Por CARLOS ARENAS
Prescindo de describir lo que es fehaciente: el panorama político en España ha cambiado tras el 20-D, y en ese nuevo panorama es significativa la inclusión en el terreno que se disputaban nacionalistas centrales y periféricos de nuevas fuerzas políticas -nada más y nada menos que en Cataluña, País Vasco, Madrid o Galicia, las principales sedes de los nacionalismos es España-, que entienden otra manera de concebir la gobernanza, la nación, las relaciones sociales y el modelo económico de forma diferente.
Poniéndole un nombre al fenómeno lo llamaría nuevo municipalismo, por ser la elecciones locales de 2015 el momento en que tales fuerzas tocaron poder de forma significativa. Quiero aclarar, primero, que el municipalismo no es igual que el localismo y, segundo, que no se trata de una invención gratuita o ex-nihilo sino que supone la reaparición de una viejísima tradición española, la que trataba de organizar el país a partir de acuerdos ascendentes, cooperativos y federativos desde el municipio al Estado, en un proceso dirigido, como hoy está ocurriendo, por las clases populares y la cultura de izquierdas.
Como digo, la tradición municipalista viene de muy lejos. Las cartas pueblas en los tiempos de la llamada “reconquista” dieron engarce institucional al fenómeno; las hermandades entre pueblos limítrofes para defenderse de nobles belicosos fueron las primeras mareas vecinales en la Baja Edad Media; durante siglos, el fuero municipal fue defendido con uñas y dientes frente la razón del Estado. En el siglo XIX, fueron las juntas municipales y los milicianos los que dotaron de contenido a las libertades democráticas en nuestro país. Carlos Marx decía que España era una república de municipios independientes, y el conservador Ortega y Gasset se lamentaba de que en España el municipalismo evitara la consolidación del nacionalismo en España. Los republicanos, los federales y libertarios del siglo XIX, entendieron la acción política desde el plano local y soñaron un país construido de abajo hacia arriba, a partir de la ocupación del poder municipal y de pactos federativos entre los habitantes de ciudades y territorios hasta recrear un Estado con una muy clara identidad anti-oligárquica.
Sin embargo, la ilusión federativa y nacional en el sentido smithiano o republicano del término no prosperó; el golpe militar contra la República federal en 1873 acabó con “peligrosa” posibilidad de que una hegemonía popular impusiera prioridades democráticas en el ordenamiento económico y político, abriendo por el contrario las puertas a un sistema regido por el capricho de las oligarquías regionales, el caciquismo y el clientelismo en el plano local, la entelequia nacionalista en lo identitario y el Estado militarizado como regulador del sistema político y social. Torpe regulación porque durante más de un siglo el Estado español ha bordeado convertirse en un Estado fallido, artificialmente cohesionado a toque de corneta por el Ejército, lo que no ha hecho sino posponer y agravar la fractura social, económica y cultural del país, la distancia entre centro y periferia, entre norte y sur, aplazar el momento en ue los españoles tuviéramos la oportunidad de organizar la convivencia de forma sensata, sin las emociones viscerales que aún bullen en los genes de todos nosotros.
La Constitución de 1978 no revirtió sino que reprodujo el sistema existente desde 1876: trató muy de pasada el papel de los ayuntamientos (artº 140) y definió a la baja las competencias municipales mediante la ley de 1985. Eran tantas las carencias del momento, tan lejanas las opciones federativas, que la inclusión en el texto constitucional de los derecho sociales, la voluntad de consolidar las libertades públicas y la declaración del país como Estado de las Autonomías bastaron para cimentar un consenso de país que, mal que bien, duró treinta años.
Quienes apostaron en 1978 por el Estado factótum y provisor, apostaron en vano. Treinta años después, el Estado es poco más que una marioneta manejada por oligarquías financieras y transnacionales emboscadas tras lo que llamamos la Troika. Su justificación en base a las prestaciones del pasado consenso se difumina a ojos vista. Ya no hay ni Estado ni hombres o mujeres de Estado: los lobbies y las puertas giratorias degradan lo que antes era la Institución con mayúsculas. Cualquier intento de recuperar el prestigio y las competencias estatales son rápidamente acallados. Tras las elecciones del pasado 20 de diciembre, las agencias de rating, la Comisión Europea, las cancillerías, los banqueros y sus medios de comunicación se apresuraron a advertir del peligro de que gobierne en España una coalición de izquierdas que ponga en cuestión el principio básico del sistema económico –“ahorradores” über alles-.
No seré yo quien abomine de los partidos que aspiran a reconstruir el “estado social de derecho”, pero me parece, sin embargo, que se trata de una aspiración utópica. Las vanguardias políticas de orientación socialdemócrata van a encontrar enormes dificultades para ejecutar sus propuestas iniciales, limitándolas si acaso a reformas cosméticas o benéficas. Por todo ello, me parece que no hay otra salida que repensar la lógica política en base a novedosas propuestas políticas, económicas, sociales, culturales, etc. Una nueva lógica y un nuevo agente transformador: el ciudadano ejerciendo el derecho a decidir sobre los asuntos que le atañen. Fomentar esta nueva “acción directa” que involucre al individuo con la política, es el reto que tiene ante sí el nuevo municipalismo.
Fomentar esta nueva “acción directa” que involucre al individuo con la política, es el reto que tiene ante sí el nuevo municipalismo
La crisis del capitalismo financiero en las últimas décadas ha hecho posible la conformación de una inmensa mayoría social, antes llamada “pueblo”, que podría secundar procesos políticos como el expresado; ya se han dado los primeros pasos en las elecciones locales celebradas en 2015, en los encuentros habidos entre alcaldes y alcaldesas de Barcelona, Madrid, Zaragoza, Cádiz y otras ciudades españolas, y se seguirán dando con la creación de plataformas políticas que sean la expresión de confluencias locales y populares. De lo particular a lo general, como decían los federalistas; ese será el camino para construir otro Estado: un Estado de “trabajadores de toda clase”, auténticamente independiente tanto de nacionalismos castrantes como de los viejos y nuevos grupos de presión que determinan la agenda política en este país.
No será fácil ni habrá soluciones a corto plazo hasta que las mareas políticas formadas por gente con voluntad de ser independiente inunden las actuales instituciones físicas y culturales. No habrá cambios importantes hasta que lo que hoy es elocuente pero embrionario se convierta en hegemónico. No bastará para ello con iniciativas aisladas por muy abnegadas y meritorias que se quieran; será preciso clarificar cuáles son los elementos principales de la hoja de ruta independentista, el leit motiv de la nueva lógica político-económica.
En el plano político, el proyecto del nuevo municipalismo está bastante acabado: debe consolidar un modelo de gobernanza participativo, transparente, eficiente en la gestión de los servicios públicos, atento a erradicar el sexismo y los casos más graves de pobreza o de exclusión social, promotor de empleo, responsable en la ordenación del espacio o de la sostenibilidad medioambiental. En el plano económico, sin embargo, me parece que queda aún mucho por concretar; el municipalismo en ciernes debe explorar y ejecutar las maneras de fomentar un modelo productivo alternativo al vigente, entendiendo modelo productivo como el conducto de reglas, estructuras de recompensas y privilegios que constituyen el esqueleto del capitalismo en este país. Dicho de otra manera; el municipalismo debe contribuir a la supresión del capitalismo privado, rentista, parasitario que hoy nos domina y a su sustitución por otro sistema económico donde los recursos materiales e inmateriales, o una buena parte de ellos, estén disponibles a la colectividad y, preferiblemente, sean de propiedad colectiva. Si la vieja aspiración socialdemócrata era repartir el producto del capital, la nueva aspiración transformadora debe tratar de distribuir y colectivizar el capital mismo. No más respuestas vergonzantes a la pregunta “¿y cómo se paga eso?” referida a las políticas de igualdad social y de oportunidades. La respuesta debe ser: se paga con la democratización del capital político, económico, social y cultural que hoy disfrutan unos pocos.
El proyecto parece una montaña imposible de escalar. Nada más erróneo. En el momento actual de las fuerzas productivas, en una economía globalizada, ante la minusvaloración del factor trabajo en el mercado, las crecientes desigualdades sociales y faltas de perspectivas de las nuevas generaciones, las diferencias regionales norte-sur, etc., las posibilidades de arbitrar una alternativa al modelo vigente son muy apreciables. Basta con que seamos conscientes de que no habrá soluciones caídas del cielo, de que las únicas soluciones serán las que procedan del diario derecho a decidir de las personas, un derecho no escrito, no sometido a represión alguna, como consumidores, como usuarios, como votantes, como vecinos, como emprendedores, etc.
La acumulación de capital en todas sus modalidades debe entenderse como un “proceso” gradual que, lógicamente, debe empezar por la socialización del capital político hoy privatizado por lobbies en connivencia con la “casta” política y mediática; ese capital político se consigue dando el apoyo a plataformas políticas que tengan a la ciudadanía como interlocutor preferente. La acumulación del capital político permitirá crear instituciones sostenibles porque serán justas y eficientes, proponer y aprobar leyes desde el parlamento que incrementen las competencias y los recursos municipales suficientes para acometer políticas sociales, de vivienda, de empleo, de ocio, etc. Valga el ejemplo de Suecia donde el 80 por ciento de los contribuyentes paga impuestos municipales y no estatales.
Simultáneamente, deben explorarse mecanismos para distribuir el capital humano y cultural mediante una discriminación positiva de los grupos sociales deficitarios en ambos, con el estricto propósito de aprovechar el capital ocioso mediante la creación de itinerarios de promoción social e igualdad de oportunidades. De igual manera, la acumulación de capital social colectivo debe ser apoyada desde el ayuntamiento con estímulos al empoderamiento comunitario, dotándolo de recursos materiales y humanos.
A medida que el “proceso” acumulativo lo vaya permitiendo y sumando voluntades de personas y organizaciones, será más factible emprender las estrategias de cambio del modelo productivo en un sentido “soberanista”. Puede empezarse, por ejemplo, recuperando para empresas municipales o cooperativas la propiedad y la gestión de lo público que hoy están en manos privadas. Más allá, habría que poner las bases para alcanzar una soberanía financiera promoviendo la transferencia de ahorro desde la banca usurera y especulativa a la banca ética o cooperativa que opere en la economía real; una soberanía alimentaria y de proximidad garantizando la calidad, el empleo y sostenibilidad medioambiental; una soberanía energética hoy factible gracias a las tecnologías de insumos renovables y autogeneradoras; una soberanía mercantil frente a la tiranía de las grandes cadenas comerciales y a favor de redes comerciales que se abastezcan en lo posible de productores autóctonos; una soberanía productiva a favor de las pymes y de las cooperativas, especialmente de aquellas que formen redes o externalidades positivas con las de otras ciudades y regiones; una soberanía de la información frente al dictak de los monopolios mediáticos; una soberanía laboral frente a las imposiciones de un mercado de trabajo sin regulación, dando valor y precio a actividades solidarias, familiares, culturales, de ayuda a la dependencia, etc., que hoy tienen el título de improductivas. Un nuevo contenido del concepto de productividad es esencial para la creación de nuevo empleo y para la revalorización del existente.
Solo la convicción de que la ruptura con las instituciones del capitalismo actual requiere una transformación de los valores, una respuesta y un compromiso solidario desde las personas y no desde las naciones –nacidas para la confrontación que no para la cooperación- se puede atisbar la posibilidad de crear algo distinto y mejor
En el estado actual de cosas, resulta vital para el “proceso soberanista” aquí resumido que los alcaldes y alcaldesas que representan al nuevo municipalismo sepan crear y arraigar instituciones que supongan un punto no retorno a políticas que han servido en el pasado de espacios de búsqueda de rentas para familias “ilustres”, grandes constructoras y empresas de servicios, y sean, en cambio, plataformas sobre las que cimentar el futuro. Defraudarán por el contrario si se enrocan en sus particulares parcelas de poder, en políticas cosméticas y benéficas o, peor aún, si tratan de ser una nueva vía de penetración de la distinción nacionalista o “padana”. Ningún miedo a la diversidad de culturas entre los pueblos de España, a la titulación del país como Estado plurinacional, pero siempre recuperando el sentido republicano de la “nación”, quitándole al nacionalismo la componente política que sirve para justificar privilegios de unos pueblos respecto a otros. Solo la convicción de que la ruptura con las instituciones del capitalismo actual requiere una transformación de los valores, una respuesta y un compromiso solidario desde las personas y no desde las naciones –nacidas para la confrontación que no para la cooperación- se puede atisbar la posibilidad de crear algo distinto y mejor.