Por Thomas PIKETTY
¿Debemos tirar a la hoguera el Mayo del 68? Según sus detractores, el espíritu de mayo habría contribuido al triunfo del individualismo, por no decir del ultraliberalismo. Pero son tesis que no resisten un análisis riguroso. El movimiento de Mayo del 68, por el contrario, supuso el inicio de un periodo histórico de fortísima reducción de las desigualdades sociales en Francia que posteriormente perdió impulso por razones diversas. La pregunta es importante porque condiciona el futuro.
Vayamos atrás. El periodo 1945-1967 se caracterizó en Francia por un fuerte crecimiento pero, a la vez, por un movimiento de lucha contra las desigualdades, con una fuerte alza del componente de los beneficios en la renta nacional y a la vez una recomposición de las jerarquías salariales. La parte del 10% de los ingresos más elevados, que suponía apenas un 30% de la renta total en 1945, se elevó progresivamente hasta el 37% en 1967.
El país estaba completamente centrado en la reconstrucción, y la prioridad no era la reducción de las desigualdades, especialmente dado que todos eran conscientes que estas habían disminuido enormemente tras las guerras (destrucción, inflación) y las convulsiones políticas tras la Liberación (seguridad social, nacionalizaciones, escalas salariales más estrictas).
En este nuevo contexto, los salarios de ejecutivos e ingenieros progresaron estructuralmente más rápido que los salarios bajos y medianos durante los años 1950-1960, y al principio nadie pareció alterarse. Se creó un salario mínimo en 1950, pero casi nunca se revaluó después, a pesar de que se descolgó mucho en comparación con la evolución del salario medio.
La sociedad nunca fue tan patriarcal: en la década de 1960, el 80% de la masa salarial correspondía a los hombres. A las mujeres se les asignaban muchos roles (especialmente cuidar de los niños, aportar comodidad y ternura a la era industrial), pero el control de la cartera claramente no les correspondía.
La sociedad era también profundamente productivista: las 40 horas prometidas en 1936 todavía no se aplicaban, porque los sindicatos habían acordado ir al máximo de las cuotas de horas extras para ayudar a la recuperación del país.
La ruptura se produce en 1968. Para salir de la crisis, el gobierno De Gaulle firmó en 1968 los acuerdos de Grenelle, que incluían un aumento del 20% del salario mínimo. En 1970 el salario mínimo fue oficialmente indexado –parcialmente– al salario medio, y todos los gobiernos que siguieron de 1968 a 1983 se sintieron en la obligación de darle un “empujón”, en un clima social y político en plena ebullición. De esta forma el poder adquisitivo del salario mínimo progresó en general, entre 1968 y 1983 en más del 130%, mientras que el salario medio, en el mismo período, avanzó solo alrededor del 50%, determinando de esta forma una compresión muy marcada de las desigualdades salariales.
La ruptura con el periodo precedente es neta y de largo alcance: el poder de compra del salario mínimo había progresado apenas el 25% entre 1950 y 1968 mientras que el salario medio se había más que duplicado. Impulsado por el fuerte aumento de los salarios bajos, la masa salarial avanzó durante los años 1968-1983 mucho más rápido que la producción, lo que llevó a una fuerte disminución de la cuota del capital en el ingreso nacional. Todo esto a través de la reducción de las horas de trabajo y alargando las vacaciones pagadas.
La tendencia se invierte de nuevo en 1982-1983. El nuevo gobierno socialista salido de las elecciones de mayo de 1981 habría deseado sin duda seguir indefinidamente en esta línea. Desgraciadamente para él, el movimiento social ya había impuesto la gran recuperación de los salarios bajos a los gobiernos de derecha, pioneros en la democracia electoral.
Para continuar el movimiento de reducción de las desigualdades habría sido necesario inventar otros instrumentos: poderes reales para los empleados en las empresas, inversiones a gran escala e igualdad en el sistema educativo, establecimiento de un sistema universal de seguro de salud y pensiones, desarrollo de una Europa social y fiscal.
En vez de eso, el Gobierno utilizó a Europa como chivo expiatorio con motivo del regreso al rigor de 1983 aunque en realidad Bruselas no tuvo ningún papel en el bloqueo de los salarios: el salario mínimo no puede progresar continuamente a un ritmo tres veces más rápido que la producción, tanto en el caso de las economías abiertas como en el caso de las economías cerradas.
Peor aún: a partir de 1988, los gobiernos franceses han venido realizando una importante contribución al dumping fiscal europeo sobre el impuesto de sociedades; luego establecieron, con el Tratado de Maastricht de 1992, una unión monetaria y comercial pura y dura. Una moneda sin estado, sin democracia y sin soberanía: un modelo que ha contribuido a la recesión de estos diez años de la que acabamos de salir.
Hoy la crisis de la socialdemocracia europea es general. Es, ante todo, la consecuencia de un internacionalismo incompleto. Durante el siglo XX, y particularmente desde los años 50 hasta los 80, la creación de un nuevo compromiso entre el capital y el trabajo se concibió y realizó dentro de los Estados-nación. Con un éxito innegable y, al mismo tiempo, con una gran fragilidad, porque las políticas nacionales se han visto atrapadas por la creciente competencia entre países.
La solución no es volver la espalda al espíritu de Mayo del 68 y al movimiento social. Al contrario, hay que apoyarse en él a fin de desarrollar un nuevo programa internacionalista de reducción de las desigualdades.
(Le Monde, 5 de mayo de 2018. Traducción de Javier Aristu)