Por TERESA TORNS
Del porqué del título
En 1995, Naciones Unidas, con motivo de la celebración de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, midió por primera vez el volumen de trabajo pagado y no pagado que mujeres y hombres llevaban a cabo en el mundo. El resultado de la medición, contabilizada a través del tiempo empleado en ambos tipos de trabajo, dio un resultado sorprendente: las mujeres trabajaban más que los hombres. En concreto, del volumen total de trabajo, lo que hoy en día se conoce como carga total o global de trabajo, las mujeres llevaban a cabo más de la mitad.
La sorpresa se ampliaba si se tenía en cuenta que, del total del trabajo masculino, las tres cuartas partes estaban remuneradas, y solo un cuarto no era remunerado. Esa proporción casi se invertía si se tomaba en cuenta el total del trabajo realizado por mujeres ya que, en ese supuesto, solo un tercio del trabajo era remunerado, y los dos tercios restantes, no remunerados. En consecuencia, los hombres recibían la gran parte de los ingresos y el reconocimiento económico, mientras que el trabajo de las mujeres no era suficientemente reconocido, valorado ni remunerado1.
A poco de que se cumplan 25 años de aquel evento, la situación parece haber mejorado para las mujeres, a pesar de que ellas continúan soportando las mayores cotas de pobreza y violencia. No solo ellas padecen esas circunstancias, porque afectan asimismo a niñas y niños, y a quienes quedan fuera del mercado de trabajo en las sociedades del bienestar material, allá donde ese bienestar ha podido construirse. O se ven acompañadas, a día de hoy, por quienes luchan e incluso mueren por intentar entrar o acercarse a esas sociedades, como les sucede a las personas migrantes, desplazadas o refugiadas. Resulta, de otra parte, incuestionable que no todas las mujeres padecen esa pobreza y esa violencia, pues existe una gran variedad de escenarios y territorios, y no en todos se presentan tales circunstancias.
La división sexual del trabajo es el resultado de convertir y organizar las diferencias biológicas de tipo sexual en actividades humanas diferenciadas
En cualquier caso, las desigualdades que ellas soportan en relación a los hombres, se resisten a desaparecer, a pesar de las múltiples y crecientes actuaciones generadas a favor de las mujeres. La mayoría de estudios sobre el qué o el porqué de esas desigualdades las achacan a la división sexual del trabajo.
La división sexual del trabajo es el resultado de convertir y organizar las diferencias biológicas de tipo sexual en actividades humanas diferenciadas. Supone la atribución de las tareas y actividades de reproducción y cuidado de la vida a las mujeres, y las de producción de bienes a los hombres. Esa atribución se torna problemática cuando se jerarquiza esa división y diferenciación de tareas, y se prestigian el trabajo de producir bienes y los escenarios y sujetos, en su mayoría masculinos, que lo llevan a cabo. En cambio se devalúa u oculta el trabajo de mantener y cuidar de la vida, así como a los sujetos, femeninos en su casi totalidad, que lo hacen posible.
En la actualidad, esa división mantiene su enorme poder gracias a las mentalidades que le dan cobijo, y resiste como un escollo insalvable. Así lo ponen de manifiesto las evaluaciones de las políticas de igualdad entre hombres y mujeres, donde ha sido posible llevarlas a cabo. Hoy en día, esa división sexual del trabajo se expresa a través de las desigualdades sociales entre hombres y mujeres, que han pasado a ser denominadas desigualdades de género. Lejos de desaparecer, las desigualdades de género persisten, como si fueran un rasgo constante de las culturas humanas; y han sido calificadas como desigualdades impertinentes2, por el hecho de que no suelen ser reconocidas por quienes solo aceptan la clase social como eje estructurador de las desigualdades sociales.
Lejos de desaparecer, las desigualdades de género persisten, como si fueran un rasgo constante de las culturas humanas
Ello provoca análisis ciegos al género, particularmente notorios en los estudios del trabajo. O, en sentido contrario, genera análisis en los que las desigualdes de género son señaladas como si fuesen las únicas que soportan las mujeres. Con ello deja de considerarse la importancia que el trabajo tiene en la estructuración de dichas desigualdades de género, o se ignora que las desigualdades de clase, etnia o generación, también están presentes entre las propias mujeres.
Sobre las presencias femeninas del mercado de trabajo
Las sociedades del bienestar material son aquellas donde las mujeres han alcanzado mayores derechos, gracias a sus luchas. No obstante, tal bienestar ha consolidado un modelo de empleo que las continúa relegando, al negarles o tergiversar su derecho al trabajo. Un derecho que resulta fundamental a la hora de acceder a los derechos y deberes de ciudadanía.
Eso es así, porque tales sociedades parten de un concepto de trabajo convertido en sinónimo de empleo. Se ha consensuado, además, que ese empleo es la clave para obtener un salario con el que el trabajador pueda mantener a su familia. La conversión del trabajo en empleo implica, en primer lugar, la exclusión u ocultación de las actividades de reproducción de la fuerza de trabajo pasada, presente y futura. Unas actividades mayoritariamente femeninas, que también son trabajo, y sin las cuales la disponibilidad para el empleo que presentan la gran mayoría de sujetos masculinos no sería viable. Y, en segundo lugar, tal concepción provoca tanto que las mujeres no estén en igualdad de condiciones para entrar y permanecer en el mercado laboral, como el hecho de que vean demediados sus derechos de ciudadanía. Pues su pleno acceso a esos derechos depende, por lo general, del sujeto masculino de la familia con el que aparecen o han estado ligadas, ya sea como hijas, esposas o madres.
Aun así, la mayor presencia de mujeres en el mercado laboral constituye uno de los mayores cambios que se han dado en esas sociedades del bienestar material, en la segunda mitad del siglo XX. Pero ello no ha supuesto que las desigualdades entre hombres y mujeres en el mercado de trabajo desaparezcan, puesto que la propia lógica laboral alimenta tales desigualdades.
La conversión del trabajo en empleo implica, en primer lugar, la exclusión u ocultación de las actividades de reproducción de la fuerza de trabajo pasada, presente y futura. Unas actividades mayoritariamente femeninas, que también son trabajo
En primer lugar, porque siempre se mide y analiza las presencias y ausencias de las mujeres en ese mercado tomando como referencia la presencia laboral de los hombres. Una perogrullada que quizás no sería tal si, a la hora de analizar la relación de las personas con el trabajo, también se consideraran las ausencias masculinas en el otro trabajo: en las tareas de reproducción y cuidado de la vida.
Dicho de otro modo, las presencias femeninas y ausencias masculinas deberían medirse y analizarse tomando en consideración, también, las tareas que facilitan la mayor disponibilidad laboral masculina. Unas tareas que son femeninas en gran medida, y que forman parte de esa mayor carga total de trabajo que las mujeres realizan en su día a día, tal como no cesan de mostrar los datos más actuales de las Encuestas de Empleo del Tiempo, que actualizan la realidad puesta de manifiesto en Pekín en 1995.
España es un buen ejemplo del mencionado cambio protagonizado por las mujeres en el mercado de trabajo. El cambio fue aquí un poco más tardío; hubo que esperar a la recuperación de la democracia, ya que la dictadura franquista prohibía la presencia de las mujeres casadas en el mercado de trabajo. Esa funesta circunstancia, sin embargo, nunca significó que las mujeres españolas no trabajaran durante el franquismo o incluso antes. Ya que, además del cotidiano trabajo doméstico y de cuidados no pagado, las mujeres de clase trabajadora tuvieron una masiva presencia en sectores y territorios de temprana industrialización, como fue el caso del textil catalán; en las zonas agrícolas y los pequeños comercios o negocios familiares, donde eran catalogadas estadísticamente como ayuda familiar, en el mejor de los casos; o bien en las actividades propias de la economía sumergida, siendo el servicio doméstico el más destacado en ese ámbito.
Los datos que ofrecen los indicadores laborales, señalan 1985 como la fecha de inicio del incremento masivo de la presencia femenina en el mercado laboral español; un cambio debido en buena parte a las mujeres casadas, que ya no abandonaban el mercado laboral formal al casarse, como solían hacer antes de esa fecha. Pero que, en ningún caso, fue capaz de poner fin a la mayor presencia femenina en la economía sumergida ni, por descontado, acabar con un modelo de ausencia masculina en el trabajo doméstico y de cuidados.
Así las cosas, y como nadie duda de lo mucho que las mujeres jóvenes han cambiado en relación con sus madres o sus abuelas en este país, parece, en principio, inexplicable la permanencia de una división sexual del trabajo que resiste como un escollo al parecer insalvable. Las especialistas no dudan en achacarlo a la resistencia al cambio de las mentalidades y actitudes que continúan favoreciendo que las mujeres sean percibidas como las cuidadoras naturales del núcleo familiar. Mientras, continúan ayudando a sostener la visión de unos hombres considerados como los principales proveedores de ingresos de ese núcleo.
La división sexual del trabajo se origina en el interior del hogar-familia, al naturalizarse e invisibilizarse la atribución de tareas por razón de sexo, en el proceso de socialización primaria de las criaturas
Ambas atribuciones están hoy en entredicho, dados los datos que acotan la realidad laboral; pero esa realidad no es capaz por sí sola de poner fin a unas dimensiones simbólicas que, a día de hoy, resisten y se multiplican, gracias al triunfo de lo identitario. La división sexual del trabajo se origina en el interior del hogar-familia, al naturalizarse e invisibilizarse la atribución de tareas por razón de sexo, en el proceso de socialización primaria de las criaturas. Continúa y se refuerza en la escuela, al incidir en la elección de los estudios de los chicos y chicas, alejándolas a ellas de los empleos mejor remunerados en salario y prestigio. Y prosigue al reforzar la ya citada lógica laboral que consolida las desigualdades de género y las discriminaciones sexistas que atraviesan el mercado de trabajo, con carácter estructural.
Los análisis especializados muestran, desde hace más de treinta años, que tal situación provoca que las mujeres soporten una fuerte segregación ocupacional, como fruto de la construcción sexuada de las categorías profesionales; que padezcan la famosa brecha salarial, junto al no menos famoso techo de cristal, como resultado de las jerarquizaciones y diferenciaciones que impiden más o menos veladamente la promoción de las mujeres mejor situadas; y que deban hacer frente a otras discriminaciones, menos publicitadas o ignoradas, como el acoso sexual y el “suelo pegajoso”, que afectan a la gran mayoría de trabajadoras. El acoso sexual siempre afecta a las peor situadas en ese mercado, y tiene mucho que ver con el poder y poco con el sexo. Y el suelo pegajoso, a modo de contrapartida del techo de cristal, da nombre a una realidad laboral donde esas mujeres peor situadas quedan atrapadas sin poder desarrollar una vida laboral digna.
Estas características acotan un empleo femenino de baja calidad, atrapado en una realidad donde la precariedad laboral debe ser considerada como la norma social de la mayor parte del empleo femenino en España3. Una norma donde la temporalidad, el tiempo parcial, en particular el indeseado o motivado por razones familiares, los bajos salarios y la subocupación, son la compañía habitual de las recurrentes entradas y salidas del mercado laboral. Puede afirmarse incluso que la precariedad laboral femenina, lejos de ser algo novedoso, tiene que ver con la existencia de unos “empleos femeninos” que nunca se ajustaron a las características de una visión del empleo masculina por excelencia. Piénsese en los cánones del fordismo-taylorismo, antes, y de las tecnologías TIC o de la denominada economía de plataformas, ahora. En concreto, el empleo en los servicios y, de manera especial, los servicios a las personas, que encuentran su historia casi olvidada en el servicio doméstico y que apenas han sido tomados en consideración en los análisis convencionales del empleo.
El empleo en los servicios siempre ha configurado un gueto feminizado, que ahora se convierte en uno de los ejemplos más punzantes de una vida laboral precaria para muchas mujeres. La hostelería, la limpieza de interiores o el cuidado de personas ancianas, resultan ser la parte más amable del empleo formal en esas trayectorias laborales precarizadas. Y las mujeres jóvenes e inmigradas son las principales protagonistas de una situación que, en la actualidad, afecta por igual a sus coetáneos masculinos jóvenes o a los mayores de 50 años. En estas situaciones parece viable aventurar la hipótesis de que, de manera paradójica, las políticas de igualdad entre hombres y mujeres en el mercado de trabajo han logrado su objetivo actuando a la baja.
Las mujeres no solo han perdido su empleo en mayor medida que los hombres, sino que lo están recuperando de manera más lenta y precaria, al igual que ya había sucedido en crisis anteriores
La situación de precariedad afecta, como no podía ser de otro modo, a los accidentes de trabajo y no deja de marcar, también en este punto, diferencias de género significativas. Así, según el último Informe de CCOO4 sobre la evolución de los accidentes de trabajo, el 55% de los denominados in itinere los sufren las mujeres trabajadoras. Un dato cierto, a pesar de que las actividades con mayor siniestralidad son masculinas y dos tercios del total de accidentes de trabajo en jornada los sufren los hombres, llegando hasta el 95% en el caso de los mortales. El informe explica la proporción citada por la mayor presencia femenina en la contratación no deseada a tiempo parcial. Tal situación provoca un aumento del número y la duración de los desplazamientos de las mujeres para ir y volver del empleo, ya que son ellas quienes desempeñan las tareas de cuidados de la familia y del hogar.
La última crisis, que según las voces más optimistas se ha superado ya, no ha hecho más que agravar ese escenario. Ya que, como señalan las especialistas5, las mujeres no solo han perdido su empleo en mayor medida que los hombres, sino que lo están recuperando de manera más lenta y precaria, al igual que ya había sucedido en crisis anteriores. Y, además, ven como aumenta y se intensifica el trabajo doméstico y de cuidados que se ven obligadas a asumir para asegurar las estrategias de supervivencia familiar, dados los recortes en los servicios que afectan prioritariamente a las tareas de mantenimiento y cuidado de la vida.
La tolerancia social ante el absentismo masculino en el cuidado de familiares ancianos o enfermos es la misma que consiente las ausencias totales, parciales o intermitentes, de las mujeres del mercado laboral
Un escenario de precariedad vital en el que ellas se convierten en el soporte básico y asisten más o menos conscientes de ser las perdedoras una vez más, tras el relativo fracaso de las políticas que en principio habían sido pensadas para favorecerlas.
Las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar son un buen ejemplo de esto último. Tales actuaciones, cuando se llevan a cabo, muestran su ineficacia laboral al verse reducidas a permisos laborales, más o menos arbitrados a través de pactos individualizados. Y son un claro ejemplo de la resistencia al cambio de mentalidades, antes comentada. Pues nadie piensa en los servicios de cuidados, que también deberían incluirse en la conciliación, según las recomendaciones hechas desde un comienzo por la UE. Y tal planteamiento provoca que la conciliación sea solo una cuestión que atañe a las mujeres y consolida la fortaleza de la ya comentada división sexual del trabajo.
Sobre las ausencias femeninas del mercado laboral
La corrección de los análisis más o menos pormenorizados de las presencias femeninas en el mercado laboral no debe hacer olvidar, sin embargo, la importancia de las ausencias femeninas en ese mercado y, especialmente, las razones que explican el porqué de las mismas. Debe destacarse el carácter estructural que tienen esas ausencias, ya sean totales, parciales o intermitentes, frente a las visiones que las achacan a una elección individual y voluntaria. Esas ausencias son el mejor camino para explicar por qué la pobreza y la violencia afectan en mayor medida a las mujeres. Y para no olvidar que esa pobreza y esa violencia ocurren, también, en las sociedades del bienestar material, donde, como ya se ha dicho, las mujeres han alcanzado mayores derechos y bienestar.
Probablemente la inactividad laboral femenina sea el indicador más certero de la principal ausencia femenina del mercado laboral. Y, de nuevo, la división sexual del trabajo se convierte en una de las principales razones explicativas de la misma. Lo mismo puede decirse de otras ausencias, como el paro, el tiempo parcial o el absentismo laboral, pues todas ellas son situaciones que afectan en mayor medida a las mujeres que a los hombres. Las razones familiares son el principal motivo que subyace en esas ausencias femeninas totales, parciales o intermitentes del mercado de trabajo, y así lo indican las cifras. Queda descartada, pues, y fuera de toda duda la voluntariedad alegada por algunos especialistas, como explicación plausible de esas ausencias. Por el contrario, tales ausencias indican que las mujeres se sienten, las más de las veces, moralmente obligadas a atender al cuidado de criaturas, o personas enfermas crónicas o ancianas, de su núcleo familiar. Esas ausencias son además crecientes y cada vez más notorias, particularmente para el último caso indicado, por el creciente proceso de envejecimiento de sociedades como la española, donde los servicios de atención a la dependencia son casi inexistentes y la tradición familista es muy fuerte.
Un escenario que atrapa a las mujeres españolas afectando, si bien no a todas por igual, incluso a las mejor situadas en el mercado laboral, hayan sido o no madres. Todas ellas son reclamadas, en algún momento de su ciclo de vida, como hijas o nueras, y ese reclamo raramente interpela en la misma medida a sus coetáneos masculinos. Puede afirmarse que la tolerancia social ante el absentismo masculino en el cuidado de familiares ancianos o enfermos es la misma que consiente las ausencias totales, parciales o intermitentes, de las mujeres del mercado laboral.
La misma tolerancia social alcanza, también, a las mujeres jóvenes que cuentan con un proyecto de vida donde la actividad laboral aparece como eje indiscutible. Su mejor comportamiento en los estudios no actúa como un dique suficientemente sólido ante razones familiares que, lo quieran ellas o no, van a ocupar un espacio impensado o ignorado en esa etapa de sus vidas. Ese espacio no las va a dejar salir de la inactividad, o las va a llevar con mayor facilidad hacia las ausencias intermitentes o totales del mercado laboral, en mayor medida que a los hombres jóvenes6.
Aunque también es cierto que el paro masculino es, en los primeros tramos de la juventud, superior al femenino, las jóvenes ignoran que el paro femenino, en la actualidad, continúa manteniéndose superior al masculino, dado su carácter estructural. En el caso concreto de España, sucede así desde que aumentó la presencia femenina en el mercado laboral en 1985. La ausencia femenina se mantuvo incluso en la denominada década dorada del empleo español (1995-2005), ocurrida antes de la crisis. Y a día de hoy, parece sorprender todavía a algunos especialistas que detallan los últimos datos aparecidos7, al ver cómo el paro total ha sufrido el mayor aumento desde 2013, pero ese aumento solo ha crecido entre las mujeres, mientras ha disminuido entre los hombres.
Sin embargo, a pesar de su enorme crudeza, estos datos apenas reflejan el consenso social ante unas ausencias que dibujan una normalidad que parece convenir a todo el mundo, salvo a las mujeres. En especial a esas mujeres jóvenes que no van a cejar ya en su empeño por no estar ausentes del mercado laboral y difícilmente van a conformarse con formar parte de las filas del “paro desanimado”, una situación más habitual entre personas no jóvenes.
Las jóvenes tampoco saben del fracaso de las políticas de igualdad llevadas a cabo para mejorar las oportunidades laborales de las mujeres en la UE; dado que, en su mayor parte, se ha puesto todo el empeño en llevar a las mujeres al mercado de trabajo, sin apenas mover nada más. Y así solo han logrado favorecer a algunas mujeres que estaban ya bien situadas socialmente, antes de entrar en ese mercado.
Ese mercado, al que las jóvenes no quieren renunciar, las segrega y discrimina por la propia lógica laboral que lo preside y porque, por encima de todo, contempla como algo ajeno las tareas necesarias para cuidar de las personas, y no procura que las mujeres tengan disponibilidad laboral, la hayan tenido o estén preparándose para tenerla. Además, como queda ya dicho, es muy difícil cambiar la mentalidad que ampara esa visión hegemónica de una división sexual del trabajo que no parece tener sus días contados sino todo lo contrario.
En cualquier caso, a las jóvenes esos desconocimientos no les suponen un obstáculo insalvable para aprender a relacionarse con el mercado de trabajo combinando las ausencias recurrentes (inactividad, paro) con las presencias intermitentes (tiempo parcial, absentismo) o, lo que es lo mismo, el empleo informal con la formalidad precaria. O incluso, si tienen estudios formales reconocidos, plantearse el emigrar a otras tierras, como antaño hiciera la generación de sus ancestros, en busca de mejores empleos, aunque ello no suponga necesariamente una vida mejor. En ese camino también han aprendido a mostrar su enfado y rechazo ante el mundo que les ha tocado vivir. Aunque no siempre son conscientes de que el grito necesita del trabajo constante y de la no resignación cotidiana.
A modo de reflexión final
Así las cosas, no está de más mantener un talante moderadamente optimista y pensar en llevar a cabo pequeñas propuestas. Por ejemplo, pensar en la necesidad de que el futuro del empleo contemple la creación de servicios de cuidados cotidianos a las personas. Y luchar para que esos empleos sean de calidad. Ya que esos servicios pueden significar tanto la creación de un volumen importante de empleo femenino como el asegurar el bienestar cotidiano de las personas, en particular las ancianas, a medida que devienen frágiles8.
En este punto debe recordarse que el hecho de que sea un objetivo pequeño no significa que sea fácilmente alcanzable. En primer lugar, porque la mayoría de las actuaciones y de las especialistas que promueven el futuro del empleo parece estar abducida, hoy en día, por el discurso de la innovación y la digitalización como único horizonte de futuro. Y en segundo lugar, porque el principal riesgo que afrontan esos empleos proviene de la baja calidad que acompaña a los creados hasta la fecha. Un riesgo que comporta la consolidación o recreación de las desigualdades entre hombres y mujeres, además de las de clase, etnia y generación.
Pensar en la necesidad de que el futuro del empleo contemple la creación de servicios de cuidados cotidianos a las personas. Y luchar para que esos empleos sean de calidad. Ya que esos servicios pueden significar tanto la creación de un volumen importante de empleo femenino como el asegurar el bienestar cotidiano de las personas
La solución a este riesgo puede consistir en dar cabida en ese tipo de empleos a sujetos masculinos, que ya cuentan con alguna presencia significativa aunque muy minoritaria. Puede incluso pensarse en lograr que esa presencia masculina alcance a los cuidados informales en el entorno familiar, tal como les sucede ya a algunos hombres obligados por el creciente aumento de envejecimiento. O como les ocurre a los padres jóvenes que descubren, además, la satisfacción que ofrece el cuidar de sus criaturas, gracias al permiso de paternidad, recientemente ampliado en nuestro país.
Puede que tales empleos y tales tareas faciliten, además, el cambio de percepción que social y económicamente se tiene sobre los cuidados en la actualidad. Y que la reivindicación de “la riqueza invisible del cuidado”, en palabras de Mª Ángeles Durán9, permita poner de manifiesto las ventajas económicas que supone la promoción de la economía de los cuidados.
Y lo más relevante, sin duda, hacer visibles las posibilidades de cambio que esa nueva centralidad de los cuidados implica en la reorganización de unos tiempos de vida y trabajo distintos y, con todo probabilidad mejores, a los ahora hegemónicos en las sociedades del bienestar material.
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Teresa Torns. Profesora jubilada del Departament de Sociologia de la Universitat Autònoma de Barcelona. Forma parte del Centre d’Estudis sobre la Vida Quotidiana i el Treball (QUIT), también de la UAB..
1,. Informe Sobre Desarrollo Humano, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). México, 1995. [^]
2.- Maruani, Margaret; Rogerat, Chantal; Torns, Teresa, Las nuevas fronteras de la desigualdad. Hombres y mujeres en el mercado de trabajo. Icaria, Barcelona, 2000. [^]
3.- Torns, Teresa: « La precariedad laboral femenina. ¿Es cosa de mujeres? », en Tejerina, Benjamín; Calvia, Beatriz; Fortino, Sabine; Calderón, José Ángel. Crisis y precariedad vital. Trabajo, prácticas sociales y modos de vida en Francia y España. Tirant Lo Blanch, València, 2013. [^]
4.- Evolución de los accidentes de trabajo en España (2012-2018). Madrid, Informe de la Secretaría Confederal de Salud Laboral de CCOO, 2019. [^]
5.- Gálvez, Lina, y Rodríguez-Modroño, Paula, “Crisis, austeridad y transformaciones en las desigualdades de género”. Ekonomiaz, nº 91, 2017, pp. 330-359. [^]
6.- Otaegui, Amaia, El deterioro laboral de las mujeres como efecto de la crisis. Madrid, Fundación 1º de mayo, 2014. [^]
7.- EXPANSIÓN, 25 de abril 2019. Según este resumen de los datos correspondientes a EPA 1er. Trimestre 2019, la tasa de paro femenina está ahora en el 16,74% y la masculina en el 12,9%. [^]
8.- International Trade Union Confederation (ITUC), Investing in the care economy. A gender analysis of employment stimulus in seven OECD countries. A report by the UK Women’s Budget Group, 2016. [^]
9.- Durán, Mª Ángeles, La riqueza invisible del cuidado. Innovaciones necesarias en el análisis económico y sociológico, Universitat de València, 2018. [^]