Por OLGA FUENTES SORIANO
Representantes de las entidades de la ciudad, amigas y amigos, permitid que mis primeras palabras sean de agradecimiento al Alcalde y a los miembros de la Corporación Municipal por el honor que me brindan al invitarme a pronunciar, en el Ayuntamiento de Elche, mi ciudad, el discurso conmemorativo del Día de la Constitución.
He pasado por esta puerta, por este arco y por esta plaza, durante años y años; de camino al colegio y del colegio a casa, siendo niña; de camino a la glorieta, a las primeras salidas al cine con amigas, ya de adolescente, o a los primeros pubs y discotecas, de más mayor… toda la vida…y les aseguro que nunca pensé que tendría el inmenso honor de pronunciar un discurso en este histórico salón de plenos.
En ocasiones, parece que las palabras se nos quedan cortas…; quizás no –o espero que no-, si las utilizamos con todo su sentido y con toda su profundidad.
Así que, con todo su sentido y con toda su profundidad: Gracias.
Conmemoramos hoy, 6 de diciembre, un nuevo aniversario de la Constitución Española. Promulgada en 1978 cumple ahora 43 años de vida, 43 años de vigencia.
Cuando comencé a tratar de poner en orden las ideas que hoy quería transmitirles sobre la Constitución, lo primero que me vino a la mente es la conveniencia de dejar de referirnos a ella como “nuestra joven Constitución”. La Constitución Española de 1978 ya no es tan joven y, en consecuencia, los calificativos que normalmente acompañan a la juventud y que tiene que ver con la inseguridad o la transitoriedad, no describen hoy su realidad. Por el contrario, creo que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que nos encontramos ante una Constitución sólida, madura, experimentada…Es la Constitución que nos ha traído hasta aquí. La constitución que -si me permiten el juego de expresiones- “nos ha constituido” y consolidado como un Estado Social y Democrático de Derecho…Estado, que propugna como valores superiores del Ordenamiento Jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Este es, de forma prácticamente literal, el tenor de su artículo 1º; y transcurridos esos 43 años desde su promulgación podemos constatar que, efectivamente, así es hoy España, un Estado Social y democrático de Derecho; gracias a la Constitución.
Sin embargo y, pese a poder considerar cumplida su máxima aspiración, lejos de ser un proyecto agotado, lo cierto es que la Constitución es una realidad abierta; un marco de convivencia que se renueva cada día mediante la promulgación de normas que prolongan su sombra y la desarrollan; y mediante la interpretación y adaptación que, de la misma, realizan cotidianamente los Tribunales.
Concebir la Constitución como un marco estático es tanto como frenar las expectativas de desarrollo del Estado que diseña y configura. Las sociedades cambian, avanzan, evolucionan…y si la Constitución quiere ser útil –si quiere seguir siendo útil- a la sociedad a la que sirve, tiene que adaptarse y cambiar con ella… Y, posiblemente, sea aquí donde resida el mayor peligro de nuestra Constitución: en su supuesta resistencia al cambio.
En el fondo, creo firmemente que esa “resistencia al cambio” no es tanto la expresión de un déficit constitucional, cuanto la expresión de un déficit social: el miedo de la ciudadanía –nuestro miedo- a afrontar el reto de modificar aquello que ha funcionado exitosamente durante tantos años, por mucho que empecemos a ver sus límites o sus carencias…Pero ante esto, resulta imprescindible tomar conciencia de que, si la Constitución –tanto la nuestra, como cualquier otra- no se adapta a las nuevas exigencias sociales, no sólo es que dejará de ser útil, sino que se convertirá en una rémora para el avance social. Y si llegáramos a ese punto, la Constitución moriría; de éxito…pero moriría…
Consciente de esta realidad, el Constituyente de 1978 introdujo en la Carta Magna, no sólo sus propios mecanismos de reforma –de hecho, dedicó todo el Título X a establecer las vías por las que puede legal y legítimamente modificarse- sino que, desde esa visión de una sociedad en movimiento que les acabo de comentar, incluyó también en el Preámbulo de la Constitución la aspiración de “establecer una sociedad democrática avanzada” (inclusión, por cierto, que debemos agradecer a D. Enrique Tierno Galván).
Lejos de ser una mera afirmación retórica, la voluntad de que España se convirtiera en una “sociedad democrática avanzada” es una afirmación cargada de contenido. Se reconoce, ya en 1978 que la sociedad española es una sociedad dinámica, una sociedad “progresista” –en tanto que no hay avance sin progreso-…y se sientan las bases para que ese progreso, ese avance, se conduzca por un camino adecuado que no puede ser otro que el democrático: es decir, el avance conforme a la Ley diseñada por unos representantes democráticamente elegidos.
Pero, indudablemente, esa voluntad de ser una sociedad democráticamente avanzada necesitaba de modo imprescindible una palanca, de un resorte que permitiera convertir en realidad la aspiración.
Concebir la Constitución como un marco estático es tanto como frenar las expectativas de desarrollo del Estado que diseña y configura. Las sociedades cambian, avanzan, evolucionan…y si la Constitución quiere ser útil –si quiere seguir siendo útil- a la sociedad a la que sirve, tiene que adaptarse y cambiar con ella
Hoy estamos, lamentablemente, acostumbrados a escuchar grandes declaraciones programáticas, grandes declaraciones de principios cuya relevancia práctica o bien no existe, o en el mejor de los casos ni siquiera ha sido pensada. Se trata de grandes titulares que se agotan en sí mismos.
Por suerte, el Constituyente de 1978 hizo bien su trabajo. Sin duda la Constitución es en sí misma una declaración de grandes principios, pero en ningún caso se trata de principios vacíos o inalcanzables. Y, así, para que la aspiración de ser una sociedad democráticamente avanzada pudiera convertirse en realidad, la Constitución incluyó en su artículo 9.2 –y les confieso que es, posiblemente, mi precepto favorito- un mandato dirigido a los poderes públicos a fin de que remuevan los obstáculos y promuevan las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas. Es decir, un mandato a los poderes públicos para que la ansiada y deseada igualdad sea una igualdad real que gobierne el desarrollo de la sociedad más allá del tenor literal de la Ley.
Pues bien, este precepto, constante e inequívocamente aplicado por nuestros Tribunales y, en especial, por el Tribunal Constitucional se torna hoy más necesario que nunca.
En primer lugar, porque es en los momentos de crisis, en los que las diferencias entre la ciudadanía se hacen más evidentes; que el hecho de que la Constitución obligue a los poderes públicos a poner en el frontispicio de su actuación política la consecución de una libertad y una igualdad real la convierte, sin duda, en el más importante instrumento de cohesión social.
Y, en segundo lugar, porque, aunque se ha hablado mucho del consenso constitucional –que sin duda lo hubo y su existencia está fuera de toda duda- y del espíritu pactista del constituyente, lo cierto es que con la perspectiva que dan 43 años de distancia, cabe afirmar hoy sin temor a equivocarse, que la transición se construyó también a base de importantes cesiones, de importantes silencios. Posiblemente no pudo ser de otro modo, posiblemente es el precio de cualquier pacto, el coste de cualquier consenso, pero sea como fuere, si transcurrido el tiempo no se atiende a esas cesiones –es decir, a los cesionarios- y no se atiende a esos silencios –es decir, a los silenciados- se corre el riesgo de que no encuentren éstos acomodo en el texto que inicialmente les representó.
Como sostiene el italiano Maurizio Fioravanti, -uno de los más prestigiosos constitucionalistas contemporáneos- en nuestro tiempo histórico, en las Constituciones del Siglo XX (y cito), “es usual asociar de manera estrecha igualdad y constitución. Por una parte, una constitución democrática no puede considerarse como tal sin un principio de igualdad fuerte y definido, por otra, la propia igualdad asume necesariamente el aspecto de principio constitucional, está contenida en la constitución y se realiza por medio de constitución. La constitución necesita de la igualdad para existir como constitución democrática y, recíprocamente, la igualdad necesita de la constitución para realizarse. Sin principio de igualdad no hay constitución y viceversa”.
Pues bien, ciertamente incardinada en las tendencias constitucionales del Siglo XX, la Constitución Española de 1978 proclama en su artículo primero la igualdad (junto con la libertad, la justicia y el pluralismo político) como valor superior del ordenamiento jurídico; consagra, formalmente, la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley en el artículo 14; y completa este diseño con el mandato del art. 9.2, dirigido a los poderes públicos; que es, efectivamente –aunque no sólo-, el que en esa búsqueda de una igualdad real y efectiva, nos va permitiendo avanzar.
Pero, la igualdad, es un concepto muy amplio; abarca múltiples y diversas vertientes: igualdad económica, laboral, igualdad de trato sin distinción de sexo, raza, religión…Así lo reconoce expresamente el artículo 14 cuando establece que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.
De todas estas vertientes, es a la igualdad entre hombres y mujeres, a la igualdad de trato sin discriminación por razón de sexo, a la que me gustaría referirme a continuación; a los enormes avances logrados por la Constitución en esta materia y al camino que todavía queda por andar.
Con frecuencia se ha criticado a la Constitución, especialmente en los últimos tiempos, de haber relegado a la mujer. Quizás no sin razón se ha sostenido, gráficamente, que la Constitución tiene “Padres” pero no tiene “Madres”. Se ha dicho también que solo en tres ocasiones se recoge en ella una mención expresa a la mujer: cuando se refiere al matrimonio, cuando se refiere a la maternidad y cuando se refiere a la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión del jefe del Estado, esto es, del Rey. Si bien es cierto que este último caso entraña un claro supuesto de discriminación que inexplicablemente pervive en pleno siglo XXI y que solo parece haber encontrado justificación razonable en unas circunstancias familiares que aconsejaban tal decisión a la vista del caso concreto, las otras dos disposiciones, aun siendo las únicas constitucionalmente existentes, consagran sin fisuras la igualdad de la mujer en los ámbitos que regulan.
Así, aun siendo parcas –e incluso en una ocasión, claramente discriminatoria- las referencias concretas a la mujer, del marco general diseñado por el conjunto de sus preceptos es posible constatar que la Constitución ha permitido un notable desarrollo de la igualdad favorecido por una amplia legislación y por la labor interpretativa de los Tribunales y muy singularmente, del Tribunal Constitucional.
Un Tribunal Constitucional, por cierto, que ha dotado de contenido y, por tanto, de efectividad, a los grandes derechos y principios rectores proclamados por la Constitución. Sin magníficas y razonadas sentencias que los interpretaron, determinando su amplitud y extensión, así como el modo en el que vinculaban a los poderes públicos, sin duda nuestro Estado Derecho no habría alcanzado las cotas de satisfacción en las que nos encontramos. Hemos disfrutado durante décadas, especialmente las primeras de su vigencia, de fantásticos Tribunales Constitucionales cuyos magistrados, escogidos con mimo y esmero de entre juristas de altísimo nivel han sabido dignificar con creces no sólo el funcionamiento de dicho Tribunal sino la propia democracia que hoy disfrutamos. Tribunales Constitucionales cuya actuación y composición ahora todos añoramos una vez que el nombramiento de sus vocales ha sido desvirtuado y desdibujado hasta convertirse en un simple medio para la consecución de otros fines…Una auténtica pérdida institucional; un auténtico golpe al Estado de Derecho que, precisamente, la constitución constituyó.
Pero ese sería, en fin, objeto de otro discurso distinto. Vuelvo así a la Constitución de la igualdad –que es el título y el sentido que he querido dar a estas palabras-.
Durante la dictadura franquista la mujer era claramente considerada como un ser inferior al varón y, por tanto, la función del Estado respecto de ella era esencialmente proteccionista: protegerla, como ser inferior que era y garantizar la superioridad del varón en el gobierno de los asuntos sociales y familiares
En ese contexto, pues, el objetivo de la transición –en palabras del constitucionalista Lucas Verdú- fue (y cito literalmente) pasar de un régimen “totalitario, anticuado, injusto, inmovilista a otro que se comprometiese en cumplir ambiciosos objetivos sociales”.
Y efectivamente, en torno al año 1975, año de la muerte del dictador Franco, la desigualdad de sexos (con la consagrada inferioridad de la mujer, obviamente) era una realidad constatada en todos los ámbitos.
Durante la dictadura franquista la mujer era claramente considerada como un ser inferior al varón y, por tanto, la función del Estado respecto de ella era esencialmente proteccionista: protegerla, como ser inferior que era y garantizar la superioridad del varón en el gobierno de los asuntos sociales y familiares.
Así, por ejemplo, la legislación laboral de entonces – el fuero del Trabajo- prohibía a las mujeres el trabajo nocturno, así como también prohibía trabajar a la mujer casada. De hecho, en su punto segundo podía leerse que el Estado –y, de nuevo, cito literalmente- «(…) prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres (…) y liberará a la mujer casada del taller y de la fábrica». Y, efectivamente, así fue. Esa fue la función del Estado y la de la mujer. Por parte del Estado, asegurar que la mujer casada estaría en casa; y por parte de la mujer…: estar en casa.
Y con el fin de garantizar ese rol exclusivamente doméstico que la mujer estaba llamada a desempeñar en la sociedad, hasta 1975, el Código civil constata toda una serie de normas que consagran legislativamente la supremacía del varón. No se trata –o no se trata “sólo”- de que socialmente hubiera mayor o menor desigualdad; o de que la ciudadanía fuera más o menos progresista respecto de la percepción de los derechos de la mujer…se trataba de generar y consolidar una desigualdad institucionalizada; no sólo consentida, sino creada y favorecida desde el Estado, con todo el aparato normativo a su favor.
Se consagraba, así, por Ley, la obligación de la mujer de obedecer al marido: “El marido debe proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido”, decía el art. 57 CC; se la imposibilitaba para decidir sobre su domicilio, por cuanto tenía obligación de seguir al marido donde quiera que éste fijara su residencia (art. 58); se la imposibilitaba, igualmente, para administrar los bienes familiares pues también por Ley, solo el marido era el administrador de los bienes de la Sociedad conyugal; y por si todavía quedaba alguna duda sobre su disminuida (o anulada) capacidad jurídica y de obrar, se convirtió al marido en su representante legal con lo que sin su licencia no podía la mujer ni comparecer en juicio, ni comprar o enajenar bienes, ni contraer obligaciones que hoy nos parecen tan normales como solicitar un crédito o constituir una hipoteca.
Pero es que, abundando todavía más, para el completo diseño del contexto social en el que nace la Constitución, a todo ello hemos de unir la consideración penal de la mujer. En el ámbito penal nos encontramos con normas como la que establecía el adulterio como delito exclusivo de mujeres (las mujeres eran condenadas por adúlteras…los hombres simplemente –y si me permiten la expresión coloquial- “echaban una canita al aire”), o nos encontramos también con la inexistencia de violación en el matrimonio por cuanto las mujeres estaban sometidas al débito conyugal, o con la concepción penal de los actuales delitos contra la libertad sexual como delitos “contra el honor”, con todas las consecuencias que de ello se derivaban en cuanto a la consideración social de la “deshonra” en la que caía, (¡encima!) la mujer violada.
Esa es en fin nuestra historia, ese es nuestro pasado y ese es el contexto en el que nació la Constitución. Su avance fue incuestionable pero no fue ni gratuito, ni regalado. Hubo que luchar por cada paso y hubo que luchar en unas cortes en las que solo había 27 mujeres frente a 637 hombres. Como sostuvo la diputada Teresa Revilla (entonces diputada por UCD, aunque comenzó su andadura política en “Alianza Popular”, germen del actual Partido popular), como sostuvo – decía- Teresa Revilla en su brillante defensa del art. 14 ante el pleno del Congreso “Señorías, es verdad que en el artículo que hemos votado afirmativamente la mujer española adquiere, por fin, la plenitud de derechos. Es verdad que la decisión ha sido unánime y sin disidencias, como estaba reclamando nuestra sociedad, pero las mujeres no vamos a dar las gracias por ello”.
Drástica, contundente… hay quien ha visto, incluso, agresividad en esas palabras. Pero lo cierto es que no faltaba razón a la Diputada: se agradecen los regalos, pero no aquello que se ostenta -o se debiera ostentar- como mero reconocimiento de la propia condición humana.
Y no entender esta obviedad es la realidad que subyace bajo las cifras de violencia que padecen hoy las mujeres en diversos ámbitos de la sociedad y muy especialmente, y al que me quiero referir en los minutos que quedan, en el entorno doméstico.
Es difícil encontrar otro delito que arroje resultados similares… y, con todo y con ello, todavía hoy muchas voces cuestionan en España: 1) la propia existencia de la violencia de género; y 2) la necesidad de una legislación específica para hacerle frente
Hace escasos días, el 25 de noviembre, hemos celebrado el día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer. A la luz de los datos que ofrece el Instituto Nacional de estadística, en el año 2020 (que es el último año cerrado y del que, por tanto, se tienen datos completos) en España hubo 25.436 hombres condenados por violencia de género. No les hablo de denuncias; les hablo de condenas…es decir de agresiones probadas, padecidas por mujeres a manos de sus maridos, exmaridos, parejas o exparejas. 25.436 agresiones probadas a mujeres, es una cifra que un Estado que quiere ser “social y democrático de Derecho”, simplemente, no se puede permitir. Si dividimos el número de condenas por los días que tiene el año resulta que, en el año 2020, cada día en España, un mínimo de 70 mujeres fueron agredidas por su maridos, exmaridos, parejas o exparejas; cada día, en España, hubo, al menos, 70 mujeres agredidas en el entorno doméstico, por el simple hecho de ser mujer…
Es difícil encontrar otro delito que arroje resultados similares… y, con todo y con ello, todavía hoy muchas voces cuestionan en España: 1) la propia existencia de la violencia de género; y 2) la necesidad de una legislación específica para hacerle frente.
La violencia de género es la expresión más ruda y brutal de la desigualdad entre sexos; cuanto mayor es el nivel de tolerancia de una sociedad con la violencia de género, mayor es el nivel de desigualdad y mayor la discriminación.
Y lo cierto es que hasta bien entrados los años 90, la violencia de género era invisible en nuestra sociedad. Se trataba de un problema que no se reconocía y, por tanto, en 1978, simplemente, no existió para el Constituyente Español.
En un contexto global, fue a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando la crudeza con la que se presenta ya este problema da paso a una importante proliferación de instrumentos legislativos emanados fundamentalmente de Naciones Unidas, en defensa del derecho a la igualdad entre hombres y mujeres. En este sentido, la Declaración de Naciones Unidas sobre la eliminación de la violencia contra la Mujer en diciembre 1993, reconoce que ésta, abarca: En primer lugar, la violencia (física, sexual y psicológica) producida en el seno de la familia, incluyéndose aquí no sólo los malos tratos sino también la violencia relacionada con la dote, la mutilación genital femenina o la violencia relacionada con la explotación; en segundo lugar abarca, también, la violencia (física, sexual y psicológica) perpetrada dentro de la comunidad en general, incluyéndose aquí las agresiones sexuales, el acoso o la intimidación sexual en el ámbito laboral, la trata de mujeres y la prostitución forzada; y abarca, por último, la violencia (física, sexual o psicológica) tolerada por el Estado.
Se reconoce así, por fin –pero nótese que estamos ya en 1993- que el Estado, institucionalmente, desde la pasividad, contribuye al ejercicio de la violencia que padece la mujer.
La violencia de género es la expresión más ruda y brutal de la desigualdad entre sexos; cuanto mayor es el nivel de tolerancia de una sociedad con la violencia de género, mayor es el nivel de desigualdad y mayor la discriminación
Desde el liberalismo en el que se inspiran las sociedades occidentales actuales se propugna la autonomía del individuo y, así, en lo que a la violencia machista respecta, se ha tratado de legitimar la falta de atención del Estado (ese “mirar para otro lado”) en el carácter privado de las relaciones familiares y en la conveniente ausencia de intervencionismo. Cuando estos postulados liberales se combinan con estereotipos de origen androcéntrico que no permiten a la mujer desasirse socialmente de los lazos que la atan a la responsabilidad de las relaciones domésticas y familiares, la consecuencia supone, inevitablemente, la prolongación de situaciones que relegan a la mujer a un segundo plano; que la dotan de una existencia de segundo nivel, de una vida de segunda categoría. Por eso llamo la atención, de nuevo, sobre el mandato del art. 9.2 de la Constitución y la obligación de los poderes públicos de remover cualquier obstáculo que de forma directa o indirecta impida que la igualdad sea real y efectiva.
En virtud de dicho mandato constitucional podemos sostener hoy, que gozamos en España de una de las más avanzadas legislaciones para hacer frente a la violencia que padecen las mujeres. Especialmente en lo que se refiere a la vertiente penal y judicial. Y con todo y con ello, lo cierto es que sigue siendo insuficiente y que hay que seguir trabajando sin desmayo en la lucha por la igualdad.
En el año 2004, tras 20 años de pequeños, lentos y costosos avances en el reconocimiento penal de esta auténtica lacra social, se publicó la Ley Integral de medidas contra la violencia de género. Esta Ley, ahora vigente, se aprobó por unanimidad de todo el arco parlamentario. Desde ningún partido, pues, se negó la evidencia: La violencia que padecen las mujeres en el entorno doméstico es una manifestación de la violencia de género; una violencia que se traduce en agresiones perpetradas contra la mujer, por el mero hecho de serlo, al ser consideradas éstas, por sus agresores, como seres “carentes –dice la Exposición de Motivos de la Ley- de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión”.
Reconoce la Ley, dando expresión a todos los partidos que configuraban el arco parlamentario, que la violencia de género que padecen las mujeres en el entorno doméstico no es un problema privado; que no es algo que pertenezca y se resuelva en el seno de la familia. Sino que por el contrario es un problema público, un problema que requiere la actuación del Estado.
Así, en la propia Ley, de nuevo puede leerse –y cito- que “Los poderes públicos no pueden ser ajenos a la violencia de género, que constituye uno de los ataques más flagrantes a derechos fundamentales como la libertad, la igualdad, la vida, la seguridad y la no discriminación proclamados en nuestra Constitución. Esos mismos poderes públicos tienen, conforme a lo dispuesto en el artículo 9.2 de la Constitución, la obligación de adoptar medidas de acción positiva para hacer reales y efectivos dichos derechos, removiendo los obstáculos que impiden o dificultan su plenitud”.
Efectivamente, por imperativo de ese mandato Constitucional que el art. 9.2 dirige a los poderes públicos, las Cortes aprobaron esta Ley que pretende ofrecer medidas para luchar contra la violencia de género en el ámbito doméstico desde muy diversas perspectivas. Y esto, en sí mismo, constituye ya un logro: entender que la violencia de género es un problema de honda raigambre social, que trae causa de muy diversos factores y que tiene reflejo en todos los aspectos del desarrollo de la personalidad y de la convivencia. Aparece condicionada por factores educacionales, religiosos o laborales… (entre otros muchos) y se refleja en todo tipo de expresiones sociales, artísticas, publicitarias, o de oportunidad profesional…Comprender que la violencia de género sólo se podrá erradicar una vez que se adopten medidas que atiendan a todos estos distintos ámbitos (y no sólo, por cierto, al ámbito penal) se convierte en el nudo gordiano de las políticas públicas que pretendan poner algo de luz en estas tinieblas.
Llamo la atención sobre el mandato del art. 9.2 de la Constitución y la obligación de los poderes públicos de remover cualquier obstáculo que de forma directa o indirecta impida que la igualdad sea real y efectiva
Pese a que esta Ley –conocida como “la Ley Integral”- fue, como les decía, aprobada por las Cortes Generales por unanimidad, el poder judicial se planteó su Constitucionalidad. Y se planteó su Constitucionalidad porque, de todas las disposiciones contenidas en la misma, hubo una que suscitó ciertas dudas en relación con el principio de igualdad: se dijo que la Ley introducía una sanción penal agravada para los varones (maridos, exmaridos, parejas o exparejas) que agredían a su mujer, frente a la pena que por una agresión similar hubiera correspondido imponer a la mujer.
Sin embargo, el Tribunal Constitucional constató la constitucionalidad de la Ley y explicó en su Sentencia que es fundamental entender que no se trata de agresiones similares; que la violencia doméstica es distinta de la violencia de género. La violencia doméstica ya existía y estaba penada antes de la Ley Integral. Se refiere a cualquier agresión que pueda sufrir un miembro de la familia a manos de otro.
Pero dentro de la familia hay, además, otro tipo de agresiones, lamentablemente, las más frecuentes, que son algo más graves; se dirigen siempre contra la mujer y se dirigen contra ella porque siendo mujer, se supone que debe tener un comportamiento y unas reacciones determinadas que el marido tiene la capacidad de imponer. Y si ella no actúa como se espera, como él espera, esa “falta de obediencia”, sigue justificando –a juicio del agresor- la agresión.
Así, con este tipo de violencia no sólo se propina una paliza, un empujón o una bofetada…toda esta violencia, va dirigida a otro fin mediato: a anular a la mujer como persona condicionando su actividad y el desarrollo, en suma, de personalidad. Ese plus
diferencial, esa motivación intrínseca que se suma a la propia agresión es lo que la convierte en una violencia distinta y en una agresión más grave. Por eso, la violencia que padecen las mujeres a manos de sus maridos, exmaridos, parejas o exparejas es distinta de la que padecen otros miembros del núcleo familiar; por eso es más grave que una mera y puntual paliza, bofetada o empujón (porque contiene ese plus de lesividad añadido al daño físico que origina); y por eso, merece una penalidad mayor.
Así lo entendió el Tribunal Constitucional argumentando, pues, que la regulación penal contenida en la Ley Integral no vulneraba el principio de igualdad.
Como con acierto se ha sostenido, la consagración de la igualdad ante la Ley en el art. 14 de la Constitución genera una presunción de constitucionalidad: Todo trato formalmente igualitario es, presuntamente, constitucional. Sin embargo, esto no significa que todo trato desigual sea necesariamente inconstitucional.
De conformidad con ello, nuestro más alto tribunal ha interpretado, de forma constante y reiterada, que el principio de igualdad supone tratar por igual situaciones iguales, pero dar un trato desigual a situaciones desiguales. No se prohíbe, pues, en la Constitución el establecimiento de tratos singularizados o diferenciados, lo que se exige es que la diferencia de trato introducida por la norma sea objetiva (es decir, que esté basada en supuestos de hecho diferentes) y que sea razonable (es decir proporcionada; y a este respecto me permito anotar, que la agravación de la pena introducida por la Ley Integral nunca se tildó de desproporcionada).
En el año 2004 la promulgación de la Ley de Medidas de protección Integral contra la violencia de género, aprobada –insisto- por la unanimidad de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria entonces, supuso un inmenso paso hacia adelante en el camino de la igualdad. Pero la Ley no surgió de repente…como les decía, fue el producto de 20 años de pequeños pasos, de mínimas reformas legislativas, que comenzaron en 1989 –con una inicial reforma del código penal para introducir un incipiente, defectuoso y fallido delito de malos tratos- y que, con todo, no podemos considerar concluidas.
La violencia que siguen hoy padeciendo las mujeres continúa arrojando unas cifras insoportables; pero entiendo que la vía penal está ya explorada y, prácticamente, agotada. Las conductas delictivas están diseñadas y las penas con las que se sanciona el hecho son –en mi opinión- suficientes y proporcionadas…El reto no está ya en la sanción, sino en que los hechos no lleguen a producirse.
Mucho se ha escrito sobre el Derecho Penal como ultima ratio; y es ahora el momento de recordarlo. Efectivamente, el derecho penal debe ser el último resorte del Estado, de forma tal que su aplicación proceda cuando cualquier otra posible reacción sea inviable o infructuosa. Cuando el Derecho Penal actúa, el daño ya está hecho y la agresión -la paliza o las lesiones- ya están causadas.
Resulta imprescindible adelantar la respuesta del Estado; crear políticas de detección de situaciones y prevención de actitudes, de formación en igualdad, de respeto a la dignidad de la persona. Políticas culturales, educacionales, publicitarias… que eviten la difusión de conductas y comportamientos asignados a roles preconcebidos sobre la base de un patrón androcéntrico. Y, desde luego, que prohíban de forma efectiva la utilización sexista de la imagen de la mujer.
Ahora más que nunca estas políticas son necesarias. Este año, con motivo de la celebración del día Internacional de la eliminación de la violencia contra la Mujer, el Congreso de los Diputados no pudo aprobar una declaración institucional contra la violencia de género por el veto impuesto por un partido político. Partido político de extrema derecha que cuenta, novedosamente, con representación parlamentaria en esta legislatura y que se opone sistemáticamente a cualquier avance en materia de igualdad; a cualquier intento de establecer políticas públicas tendentes a evitar la discriminación no sólo por razón de sexo, sino también por razón de raza, religión o creencias.
La violencia que siguen hoy padeciendo las mujeres arroja unas cifras insoportables; pero entiendo que la vía penal está ya explorada y, prácticamente, agotada. Las conductas delictivas están diseñadas y las penas con las que se sanciona el hecho son –en mi opinión- suficientes y proporcionadas… El reto no está ya en la sanción, sino en que los hechos no lleguen a producirse
Y quiero recordar hoy que el camino no está hecho; que, en el año 2020, 70 hombres fueron condenados cada día por agredir a sus mujeres, exmujeres, parejas o exparejas –cada día, 70 hombres…-; que la igualdad real y efectiva está lejos de alcanzarse; y que para constituir una democracia avanzada la Constitución dirigió un mandato claro a los poderes públicos: el de remover los obstáculos que impidieran o dificultaran el logro real y efectivo de la igualdad. El cumplimiento de ese mandato es su obligación y si lo incumplen…están incumpliendo la Constitución.
Se trata, posiblemente, de uno de los problemas más importantes con los que nos vamos a encontrar en los años venideros. La Constitución ha generado el marco propicio para un desarrollo exponencial de la Igualdad, pero no podemos obviar una reflexión necesaria…y con ello concluyo… ¿Será posible seguir avanzando sin una reforma, tranquila, mesurada, prudente, de la Constitución? Me temo que no.
Todos los cambios sociales que he tratado de resumir –y, por supuesto, muchos otros que, por razones de tiempo han quedado fuera- han sido posibles gracias a que la Constitución les abrió la puerta. Pero hay materias que no pudo contemplar; y no pudo porque, simplemente, nació en otra época.
Pensemos en algunos aspectos relativos al Derecho a la educación, a la revolución digital o a determinadas cuestiones relacionadas con la salud reproductiva que ni siquiera se esbozan, en el siempre ambiguo Derecho a la salud; pensemos en los retos que plantea la llegada de mujeres de otras culturas y latitudes o la necesidad creciente de dar cohesión a las legislaciones europeas. Dejo solo mencionado, por supuesto, el reto que plantea la organización territorial del Estado…
Y, con todo, estos no son más que algunos de los aspectos en los que se vislumbran los límites constitucionales.
Por eso, quiero apelar a una reflexión serena sobre esa necesaria reforma; para evitar que un texto demasiado rígido se convierta en una cárcel para los deseos de una juventud que debe integrarse en la cohesión que promueve nuestra Carta Magna.
Permítanme concluir recitando unos versos del último poema de Borges, titulado “Los conjurados” y dedicado a los fundadores de la Suiza Federal; en ellos hay una constatación y un sueño:
En el centro de Europa están conspirando
Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que
hablan en diversos idiomas.
Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus
diferencias y acentuar sus afinidades
Y continúa diciendo:
Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de mis patrias
Mañana serán todo el planeta.
Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético
MUCHAS GRACIAS, MOLTES GRÀCIES
[Conferencia pronunciada en el Ayuntamiento de Elche, en diciembre de 2021, con motivo del día de la Constitución]
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Olga Fuentes Soriano. Catedrática de Derecho Procesal, Universidad Miguel Hernández. Ha publicado, entre obres: Perspectivas de futuro (Tirant lo Blanch, 2005), El enjuiciamiento de la Violencia de Género (IUSTEL, 2009).