Por BRUNO TRENTIN
El acuerdo adoptado por la mayoría de los Demócratas de Izquierda1 de convocar una amplia consulta entre los militantes del partido trae consigo, en mi opinión, una potente exigencia de unidad que se deriva de la gran diversidad de tendencias de un centro-izquierda en formación, tanto si nos referimos a los partidos como a los movimientos. Me refiero a la iniciativa de promover una lista unitaria para las elecciones europeas entre las fuerzas del Olivo2, que se habrían declarado dispuestas, y el surgimiento de la posibilidad de un nuevo sujeto político de tipo federativo. Sin embargo, sería una gran equivocación subestimar el hecho de que esta exigencia de unidad es a la vez una exigencia de propuestas sobre los grandes problemas de este comienzo de siglo en Italia, en Europa y en el mundo; y una exigencia, también, de coherencia.
Precisamente la iniciativa de esta lista unitaria da sentido a un proyecto de sociedad, antes incluso que a un programa de gobierno, como razón de ser, ética y política, de un nuevo sujeto reformador y como razón del estar juntos. Pero aquí se abre la caja de Pandora: florecen las propuestas o las disponibilidades más diversas y contradictorias. Todos hablan, para cualquier ciclo de la vida política, de la necesaria definición de un gran proyecto o incluso de una identidad de valores, olvidando sin embargo o anulando como si fuera un obstáculo, propuestas, orientaciones, debates todavía con la tinta aún fresca. Y esto se produce porque viven cualquier proyecto, y la necesidad de elegir entre propuestas ineluctablemente alternativas, como una prisión que podría reprimir, cuando se trata de asumir decisiones difíciles, la posibilidad de actuar en sintonía con las oportunidades más ocasionales y con las modas más recientes.
La iniciativa de esta lista unitaria da sentido a un proyecto de sociedad, antes incluso que a un programa de gobierno, como razón de ser, ética y política, de un nuevo sujeto reformador y como razón del estar juntos
Esta ha sido, hasta ahora, la historia del Manifiesto por Italia, tomado como base de discusión en la Convención programática de Milán [abril de 2003] y que ha quedado, a pesar de los esfuerzos de Piero Fassino, como patrimonio para unos pocos iniciados. Tanto que, pocas semanas después de Milán, reaparecen obstinadamente en el campo de la izquierda las mismas opciones que habían sido rechazadas por el Manifiesto por Italia: por ejemplo, la reducción indiscriminada de la presión fiscal, para, siguiendo el estilo reaganiano, permitir a los más pobres acceder a los servicios privatizados de la seguridad social; el incremento de la pérdida de las pensiones de vejez sin sustituirlas con un régimen más justo que tenga en cuenta los periodos de desempleo y garantice las pensiones públicas superiores al 48% del último salario, hoy ya previsto por la ley Dini (y solo para quien haya trabajado sin discontinuidad y pagando siempre las contribuciones durante toda su vida);o el posterior reforzamiento de los poderes del Presidente del gobierno respecto al Parlamento.
¿Pero por qué se difunde de este modo, de forma generalizada, la imagen de un proyecto como complemento efímero y justificativo de una candidatura de gobierno del país? ¿Y por qué se esquiva la obligación de contrastar, en cualquier caso, ese proyecto en un proceso democrático y, al contrario, se reduce a un monólogo improvisado, sin ninguna ilación y sin puntos claros de referencia?¿Ni siquiera en relación con un mundo del trabajo que había sido la razón de ser de cualquier fuerza de izquierda y que no se había disuelto como cenizas al viento con la crisis definitiva del comunismo? Probablemente porque una iniciativa de masas, un debate nacional sobre las grandes reformas necesarias en la sociedad contemporánea, sobre sus costes y sus ventajas, sobre su exigencia, sobre su necesaria coherencia y transparencia, se ha visto por una parte de la denominada clase política como una camisa de fuerza que se impone a un gran proyecto, el cual se identifica exclusivamente con la primacía de los partidos y con el arte de la gobernabilidad, y no tanto con sus objetivos, que pueden ser modificados completamente conforme se va actuando.
A pocos meses de la Convención programática de Milán promovida por el secretario de DS, muchas figuras políticas se resistieron no a la idea de formular un nuevo proyecto (esto es lo que siempre se dice), sino al momento en el que cualquier proyecto toma forma –son ya cuatro, hasta ahora, si no me equivoco, los intentos de formular documentos de proyecto por parte del PDS y de DS– en relación con los posibles objetivos vinculantes enunciados en el proyecto, con el disgusto del que no quiere dejarse aprisionar preventivamente en un pacto transparente con los electores. Y del que entiende la autonomía del político como la marca de una clase dirigente que decide pragmáticamente según como sople el viento y según las modas dominantes en determinadas capas de la sociedad civil. Para después escudarse en la formulación de recetas improvisadas y muchas veces divergentes entre ellas, como respuesta a las iniciativas particulares hilvanadas por el centro-derecha, como ocurrió con el asunto de la reforma de las pensiones.
No sé como definir este continuo impedimento a la posibilidad de volar alto que pesa en la estrategia de la izquierda reformadora italiana en sus más diversas formulaciones, como no sea por las cadenas que provienen de su herencia transformista. Y para los excomunistas, por un pasado que en verdad no se había cerrado o clausurado con la caída del muro de Berlín y que debería revisarse críticamente y ser superado de forma laica, sin residuos, en sus elementos permanentemente empapados de autoritarismo y de vocación de hegemonía, en vez de dedicarnos rápida y repetidamente solo al cambio de nombre.
No sé cómo definir este continuo impedimento a la posibilidad de volar alto que pesa en la estrategia de la izquierda reformadora italiana en sus más diversas formulaciones, como no sea por las cadenas que provienen de su herencia transformista
Si en las raíces del transformismo político italiano está la dificultad, evidente desde el proceso histórico de la Unidad que culmina en 1871, de asegurar el gobierno y la cohesión de un país fragmentado de muchas maneras entre lo político y lo clientelar, no podemos tampoco infravalorar el hecho de que se haya venido formando, en ese contexto, una cultura del transformismo que identificaba la política con el arte de la acomodación a las circunstancias y con el imperativo de la gobernabilidad, de la evolución de las costumbres y de la sociedad; y ello en relación directa con la modernización sin adjetivos de un país atrasado respecto a Europa. Una cultura en sus inicios empapada de positivismo, que asumía las capacidades de adaptación mimética de la política a los cambios y a las oportunidades no solo como una necesidad sino como un valor; precisamente era un índice de su modernidad. Una cultura que se convertirá, con la dilatada experiencia de la Democracia cristiana, en el arte de gobierno en torno a un centro capaz de equilibrar y en cierta medida absorber, mediando, los impulsos incluso contradictorios provenientes de diversos sectores de la política y de la misma sociedad civil.
Sin embargo, tenemos que interrogarnos sobre la matriz de tal cultura en la historia más reciente de la izquierda italiana, sobre su predominio frente a una reflexión más rigurosa acerca de la complejidad de las transformaciones sociales y del mantenimiento de un referente social privilegiado en el mundo del trabajo subordinado. Una pista quizás podría venir de las recidivas de la crisis del leninismo en el tejido cultural de las diversas articulaciones de la izquierda.
El leninismo ha tenido la capacidad de expresar una potente autonomía de la táctica en relación con la gran estrategia de la transformación revolucionaria, también porque se basaba en situaciones y sujetos dados por conocidos y poco modificables (la clase obrera, las grandes concentraciones de riqueza, el papel central del Estado) y durante una larga fase de transición privilegiaba el acercamiento, con objetivos adaptados a ello, de los partidos de la izquierda a los umbrales del poder central, desde el cual se podrían acelerar, desde arriba, todas las fases de la transformación. Por decirlo en términos caricaturescos, la reivindicación de la tierra para los campesinos y la consigna todo el poder a los soviets eran perfectamente compatibles con su posterior transformación en el régimen de los koljoses y de los sovjoses o en la dictadura del Partido único. Y esto era así porque cada momento de la táctica encontraba su sentido precisamente en ser una etapa de acercamiento al momento de la gran transformación, de la irreversible transformación de la sociedad.
Pero ¿qué ocurre cuando la salida revolucionaria y la irreversible transformación de la sociedad no son ya los objetivos estratégicos? ¿Hemos metabolizado hasta el fondo la crisis del leninismo y de sus epígonos italianos, como la autonomía de lo político, el decisionismo schmittiano, la diversidad orgánica del partido de vanguardia (incluso en relación con la ruda clase infiel capaz solo de pedir y no de proponer), la fatal subalternidad corporativa de las luchas sindicales y la imposibilidad de que el sindicato se exprese también como sujeto político? Las tortuosas vicisitudes culturales de los diversos componentes de la izquierda italiana a lo largo de estos últimos quince años [1986-2003] nos provocan muchas dudas. Los frenéticos cambios de nombre, las diatribas por decidir si los DS, además de no ser ya un partido del trabajo, deben definirse como un partido democrático, como un partido socialista o como un partido reformista, son prueba de las oscilaciones de sus grupos dirigentes y de la crisis de identidad que subyace en muchos de sus militantes. De hecho, no serán ya el cambio de nombre o de etiqueta los que sustituirán a la necesidad de formular objetivos creíbles –las reformas– o de construir alianzas que sean coherentes con la consecución de esos objetivos, asumiendo la experiencia de gobernar como señal de un consenso democrático para su cumplimiento.
Los frenéticos cambios de nombre, las diatribas por decidir si los DS, además de no ser ya un partido del trabajo, deben definirse como un partido democrático, como un partido socialista o como un partido reformista, son prueba de las oscilaciones de sus grupos dirigentes y de la crisis de identidad que subyace en muchos de sus militantes
Con esta gran diferencia respecto al pasado de los partidos leninistas (habría que hacer otro discurso a propósito de la crisis del reformismo socialista en Europa durante los años de la segunda posguerra), con la pérdida de la perspectiva más o menos lejana de la gran transformación irreversible no hay ya más reformas funcionales para ese cambio, a través del acercamiento al poder, que las reformas que imponen la crisis y las transformaciones de una fase de transición de la sociedad contemporánea, no como etapas intermedias sino aquí y ahora; y que deben ser vistas en su radicalidad, precisamente en razón de la posibilidad de entrever inmediatamente todas sus implicaciones, incluso las lejanas, sobre la vida cotidiana de los ciudadanos.Es esta una valoración que se ha efectuado muy raramente, por ejemplo, en relación con las políticas de formación, que jugaban un papel destacado en el programa del gobierno Prodi [1996-1998], y con las distintas versiones de la reforma de las pensiones.Una valoración cuya ausencia se ha dejado sentir, en términos de movilización de masas, de lucha contra las resistencias corporativas, cuando se han intentado importantes y comprensibles reformas desde arriba, durante los primeros gobiernos de centro-izquierda, como la reforma de la enseñanza y de la formación permanente o las reformas de la sanidad y de la asistencia. Y es poco sorprendente el hecho de que estas reformas no se vieron como cosa de millones de ciudadanos porque, a diferencia de la contestada y costosa, pero a la vez fundamental, opción de entrar a formar parte de los países del euro, aquellas no aparecieron y no se percibieron como grandes prioridades perseguidas solidariamente por los gobiernos de centro-izquierda sino que,al contrario, fueron penalizadas sin ser sometidas a la experiencia,debido al desvío de los recursos públicos hacia otras direcciones, posiblemente a través de una reducción poco selectiva de la presión fiscal.
Estos son en consecuencia los grandes daños provocados por la supervivencia de un leninismo sin revolución, de una táctica huérfana de la revolución y por ello desconectada de una estrategia de la transformación posible, conciliable con el interés general y con la evolución de este interés general. La cultura transformista que también circula entre los distintos componentes de la izquierda y que se obsesiona con las recetas, en búsqueda de un ábrete Sésamo que les entorne la puerta de acceso al club de las clases dirigentes, se aleja así de una reflexión laica sobre las verdaderas transformaciones de la sociedad y sobre el hecho de que las mismas estén abiertas a distintas salidas (cuando entra en acción la política de los proyectos y no de las recetas), para aceptar la influencia de las modas culturales de las clases dominantes, sin reflexionar críticamente sobre sus enganches efectivos con la realidad de la sociedad civil. De esta manera han entrado a formar parte de las innovaciones reformistas de la izquierda, alguna que otra vez, la reducción de salarios para los nuevos contratos, la flexibilidad del trabajo sin la seguridad de una empleabilidad a través de la formación, la monetización del artículo 18, el recorte de las pensiones de vejez, sin reflexionar sobre las causas, todas italianas, de la expulsión del mercado de trabajo de centenares de miles de trabajadores mayores, condenándoles al desempleo mientras les llega la pensión. Estos han sido, por ejemplo, los caballos de batalla del amigo y nuevo politólogo Michele Salvati, el cual –tras haber expresado todo su desprecio por las propuestas concretas que se proponían en el Manifiesto por Italia, diciendo: «No he encontrado ninguna»– se ha dedicado al objetivo, y según él prioritario, de promover una escisión entre los DS, que deje el camino expedito para un Partido Democrático y, si es posible, con pocos excomunistas (los gregarios no tendrán problemas). Un ejemplo de laboratorio de las transformaciones genéticas de tipo zeligiano que, tomada en dosis demasiado fuertes, puede provocar en las mejores personas una cultura transformista3.
Los grandes daños provocados por la supervivencia de un leninismo sin revolución, de una táctica huérfana de la revolución y por ello desconectada de una estrategia de la transformación posible, conciliable con el interés general y con la evolución de este interés general
Todos estos casos son fruto, de hecho, de una lectura obsoleta y superficial de las grandes transformaciones que atraviesan el mundo, Europa y la misma Italia. Una lectura que se convierte de este modo en necesariamente subordinada a los estereotipos, a las representaciones ideológicas que tratan de proponer los grupos más conservadores de las clases dominantes, en camino de perder su hegemonía. Bien visto, la misma lectura –aunque en términos simétricamente inversos– y la misma pérdida de autonomía cultural se encuentran en las representaciones ideológicas que han distinguido durante los últimos años, en Italia, las iniciativas de la extrema izquierda. Por ejemplo, la reivindicación fordista e igualitaria de las 35 horas semanales para todo el mundo, tras la estela del dirigismo socialista francés que alentó al gobierno Prodi. Una reducción que, cuando se ha hecho por ley, se ha convertido, sin el apoyo de una sola hora de huelga (tal era su popularidad entre los trabajadores de carne y hueso), en un aumento con frecuencia insignificante y momentáneo del empleo; pero, sobre todo, en la recuperación por parte de la patronal del gobierno unilateral y discrecional del tiempo de trabajo (y muchas veces también del tiempo de vida). Por ejemplo, el rechazo preliminar de la Carta de derechos fundamentales y del proyecto de Constitución de la Unión Europea previsto por la Convención. Por ejemplo, el referéndum sobre el artículo 18, después de que un gran movimiento de masas hubiera impedido la manumisión del mismo. Esta es, por tanto, la herencia de un transformismo que ha impregnado el lenguaje de la política (la modernidad) y el modo de entender la política por una parte de la prensa y los medios. Por esto, la propuesta de alguna reforma suscita un débil y fugaz interés, solo en la medida en que constituye el pretexto para hablar de conflictos entre los líderes y para descifrar tras esa propuesta los auténticos objetivos de poder personal que se tienen en cuenta. Y este es el límite provincial de la política en Italia, que la hace casi indescifrable a los observadores internacionales.
Pero este distanciamiento cada vez más marcado entre política y cultura, entre política y conocimiento (no solo hacia los libros sino hacia las personas) corre el riesgo de convertir a la izquierda italiana en una incapacitada en el momento en que precisamente necesita hacer frente a las profundas y no gobernadas transformaciones de la economía, del mercado del trabajo, de la sociedad civil y de sus instituciones; o cuando se trata de disputar con los procesos de globalización, con sus dramáticas contradicciones (y en primer lugar la ruptura entre quien está en posesión del saber y quien ha sido expropiado del saber-poder). O cuando se trata de llevar más allá del conflicto entre iniciados la batalla por consolidar, evidentemente de forma gradual, pero sin compromiso sobre los principios, una Unión Europea sobre bases comunitarias, como nuevo terreno sobre el que se está desplazando la batalla política también a escala mundial, dando a la vez aire a la vida política en lo local con nuevas referencias.
La izquierda italiana parece cautiva de una nueva revolución pasiva cuyas coordenadas no sabe cuáles son, diría Gramsci. Pero ¿cómo salir de la hegemonía transformista y de eso que corre el riesgo de convertirse en un reformismo sin reformas? Es evidente que trabajando para construir y volver a legitimar un nuevo sujeto unitario de la izquierda, que pueda ayudar a redefinir una formación política federada, en Italia y en Europa, de las fuerzas del centro-izquierda. Pero logrando al mismo tiempo que este sujeto político tenga la fuerza de un proyecto y de grandes propuestas reformadoras en torno a las que recabar un consenso y una contribución política no solo del círculo de partidos sino de todas las expresiones representativas de la sociedad civil. Acercándonos no solo a sus problemas sino también a su modo de entenderlos y de vivirlos, sin la presunción del que se siente, en cualquier caso, predestinado al gobierno del país.
La izquierda italiana parece cautiva de una nueva revolución pasiva cuyas coordenadas no sabe cuáles son, diría Gramsci
Construyendo desde arriba y desde abajo el proyecto reformador, reconquistando una autonomía cultural en el análisis de los procesos de transformación, incluso mediante un debate abierto con los nuevos protagonistas de una batalla reformadora que se han alejado bastante de una política que no les reconocía como actores del cambio. Con los movimientos que a lo largo de los últimos dos años se han abierto camino entre los meandros de la política. Pero también con los centenares de movimientos por un objetivo (on issue movements) que han surgido en la sociedad civil. Con los sindicatos. Con los millares y millares de asociaciones de voluntarios.
No se trata de buscar benevolencia o de construir alianzas que no estén basadas en objetivos compartidos; y, en consecuencia, discutidos críticamente. Ni se trata de ir a este debate sin propuestas sino, al contrario, con propuestas realmente dispuestas a ser cambiadas y a ser enriquecidas. No se trata de abdicar de la responsabilidad de un sujeto político que aspira a dirigir el país sino de construir y de contrastar las razones que pueden legitimar esta dirección, en nombre de un gran proyecto reformador que hable al país y no a unos pocos expertos desencantados de la política. Partir de las cosas, escribía Andrea Margheri. Así se reconstruyen los valores capaces de dar identidad hoy a una fuerza de izquierda. (A mí, por ejemplo, me parecía apropiado como objetivo de la Conferencia programática de Milán la referencia a la libertad, los derechos, la persona). Así se construyen esas pocas ideas-fuerza indisociables de la conciencia colectiva del sujeto político que es portador de la misma. Esas ideas-fuerza que pueden volver a dar esperanza y razón de ser a una acción política capaz de elevarse más allá de los intereses cotidianos, pero que es capaz efectivamente de cambiar la cotidianidad de un modo más solidario.
[Este artículo apareció en la revista Argomenti Umani, año cuarto, nº 11, noviembre de 2003, pp. 26-32.La traducción y las notas son de Javier Aristu quien ha escrito también un texto introductorio a este artículo]
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Bruno Trentin (1926-2007). Miembro de la CGIL, sindicato italiano, desde 1949 llegó a ser secretario general de la Fiom (metalúrgicos) y de la propia Cgil. Eurodiputado en las listas de Demócratas de Izquierda. Trentin ha sido uno de los teóricos más originales sobre el mundo del trabajo. Su obra La ciudad del trabajo (1997) está publicada en español por la Fundación 1 de Mayo (traducción de José Luis López Bulla).
1.- DS, Partido de los Demócratas de Izquierda (Democratici di Sinistra), fundado en 1998.Este partido provenía en buena medida de la tradición política y cultural del Partido Comunista Italiano. En 1991, el PCI se había reconvertido en Partido Democrático de la Izquierda (PDS), desplazando su originaria matriz comunista hacia la socialdemocracia y el reformismo político. Bruno Trentin, aunque siempre de forma crítica y con posiciones muy personales y sin entrar en ninguna corriente, siguió desde el interior orgánico todo este proceso de realineamiento de la clásica izquierda italiana y de construcción de un centro-izquierda que arranca en 1989, con la propuesta de Occhetto de cambio de nombre, hasta la fundación del Partido Democrático (PD) en 2007. Pero a este último acto Trentin no pudo llegar porque falleció antes, a consecuencia de un accidente sucedido en 2006. Intuimos lo que hubiera dicho y escrito del proceso del PD de estos últimos diez años: seguramente poco bueno y optimista. [^]
2.- El Olivo fue una coalición de centro-izquierda formada en 1995 a partir del PDS, restos del PS, republicanos, verdes, grupo de Prodi y otros partidos y movimientos que formaron este polo progresista para enfrentarse al polo de Berlusconi. Dio respaldo a diversos gobiernos del Olivo entre 1996 y 2001. [^]
3.- Referencia a la película de Woody Allen Zelig, en la que el personaje central se transforma continuamente y aparece adoptando diversas identidades en los momentos y lugares más insospechados de la historia junto a conocidas y reales figuras de la misma. [^]