Por LUISA POSADA KUBISSA
Es cierto que el problema de la violencia contra las mujeres aparece en nuestros días muy a menudo- y yo diría que casi tan a menudo como aparece- como objeto de estudio que ocupa a distintos saberes especializados. Y encontramos hoy este fenómeno tematizado por juristas, psicólogos, psiquiatras, neurofisiólogos, o sociólogos, entre otros, cada quien desde su óptica específica de estudio. No se trata aquí de impugnar la relevancia que tales perspectivas sin duda tienen. Pero lo que sí parece preocupante es que el resultado de esta práctica por parcelas, por así decirlo, pueda conducir a la atomización del problema mismo; y que se acabe con ello por sustituir el análisis de la violencia de género por la descripción del hecho violento sin más. O, dicho en pocas palabras: que se acabe por obviar la causa por el efecto.
Como ha subrayado la teórica feminista norteamericana Carole Sheffield hay que separar cuidadosamente la “violencia sexual” de cualquier otro comportamiento categorizado como violencia. Porque no se trata de violencia sin más, sino que estaríamos hablando de una forma de agresión, que está enraizada de tal manera en nuestra cultura, que es percibida como el orden natural de las cosas (o que, simplemente, no es percibida). Esta forma de agresión contra las mujeres se caracteriza, dice Sheffield, porque “es poder sexualmente expresado”, que se ejerce como “maltrato”, como “incesto”, como “pornografía”, o como “acoso”. Y concluye Sheffield, ya en el año 1992: “Yo lo denomino «terrorismo sexual», porque es un sistema por el cual los hombres atemorizan a las mujeres y, al atemorizarlas, las controlan y las dominan” (Sheffield, 1992, 46).
Contamos con análisis de nuestro entorno que entienden que las causas de la violencia de género “no han de buscarse en las circunstancias particulares del maltratador, ni en su perfil patológico, sino en lo que de social y estructural tiene su conducta”, como mantiene el estudio, pionero en muchos aspectos, de Ana María Pérez del Campo (Pérez del Campo, 1995, 80-1). En esa misma dirección, Concepción Fernández Villanueva sostiene que la conducta agresiva viene a ser un “refuerzo de la posición masculina de dominio”; y por eso afirma que “no es por tanto un hecho aislado al margen de las relaciones estructurales de sumisión de un sexo a otro” (Fernández Villanueva, 1990, 57).También se ha subrayado que con esta violencia “lo que se intenta es que no se vulnere la relación de dominación, entendida ésta como convertir lo particular del que domina en criterio universal”, como sostiene el estudio de Soledad Murillo (Murillo, 2000, 22).
Al hablar de la violencia de género es común referirse a los llamados factores de riesgo. Pero lo cierto es que la mayoría de los expertos hablan de estos factores para señalar la imposibilidad de establecer algo así como un catálogo claro y preciso de los mismos. La mayoría de los estudios comienzan por desmitificar aquellas conductas que se asocian por lo común con factores de riesgo y que, sin embargo, en sentido estricto no lo son. Por ejemplo, las tesis que sitúan el riesgo en un supuesto masoquismo por parte de la víctima se entiende hoy que han de ser rechazadas de plano. O el alcohol, que se suele asociar a conductas violentas contra las mujeres, hay que entenderlo como un efecto desinhibidor y que actúa como justificación de estas conductas violentas, pero que no por eso puede ser entendido sin más como la causa que las motiva. Por otra parte, ni los ingresos económicos, ni el nivel de educación, ni el estatus social ofrecen datos relevantes para poder diseñar un perfil del maltratador que pudiera comprenderse como factor de riesgo. E incluso en el caso del llamado “agresor patológico”, cuya conducta de agresión obedece a trastornos de la personalidad o a enfermedades mentales, los expertos nos dicen que estos casos componen un porcentaje tan mínimo del total de los casos de violencia de género que hay que desechar su tratamiento como factor de riesgo1. Donde encontramos mayor coincidencia entre los estudios expertos es en afirmar que la conducta violenta contra las mujeres procede de patrones culturales que se transmiten de una generación a otra. De modo que, en última instancia, el ser mujer viene a resumir la motivación última de esta conducta masculina. Y, si esto es así, estamos ya en la consideración, no sólo de los factores de riesgo, sino de las causas que pueden explicar la violencia de género.
En este sentido de mirar hacia las causas, la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género habla en su Exposición de Motivos de lo que “Ya no es un `delito invisible´, sino que produce un rechazo colectivo y una evidente alarma social”. Pero hay que decir aquí que, en efecto, el rechazo colectivo y la alarma social parecen crecer por fortuna en nuestros días frente a lo que es el delito en sí; pero probablemente no cabría decir lo mismo de la conciencia crítica frente a lo que son sus causas estructurales – que, éstas sí, siguen siendo poco menos que invisibles-. Entre las muchas mujeres que se han ocupado de analizar esas causas, y lo han hecho desde la teoría y la crítica feministas, quiero acabar recogiendo las palabras de la feminista norteamericana Catherine MacKinnon, quien hace ya casi treinta años lo planteaba como sigue. Dice MacKinnon: “Por qué una persona «permite » la fuerza en lo privado (la pregunta de por qué no se marcha que se hace a las mujeres maltratadas) es una pregunta que se convierte en un insulto por el significado social de lo privado como esfera de opción. Para las mujeres la medida de la intimidad ha sido la medida de la opresión. Ésta es la razón de que el feminismo haya tenido que hacer explotar 1o privado. Ésta esta razón de que el feminismo haya visto lo personal como político” (MacKinnon, 1995, 340).
[Luisa Posada Kubissa, Feminista. Profesora Titular de Filosofía-Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar su último libro: Filosofía, crítica y (re)flexiones feministas (Fundamentos, 2015)]
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
· Fernández Villanueva, Concepción (1990): “El concepto de agresión en una sociedad sexista”, en: Virginia Maquieraet alia: Violencia y sociedad patriarcal, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, pp.55-80.
· Lorente Acosta, Miguel & Toquero de la Torre, Francisco (2004): Guía de la buena práctica clínica en abordaje en situaciones de violencia de género, Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo.
· Lorente Acosta, Miguel (2001/ 2003): Mi marido me pega lo normal, Madrid, Editorial Crítica/ Ediciones de Bolsillo.
· Lorente Acosta, Miguel (2004): El Rompecabezas. Anatomía del maltratador, Madrid, Editorial Crítica.
· MacKinonn, Catherine (1995): Hacia una teoría feminista del Estado, Madrid, Cátedra (Feminismos), (1989-1ª).
· Murillo, Soledad (2000): Relaciones de poder entre hombres y mujeres. Los efectos del aprendizaje del rol en los conflictos y en la violencia de género, Madrid, Federación de Mujeres Progresistas/ Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales.
· Pérez del Campo, Ana Mª (1995): Una cuestión incomprendida: el maltrato a la mujer, Madrid, horas y HORAS.
· Sheffield, Carole J. (1992): “Sexual Terrorism”, en: Kouranyet alia, Feminist Philosophies, New Jersey, Prentice Hall, Upper Saddle River, pp.45-60.
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1.- Estas tesis vienen a reiterarse en los estudios que sobre la violencia de género ha realizado el forense Miguel Lorente, en concreto en lo que se refiere a desechar el alcohol como causa última que explicaría esta violencia. [^]