sólo a miembros del sindicato con el que ha suscrito este acuerdo. N del T. [^]
9.- Quango:‘quasi non-governmentorganizations’, organizaciones ‘casi no’ gubernamentales; el término es, desde luego, sarcástico. N. del T. [^]