Por KRISTIN ROSS
Ofrecemos en este número la introducción de este relevante texto que nos muestra la riqueza de acontecimientos, pensamientos e influencias derivadas de La Comuna de París. Les invitamos a leer el libro completo.
INTRODUCCIÓN
En este libro he tratado de reconstruir los elementos de un imaginario que alimentó y sobrevivió al acontecimiento conocido como la Comuna de París de 1871, un imaginario al que los comuneros y yo misma hemos dado el nombre de «lujo comunal». Durante 72 días de la primavera de 1871, una insurrección obrera transformó la ciudad de París en una comuna autónoma y emprendió la libre organización de la vida social según los principios de asociación y cooperación. Desde entonces, todo lo que ocurrió en París aquella primavera -desde la conmoción de que en una de las principales capitales europeas la gente común ejerciera poderes y capacidades normalmente reservadas para una elite gobernante hasta la barbarie de la represalia estatal contra ella- ha generado mucha controversia y análisis. El paisaje histórico de la Comuna que esbozo aquí es a la vez vivido y conceptual. Por «vivido», me refiero a que los materiales que he utilizado para componerlo son las propias palabras pronunciadas, las actitudes adoptadas y las acciones físicas realizadas por los insurgentes y algunos de sus compañeros de viaje y simpatizantes cercanos, y conceptual, en el sentido de que esas palabras y acciones responden a su vez a una serie de lógicas que me he visto obligada a seguir a lo largo de sus páginas. He tomado como punto de partida la idea de que, sólo siguiendo tenazmente la naturaleza particular y el contexto de las palabras e invenciones de sus agentes, podemos llegar a los efectos más centrífugos de la Comuna.
Es un hecho sorprendente que, a pesar de la cantidad impresionante de análisis políticos que la Comuna ha inspirado, el pensamiento comunero harecibido comparativamente muy poca atención, incluso por parte de los escritores y estudiosos políticos que simpatizan con la memoria del evento. Y, sin embargo, gran parte de ese pensamiento -lo que hicieron los sublevados, lo que pensaron y dijeron sobre lo que hicieron, la importancia que dieron a sus acciones, los nombres y las palabras que emplearon, importaron o discutieron- ha estado fácilmente accesible, reeditado, por ejemplo, en Francia por François Maspero durante el último periodo de alta visibilidad de la Comuna, las décadas de los sesenta y setenta. He preferido quedarme con esas voces y acciones, en lugar de sumarme al gran coro de comentarios o análisis políticos, ya fueran laudatorios o críticos, que ha suscitado. No me he preocupado por evaluar los éxitos o fracasos de la Comuna ni por determinar de ninguna manera directa las lecciones que pudo proporcionar o puede seguir proporcionando a los movimientos, insurrecciones y revoluciones posteriores. Para mí no está del todo claro que el pasado dé lecciones. Al igual que Walter Benjamin, creo, sin embargo, que hay momentos en que un suceso o lucha particular entra claramente en la figurabilidad del presente, y así sucede actualmente, a mi parecer, en el caso de la Comuna.
Durante 72 días de la primavera de 1871, una insurrección obrera transformó la ciudad de París en una comuna autónoma y emprendió la libre organización de la vida social según los principios de asociación y cooperación
En 2011 la escena política mundial estuvo dominada por la figura y la fenomenología de los campamentos u ocupaciones, recuperando una forma de protesta que me indujo a volver a la cultura política de la Comuna de París con un conjunto de preguntas distinto del que vertebraba la historia poética de la Comuna que escribí hace más de veinticinco años1. Las preocupaciones que dominan la agenda política actual -el problema de la remodelación de una práctica internacionalista, el futuro de la educación, el trabajo y el estado del arte, la forma comunal y su relación con la teoría y lapráctica ecológica- desempeñaron sin duda un papel en la orientación de los temas que estructuran el libro a partir de la cultura de la Comuna. En general no he sentido la necesidad de hacer explícitas las resonancias de la Comuna en la política de hoy día, aunque creo que son bastante manifiestas e incluso chocantes, como cuando el New York Times informó inopinadamente de que la joven activista a la que estaba entrevistando en las calles de Oakland (California) en noviembre de 2011 se llamaba Louise Michel2. No merece la pena explicar en detalle hasta qué punto la vida de la gente bajo la forma actual del capitalismo, con el colapso del mercado laboral, el auge de la economía informal y el debilitamiento de los sistemas de solidaridad social en todo el mundo superdesarrollado, recuerda a las condiciones de trabajo de los obreros y artesanos del siglo XIX que protagonizaron la Comuna; la mayoría de ellos pasaban la mayor parte de su tiempo, no trabajando, sino en busca de trabajo. Se ha hecho cada vez más evidente, sobre todo después de la desintegración de sociedades como la griega y la española, que no todos estamos destinados a ser obreros inmateriales que habitan una tecno-utopía creadora posmoderna tal como algunos futurólogos nos predijeron hace diez años e incluso siguen augurando hoy día. La forma en que la gente vive ahora -trabajo a tiempo parcial, estudiando y trabajando al mismo tiempo, a caballo entre dos mundos o hundidos en la brecha entre el trabajo que se estaban preparando para hacer y el trabajo que se encuentran haciendo para sobrevivir, o recorriendo enormes distancias con el fin de encontrar trabajo-.
Todo esto me sugiere, y también a otros, que el mundo de los comuneros está de hecho mucho más cerca del nuestro que el mundo de nuestros padres. Me parece bastante verosímil que los y las jóvenes de hoy día, desalentados tras proyectar una carrera en el diseño de videojuegos, la gestión de fondos de cobertura o la burocracia de los teléfonos inteligentes, tratando de hacerse un hueco y de hallar una forma de vivir en el borde de varias economías informales, sondeando las posibilidades y limitaciones de vivir de otro modo en el seno de una economía capitalista global a la vez próspera y desgarrada por la crisis, puedan encontrar interesantes los debates que tuvieron lugar entre los comuneros refugiados y compañeros de viaje en el Jura en la década de 1870 y que llevaron a la teorización de algo llamado «anarco-comunismo» o «comunismo libertario», es decir, las comunidades descentralizadas y cómo podrían llegar a existir y prosperar, «federadas» entre sí en relaciones de solidaridad.
El mundo de los comuneros está de hecho mucho más cerca del nuestro que el mundo de nuestros padres
Si me abstengo de subrayar más explícitamente las reverberaciones de la Comuna en los acontecimientos y la cultura política del presente, es en parte porque lo que más me intriga es la forma en que se ha desembarazado –liberado, quizá como «Le bateauivre» de Rimbaud, sobre todo después de 1989– de las dos historiografías dominantes en las que se anclaba la forma en que podía representarse y entenderse: la historia oficial del comunismo estatal, por un lado, y la historia republicana de la nación francesa, por otro. Una vez liberada de esas dos imponentes alcurnias y estructuras narrativas, no siento ninguna necesidad de encerrarme en otra. El fin del comunismo estatal liberó a la Comuna del papel que había desempeñado en la historiografía comunista oficial; después de 1989 quedaba redimida de la supuesta danza de Lenin en la nieve frente al Palacio de Invierno el septuagésimo tercer día de la Revolución rusa –con lo que esta había durado un día más que la Comuna, convirtiéndola así en una revolución fallida que ahora cabía enmendar–. Y gran parte de mi argumentación tenderá a aclarar que la Comuna tampoco pertenecía realmente a la ficción nacional francesa, esa secuencia radical de republicanismo francés heroico, del que se pretende que hubiera sido el último espasmo del siglo XIX. Si nos tomamos en serio la declaración de uno de sus participantes más conocidos, GustaveCourbet, de que durante la Comuna «París había renunciado a ser la capital de Francia»3, se hace difícil mantener con gran convicción la idea de que fueron los insurgentes que lucharon y murieron en gran número en París los que de alguna manera «salvaron la República».
El imaginario que nos deja la Comuna de París no es, pues, ni el de una clase media republicana nacional ni el de un colectivismo gestionado por el estado. El lujo comunal no es ni el lujo burgués (francés) que lo rodea ni los experimentos colectivistas utilitarios que lo sucedieron y dominaron la primera mitad del siglo XX. Tal vez por eso otro de sus participantes, muchos años después y en medio de una evaluación muy crítica de su estructura política, concluía que
la Comuna […] preparó para el futuro, no mediante sus gobernantes sino mediante sus defensores, un ideal superior al de todas las revoluciones que la precedieron […], una nueva sociedad en la que no hay maestros por nacimiento, título o riqueza, y no hay esclavos por origen, casta o salario. En todas partes la palabra «Comuna» se entendía en el sentido más amplio, como referencia a una nueva humanidad, formada por compañeros libres e iguales, ajena a la existencia de antiguos límites, basada en la ayuda mutua y pacífica de unos a otros desde un extremo del mundo al otro4.
Gracias a su capacidad para unir en el pensamiento los dominios de la formación social que la burguesía se empeña en mantener separados –ciudad y campo en particular, pero también teoría y práctica, trabajo mental y manual–, los comuneros intentaron reiniciar la historia de Francia sobre otra base muy distinta, aunque esa base y esa historia ya no podían ser consideradas como algo exactamente «francés» o de perfiles nacionales; era, a la vez, algo más pequeño y mucho más expansivo. La imaginación comunal privilegiaba la escala de la unidad autónoma local dentro de un horizonte internacionalista, lo que dejaba poco espacio para la nación y para el mercado o el estado. Esos deseos se demostraron extremadamente potentes en el contexto en el que se generaron, ya que ¿cuál podría haber sido un mejor momento para poner en marcha un proyecto tan amplio sino cuando el estado francés, y la sociedad burguesa represiva en la que se apoyaba, habían sido derrotados tan rotundamente?
Al comienzo de esta introducción me referí a la Comuna como una insurrección dirigida por obreros que duró 72 días y transformó París en una comuna autónoma cuya vida social fue reconfigurada siguiendo los principios de cooperación y asociación. Sin embargo, incluso una simple representación como esta de los hechos puede convertirse en parte del problema. Para explorar el significado del «lujo comunal», he tenido que ampliar el marco cronológico y geográfico del acontecimiento más allá de los 72 días parisinos -desde el intento de confiscación de los cañones el 18 de marzo a los sangrientos días de la masacre a finales de mayo- a los que usualmente se circunscribe. Siguiendo a Alain Dalotel y otros, comienzo por la fiebre que se desató en las reuniones y clubes de la clase trabajadora durante los últimos años del imperio, y termino con un extenso examen de las ideas producidas durante las décadas de 1870 y 1880 cuando los refugiados y exiliados comuneros en Inglaterra y Suiza como Élisée Reclus, André Léo, Paul Lafargue y Gustave Lefrançais, entre otros, se reunieron y colaboraron con otros muchos seguidores y compañeros de viaje como Marx, Kropotkiny William Morris. Estos tres últimos, aunque geográficamente distantes de la insurrección de la primavera –al igual que Arthur Rimbaud, sobre quien he escrito en otro lugar–, se hallaban entre los muchos para quienes lo sucedido en París durante aquellas pocas semanas se convirtió en un punto de inflexión en su vida y pensamiento.
La palabra «Comuna» se entendía en el sentido más amplio, como referencia a una nueva humanidad, formada por compañeros libres e iguales
He alterado los límites temporales y espaciales habituales de la Comuna para incluir sus efectos sobre esos dominios cercanos por dos razones muy precisas. La temporalidad ampliada me permite mostrar que la guerra civil no fue, como generalmente se dice, una consecuencia accidental del patriotismo y las dificultades coyunturales provocadas por la guerra contra una potencia extranjera. Me permite, de hecho, mostrar casi lo contrario: la guerra franco-prusiana como un aspecto momentáneo de la guerra civil en marcha. En segundo lugar, al poner en primer plano la producción teórica posterior, producida por los exiliados fuera de Francia (en lugar de, digamos, los pensadores que la precedieron como Proudhono Blanqui), puedo rastrear, en los desplazamientos, intersecciones y escritos de los supervivientes, una especie de vida ulterior de la Comuna que, en mi opinión, no es exactamente posterior sino parte integral del acontecimiento en sí. La palabra francesa survie lo expresa muy bien: una vida más allá de la vida. No es la memoria del acontecimiento o su legado, aunque ciertamente se estuviera ya constituyendo algún tipo de memoria o legado, sino su prolongación, casi tan vital para la lógica del evento como los actos iniciales de la insurrección en las calles de la ciudad. Es una continuación del combate con otros medios. En la dialéctica entre lo vivido y lo concebido -la frase es de Henri Lefebvre-, la idea de un movimiento sólo se genera con y después de él: liberada por las energías creativas y el exceso del propio movimiento. Son las acciones las que producen los sueños y las ideas, y no a la inversa.
Un pensamiento tan íntimamente ligado al exceso de un acontecimiento no tiene la delicadeza y minuciosidad de la teoría producida a cierta distancia, ya sea geográfica o cronológica. Lleva las huellas del momento o, mejor aún, se ve a sí mismo como una parte de la construcción real de ese momento y, por tanto, como esbozo o elaboración inacabada. Se parece poco a la «gran teoría» en el sentido habitual del término. La guerra civil en Francia y El Capital no son libros delmismo tipo. Y, si Reclusy Morris, por ejemplo, figuran a veces como pensadores confusos o poco sistemáticos, es porque insistieron en considerar el pensamiento como creación y construcción de un contexto donde las ideas pueden ser a la vez productivas e inmediatamente eficaces en su momento.
Cuando escribí por primera vez sobre el comunero Élisée Reclus, hace veinticinco años, su trabajo era prácticamente desconocido aparte de los estudios de unos cuantos geógrafos anticoloniales pioneros como BéatriceGiblin e Yves Lacoste. Ahora suscita un enorme interés e investigadores de todo el mundo se esfuerzan por repensar su obra como una especie de ecologismo avant la lettre. Sus escritos sobre el anarquismo, como los de Kropotkin, son objeto asimismo de un renovado interés. Y también William Morris aparece para muchos como una voz fundacional en el discurso de la «ecología socialista». Pero, por muy útil que haya podido ser para mis reflexiones, la investigación actual se abstiene de establecer ningún lazo, o casi, entre el pensamiento político de Morris, Kropotkin o Reclus y lo que Morris llamó «el intento de establecer la sociedad sobre la base de la libertad de trabajo, lo que llamamos Comuna de París de 1871»5. El establecimiento de esa conexión es parte del trabajo de las últimas secciones del libro. Otro aspecto es una comparación, en la obra de esos tres autores, de lo que Reclusllamaba solidaridad, Morris «camaradería» [fellowship] y Kropotkin «ayuda mutua», no como sensibilidad moral o ética, sino como estrategia política.
La fuerza relativa de las aguas de cualquier arroyo de montaña es proporcionalmente mayor que la del Amazonas
Mientras trataba de rastrear la survie inmediata del movimiento –lo que ocurrió durante la vida de sus participantes–, recordé una imagen del libro favorito de Reclusentre los muchos de los que fue autor, L’ Histoire d’un ruisseau. En ese librito, escrito para escolares y que se solía repartir comopremio de fin de curso, evoca la forma serpenteante de los «riachuelos […] que aparecen en las playas del océano tras el reflujo de la marea»6. Si para nosotros la marea es a la vez la enormidad de la aspiración y los logros de la Comuna y la violencia de la masacre que la aplastó, en la estela y en el corazón mismo de esos dos movimientos antagónicos de fuerza descomunal, aparece –ya– en la arena una pequeña red de respiraderos, señales de la presencia de un mundo invisible. Ese sistema de intercambios rápidos, de cruces y colaboraciones, de formas simbólicas de solidaridad y de encuentros dispersos, a menudo efímeros, ejerce así un arrastre, y eso es lo que he tratado de transmitir en la última parte del libro. L’ Histoire d’un ruisseau también es útil en otro sentido, ya que sugiere cómo podríamos entender el desproporcionado poder histórico de la comuna en relación con su escala relativamente pequeña.
El libro formó parte de una serie encargada por Pierre-Jules Hetzel, editor de Julio Verne, Proudhony Turguéniev, que la diseñó con un afán enciclopédico muy típico de mediados del siglo XIX: proporcionar a los adolescentes una «literatura de historias», la historia de cosas y elementos de los que no se suele pensar que la tengan. Por eso se pidió a un conocido astrónomo que escribiera una historia del cielo y, a Viollet-le-Duc, la historia de un ayuntamiento y de una catedral. La elección de Reclus para escribir la historia de un arroyo o riachuelo reflejaba su predilección por una escala geográfica no patológica que podría ser la de un campo, un pueblo o un barrio. De la Comuna podríamos decir que quizá posee las cualidades que Reclusa tribuye en su libro al arroyo de montaña. Su escala y su geografía son habitables, no sublimes. En su opinión era superior al río debido a la imprevisibilidad de su curso. Mientras que el río recorre el profundo surco excavado por los millones de metrocúbicos que lo han precedido, el arroyuelo se abre su propio camino. Pero, por esa misma razón, la fuerza relativa de las aguas de cualquier arroyo de montaña es proporcionalmente mayor que la del Amazonas.
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Kristin Ross (1953). Profesora emérita de literatura comparada de la Universidad de Nueva York, especialista en cultura y literatura francesa contemporánea. Es autora entre otros libros de El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París, Akal, 2018; May ’68 and Its Afterlives. The University of Chicago Press, Chicago (2002).
[Agradecemos a la editorial Akal la autorización para publicar este fragmento del libro: Kristin Ross (2016). Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París. Madrid, Ediciones Akal. Las cursivas son de la autora]
NOTAS
1.- Kristin Ross, The Emergence of Social Space: Rimbaud and the Paris Commune, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1988; Londres y Nueva York, Verso, 2008. [^]
2.- Malia Wollan, «Occupy Oakland Regroups, Calling for a Strike», New York Times (1 de noviembre de 2011). [^]
3.- Gustave Courbet, carta a sus padres, 30 de abril de 1871, en Petra Ten-DoesschateChu (ed.), Correspondance de Courbet, París, Flammarion, 1996, p. 366. [^]
4.- Élisée Reclus, en La Revueblanche, 1871: Enquête sur la Commune [1897], París, Éditions de L’amateur, 2011, pp. 81-82. [^]
5.- William Morris, «The Hopes of Civilization», enA. L. Morton (ed.), The Political Writings of William Morris, Londres, Wishart, 1973, p. 175. [^]
6.- Élisée Reclus, L’ Histoire d’ un ruisseau, París, Actes Sud, 1995, p. 93 [ed. cast.: Historia de un arroyo, trad. de María Tabuyo y Agustín López Tobajas, Palma de Mallorca, José J. Olañeta Editor, 2008]. [^]