Por AGUSTÍN JOSÉ MENÉNDEZ, DARIO GUARASCIO, FRANCESCO BOGLIACINO
Los atentados del 13 de noviembre en París han empujado a Europa hacia una nueva y cada vez más aguda situación de emergencia. Una emergencia que viene a añadirse a la socioeconómica (iniciada en 2008 y todavía en curso) y a la humanitaria (determinada por los flujos masivos de refugiados y por la ausencia de una reacción mínimamente coordinada por parte de los Estados europeos).
François Hollande, después de haberse consolidado en el rol de “presidente marcial” al hilo de los ataques a Charlie Hebdo del pasado mes de enero, ha aparcado definitivamente su promesa de ser un “presidente normal”. En su discurso televisivo realizado pocas horas después de los ataques terroristas, Hollande no solo declaró el estado de emergencia nacional, sino que definió los ataques de París como la primera acción de una guerra entre Francia y el ISIS. Con su largo discurso ante la Asamblea Nacional cuatro días más tarde, el “presidente normal” se ha transformado definitivamente en “presidente marcial”. Así, no solo el estado de emergencia se prolongará tres meses, sino que Hollande promoverá una amplia reforma de la Constitución francesa con el fin de incrementar los poderes del ejecutivo.
Hay muchas diferencias de tono, contenido y significado entre el discurso de Hollande y el de G. W. Bush el día después del 11 de septiembre de 2001. Pero también se dan paralelismos sorprendentes e inquietantes. Dos de ellos son cruciales: la ausencia de voluntad de tomar en consideración las razones profundas de los ataques, y la caracterización de esos ataques como actos de “guerra”.
Hollande, como hizo también G. W. Bush, ha evitado la pregunta clave del por qué – además del cómo, dónde y con qué modalidades – los autores de los ataques odian a la población civil francesa hasta el punto de haber provocado el horror del viernes 13. Las causas son arduas, complejas y múltiples. Pero a pesar de lo duro y difícil que resulta admitirlo en un momento tan amargo, esas causas no son ajenas al pasado colonial de Francia (un pasado con el que la République solo se ha atrevido a confrontarse parcialmente, como ha señalado Gilles Kepel). Y tampoco son ajenas las recientes acciones y omisiones de la Unión Europea y de Estados Unidos. Fue un error catastrófico, moral y de evaluación, utilizar las milicias de los talibanes contra la Unión Soviética en 1980. Y ha sido catastrófico también reaccionar a los ataques del 11 de septiembre del modo como lo hizo Estados Unidos. Se han cometido nuevos errores durante la Primavera árabe y en particular durante la Primavera siria, gravemente deteriorada por un largo y terrible otoño de guerra civil. Y a todo ello se añaden las ambiguas relaciones que vinculan a Estado Islámico con cierto número de “socios estratégicos” de Occidente en la región (es bien sabido que Arabia Saudí es la fuente más importante de financiación del yihadismo salafí).
En el único momento en el que Hollande se aproximó a una toma en consideración real del contexto de los ataques, se vio al presidente francés ofrecer a la Rusia de Putin una cooperación estratégica. Lo cual implica que la estrategia de Francia y Alemania en relación con Rusia hasta este momento, en particular por lo que toca al apoyo que presta Rusia a Assad, ha sido contradictoria y errática hasta el punto de resultar, hoy, poco menos que desastrosa. Putin, que tan solo hace un año era descrito como una nueva amenaza para la paz en el mundo, es presentado ahora como un aliado indispensable.
La palabra clave en los dos discursos de Hollande, como en el de G.W. Bush, ha sido “guerra”. Pocas horas después de los ataques, el presidente y sus consejeros decidieron que lo oportuno era describir los ataques como una “guerra”. Esta descripción queda lejos de la realidad, y haberla elegido puede implicar consecuencias fatales. En primer lugar, los trágicos sucesos de París difícilmente se pueden distinguir de muchos ataques terroristas ocurridos en los últimos decenios, ataques que fueron calificados de actos de terrorismo, y no ciertamente de actos de guerra. Las bombas en los pubs del IRA (un ‘ejército’ autoproclamado) no llevaron a las autoridades británicas a definir esos ataques como actos de “guerra”. Las bombas de la mafia dirigidas a perturbar al Estado al final de los años setenta y al comienzo de los años noventa no provocaron una declaración de guerra por parte de la República italiana. De modo parecido, tanto los ataques de marzo de 2004 en Madrid, como los de julio de 2005 en Londres – similares por la intensidad y el modo de operar a los parisinos -, fueron descritos como actos de terrorismo, no de guerra. Sin contar el hecho de que bastaría considerar el porcentaje de las víctimas del ISIS entre la población islámica de los países árabes para redimensionar drásticamente la tesis de una ‘guerra a occidente’. En Estados Unidos, algunas voces aisladas sostuvieron con razón que G. W. Bush estaba cometiendo un error colosal al describir los ataques del 11 de septiembre como una declaración de guerra (un error agravado por el hecho de haber desencadenado su guerra contra una técnica – el terrorismo – y no contra un objetivo específico).
En segundo lugar, hablar de “guerra”, aunque sea de forma inconsciente, legitima a los agresores. Hollande sostiene que el comando que ha orquestado y realizado el ataque forma parte de un “ejército terrorista”. Se da, de este modo, un reconocimiento implícito del enemigo como sujeto organizado e institucionalizado (como ha señalado valerosamente De Villepin). Pero es mucho más grave el hecho de que, dado que antes de que el ISIS atacase París el presidente Hollande ya había ordenado bombardear sus posiciones en Siria, al hablar de guerra el presidente ha reconocido indirectamente que los terroristas han actuado en el contexto de una guerra iniciada precisamente por él mismo. Por el ex “presidente normal”. Si estamos en guerra, entonces, ¿podrá Hollande sustraerse a la conclusión lógica de que fue él quien la empezó?
En tercer lugar, hay algo más preocupante aún, oculto detrás de la metáfora de la “guerra”. Al declarar la guerra, Hollande espera obtener espacio político para incrementar los poderes del ejecutivo que, sostiene, son necesarios para combatir al ISIS. Transformado en el “presidente en guerra”, Hollande impide el previsible (y absolutamente necesario) debate a propósito del enorme fracaso de los servicios secretos, de la seguridad y de las estrategias de prevención. Debate que ayudaría a explicar por qué el ataque no fue previsto e impedido, a despecho de tantas advertencias. Hollande transforma así toda la discusión pública en un juego en el que se establecen previsiones a propósito de qué otras libertades, y qué derechos, habrán de ser limitados per garantizar la derrota del ISIS. Resulta realmente chocante que muchos días antes de finalizar el primer período de emergencia, previsto para dos semanas, el primer ministro [Manuel Valls] anunciase ya su intención de presentar una petición para extender el período de emergencia a tres meses por lo menos.
El discurso de guerra del presidente Hollande representa un nuevo paso adelante hacia la concreción de un “estado de excepción permanente”. No es una novedad si se repasa la historia francesa, así como los acontecimientos políticos europeos recientes. En los años cincuenta, cuando la République se veía afligida, simultáneamente, por una profunda crisis económica y por los efectos de la guerra de Argelia – con consiguientes ataques terroristas no muy distintos en las formas y en el fondo de los de la semana pasada – la Constitución francesa concedió al ejecutivo (presidido por De Gaulle) poderes enormes, no solo para resolver los problemas económicos, sino sobre todo para desembarazar a la République de sus numerosos conflictos.
El texto de la Constitución francesa es el fruto de unas circunstancias que, desde un punto de vista estructural, no parecen ser tan diferentes de las de hoy. Así pues, Hollande está pidiendo un aumento de los poderes ejecutivos que, por un lado, no es necesario dadas las características de la Constitución francesa; y por otro lado, además, corre el riesgo de arrastrar a Francia (y a Europa) a una situación inexplorada e inquietante, la del “estado de excepción permanente”, categoría jurídico-política acuñada por Carl Schmitt durante el período más oscuro de la historia de Europa. Un estado de excepción que contribuiría a aumentar todavía más la rigidez de las limitaciones del espacio democrático impuestas por la estructura de gobierno de la Unión Europea. Piénsese en la obstrucción manifiesta a toda posibilidad de oponerse democráticamente a las medidas de austeridad, la imposición de medidas antipopulares a través de la utilización del rescate financiero durante la crisis griega, las suspensiones de Schengen durante la crisis de los refugiados. Todos ellos, elementos que parecen delinear con trazo grueso los perfiles de un “estado de excepción” europeo. Una dinámica que, sin embargo, tocaba hasta ahora de preferencia a la esfera socioeconómica, a las constituciones nacionales y a las garantías democráticas tradicionales. Con el discurso de Hollande parece insinuarse un peligroso paso adelante.
Para concluir, si esto es una guerra, ¿cuándo estará Hollande en condiciones de anunciar la victoria? Y si no alcanza los objetivos propuestos, ¿cuándo suspenderá el estado de emergencia? Dos semanas, tres meses, ¿y después? Las constituciones democráticas han de contener disposiciones relativas a los estados de excepción, precisamente para evitar una duplicación de la propia constitución: una para los días soleados, otra para los lluviosos. Las emergencias se deben afrontar en el ámbito del estado de derecho. Una condición fundamental y necesaria para mantener las emergencias sin salirse de la constitución es la certeza de saber cuando acabarán, para evitar que la declaración de emergencia no sea otra cosa que un paseo por fuera de la constitución. Y lo que está ocurriendo en Europa, y en particular en Francia, suscita temores de que se dé esa posibilidad. No está claro en absoluto cuándo estará Hollande en condiciones de anunciar el final del estado de emergencia. Al intensificar el conflicto, Hollande ha excluido que en enero se dé un paso atrás para volver a la normalidad, incluso en el caso de que los agresores hayan sido capturados. Pero si las cosas están así, ¿cuándo será posible volver a ver al “presidente normal”? ¿Existen aún incentivos políticos que empujen a Hollande a regresar al “moi, le Président normal de la République”? Al pretender más poderes para intensificar el conflicto, Hollande revela el nivel y el alcance de sus fracasos estratégicos, políticos y legislativos. Las consecuencias de todo esto amenazan con resultar funestas para Francia, para Europa y para el mundo.
[Publicado originalmente en http://sbilanciamoci.info/Sezioni/globi/Il-presidente-in-guerra-31886, 25.11.2015. Traducción del italiano de Paco Rodríguez de Lecea]