Por DOMINIQUE MÉDA
Mientras que los europeos colocan potentes expectativas en el trabajo, algunos estudios prospectivos han mostrado que la cantidad de empleo disminuye y la naturaleza del trabajo cambia debido a la eclosión de la nueva era de la automatización. Por más que los resultados de esos estudios deban ser considerados con cierto escepticismo, se han producido ya algunas transformaciones en distintos sectores; y aunque estos son aún periféricos, contribuyen sin embargo a configurar una transformación de las condiciones de trabajo. En función del diagnóstico sobre los cambios en curso y los objetivos que se consideran deseables, se han sugerido políticas muy diferentes para acelerar, acompañar, o, por el contrario, frenar el proceso. Los cambios tecnológicos representan, en cualquier caso, un factor crucial para la transformación del trabajo actual y futuro.
1. El empleo agoniza; la naturaleza del trabajo cambia; la revolución tecnológica avanza
Desde los inicios de la década actual, la afirmación de que la automatización está llamada a acabar con el empleo existente y revolucionar el trabajo se ha convertido en un lugar común, y el hecho es ahora considerado autoevidente, un fait accompli; punto de vista confirmado por el reciente informe al Foro Económico Mundial (2016) presentado en Davos. Este punto de vista, predominante en círculos académicos y periodísticos, responde a la publicación simultánea de libros o artículos influyentes que, aunque pocos en número, son citados con profusión. El primero de esos libros es el de Brynjolfsson y McAfee (2011), que sostiene que ya es hora de dar el crédito que merece a la tesis de Jeremy Rifkin en El fin del trabajo1 (1995). Porque, según afirman, los ordenadores están ya capacitados para hacer todo lo que hasta ahora solo los humanos eran capaces de hacer. Estamos en el umbral de una “Gran Reestructuración”, entramos en “la segunda fase de la partida de ajedrez”, es decir en la era en que los avances que las tecnologías digitales han hecho posibles proliferarán, tal como se sugiere en la ley de Moore2. Los ordenadores forman parte de la categoría de las “Tecnologías Polivalentes”; es decir, se sitúan en la base de una multiplicidad de “innovaciones incrementales” (Lipsey, et al., 2005; Field, 2008), que interrumpen el curso normal de los acontecimientos que acompañan por lo común el progreso económico. Estos autores señalan que en un futuro próximo, incluso en el terreno del trabajo puramente intelectual o en actividades que no contienen ningún componente físico, los ordenadores monopolizarán el campo. Pero esas tecnologías crean un valor considerable: permiten mejoras en la productividad, y por tanto en la riqueza colectiva. El riesgo asociado a ellas es que acarrean transformaciones drásticas, y sin duda también una polarización de la sociedad (Autor y Dorn, 2013; Collins, 2014; Dorn, de publicación próxima), y de forma más específica un desajuste general de las competencias (Beaudry et al., 2013), que exigirá innovaciones organizativas radicales, con los emprendedores a la cabeza e inversiones masivas en “capital humano”.
La afirmación de que la automatización está llamada a acabar con el empleo existente y revolucionar el trabajo se ha convertido en un lugar común
¿El fin del trabajo?
Frey y Osborne (2013), en su estudio de 702 ocupaciones, trazaron un cuadro todavía más expresivo de cómo se verán afectados los empleos, en cuanto a la estimación de las probabilidades de que máquinas inteligentes los sustituyan. Ciertos sectores, como la educación y la salud, corren un riesgo pequeño de ser mecanizadas. Por el contrario, ocupaciones tales como la venta, la administración, la agricultura e incluso el transporte, presentan riesgos muy superiores. En Estados Unidos, los autores estimaron que el 47% de la fuerza de trabajo se situaba en sectores muy expuestos al riesgo de desempleo, y que sus tareas podrían ser asumidas por robots o máquinas “inteligentes” en un plazo de 10 a 20 años3. Desde entonces, muchos otros autores han tratado el tema (por ej., Ford, 2015; Benzell et al., 2015; Boston Consulting Group, 2015).
Otros estudios prospectivos, fundados menos en proyecciones matemáticas que en testimonios proporcionados por ‒ o en encuestas llevadas a cabo entre ‒ consultores, managers y directivos de grandes firmas, ofrecen una descripción de cuáles serán las consecuencias de estos desarrollos, y en particular del desarrollo de las tecnologías digitales, para la naturaleza del trabajo (ver Bollier, 2013; WEF, 2016)4. Según dichas fuentes el trabajo, que se ha hecho ya colaborativo, acentuará todavía más esta característica. El
“crowdsourcing”, una de las formas más extendidas del trabajo, pone el énfasis en la co- producción; esta manera de trabajar no se limitará en el futuro a las grandes empresas estructuradas jerárquicamente, sino que también se extenderá a las plataformas productoras de valor.
La clásica unidad de tiempo y espacio que ha caracterizado al trabajo hasta ahora, dicen los estudios antes citados, empieza a ser cosa del pasado: el trabajo dejará de estar situado en un tiempo y un lugar bien definidos y predeterminados. La diferencia entre trabajo y no-trabajo, entre vida profesional y vida privada, será cada vez menor. El trabajo ocupará el día entero, y una carrera profesional consistirá en una serie de tareas de cuya gestión cada cual será el responsable último. Un gran número de ocupaciones están siendo automatizadas, y las competencias específicas se tornan obsolescentes con rapidez; lo que realmente va a contar en adelante serán las disposiciones individuales, y en particular la aptitud para proporcionar liderazgo, para comunicar, para ir constantemente en busca de nuevas soluciones, para innovar. Será el final de las jerarquías y del trabajo asalariado: cada cual será su propio jefe, y gestionará su propio negocio. La lógica de la gestión basada en los resultados irá mano a mano con la evaluación de “720 grados” sobre la que se fabrican las reputaciones. En síntesis, la revolución tecnológica está en marcha y marcará el camino para impedir que nuestras sociedades recaigan en un estancamiento secular (Teulings y Baldwin, 2014). Pero sus efectos en la tasa de crecimiento y en la productividad son aún desconocidos, así como el lapso de tiempo necesario, habida cuenta del hecho de que (según quienes exponen estas ideas) los instrumentos existentes en la actualidad para medir el crecimiento y la productividad no son adecuados en la nueva situación.
Para algunos autores, el sector digital está situado en la vanguardia de estos cambios, y denuncian que la legislación laboral no se ha adaptado a él; y es incapaz, por tanto, de dar a los negocios la flexibilidad que necesitan, y al mismo tiempo de proteger a los trabajadores de cargas de trabajo excesivas. A partir del informe de la Comisión de las Comunidades Europeas (2006), algunos han reclamado que se flexibilicen las normas que gobiernan el empleo ‒ por ej., mediante la extensión del sistema francés de días trabajados a un número más amplio de categorías de trabajadores (Mettling, 2015), o la revisión de la directiva de la UE sobre el tiempo de trabajo, de forma que permita establecer de manera más ágil exenciones, descuelgues y aumentos del número de trabajadores autónomos. Por otra parte, estos comentaristas han pedido el desarrollo de la parasubordinación (ya implementada en Italia y España), porque, si no se lleva a cabo, se producirán ajustes en la forma de una expansión masiva de formas atípicas de empleo ya ampliamente presentes (freelancing, trabajo ocasional, autoempleo, etc.).
El trabajo dejará de estar situado en un tiempo y un lugar bien definidos y predeterminados. La diferencia entre trabajo y no-trabajo, entre vida profesional y vida privada, será cada vez menor
La defensa de estos cambios en las leyes laborales -que considera aceptable una reducción de las medidas protectoras del trabajo asalariado- va unida con frecuencia a un discurso idealizado sobre las virtudes de las economías colaborativas, que exalta su capacidad para crear vínculos sociales y evitar la mercantilización del trabajo, así como para atender a las hipotéticas aspiraciones de los jóvenes de soslayar el empleo asalariado, supuestamente sinónimo de jerarquías rígidas, opuestas a la creación de una start-up propia, que es lo que a menudo se presenta como el camino ideal, capaz de combinar flexibilidad y autonomía. Así, lo que se conoce como la “uberización” de la sociedad (que permite a quienes ofrecen y a quienes demandan un servicio conectar directamente a través de plataformas digitales) se suele plantear como una solución idónea para poner fin a los monopolios y a las barreras protectoras en torno a ciertas profesiones, y para superar las llamadas rigideces de algunos “mercados de trabajo” europeos.
El escenario de la revolución tecnológica aparece como particularmente adecuado, en consecuencia, para desmantelar los sistemas laborales y de protección del empleo aún predominantes en Europa. Sus efectos en el empleo y el trabajo exigen, sin embargo, un análisis más detallado.
2. El impacto de la digitalización, de las plataformas digitales y de la uberización sobre el empleo y el trabajo
En primer lugar, debemos ser cautelosos y no tomar las predicciones relativas a los efectos de la digitalización sobre el empleo discutidas más arriba por su valor aparente. De hecho, los estudios citados resultan muy discutibles: por ejemplo, al analizar lo que ha ocurrido en 17 países a lo largo de 15 años, Graetz y Michaels (2015) muestran que la robotización ha permitido la ganancia de casi medio punto porcentual en el crecimiento económico anual, sin perjudicar el empleo. Un estudio de Deloitte (Stewart, De y Cole, 2015) basado en 140 años de estadísticas de Inglaterra y Gales, ha mostrado que el proceso de robotización es de hecho una “gran máquina creadora de empleo”. Gadrey (2015), un economista, nos recuerda, con ironía, las predicciones alarmistas contenidas en el informe Nora-Minc (1978) sobre la computerización de la sociedad, publicado en Francia: “Anunciaban que la creación de empleos en los servicios se iba a acabar (p. 35). Pero la parte de los servicios en el total del empleo ha subido del 57% en 1980 a más del 70% en 2000.”
Según el mismo informe, íbamos a presenciar una caída inevitable en el número de secretarias/os, pero su número aumentó entre 1980 y 2000; un fuerte descenso del empleo en los bancos y compañías de seguros, pero el empleo en estas ramas siguió ascendiendo durante los años ochenta; y si en épocas posteriores se vio frenado, no fue debido a la computerización sino, en primer lugar, al contexto de los años noventa, es decir a la “des-intermediación” […] La proporción de los servicios en el empleo total se aproxima hoy al 80%. Prácticamente todos los sectores y profesiones que el informe Nora-Minc afirmaba que se convertirían en “las siderurgias de mañana” son aquellos donde el empleo se ha incrementado más5. En el curso de una conferencia organizada por el Instituto Sindical Europeo, bajo el título “Modelar el Nuevo Mundo del Trabajo”, Loungani (2016) presentó un gráfico que mostraba que el número de cajeros automáticos había aumentado al mismo ritmo que el número de oficinistas. Es más, un estudio reciente mostró que la estimación de un 47% de puestos de trabajo perdidos en los 10 años siguientes debía ser reevaluada considerablemente y reducida aproximadamente a un 9% (Arntz, Gregory y Zierahn, 2016). También ha suscitado críticas la metodología utilizada por Frey y Osborne en su estudio (Vendramin y Valenduc, 2016).
Llama la atención el determinismo tecnológico típico de todas esas predicciones, como si todo lo posible hubiera de ocurrir necesariamente, y como si las poblaciones fueran a quedarse de brazos cruzados
Coincidimos plenamente con Gadrey (2015) cuando explica por qué las predicciones contienen unos errores tan graves: generalizan a partir de sectores o segmentos de sectores en los que las máquinas han reemplazado a los humanos. Al razonar por analogía que “todo va a ser igual”, juzgan inevitables los resultados que predicen, pero olvidan que, cuando el contenido de una actividad y la producción consiguiente cambian radicalmente, se genera un proceso de enriquecimiento que provoca la aparición de nuevos servicios, los cuales repercuten también en creación de nuevo empleo. Tampoco prestan suficiente atención a la resistencia de las poblaciones. Llama la atención el determinismo tecnológico típico de todas esas predicciones, como si todo lo posible hubiera de ocurrir necesariamente, y como si las poblaciones fueran a quedarse de brazos cruzados y permitir que la mitad de los empleos existentes sea eliminada en 10 años; o aceptar ser atendidos, acompañados, educados o conducidos por robots. Esas investigaciones también olvidan que la simple sustitución de humanos por robots no es la única solución: la cooperación y la “cobotización”, que permiten un considerable alivio de la dureza de las condiciones y la organización del trabajo, podría desembocar en una colaboración complementaria entre humanos y robots, lo que resulta una opción plausible.
Trabajadores de usar y tirar
No obstante, el desarrollo de la digitalización y la economía de las computadoras de hecho ya han empezado a provocar consecuencias disruptivas en los estilos de trabajo.
Importantes investigaciones han revelado en años recientes los efectos desestructuradores de los nuevos tipos de organización del trabajo (Head, 2014). La “desintermediación” aportada por las plataformas digitales conduce no solo a una competencia dirigida contra un gran número de profesiones reglamentadas u organizadas, sino además, y especialmente, a movilizar la actividad de la gente de modos que no son, o por lo menos no parecen ser ya, ni el empleo asalariado ni ninguna forma clásica de autoempleo. Las plataformas digitales proporcionan acceso a quienes ofrecen trabajo y a los que solicitan un servicio, contribuyendo así a reducir el trabajo a servicios individualizados, a tareas fragmentarias, a desmantelar los grupos que trabajan colectivamente y a individualizar unas relaciones laborales ya muy deterioradas.
Incluso a pesar de que las “órdenes” formales no entran en el cuadro, este tipo de arreglo permite a las plataformas aprovecharse del trabajo de otros y gestionarlo. Obtienen los mismos resultados que si proporcionaran empleo asalariado – dan órdenes, controlan las tareas y penalizan las deficiencias – sin verse obligadas, sin embargo, a asumir las responsibilidades tradicionalmente asociadas a la figura del dador de empleo. Es trabajo “a demanda”, “de usar y tirar”, trabajo a piezas hecho por trabajadores que no son empleados – las plataformas rehúsan ejercer la función de dadores de empleo, y llaman a los trabajadores sus “socios” – ni auténticos emprendedores (Levratto y Serverin, 2013). Si estos pretenden acceder a una plataforma y quedarse en ella, de hecho deberán cumplir con un gran número de obligaciones incompatibles con el estatus de un autoempleado. La investigación disponible muestra un control y una supervisión reforzados, un asesoramiento permanente – incluido el de los clientes – y muy escasa o ninguna participación en las decisiones sobre cómo debe hacerse el trabajo, ya que este se verifica mediante una “gestión algorítmica” (Rosenblat y Stark, 2015). Algunos autores llaman la atención sobre el descenso en la prestación intelectual que provoca el trabajo dirigido por ordenadores (Amazon) y sobre el resultado final, con un énfasis acrecentado en la baja especialización (Head, 2014). Es el retorno del trabajo como mercancía en su peor forma: lo llaman capitalismo de plataformas (Lobo, 2014), sweatshops (fábricas de sudor), trabajo digital (Cardon y Casilli 2015). El incumplimiento de la legislación laboral nacional se ve facilitado por el carácter transnacional de las plataformas y la dificultad del control, cuando todas las relaciones están mediadas por ordenadores.
¿El fin del empleo asalariado?
Mientras algunas personas saludan el hecho de que se pongan en cuestión los “privilegios” y los ingresos inmerecidos de por vida – o por lo menos los monopolios y la protección de que disfrutan las profesiones reglamentadas –, las personas reales que trabajan “para” o “con” estas plataformas llaman la atención sobre lo que eufemísticamente se conoce como “errores de clasificación”, es decir el hecho de que los trabajadores son claramente tratados como empleados – porque su trabajo es supervisado, por más que sea un algoritmo el que lo hace, y se dan órdenes muy precisas que es obligatorio observar – pero no tienen ni siquiera contrato. Es como si los creadores de estas plataformas, para quienes se obtiene y se retiene un beneficio valioso, rehusaran asumir las responsabilidades que corresponden no solo a quienes supervisan el trabajo asalariado, sino también a quienes pagan la tarea realizada por un trabajador autoempleado sujeto a un contrato comercial; como si la desaparición de una jerarquía definida en la empresa causara la desaparición del mismo empresario o empresaria. Las personas que realizan el trabajo no son ni empleados ni siquiera, por lo general, reconocidos como emprendedores con las protecciones, los seguros y las cualificaciones tradicionalmente exigidas para ellos.
Los trabajadores son claramente tratados como empleados, porque su trabajo es supervisado, por más que sea un algoritmo el que lo hace, y se dan órdenes muy precisas
Siendo este el caso, por más que tales relaciones de trabajo permiten la eliminación de barreras de entrada (como cuando los gremios fueron abolidos en Francia, primero en 1776 y después en 1791), y aportan mayor flexibilidad a algunos segmentos del mercado de trabajo, los nuevos actores contribuyen a desmantelar dicho mercado, y entorpecen los mecanismos que, desde finales del siglo XIX en Europa, permitieron la estabilización del trabajo y lo hicieron más seguro; no, sin embargo, sin incurrir en las iras de las profesiones en peligro, como ocurre ahora, por ejemplo en varios países europeos con las protestas de las compañías de taxis y sus conductores contra Uber, y de los propietarios de hoteles contra Airbnb.
3. ¿Qué políticas de trabajo y empleo deberíamos adoptar frente a la expansión de la digitalización y la automatización?
La manera como el desarrollo de la automatización, la digitalización y las plataformas digitales afectan al crecimiento, al empleo y al trabajo, está en consecuencia sujeta a interpretaciones diametralmente opuestas. Algunos autores insisten en sus beneficios extrafinancieros: el hecho de que las economías colaborativas permiten la extensión de servicios gratuitos y el refuerzo de los lazos sociales; la bajada generalizada de las barreras de entrada, y por tanto la mayor fluidez del “mercado de trabajo”; y el hecho de que dejar atrás la empresa jerárquica y el estatus de asalariado crea condiciones para una mayor autonomía en el trabajo. Otros analistas, por el contrario, destacan los peligros relacionados con la extensión de formas de trabajo que no son oficialmente ni empleo asalariado ni autoempleo, y que presentan graves lagunas, en particular en la cobertura sanitaria y social de los trabajadores; los riesgos asociados al hecho de que estos son explotados (horarios desmesurados de trabajo, riesgos para la salud); la competencia desleal que representan las plataformas para las organizaciones tradicionales (taxistas, artesanos, propietarios de hotel, etc.); el hecho de que actividades que eran voluntarias hasta ahora han sido mercantilizadas; de que las diferencias entre “amateur” y profesional desaparecen; la explosión del trabajo digital (manipuladores de datos informáticos “forzados” a trabajar gratis); el riesgo de que, una vez se supriman normativas y regulaciones, puedan emerger de nuevo monopolios muy poderosos en estos sectores; etcétera.
¿Un nuevo estatus para el autoempleado?
Quienes comparten la idea de que la automatización y la digitalización han empezado ya a desbaratar las condiciones de trabajo y continuarán haciéndolo exponencialmente, proponen adaptar las normativas y regulaciones existentes, por lo general con el fin de suavizar los cambios en curso. El informe Mettling (2015), que fue presentado por el director de recursos humanos de Orange al ministro francés de Asuntos Sociales y Empleo en 2015, insistía en que “la transformación digital trastorna la organización del trabajo tradicional de mil maneras” (ibíd., p. 8), y señalaba que “en todo el mundo la flexibilidad, la adaptabilidad pero también el modelo de negocio de una economía digital, descansan en la multiplicación de empleos no asalariados. En Francia, además de haber alcanzado la cifra simbólica de un millón de autoempleados en el verano de 2015, estimamos que uno de cada 10 trabajadores digitales está ya operando sin un salario, y que la tendencia se acentuará. En 2014, los freelancers ‒ personas que desarrollan su actividad profesional como autoempleados ‒ representaban el 18% del sector servicios en Holanda, el 11% en Alemania y el 7% en Francia, con un incremento del 8,6% en ese año” (ibíd., p. 8)6. Como otros autores, Mettling parece apoyar la idea de que la expansión del sector digital estimula lógicamente nuevas formas de trabajo, que podrían también extenderse entre los asalariados si se les aplicara un sistema por días trabajados -lo que permite incumplir el horario de trabajo estándar reglamentario, siempre que se respete la aplicación de algunos máximos (máximo de horas de trabajo semanales, anuales)-, o si las nuevas formas de trabajo independiente (freelancing, autoempleo) se difunden con mayor amplitud.
Desde la publicación del informe de la Comisión de las Comunidades Europeas (2006), varios otros informes han recomendado desarrollar un estatus de trabajo parasubordinado que se concrete en una tercera forma de trabajo entre el empleo asalariado y el autoempleo, la summa divisio tradicional del trabajo por cuenta ajena. En Italia, los contratos de colaboración coordinada y continua han existido desde 1973. En este sistema, el colaborador proporciona un servicio a un empleador que no es su superior; y desde 2013, en proyectos cooperativos los contratos se formulan para la realización de un proyecto específico en un plazo dado de tiempo. En España, el estatus de trabajador autónomo existe desde 2007. Incluye una serie de beneficios comunes a todos los trabajadores autónomos, además de beneficios colectivos, y un sistema específico para trabajadores autónomos económicamente dependientes. En Alemania, los trabajadores económicamente dependientes se han beneficiado desde 1974 de la misma protección que los trabajadores asalariados. En el Reino Unido, las personas que trabajan para un dador de empleo sin estar bajo su autoridad se benefician de protecciones relativas al salario mínimo, el tiempo de trabajo y las vacaciones pagadas. En Francia, se han creado dentro de las leyes laborales sistemas híbridos que combinan retribución salarial y actividad autoempleada. A cambio de no exigir el estatus de asalariado, la ley garantiza a los técnicos no asalariados varios beneficios sociales (tiempo de trabajo, períodos de descanso, vacaciones, atención sanitaria y seguridad en el trabajo). Desde 2010, un tipo de “contrato de servicios” especial (portage salarial) ha permitido a cuadros directivos desempleados llevar a cabo proyectos para una empresa, y al mismo tiempo seguir recibiendo beneficios sociales y pagando cuotas para fondos de jubilación. Aunque estos sistemas otorgan a los trabajadores ciertos derechos, el reverso de la moneda es, sin embargo, que de forma deliberada impiden que quienes los disfrutan puedan tener la calificación de empleados, incluso si la actividad en cuestión está usualmente supervisada por alguien, de forma que el/la trabajador/ra se encuentra en la posición de mero ejecutor de una tarea heterodirigida. Este proceso implica que una parte del riesgo ha sido transferida de la empresa al trabajador, y que quienes se aprovechan del trabajo de otros y lo capitalizan pueden soslayar los riesgos relacionados con la figura del manager.
La persistencia del empleo asalariado
¿Pero nos encontramos de verdad ante el “final del empleo asalariado”? Se diría que no es tanto una realidad como una aspiración para algunos: el trabajo parasubordinado, así como las formas de trabajo mal protegido, atípico, y de autoempleo, están en ascenso en Europa. En 2012, la ocupación principal del 15% de la fuerza de trabajo activa, incluida la agricultura, caía dentro de esa categoría. Pero aunque ese era el caso para el 32% en Grecia y más del 20% en Italia, Portugal y Rumania, representaba menos del 15% de la fuerza de trabajo en el Reino Unido, el 11% en Francia y Alemania, y menos del 10% en Estonia, Luxemburgo, Dinamarca y Letonia (INSEE, 2015).
Es más, no está en absoluto claro por qué el incremento del empleo en el sector digital debería necesariamente llegar a través de nuevas formas de trabajo desconectadas del empleo asalariado, ni por qué este último no sería compatible con una economía digital. El empleo asalariado se caracteriza, de un lado, por la subordinación, y en consecuencia por una fuente externa de control sobre la tarea que va a la par con la coordinación; y de otro lado, por la existencia de normas que reconocen a los trabajadores cierto número de derechos, la protección de su salud en primer lugar. El trabajo a distancia, debido a aplicaciones digitales ‒ en 2010, el 24% de los trabajadores europeos eran considerados “nómadas digitales”, es decir, pasaban más del 25% de su tiempo de trabajo fuera de su oficina o lugar de trabajo tradicional (Méda y Vendramin, 2013) ‒, no cuenta entre los sistemas que permiten una disminución de la carga de trabajo en la vida; más bien al contrario. Serverin (2011), un sociólogo especializado en temas jurídicos, mantiene que, aun admitiendo que ciertas formas de organización del trabajo fomentan la autonomía más que otras, la idea de que la autonomía se sitúa principalmente fuera del territorio del empleo asalariado ‒ en el autoempleo, por ejemplo ‒ no se ve respaldada por los hechos: ser el dueño de la propia empresa desemboca con frecuencia en una forma de autoexplotación (Abdelnour, 2014). Estos trabajadores autoempleados se hacen la ilusión de ser libres, pero suelen tener que trabajar muchas horas y dejan de diferenciar su vida privada de la profesional, a cambio de unos ingresos que siguen siendo extremadamente modestos por término medio.
No está en absoluto claro por qué el incremento del empleo en el sector digital debería necesariamente llegar a través de nuevas formas de trabajo desconectadas del empleo asalariado, ni por qué este último no sería compatible con una economía digital
Otras ideas se centran hoy en intentos (cuando menos) de establecer normas que reintroduzcan algún orden en el hoy por hoy caótico desarrollo de las economías y las plataformas colaborativas: bien garantizando a través de una reforma fiscal que los ingresos derivados de las actividades de las plataformas sean declarados, como se sugería en un informe recientemente presentado por el diputado francés Pascal Terrasse (2016), o bien extrayendo los beneficios del sistema capitalista y mercantil para colocarlos al servicio de un bien societario: una cooperativa como la “Coopaname” de París, o el “Platform Cooperativism” que se propone dar a los ciudadanos la propiedad colectiva de las plataformas digitales que utilizan, a fin de que sean ellos quienes se beneficien íntegramente del valor económico producido (Scholz, 2016); o también, a través de un colectivo como una ciudad que se designa a sí misma como un ecosistema social colaborativo (por ej. la Regulación Bolonia, sobre la colaboración entre los ciudadanos y la propia ciudad para el cuidado y la regeneración de los bienes comunes urbanos). Finalmente, algunos autores argumentan que la implementación de una renta universal, que podría tomar varias formas, sería el único medio de contrarrestar los daños causados por la automatización (Conseil National du Numérique, 2016). El futuro del trabajo dependerá así, en parte, de las políticas que se lleven a cabo para dar apoyo, acelerar o frenar los cambios en curso.
[Este texto corresponde al capítulo 3 del Research Paper nº 18 de la OIT, que lleva por título “El futuro del trabajo: significado y valor del trabajo en Europa”. En el próximo número de Pasos a la Izquierda, tenemos intención de publicar el capítulo 4 del mismo documento. Copyright © International Labour Office 2016 First published 2016]
[Traducción de Paco Rodríguez de Lecea. This translation was not created by the International Labour Office (ILO) and should not be considered an official ILO translation. The ILO is not responsible for the content or accuracy of this translation]
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Dominique Méda. Profesora de Sociología en la Université Paris-Dauphine, de París, directora del IRISSO (Institut de Recherche Interdisciplinaire en Sciences Sociales), y titular de la cátedra “Ecología, trabajo, empleo” en el Collège d’Études Mondiales (CEM).
1.- En su libro, Rifkin explica que la automatización y el progreso tecnológico destruirán inevitablemente empleos y serán causa de un desempleo grave. Tan solo unos pocos profesionales especializados en la manipulación de símbolos podrán mantener sus empleos. Se desarrollará un sector cuaternario para mantener los vínculos sociales. [^]
2.- Según Moore (1965), el poder de computerización popular se dobla cada dos años. Moore ha admitido sin embargo más tarde que su ley quedaría obsoleta aproximadamente hacia 2020. [^]
3.- “El 47% del total del empleo en USA se sitúa en la categoría de riesgo alto, lo que significa que las ocupaciones asociadas son potencialmente automatizables en un número no especificado de años, tal vez uno o dos decenios” (Frey y Osborne 2013, p. 38). [^]
4.- El informe presentado en Davos, 2016, El futuro del empleo, iba en la misma dirección; se pedía a 371 ejecutivos y directores de recursos humanos de grandes empresas de todo el mundo que respondieran a una encuesta online. [^]
5.- Ver http://blogs.alternatives-economiques.fr/gadrey/2015/06/01/le-mythe-de-la-robotisation-detruisant-des-emplois-par-millions-1 (en lengua francesa). [^]
6.- En lengua francesa. [^]