Por LUCIANA CASTELLINA
Recuerdo todavía nítidamente la primera vez que celebré un cumpleaños de Pietro Ingrao: fue en 1965, él cumplía 50 años (una edad que entonces me parecía avanzadísima), y fue hace medio siglo. Sandra Curzi y yo, recién salidas las dos de la agitada Federación Juvenil del PCI, le regalamos su primer par de mocasines, con una dedicatoria que le rogaba fuera menos prudente: «Camina con los tiempos, camina con nosotros.»
Me acuerdo bien porque estábamos en plena batalla «ingraiana», precisamente en vísperas del fatídico XI Congreso del PCI, cuando los compañeros que se identificaban con sus ideas (¡no era una corriente, por Dios!), salieron un poco más al descubierto, a fin de defenderle; y él mismo activó la que fue definida como una ruptura inédita. Dijo con claridad en su intervención en el congreso: «No sería sincero si callase que el compañero Longo no me ha convencido con su rechazo a introducir en la vida de nuestro partido la nueva práctica de dar publicidad a nuestros debates, a fin de que queden claros para todos los compañeros no solo las orientaciones y las decisiones que prevalecen y que comprometen a todos, sino también el proceso dialéctico que ha llevado a ese resultado.»
Fue, como ya es conocido, muy aplaudido pero, sin embargo, marginado enseguida de la dirección del partido y «relegado» (entonces Botteghe Oscure, la sede del partido, era más importante que Montecitorio, la sede del parlamento) a la presidencia del grupo parlamentario, y después de la Cámara de Diputados. Y nosotros fuimos dispersados en tareas menores, fuera del «palacio», del poder del partido.
Me acuerdo bien porque en el fondo fue entonces cuando comenzó la historia de «il manifesto», que salió a la luz solo cuatro años más tarde. Sin Pietro que, como siempre ha ocurrido en su vida, hizo prevalecer por encima de las opciones políticas la preocupación de no abandonar el «torbellino», donde se concentraba el pueblo comunista. No por miedo, quede claro, sino porque aquella era la manera profunda de sentir de todo el partido: el temor de sacrificar la opinión colectiva a la propia individual.
Al final hicimos el manifesto, también porque nuestras responsabilidades en el PCI eran infinitamente menores y, en consecuencia, nuestro gesto no podía tener las mismas consecuencias que si lo hubiera hecho Ingrao. Pero no creáis que fue fácil ni siquiera para nosotros; fue también una elección muy muy difícil y quizá ha llegado el momento, después de que han pasado decenios, de preguntarnos si no habríamos debido permanecer para combatir dentro, en vez de ofrecer las condiciones para ser expulsados.
(Por favor, no reaccionéis vosotros, jóvenes, diciendo: ¡pero qué tiempos, no se podía ni siquiera manifestar el disenso! Es verdad, aquello no era estupendo. Y sin embargo las opiniones, a pesar de todo, contaban más que ahora, nuestra expulsión fue un trauma para todo el partido. Ahora se puede decirlo todo, pero porque ya no sirve para nada)
Hoy Pietro Ingrao cumple los 100 años, y nosotros, los del manifesto, si contamos también su incubación, 50.
Con el tiempo se ha perdido quizás el sentido de lo que ha podido significar el ingraísmo, y también me pregunto si entre los jóvenes de la redacción del periódico queda todavía alguno que sabe de qué estamos hablando. No fue, fijaos, solo una batalla por la democratización del partido, el famoso derecho al disenso. Era mucho más: se trató del intento más serio del pensamiento comunista por enfrentarse con el capitalismo en sus aspectos más decisivos, por localizar las nuevas, las modernas contradicciones y centrarse en ellas —más que sobre las viejas de la Italia rural— no para «seguir mil riachuelos reivindicativos» (por usar una expresión de entonces), sino para construir un verdadero modelo de desarrollo alternativo.
Se trataba de romper con la idea de un desarrollo lineal, con el mito de la «modernidad acrítica», que estuvo en la base de la cultura neocapitalista (y craxiana) de aquellos años. Y, más aún, era el intento de de comprender que la crisis italiana no era una anomalía (un vicio todavía difundido), sino que podía ser comprendida solo en su nexo con el capitalismo avanzado que se estaba desarrollando en el mundo.
Del juicio sobre la fase se deducían dos líneas estratégicas distintas y, por esto, la confrontación no fue solo teórica sino que estuvo estrechamente entrelazada con el qué hacer político. Hacía falta actuar para hacer de Italia un país «normal», y por tanto alinearla en la modernidad europea, o por el contrario incidir sobre ese nexo para resolver viejos problemas y preparar una alternativa también a la «normalidad» capitalista.
La derecha del PCI obviamente se opuso a esta perspectiva. Cuando el PCI, tras la Bolognina, se encaminó hacia su disolución, precisamente sobre esta innovación necesaria redactamos —esta vez oficialmente junto a Pietro Ingrao— la famosa «Moción 2» que se oponía a la liquidación del partido. No en nombre de la conservación sino, al contrario, en nombre del cambio, que no debilitaba las razones de la alternativa al sistema, al contrario, las reforzaba. Las viejas categorías no eran suficientes e Ingrao siempre ha estado atento a no repetir letanías sino a particularizar cada vez las nuevas potencialidades ofrecidas por el desarrollo histórico, los sujetos antagonistas, a comprender cómo se forman y se agregan para llegar a ser clase dirigente capaz de plantear una sociedad alternativa. Aquí y ahora.
Como ya sabéis, perdimos.
A partir de este debate nuestro de los años sesenta surgió después una sistematización en 1970, precisamente en las «Tesis por el comunismo» del Manifesto (que no decían que el comunismo estaba maduro en el sentido de inminente, como alguien malinterpretó, e ironizó, sino que no había sido posible dar solución a los problemas de la crisis en el marco de sistema capitalista, incluso modernizado).
Este fue el XI congreso de PCI, esa línea divisoria de cuyas emociones, pasiones y sufrimientos Pietro Ingrao ha dejado ecos en su libro Pedía la luna.
En el aniversario de sus cien años de vida quizás habría tenido que hablar de Pietro Ingrao recordando más sus aspectos humanos, su personalidad, el modo como ha ido desenvolviendo su existencia, y no al contrario, ir enseguida directa al núcleo político de su vida de comunista.
Lo he hecho por dos razones: porque muy frecuentemente, a la hora de celebrar los aniversarios, se tiende a reducir todo a trazos del carácter de quien recordamos, a sus cualidades morales, y menos a conmemorar sus opciones políticas. Y después, porque hemos terminado por recordar a Pietro en particular, al envejecer, —y quizás también por razón de cómo se han desarrollado los acontecimientos en la izquierda italiana—disminuido, a veces con cierto aire coqueto, más como poeta que como dirigente político. Que sin embargo es lo que ha sido, y de primer nivel.
Poeta en realidad no ha dejado nunca de serlo, baste pensar en su modo de expresarse, jamás con politiquería, siempre atento a alumbrar la imaginación y no a repetir catecismos. ¿Recordáis su sorprendente salida en la intervención del primer congreso de los dos de la disolución del PCI, el XIX en 1990, cuando nos salió con su clamoroso «vivientes no humanos» para reclamar la atención a la naturaleza y a sus especies? ¿No era acaso un poema, que como tal sonó, por lo demás, en aquel gris y triste debate de final del juego?
Pietro no utilizaba la lengua de palo de la política, porque escuchaba. Parece algo banal, pero casi nadie escucha. E igual que él escuchaba, ha sido escuchado también por generaciones mucho más jóvenes, aquellas que no sabían nada de nuestros debates en el XI congreso del PCI, e incluso del PCI mismo. Pienso en el Forum social europeo de Florencia en 2002, por ejemplo, donde su discurso sobre la paz conquistó a chicos que no tenían idea de quién era.
Escuchaba porque siempre ha subrayado un elemento ya en desuso en la democracia: sobre todo el protagonismo de las masas, la participación.
Puede parecer curioso, pero mucho del pensamiento político de Ingrao ha estado marcado por su formación cinematográfica cuando era adolescente. Durante muchos años, y debido a mi tarea en la promoción del cine italiano, he tenido muchas reuniones con los grandes de Hollywood y frecuentemente la discusión derivaba acerca de Italia y sobre cómo era posible que hubiera tantos comunistas. Un poco bromeando y un poco en serio siempre he terminado por recurrir a una paradoja: «Mirad —decía—el comunismo italiano es tan especial porque en vez de en Moscú tiene sus raíces aquí, en Hollywood, que es por tanto la que tiene la responsabilidad de esto». Y después contaba la historia, tantas veces oída a Pietro, de la formación de una parte no precisamente secundaria de aquel que llegó a ser el grupo dirigente del PCI en la postguerra: Mario Alicata, él mismo y otros que, aun no perteneciendo a la cúpula del partido, tuvieron una enorme influencia: Visconti, Lizzani, De Santis. Todos, alumnos del Centro experimental de cinematografía.
Les hablaba, por tanto, de Ingrao, que me había contado cómo su generación, ya a mitad de los años 30, había tenido sus orígenes precisamente en el cine. Y, principalmente, en el gran cine —y en la literatura— americano del New Deal, tortuosamente conocido en el Centro gracias a una circunstancia fortuita: la llegada, como enseñante, de un personaje singular, Arnheim, judío alemán huido del nazismo y quién sabe cómo llegado precisamente allí, antes de que las leyes raciales fuesen introducidas también en Italia.
«Aquellas películas -me dijo Pietro con ocasión de una entrevista para el semanario Pace e Guerra, que entonces dirigía yo, sobre un importante festival celebrado en Milán hacia los años 30- mostraban elementos de socialidad, entre ellos la clase obrera, la solidaridad social, la lucha. Gracias a esas películas, que eran medios de comunicación entre los movimientos sociales y el americano de la calle, tan diferentes de la cultura antifascista italiana de los años 20 -elitista, hermética- que habíamos amado pero que no nos había ayudado; esas películas nos abrían una ventana sobre el intelectual comprometido, con ellas nos politizamos. Fueron el primer paso hacia la política».
Este nexo entre cultura y política ha sido un rasgo que distinguió al comunismo italiano. Y Pietro Ingrao ha sido uno de sus más significativos intérpretes.
Gracias y muchas felicidades, Pietro.
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[Artículo publicado en el suplemento especial de Il Manifesto dedicado a los cien años de Pietro Ingrao el 31 de marzo de 2015. La traducción es de Javier Aristu]