Por JOSEP BURGAYA
El independentismo ha tomado en los últimos años un gran impulso en Cataluña, hasta el punto de movilizar casi la mitad del voto de esta comunidad en las últimas convocatorias electorales, condicionando la agenda y la dinámica política española, además de cuestionar y poner en crisis la reforma política que se concretó en la Constitución de 1978. A pesar de no constituir una mayoría política, ni simple y aún menos cualificada, el discurso independentista, así como su capacidad de elaborar un relato atractivo en una situación de crisis, se ha tornado absolutamente hegemónico en Cataluña, ocupando casi en exclusiva el espacio de comunicación. Si su capacidad movilizadora es notable, más lo ha sido el elaborar elementos de creación de identidad, e ideas-fuerza sobre las que mantener un largo proceso de movilización política –El Procés-, que se ha sostenido con el recurso a una parte significativa del instrumental populista, adaptado en este caso para la cohesión de clases medias y relativamente acomodadas en una batalla de acceso al poder en Cataluña, frente a los sectores dominantes tradicionales engarzados y vinculados al mainstream económico, social y político español. No resulta anecdótico constatar, que hasta 2012 el soporte independentista en Cataluña no superó el 20% del voto electoral, estando durante décadas por debajo del 10%.
Al analizar la conformación del discurso independentista a después de 2010, profundizado y radicalizado a partir de 2015, nos encontramos un paralelismo notable con la construcción de los imaginarios populistas: un relato cerrado, la visualización de horizontes de progreso y emancipación, el uso sesgado de la historia y la construcción de mitos, la identificación amigo-enemigo, el poder cohesionador del victimismo, la construcción de una realidad imaginaria, la creación de conceptos y lenguaje propio, uso movilizador de las redes sociales, el recurso a la posverdad, identidad supremacista, pulsiones totalitarias… La metáfora del peronismo, no resulta nada alejada de la realidad. El discurso y el relato político elaborado por el movimiento independentista acaban por resultar una variante -¿un substitutivo?- con elementos del populismo de izquierdas iberoamericano, pero sobre todo del populismo identitario europeo de derechas.
Al analizar la conformación del discurso independentista a después de 2010, profundizado y radicalizado a partir de 2015, nos encontramos un paralelismo notable con la construcción de los imaginarios populistas: un relato cerrado, la visualización de horizontes de progreso y emancipación, el uso sesgado de la historia y la construcción de mitos
Contrariamente a su propio relato, que les presenta como una nueva y original conexión entre la sociedad y sus dirigentes, el populismo independentista significa una importante amenaza para no solamente las instituciones españolas, sino para las instituciones europeas las cuales descansan sobre la estabilidad y la aceptación tácita y explícita de las fronteras de los estados europeos constituidos después de la Segunda Guerra Mundial y con los ajustes producidos en Europa del Este con la disolución del Pacto de Varsovia.
La “fatiga civil” de la democracia, el creciente divorcio entre gobernantes y gobernados, la incapacidad de hacer frente a la crisis económica más allá de las recetas neoliberales imperantes en Europa, lleva a los diversos proyectos nacionalistas a aumentar el pulso con el Estado, responsabilizándolo de la situación y poniendo en un primer plano los déficits del estado autonómico, la frustración identitaria y los agravios en el terreno de la financiación, para construir un imaginario de imposibilidad de encaje de Cataluña en España. Pero en realidad, esto no va tanto de un conflicto o un litigio de soberanías entre Cataluña y España, sino de una profunda división entre los ciudadanos de Cataluña, provocada por un denso sistema de estímulos y propaganda que les ha situado, más que en razones, en emocionalidades contrapuestas. En el fondo, El Procés no deja de ser una batalla por la hegemonía política por parte de sectores sociales acomodados, mediante un envite de creación de un nuevo marco político diferenciado del español.
En este conflicto que más que de ideológico o político lo es de afirmación de identidades la salida es compleja justamente porque está planteado en términos que no atienden a “razones”. Cuando se ridiculizan las instituciones y se hace trizas la noción del Estado de Derecho y la legalidad establecida, el resultado nunca es un nuevo orden, sino el desconcierto. Hablar de El Procés significa hablar más que de un proyecto político, de la puesta en marcha de un gran plan de comunicación y de propaganda basado en buena parte en las diferentes experiencias y estrategias populistas, puestas al servicio por la batalla por la hegemonía que pretenden disputar las tradicionales clases dominantes del país y establecer un nuevo marco de soberanía política. Se ha generado en Cataluña una versión tecnológica, un e-populismo, que se ha demostrado extraordinariamente eficaz para la captación y puesta en marcha de voluntades, aunque con resultados, social y culturalmente más bien devastadores.
Sobre populismo y populismos
El populismo no es en realidad una ideología política, es más bien una “lógica de acción política”. No tiene ni un preciso ni un único contenido ideológico o doctrinal, sino que se define como un estilo de acción y por el uso de determinadas formas retóricas con el objetivo de hacerse con la “hegemonía”. Por esto mismo hay populismos situados en todo el arco ideológico. Claramente hay populismos, especialmente los latinoamericanos que se han conformado como una alternativa de izquierdas frente a las izquierdas tradicionales, mientras que en Europa el populismo predomina más bien en la geometría política del campo conservador, oscilando entre la derecha más o menos liberal y la derecha más extrema. Todo ello compatible con planteamientos de “nueva política” que se ubican en una izquierda que pretende ser renovadora y que es deudora de los teóricos, ideólogos y modelos de los populismos latinoamericanos, ya sea del chavismo o del kirchnerismo. El populismo combina un estilo político con un estado de ánimo. De hecho, “populismo” es un término que ya aparece en Herder, para definir la pertenencia a un grupo, lo cual implica una subordinación del intelecto a la intuición nacionalista. Sentido de pertenencia que el filósofo alemán no entiende de manera pasiva, sino de cooperación activa para la conquista de las propias metas del grupo, lo que él denomina el “fortgang” (avance). Para Herder, ser miembro de un grupo significa pensar y actuar de una manera concreta, a la luz de metas, valores y representaciones particulares del mundo. Es pensar de una determinada manera, lo que te hace pertenecer al grupo. Y el individuo ha de ser, a su juicio, inevitablemente miembro de un grupo.
El populismo no es en realidad una ideología política, es más bien una “lógica de acción política”. No tiene ni un preciso ni un único contenido ideológico o doctrinal, sino que se define como un estilo de acción y por el uso de determinadas formas retóricas con el objetivo de hacerse con la “hegemonía”
Los populismos tienen siempre como característica la pretensión de convertirse en un sujeto político totalizador, con lo cual su definición y cohesión pasa por articular una polarización nosotros/ellos, amigo/enemigo, pueblo/élites. Este maniqueísmo y esta concentración elemental resultan fundamentales. El “nosotros” encarna la superioridad moral, el agravio, frente a un “ellos” revestido de culpa y convertido en enemigo. Este planteamiento parte de la noción de conformación de comunidad política de Carl Schmitt, y en relación a la izquierda es profusamente desarrollado en el concepto de “construir pueblo” de Ernesto Laclau y de Chantal Mouffe. “No hay política sin la construcción discursiva del enemigo”, escribe Laclau, recogiendo el concepto schmittiano de que la política es la continuación de la guerra por otros medios.
Los populismos reclaman la recuperación de una comunidad social y cultural, generalmente de carácter interclasista, que se ha deteriorado por procesos globales de cambio social que han provocado una desestructuración empobrecedora, ya sea la globalización, la desindustrialización, las migraciones… Se reclama una reacción urgente y masiva frente a un proceso que se cree, rápido, disolutorio y orquestado por las élites dominantes en pro de sus intereses económicos, políticos y sociales. En muchas de sus acepciones, la nacionalista por supuesto, se pretende la vuelta a un pasado idealizado y a un predominio de los valores de la comunidad natural.
La batalla populista plantea una “guerra de representación” respecto a un enemigo, el cual a pesar de ser difuso se construye de una manera concreta y precisa. Toma mucha importancia así la construcción de un “relato”, trufado de eslóganes y de referencias emocionales. En la línea de lo que planteó en su día Gramsci, la batalla por la hegemonía política no es sino una batalla precedida por hacerse con la hegemonía cultural. Se trata de proporcionar significantes movilizadores y en ajustar las percepciones del público a los enmarques (frames) de la realidad que construyen. La batalla por la hegemonía se libra más que nunca en los medios. El dominio de las técnicas de comunicación política y el ajuste a los marcos mentales y conceptuales de los que habla Lakoff, deviene fundamental. El populismo más que a partir de un programa político, se define sobre todo por su plan de comunicación y un uso deliberado del lenguaje como arma. La postfasticidad o el uso de la posverdad juegan un gran papel en esta lucha política trasladada al ámbito del lenguaje y la significación de éste.
La democracia liberal y el mismo concepto de tolerancia son puestos en cuestión por la mayoría de movimientos populistas. La democracia es un instrumento formal para evidenciar hegemonías, despojando esta de sus mecanismos intermedios y de la deliberación como la base de configuración de consensos. Una concepción de la democracia vaciada de política. Se trata de, a través de los comicios, materializar victorias y formalizar derrotas, convirtiendo todo proceso electoral en un plebiscito en el que se manifiesta la voluntad de un pueblo en forma de mandato. No es una cuestión de actuar y promover los valores y la cultura democrática, de aceptación de la diferencia, sino de utilizar los sistemas democráticos para ocupar las instituciones y actuar a la luz del mandato recibido, con tics netamente totalitarios. La negación del “otro” va siempre acompañada de responsabilizarlo en tanto que enemigo como el causante de los males y frustraciones que se puedan sufrir.
El nacionalismo como “patología política”
El nacionalismo vio la luz como una reacción a la perspectiva notoriamente cambiante que imprimía el mundo industrial entre aquellos que se resistían a una transformación tan radical, disruptiva, de sus formas de vida y de los referentes y valores sobre las que descansaban la mayor parte de las sociedades agrarias desde la Antigüedad. El tiempo discurría de manera lenta y pausada hasta que se precipitaron las primeras transformaciones que transportaban a los hombres del mundo feudal al mundo capitalista. Más allá de las guerras o las epidemias que de manera circular y recurrente impactaban de manera trágica la vida de los hombres, no se percibía apenas cambios profundos a lo largo de toda una vida, ni en lo tecnológico, ni en lo político ni en lo cultural. Entre el nacimiento y la muerte casi todo se mantenía igual a pesar del devenir constante de ciclos climáticos, hambrunas y enfermedades; el eterno girar de las estaciones y del día y de la noche. Todo lo que se recibía era un legado acumulado de siglos, y no había un sentido de la historia ni del futuro. Solo presente, y aún precario, que se articulaba a través de un lenguaje, una ritualidad recibida por la tradición y un conocimiento escaso que dejaba a las personas a merced de las creencias religiosas y del determinismo de un territorio definido. El sentido de identidad no tenía razón de plantearse, pues era algo inherente y determinado, no se percibía que pudiera estar en peligro. No había ni tan solo noción de cambio, como tampoco de alternativa a características y apegos que se experimentaban como algo tan natural como inmutable.
De esta manera, los movimientos de defensa de lo particular o lo local frente al “cosmopolitismo” y la unificación que comportaban tanto la evolución económica como la solidificación de las estructuras de Estado, tenían un carácter reactivo, retrógrado si se considera el mundo industrial y la creación incipiente de los Estados-Nación como elementos de progreso y de modernidad. De hecho, la canonización del gran ideal de Progreso que dio contenido al concepto de Modernidad, no se instauró hasta mucho más adelante, y aún en este caso hubo tanto pensadores como sectores sociales que pusieron en discusión que establecer la primacía de lo colectivo supusiera avance alguno respecto del predominio de lo particular. Frente a la Razón unifomizadora y frente a los efectos sociales y culturales demoledores que provocaba la industrialización el nacionalismo iba a significar, para algunos, una boya de salvación; la recuperación de referencias y certezas entre tanto cambio e incertidumbre.
Herder no es considerada una de las figuras mayores en la historia del pensamiento y no tiene en la filosofía un panteón comparable a los grandes ilustrados franceses o a los de Hume o de Kant. Pero sus formulaciones, en su momento heterodoxas, proporcionaron contenido a la “patología política” que supuso el nacionalismo a lo largo de los siglos XIX y XX. Quizás su formulación teórica no goce de una gran fortaleza, pero ha tenido y tiene una capacidad de incidencia en la realidad nada desdeñable. Su concepción del papel central de la cultura será recogida por teóricos muy alejados del romanticismo como Gramsci o Laclau, los cuales consideran que la batalla ideológica y política se libra en el campo de la hegemonía cultural y emparenta de manera notoria al nacionalismo con el populismo político. Para Herder su concepción de la cultura no se refiere a los productos sofisticados y cultos sino a la autenticidad de las tradiciones ancestrales y populares, transmitidas de generación en generación. Una cultura que crea comunidad natural y vínculos indelebles de identidad compartida. Cualquier pretensión de emancipación debe, a su parecer, ir vinculada a la defensa de estas singularidades culturales. La cultura tendría, así, un carácter redentor. Kant ironizó sobre “el sentimiento de lo sublime” de Herder, sobre las ensoñaciones culturales, poniendo el dedo en la llaga sobre la tendencia a idealizar y generalizar rasgos que quizás están solo en la imaginación del narrador. Quién define la cultura es en definitiva quién conforma lo que es la Nación.
Quizás el principal aspecto “patológico” del nacionalismo reside en que gestiona emociones mucho más que razones. La consideración de lo político como algo que opera en el ámbito de la sentimentalidad vincula también el nacionalismo romántico de Herder, con muchos de los planteamientos de base populista contemporáneos. Los símbolos, los recursos retóricos o la apelación al corazón entendidos como una parte sustancial del reforzamiento de la noción de Pueblo y de la identidad. Se desdibujan los planteamientos políticos entendidos como proyectos razonables de construcción del futuro, en pro de la gestualidad y la afirmación de la sensibilidad particular, del sentido de grupo. Esto comporta una definición precisa de cuáles son las lindes culturales de la comunidad y establecer un “otro” frente al que identificarse. El nacionalismo de Herder se constituye como una religión laica –de hecho, acostumbra a ir de la mano de religiones confesionales-, que apela a verdades absolutas y a un Dios patrio único. No existe posibilidad de adscripción, sino que se produce un vínculo determinista inexorable, a no ser que se quiera caer en la denostada categoría condenatoria del antipatriota –maketos o botiflers en la terminología de algunos nacionalismos ibéricos-, no hay apenas espacio para la libertad de “creencia”, ni tan solo para la tolerancia en una cultura política que fácilmente deviene “sagrada”. La actitud de superioridad moral acompaña casi siempre al nacionalismo, porque la militancia en él no tiene que ver con una opción específica sino con algo imperativo a la toma de conciencia nacional y de los peligros disgregadores a que esta identidad se enfrenta. No se elige, se forma parte. Esto requiere entrega y arrojo, para adornarse con la distinción del “patriota”.
Quizás el principal aspecto “patológico” del nacionalismo reside en que gestiona emociones mucho más que razones. La consideración de lo político como algo que opera en el ámbito de la sentimentalidad vincula también el nacionalismo romántico de Herder, con muchos de los planteamientos de base populista contemporáneos
Por más matizaciones y reescrituras actualizadoras que hayan hecho algunos nacionalismos del siglo XX y XXI, el romanticismo llevó a estos movimientos políticos tanto a adoptar un carácter regresivo de tipo antilustrado, como a entrar en contradicción con unos planteamientos democráticos de los que nunca resultaron unos abanderados. La primacía de los “derechos nacionales” sobre la voluntad que puedan expresar en cada momento los ciudadanos, solamente puede comportar una aceptación formal de los preceptos democráticos, pero invalida a estos en su aspecto más profundo de libertad de elección. De hecho, la consideración moderna de ciudadanía también es extraña a planteamientos que se acercan más a la noción de “súbditos”, no tanto de las monarquías como de los elementos troncales y definitorios de la Nación. En el discurso nacionalista, parece no haber escapatoria, y aún menos posibilidad de libre albedrío. El determinismo y la fe incuestionable en política siempre flirtean con el totalitarismo. Justamente, la clave del encorsetamiento de las identidades reside en quién y en cómo se definen. Toda cultura nacional tiende al normativismo, al establecimiento de una ortodoxia en relación a cuestiones lingüísticas, territoriales, historia, tradiciones, folklore, valores, e incluso étnicas en algunos casos, y se erigen comisarios que ejercen de vigilantes. Mientras, cuando nos aproximamos a la realidad la grandeza que sin duda puede tener la defensa del “particularismo”, va deviniendo y se confunde con la trinchera de mantener o reclamar el “privilegio”. Muy pronto algunas élites que se veían en peligro o apostaban a más, ya en el siglo XIX, entendieron la funcionalidad que podía tener el discurso de la “identidad cultural” como excusa para una defensa “filosófica” de sus intereses. La posibilidad de una sublimación estética de la realidad de la lucha de poderes. El Nacionalismo resultaría así, “el hijo bastardo” de la Ilustración.
El “momento populista” en Catalunya
Como en gran parte de Europa Occidental, a partir de 2010 se dieron en Cataluña las condiciones generales para la configuración de un “momento populista”. En el mundo occidental, la crisis económica ponía definitivamente en cuestión que el globalismo neoliberal iba a mejorar la vida en todo el mundo y en todos los segmentos sociales. El predominio de un capitalismo financiero que había convertido la economía en un gran casino ponía en duda la existencia de bases sólidas en un modelo de desarrollo que generaba cotas desconocidas de desigualdad económica y de brutales procesos de exclusión. Desaparecían de golpe seguridades y certezas, mientras los grupos intermedios iban siendo laminados e intuían el inicio de una tendencia que les iba a llevar a su desaparición, incorporándose al mundo inseguro y frágil de la precariedad.
El discurso independentista resultó una adaptación a las difíciles circunstancias sobrevenidas con la crisis económica. El autonomismo pujolista había “nacionalizado” a una buena parte de la sociedad catalana, y ahora el independentismo la activaba orientando el descontento de las clases medias catalanohablantes hacia la idea de construir un Estado soberano con la finalidad de acabar con los agravios a los que, supuestamente, España sometía a Cataluña. Se había producido una “nacionalización desde arriba, con sus limitaciones, pero una parte de la población había asumido como propias las pulsiones de “resistencia y pérdida”. La “desposesión” histórica, no quedaba restaurada y la deuda saldada con la fase autonómica.
La globalización también incubó durante décadas una degradación del concepto tradicional de la política, desgastando tanto las ubicaciones tradicionales de derecha-izquierda, que devinieron casi irrelevantes en la medida que las dos grandes opciones políticas que se habían alternado en la Europa de posguerra, habían confluido en planteamientos prácticamente idénticos. La socialdemocracia abandonó su carácter de alternativa diferenciada, y asumió a partir de Tony Blair las tesis del neoliberalismo dominante –“ahora todos somos thatcheristas”, llegó a afirmar-. Así, las adscripciones ideológicas “de clase” se fueron diluyendo en la medida que la mayor parte del cuerpo social había pasado a considerar que formaba parte de unas clases medias que se pretendían totalizadoras. “Tiempos líquidos” en la feliz definición de Zygmunt Bauman, que debilitaron la política en el sentido de representar intereses y proyectos nítidamente diferenciados. Una devaluación de la política que tenía también que ver con su funcionalidad. La crisis de los Estados-Nación devino notoria cuando la economía globalizada les quedaba fuera de todo control, mientras habían transferido una parte significativa de su soberanía hacia instituciones transnacionales que, como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio o la Unión Europea, tenían mucho más que decir que las menguantes administraciones estatales. Paralelamente, una economía basada en grandes corporaciones y cada vez más en inmensas plataformas tecnológicas, ridiculizaba cualquier pretensión de las administraciones nacionales de desarrollar políticas propias. Las élites globales, cosmopolitas, se habían emancipado de las comunidades territoriales; no pagaban impuestos, creaban muy poca ocupación, deslocalizaban la producción, no respetaban ni normas ni legislaciones, mientras movían sus abundantes recursos por dominios “extraterritoriales”.
Aunque no solamente por causa la crisis económica, pero sobre todo a partir de ella, los notables malestares sociales ya no se vehiculizaban a través de las formaciones políticas tradicionales, sino a través de ruidosos y a veces caóticos movimientos sociales vinculados a reivindicaciones específicas: desalojo de viviendas, falta de trabajo, deterioro de los servicios públicos… La política tradicional, los partidos históricos tanto de izquierdas como de derechas, eran vistos como culpables de una situación donde además a la multitud de problemas planteados por un desequilibrado “crecimiento económico” que la crisis había puesto en evidencia sus contradicciones y sus falacias, se combinaba con escandalosos casos de corrupción económica vinculada al ejercicio de la política. El “momento populista” con mayor o menor intensidad se articulaba en todas partes, tanto para un discurso de signo izquierdista emancipador, como para uno derechista más basado en el orden, el control y la preservación de la identidad. Era el momento en el que el populismo podría ser una buena estrategia para conducir políticamente los malestares múltiples, diversos y casi generalizados. Se trataba que, con planteamientos de trazo grueso, se pudiera captar una atención dividida de la ciudadanía entre tantas pantallas y recursos digitales, hacia una política que se les antojaba un campo de juego alejado y falsario.
El populismo y el nacionalismo, al fin y al cabo, comparten no ser más que formas notorias y estridentes de construir lo público, consistentes en establecer una frontera política que divida la sociedad en dos campos. Unas formas de explicación reduccionistas y sencillas, pero efectivas. Se trata de apelar a la movilización de un “nosotros” frente a un “ellos” identificado esto como una lucha entre “abajo” y “arriba”, los “justos” contra la “injusticia”, el bien contra el mal. La conformación de este sentido de grupo acostumbra a tener efectos balsámicos sobre los agraviados.
En esta situación de crisis económica y contexto pospolítico en el que se desarrolla el populismo como cultura política desde posiciones y con objetivos diversos, el nacionalismo en Cataluña confluyó en la toma de senderos vinculados a las nuevas formas de ejercer la política. Se desplazaba así el descontento hacia un eje centro-periferia que, si bien no era del todo nuevo porque el nacionalismo que durante décadas encarnó Jordi Pujol y CiU ya había recurrido a él, siendo un nacionalismo de baja intensidad que se activó luego como un mecanismo. Ahora devenía el elemento explicativo básico de cualquier frustración y anhelo. Resultaba relativamente fácil la construcción del antagonista, en la medida que solamente había que profundizar en un sustrato ya previamente establecido. Para la derecha nacionalista que había practicado el autonomismo de reclamación continua, se trataba de dar un paso en la radicalización que empezaría por la invención de un significante vacío llamado “soberanismo” y apelar a un abstracto y aún más difuso “derecho a decidir”. Para este conservadurismo que había dado muestras de esmerarse especialmente en la aplicación de políticas de austeridad que estaban laminando los servicios públicos y actuaban de manera procíclica en relación a la crisis, reforzar el discurso de reivindicación nacional le permitía desviar el foco de atención respecto de sus políticas antisociales, responsabilizando de todo al estado “centralista”, a la vez que se conseguía descolocar, una vez más, a los socialistas catalanes que quedaban de nuevo atrapados en un eje Cataluña-España que electoralmente siempre les había jugado en contra. Empezó a construirse, ya a partir de 2010, un digamos que “populismo nacional” con tres grandes ejes o formulaciones, que funcionaban más o menos de forma articulada, y que operaban en nichos a veces diferentes, pero a menudo también en competencia, del mercado político catalán.
Los procesos de nacionalización contrapuesta entre Cataluña y España, desde inicio de los años ochenta, terminó por favorecer, aunque solo parcialmente, el discurso nacionalista catalán basado en la ensoñación romántica y en el concepto de “pérdida”, mientras que el relato español se basaba en la modernización y el Estado de bienestar. El imaginario nacional español fue desapareciendo de la esfera pública, en la medida que esta era ocupada casi en exclusiva por el nacionalismo catalán. La crisis económica, desbarató cualquier intento de contranarrativa al independentismo, puesto que se asoció el gobierno de la derecha a los recortes de servicios y a la corrupción. La izquierda española fue incapaz de levantar un discurso contrahegemónico en la medida que la españolidad de la derecha quedaba asociada a tics autoritarios y franquistas. Hubo “dejación sentimental”, en palabras de Fernando Molina y Alejandro Quiroga (2017). La doble sentimentalidad compartida fue mudando hacia una de única, mientras la españolidad prácticamente solo se manifestaba en la esfera privada.
Así, la apuesta renovadamente populista del independentismo, a la vez que la jugada intensamente independentista del nacionalismo, ha resultado exitosa en la medida que se ha instalado en el dominio de la agenda política catalana y española y ha establecido una lógica de conflicto ascendente muy difícil de encontrar la vía de desescalarlo. Puede que la finalidad no sea otra que mantener una tensión que permite dominar el relato político y monopolizar el espacio público. En este populismo tridimensional de carácter independentista, la CUP se ha erigido como la minoría necesaria para cualquier hegemonía a la vez que de conciencia crítica y de refugio electoral más bien circunstancial, de un radicalismo puro y duro hacía el que ha desplazado la opinión pública del campo independentista y también a buena parte de los partidos, en principio más moderados, que operan en él. Formas y maneras de extrema izquierda radical y anticapitalista, pero más enraizados en las pequeñas ciudades y poblaciones de la Catalunya interior que en un mundo urbano donde encajan mal con los movimientos políticos y sociales más de vanguardia. Su esencialismo y su discurso y estética más bien rural y con connotaciones carlistas, conecta bien con los aficionados a las expresiones de “cultura popular”, pero escasamente con la modernidad. El travestismo político más exagerado lo ha representado el mundo de la derecha posibilista, antaño defensores de la filosofía de “el peix al cove” de Convergencia. El entorno de Artur Mas convenció a éste para ir mucho más allá de lo que había hecho Pujol y surferar como conversos independentistas la nueva situación. Perdían apoyos de algunas élites y de sus sectores moderadamente catalanistas, pero se mantenían en el poder además de capear el denso mundo de la corrupción política que se estaba poniendo de manifiesto que habían practicado.
Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), es quien tenía una trayectoria que más larga y reconocible en relación a un independentismo que pretendía dotar de contenido social. Su populismo podía entroncar incluso con el lema “la caseta i l’hortet” que el “avi” Macià planteaba como imaginario de futuro para los catalanes ya en los años treinta. Cierto que el independentismo de ERC era relativamente sobrevenido ya que, en los primeros años de la reconstruida Generalitat, su apuesta política e ideológica, además de genéricamente republicana, era autonomista como lo había sido durante la Segunda República. Su izquierdismo también era muy sui generis. El discurso independentista lo incorporó, de manera relativamente importante a partir 1996. En realidad, fue el equipo que lideraba Josep-Lluís Carod Rovira quién imprimió una estrategia totalmente independentista y un poco más a la izquierda a éste partido. El planteamiento a partir de este momento fue el de ir a acuerdos con los socialistas para seducir a la izquierda catalanista alejada tanto del populismo como del independentismo no tanto hacia sus postulados, como neutralizándola atrayendo a una parte de su base social y electoral del cinturón barcelonés; un mundo que mayoritariamente hablaba castellano y reacio a ir más allá de un moderado catalanismo. Se consideraba agotado tanto el ciclo como el escenario pujolista. La estrategia era acelerar en la creación de una base social amplia a unos postulados independentistas que se pretendían “laicos” y pragmáticos, basados en el discurso economicista del “expolio fiscal”. Convencidos que la política había devenido ya casi exclusivamente discurso, su obsesión fue siempre el control de los medios de comunicación para, desde allí, construir un relato amigo-enemigo lo suficientemente sólido como para plantearse nuevas metas, mucho más ambiciosas de las que podía conseguirse asociándose con el socialismo novecentista de Pascual Maragall. Los expertos en comunicación de su círculo –Joan Manuel Tresserras, Enric Marín-, tendrían mucho que ver con el salto adelante que se plantearía a partir del liderazgo de Oriol Junqueras.
Causalidad y oportunidad
Para mudar del discurso nacionalista de Jordi Pujol, en la práctica moderado y autonomista, a postulados independentistas que aceleran notablemente el planteamiento populista y la consecución de un escenario der “nacionalización plena” con la proclamación de un Estado, se puede argüir la existencia de causas explicativas –seguramente, al menos en parte, las hay-, pero desde luego existe un contexto en el paso de la primera a la segunda década de este siglo en el que el nacional-populismo detecta una gran oportunidad de intensificación de su batalla política, a la par que diversos grupos sociales y de intereses también encuentras su “ventana de oportunidad”. Hay, diríamos, unas causas de largo recorrido que no solamente tienen que ver con un discurso nacionalista en Cataluña que tiene más de dos siglos de historia, sino también con las dificultades de encaje o de convergencia de realidades socio-culturales y lingüísticas que nunca fueron homogéneas y que el proceso de construcción de un marco unificador genera sus insatisfacciones y resistencias lógicas. Ya hemos apuntado un hecho crucial desde el punto de vista histórico, como es la construcción incompleta en el caso español del Estado-Nación durante los siglos XIX y XX. Ha habido un problema, o una ventaja depende como se mire, consistente en la escasa capacidad de las élites dominantes que se hicieron con el control del Estado en su configuración liberal en integrar e interesar a las élites periféricas en la construcción de una estructura de poder única. El tema no radicó tanto en la falta de voluntad o de sensibilidad, sino como en las debilidades de todo tipo por parte de los grandes terratenientes agrarios en un mundo donde las capacidades fundamentales a futuro estaban en la industria. Fragilidad también de unos grupos de interés periféricos, de una burguesía industrial sin capacidad de llevar a término un auténtico asalto al poder o al menos de un pacto para pilotar el poder político que se estaba estableciendo de una manera más o menos moderna en España.
La Guerra Civil, no fue en ningún caso un enfrentamiento entre Cataluña y España, sino un levantamiento militar de corte fascista contra la legitimidad democrática y republicana, impulsado por una parte de las élites, tanto catalanas como españolas, que apostaron por la solución totalitaria ante unos conflictos de clase que les resultaban claramente prioritarios. Se fusionó cierto nacionalismo catalán con cierto nacionalismo español y durante décadas, justamente gran parte del nacionalismo catalán durmió plácidamente en las condiciones para los negocios que les brindaba el gobierno franquista
Durante todo el siglo XIX, el campo de juego tanto de los grupos dominantes como de los sectores populares en Cataluña fue el español, y hay poco más allá de afirmación lingüística y cultural diferenciada, la cual se pretendía solamente dignificar en certámenes de poesía y fiestas –aplecs-, donde generalmente se acababa por cantar zarzuelas que es lo que en realidad les apetecía, como explica bien Joan Lluís Marfany (1995). El paso de lo estrictamente cultural a la reivindicación de un reconocimiento político de la particularidad, solo se produce de manera tardía en este siglo XIX y por núcleos muy minoritarios y cerrados, ya fueron el republicanismo federal o de los clérigos de la “Catalunya endins”. Fueron la escasa modernización del Estado y la disonancia económica de las élites las que acabarían por significar un refuerzo del catalanismo como estrategia, básicamente, para hacerse oír en la Corte. Provincialismo, particularismo, autonomismo…, estos son los términos en que se expresa el incipiente nacionalismo en Cataluña y que llevaría a soluciones pre-autonómicas con la Mancomunitat y plenamente autonómicas con el Estatuto que aprobaron las Cortes Españolas en 1932, los efectos reales del cual fueron escasos dado su corto tiempo de vigencia. La República, primero; y la Guerra Civil, después, justamente llevarían a una parte del nacionalismo catalán –el conservador tanto tiempo hegemónico- a echarse en brazos de una muy rancia derecha española –justamente también muy nacionalista- y finalmente del levantamiento franquista. La Guerra Civil, no fue en ningún caso un enfrentamiento entre Cataluña y España, sino un levantamiento militar de corte fascista contra la legitimidad democrática y republicana, impulsado por una parte de las élites, tanto catalanas como españolas, que apostaron por la solución totalitaria ante unos conflictos de clase que les resultaban claramente prioritarios. Se fusionó cierto nacionalismo catalán con cierto nacionalismo español y durante décadas, justamente gran parte del nacionalismo catalán durmió plácidamente en las condiciones para los negocios que les brindaba el gobierno franquista. Lo catalán no podía aspirar más que a una expresión lingüística y cultural muy limitada, y no le hicieron ascos a ello. Construir el relato opuesto, como se hace ahora profusamente, es erigir algo que falta a la verdad histórica, puramente falsario.
Cuando el franquismo empezó a languidecer, como también se fue deteriorando el propio Dictador, el movimiento opositor antifranquista iba adquiriendo mucha relevancia en Catalunya, especialmente de la mano de un movimiento obrero y una izquierda que, aunque fragmentada, estaba bastante bien organizada. La reclamación catalanista conformaba el corpus de exigencias democratizadoras, pero en general los planteamientos nacionalistas tenían un papel más bien residual, situados en la derecha con un incipiente pujolismo y en algunos grupúsculos de extrema izquierda. La Transición política y los primeros pasos de restauración de la democracia en España, crearon las condiciones para la reaparición de un discurso nacionalista que se iría sofisticando con el paso del tiempo. La redacción de la Constitución en sus artículos sobre el modelo territorial, así como la discusión sobre el nuevo Estatuto de Cataluña, crearon las primeras frustraciones sobre los que poder levantar un discurso de incomprensión y victimismo.
Fue durante el segundo mandato de José María Aznar, a partir de 2000 y con mayoría absoluta, cuando se endureció mucho la verbalización contra las pretensiones autonómicas catalanas y de otros territorios, dado que la derecha española entendió que un discurso férreo contra los nacionalismos periféricos y un argumentario centrado en valores patrióticos españoles era electoralmente muy rentable, ya que gustaba a buena parte de su electorado y a la vez ponía en jaque a los socialistas, los cuales difícilmente se podrían permitir una narrativa de estas características. Los nacionalismos hispánicos descubrieron, así, que política y electoralmente se retroalimentaban, se iban a necesitar. Ante cualquier giro o contexto político poco favorable, no había, sino que aumentar la apuesta y generar un buen conflicto verbal que apelara a la testosterona de ambas patrias. Nada se parece tanto a un nacionalismo, que otro nacionalismo en contraposición. El cambio socialista con Rodríguez Zapatero en España en las elecciones de 2004, no transformó sensiblemente la dinámica. El Partido Popular en la oposición redobló esfuerzos en su discurso “anticatalanista” que tan buenos resultados le daba, especialmente en algunas regiones españolas.
El fallo del Tribunal Constitucional, en 2010, contrario a algunos artículos de un Estatuto ya laminado por las Cortes iba a reforzar la narrativa de confrontación de un nacionalismo ya articulado en tres grandes nichos ideológicos y que había preparado a una cada vez más amplia base social para ello. La movilización extraordinaria contra este fallo, poco presentable tanto en el fondo como en la forma, en cómo se elaboró, dio alas al nacionalismo y especialmente a su dimensión más demagógica. El presidente Montilla que encabezaba la manifestación y que había alertado en un duro alegato contra la sentencia sobre los peligros de “desafección en Cataluña”, tuvo que prácticamente huir escoltado ante serias amenazas de agresión. Aquel día tomaron ya la calle las banderas “esteladas”, y el nacionalismo decidió ir al conflicto abierto con el Estado. Paralelamente, había algunas cuestiones estructurales que estaban creando las condiciones para una “tormenta perfecta”. La crisis económica se dejaba sentir con fuerza en la mayor parte de los sectores sociales, lo cual generaba un conjunto de malestares que a la vez se veían abonados y profundizados por una notoria crisis de la política y de su sistema de representación en la medida que las estructuras estatales habían perdido una buena parte de su soberanía, mientras las formas y los contenidos democráticos iban languideciendo en brazos de una desigualdad creciente y de un sinfín de casos de corrupción.
La crisis económica y financiera que se desencadenó a partir de 2008, tiene un papel crucial en la creación de contexto y causalidad en la intensificación del discurso nacionalista y su rápida mudanza hacia relatos de carácter independentista. Con la crisis financiera que tumbó la salud de los bancos –y que en Cataluña acabó con su modelo de cajas de ahorro- la tendencia de la ciudadanía fue la de dirigir una mirada escrutadora hacia las instituciones reguladoras. Y en Cataluña no las había, con lo cual la imprevisibilidad de una crisis tan demoledora, aunque fuera internacional, se podía atribuir a la escasa solvencia de las estructuras de Estado españolas. Pero probablemente fue la explosión de la burbuja inmobiliaria a la formación de la cual, aparte del dinero fácil del sistema bancario, tanto había contribuida la cultura de hacerse con un patrimonio inmobiliario por parte de las clases medias y también de unos sectores populares a los cuales acceder a la propiedad de la vivienda simbolizaba una muestra de ascenso social, además de colocar los ahorros en algo que se revalorizaba rápidamente y que, se afirmaba”, no podía fallar. La crisis inmobiliaria se llevó por delante muchos de los ahorros trabajosamente acumulados. El motivo de descontento dirigido al poder constituido era inevitable, como lo fueron las múltiples formas de empobrecimiento que en este marco se fueron desarrollando: pérdida del trabajo, paro de larga duración, desahucios, extrema precariedad laboral, bajos salarios… Las finanzas públicas se debilitaban por la parte del ingreso, mientras las necesidades sociales aumentaban. Una parte significativa iba a pagar las prestaciones de desempleo y a un caro y muy discutible en términos sociales, rescate bancario. Difícil de entender y aceptar que un sector financiero que había blandido orgulloso sus cuentas de resultados y beneficios antes de la crisis, ahora socializaba sus pérdidas. Los grandes perdedores, lógicamente, iban a ser los servicios públicos. La ortodoxia económica europea fijaba políticas contractivas y de austeridad en las que la prioridad debían ser la reducción del Déficit y la Deuda. No se dejaba espacio a políticas expansivas de tipo keynesiano que nos habían sacado de otras situaciones económicamente críticas. Curiosamente, las derechas que gobernaba en España y en Cataluña a partir de 2010, resultaron alumnos aventajados en el ejercicio de una política económica que el mismísimo Paul Krugman califico como de “dolor inútil”.
La crisis económica y financiera que se desencadenó a partir de 2008, tiene un papel crucial en la creación de contexto y causalidad en la intensificación del discurso nacionalista y su rápida mudanza hacia relatos de carácter independentista
Lógicamente la corrosión y debilitamiento que sufre el Estado en un contexto de crisis económica, que resultaba ser también política y moral, creaba condiciones favorables a un discurso de desafección que se fundamentara en la falta de eficiencia de aquél. En este desgaste cuenta también la imposibilidad de afrontar cambios sustanciales en el sistema de financiación autonómica, justamente en un entorno de crisis donde las transferencias ordinarias que iban menguando por dinámica natural. La culpa de la escasez de recursos se podía transferir a la avaricia de los que gobernaban el Estado. Lo que resultaba curioso del caso, es que una buena parte de la población compraba de manera acrítica este argumentario tan pueril. Gran parte del discurso nacionalista, ya claramente situado en estrategias de signo populista, entendió que más allá de planteamientos patrióticos de signo identitario, se devía recurrir al tema económico con tal de ampliar su base social más allá de donde había llegado. En esto se esmeraría especialmente ERC, que consideraba que conseguir que la población asumiera que la falta de recursos económicos se debía a la injusticia fiscal, podía generar una mayoría suficiente para reclamar y para instaurar la independencia. El frame “España nos roba” se repitió hasta la saciedad. Los ciudadanos incluso más despolitizados utilizaban el argumento del “expolio fiscal” a la hora de proyectar sus frustraciones. Poco importaba que los expertos en balanzas fiscales dijeran que no era exactamente así, y aún menos unas cifras estratosféricas e irreales de déficit que se barajaban –entre 16. 000 y 20.000 millones de euros anuales-. Que se intentara explicar que hay diferentes métodos de cálculo. Que no significa lo mismo si se aplica el de “flujo monetario” o el de “carga beneficio” y si se practica o no en ambos casos la “neutralización de la Deuda”. José Borrell (2015) realizó algunas incursiones mediáticas y editoriales para desenmascarar las “cuentas y los cuentos” del discurso nacional-populista sobre un déficit fiscal que existía en términos territoriales, pero no como una práctica expropiatoria sino como la evidencia que Cataluña era un territorio más rico que la media de España; que, de hecho, la contribución fiscal la hacen las personas físicas o jurídicas, pero no los territorios. Y que aún y así, en los últimos años de crisis el déficit fiscal de Cataluña resultaba ya negativo. El eslogan independentista sobre esto, caló y con mucha profundidad, más que nada porque se daban las condiciones para ello, pero, sobre todo, porque se puso en práctica una estrategia de propaganda bien pensada y engrasada. De lo que se trataba era de crear en Cataluña la percepción más bien mezquina de que “no nos sale a cuenta” vivir en España.
Uno de los sectores más afectados y descontentos en el marco de la crisis económica, y que ha resultado uno de los campos de batalla principales que ha librado el nacionalismo en pro de su hegemonía, ha sido el de los jóvenes. Nos referimos al importante contingente de jóvenes muy formados y viajados que se encontraron a la vez con el tapón de unas generaciones que dejaba poco espacio a acceder apuestos de trabajo cualificado, con las dificultades de conseguir estabilidad laboral y remuneraciones dignas que les permitieran emanciparse y desarrollar su proyecto de vida. Muchos formarían y forman parte de la migración de capital humano hacia otros países, pero otros engordarían unas notorias cohortes de frustración profesional que, lógicamente, dirigirían su mirada crítica hacia la política. Los empeños independentistas en la captación de jóvenes han resultado inmensos, la vez que se recogía el trabajo de fondo realizado por el pujolismo durante décadas, a fuerza de sistema educativo y medios de comunicación altamente “nacionalizadores” e incluso de fenómenos a priori menores –pero en realidad, no tanto- como fue un impostado, forzado, promovido y subvencionado “roc català”, en las décadas de los ochenta y noventa. Entre la juventud había que combatir además el debilitamiento de la hegemonía que podían significar fenómenos como el del 15M, el cual en seguida fue visto en el campo nacionalista como un competidor peligroso y a neutralizar. Ante un discurso y una épica social y políticamente revolucionaria como la que planteaban Pablo Iglesias y los suyos, iba a ser necesario proponer una “rebeldía nacional”, también con su épica y con sus horizontes de grandeza.
Los empeños independentistas en la captación de jóvenes han resultado inmensos, la vez que se recogía el trabajo de fondo realizado por el pujolismo durante décadas, a fuerza de sistema educativo y medios de comunicación altamente “nacionalizadores”
Mientras, las clases medias y la menestralía habían visto emporar notoriamente sus expectativas económicas, que ahora eran inseguras, mientras acumulaban algunas frustraciones entre las que colocar adecuadamente a sus hijos sobradamente preparados, no era la menor, además de verse privados de la revalorización de su pequeño o no tanto, patrimonio inmobiliario. CiU les proporcionaría el camino, especialmente a partir de la caída de la U de sus siglas y del ensombrecimiento que la corrupción le iba dando a la marca, y a pesar de que esto significaba separarse y quizás perder algunas élites económicas que no estaban por aventuras. Durante un tiempo compatibilizaron un discurso ya netamente independentista con un relato aceptable para las organizaciones empresariales o para los socios del Círculo Ecuestre, donde se explicaba que su apuesta independentista era puramente propagandística, para forzar una negociación y que, en ningún caso, iban en serio. Decidieron surfear la situación, mientras la Cataluña mesocrática más bien poco politizada, al menos en su sentido ideológico, dispuso por primera vez de un discurso distintivo, romántico y épico, desde el cual afirmarse e incluso “venirse arriba”. Esquerra también competía en este espacio socio-político arrogándose la antigüedad y fiabilidad en el negocio independentista, pero dirigiéndose a la vez hacia unas bastante proclives clases populares de la Cataluña interior, mientras se esforzaba en penetrar y en llegar a disputar la hegemonía primero socialista y después “constitucionalista” del área metropolitana de Barcelona.
Para terminar de crear las condiciones de “tormenta perfecta” no fue menor la crisis de la política de representación que se venía gestando desde hacía años, pero que con la crisis se puso realmente en evidencia. Esta conversión de la política en un “Dios menor” tenía muchas caras y provenía a su vez de causalidades diversas. La crisis de la socialdemocracia en el seno de la izquierda era un aspecto evidente, dado que esta ya no significaba un proyecto de superación de las desigualdades que generaba el capitalismo, mientras el sueño comunista soviético había implosionado y dejado con ella huérfana a la izquierda con veleidades revolucionarias. Mientras Francis Fukuyama pregonaba “el final de la Historia”, la crisis de las ideologías tradicionales, con un proyecto totalizador, se habían diluido. La política era una actividad vinculada al espectáculo que a los planes para la sociedad, una función la fortaleza de la cual radicaba en la capacidad de crear imágenes y signos de identificación en un mundo donde todo había devenido débil o líquido. Por otro lado, la noción de soberanía política de los Estados-Nación se había ido diluyendo en un mundo extraterritorial en el que las grandes decisiones no se tomaban en el ámbito de las administraciones estatales, ni tan solo en el ámbito de la política. Cuando a finales de los años noventa Bill Clinton le espetó en campaña a Georges Bush “¡es la economía, estúpido!”, estaba definiendo exactamente dónde se jugaba la partida real de poder. Resultaba un poco paradójico que, en un mundo de disolución de la soberanía política depositada en las estructuras estatales, justamente el nacionalismo apareciera reclamando un nuevo Estado que recogiera la poca soberanía que ya a estos les quedaba. La irrupción de lo digital, estaba además transformando rápidamente nuestras formas de socialización y donde la comunicación iba siendo sustituida por un inmenso griterío, que se experimentaba en soledad. Las redes sociales se convirtieron en medios que, si bien no eran completamente el mensaje, al menos jugaban a favor de las argumentaciones simples, distorsionadas, maniqueístas y emocionales. Un inmenso terreno de juego tanto para el nacionalismo como para el populismo. Ideal para plantear un salto adelante, aunque tarde o temprano se descubriera que no era más que un salto en el vacío.
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Josep Burgaya. Profesor en la universidad de Vic y ensayista. Doctor en historia contemporánea, dedica su atención a la historia económica, el pensamiento político y los movimientos sociales. Escritor y colaborador en diversos medios de comunicación, ha publicado, entre otros, los siguientes títulos El futuro ya no es el que era. Reflexiones de urgencia en tiempo de incertidumbre (Prosa, 2013), El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y la encrucijada del modelo social europeo en tiempos de crisis (Octaedro, 2013) y recientemente Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (El Viejo Topo). josepburgaya@gmail.com
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