Por ANDREW GAMBLE
Después de Corbyn, todas las alas del Partido Laborista están obligadas a reinventarse. Cualquier política socialdemócrata para el futuro habrá de encontrar un camino para compatibilizar de nuevo los principios con el ejercicio del poder.
Contra todas las expectativas, incluidas las propias y las coincidentes de los sondeos de opinión, los conservadores ganaron las elecciones de 2015 con un margen global de 12 escaños sobre la mayoría. Obtuvieron una ventaja del 7% respecto del Labour (37 a 30) y dos millones más de votos (11 millones por nueve). Cambió de manos un número relativamente corto de escaños. Los grandes perdedores fueron los liberal-demócratas, que perdieron 49 de sus 57 escaños, y los laboristas, que perdieron 26 en total. Los grandes vencedores fueron los conservadores, que ganaron 24 escaños, y el Partido Nacional Escocés (SNP) que incrementó sus escaños en la cifra asombrosa de 50, y consiguió en total 56 de los 59 escaños escoceses. Pese a tratarse de unas elecciones tan reñidas, la participación solo creció en un 1% hasta situarse en un 66%, lo que significa que el mayor “partido” fue una vez más el de la abstención, con el 34%. Por su parte, los conservadores obtuvieron el respaldo del 25% del electorado, y los laboristas del 20%.
Entre los dos principales partidos alcanzaron un apoyo inferior al 50% del electorado. El voto laborista creció en realidad un 1,5% y le permitió ganar algunos escaños, pero sus ganancias se vieron ensombrecidas por su gran derrota estratégica en Escocia, donde cedió al SNP 40 de sus 41 escaños, además de fracasar en la mayoría de sus objetivos clave en Inglaterra. Desde casi todos los puntos de vista, fue una derrota desastrosa para el laborismo. No consiguió ningún avance en relación con los conservadores, y el listón que habrá de sobrepasar para vencer en 2020 parece estar colocado considerablemente más arriba de como lo estaba en 2015.
La victoria electoral de los conservadores fue significativa. Aunque su porcentaje de voto resultó aún muy bajo, y apenas creció en relación con 2010, fue la primera vez desde 1992 en que consiguieron una mayoría de escaños en el parlamento. Así finalizó la etapa más larga sin mayoría parlamentaria de la historia moderna del partido. Fue también la primera vez desde 1974 en que un partido en el gobierno crecía tanto en escaños como en porcentaje de voto, y la primera vez desde 1955 en que lo hacía después de cumplir un mandato parlamentario completo. Lo cual ha significado para los conservadores vencer, después de superar un bache de resultados, en seis de las nueve elecciones celebradas desde 1979, el inicio de la era neoliberal. Han confirmado su estrecha proximidad a las estructuras más relevantes de los intereses, la propiedad y los medios de comunicación del Reino Unido, y el reforzamiento ulterior de su posición abre perspectivas de que en este período parlamentario disponga de votos suficientes para cambiar leyes y remover obstáculos en Inglaterra. El porcentaje de votos conservadores puede ser pequeño. Un mandato para gobernar procedente de uno de cada tres votantes y uno de cada cuatro electores potenciales es débil, pero la posición de los conservadores está protegida por el sistema electoral mayoritario en cada distrito, y no tienen el menor deseo ni interés en cambiarlo. Las razones de la derrota del laborismo han sido ya objeto de un considerable número de análisis. Entre los más destacados, merecen ser citados los informes de Patrick Diamond y Giles Radice (Can Labour Win?) y de Sally Keeble y Will Straw (Never Again). Los motivos inmediatos de la derrota parecen bastante claros. A lo largo de los cinco años del periodo parlamentario los laboristas fueron por detrás de los conservadores en la opinión sobre quién era el mejor candidato a primer ministro y a qué partido preferían los votantes confiar la gestión de la economía. La distancia entre ambos llegaba por lo general a los 20 puntos porcentuales. El fracaso laborista en imponer sus argumentos económicos y presentar a Ed Miliband como alternativa al cargo de primer ministro quedó simbolizado en el debate final televisado, cuando una parte de la audiencia reaccionó con incredulidad a las respuestas de Miliband sobre los orígenes del déficit. Pero los conservadores temían que esa doble ventaja, por lo común tan poderosa en la política electoral británica, no fuera lo bastante convincente para inclinar a los votantes a apoyar a los conservadores. Poco antes de las elecciones, sus cálculos daban como muy improbable la ganancia de más de 290 escaños, insuficientes para asegurar su permanencia en el gobierno. Su respuesta fue ampliar a un tercer frente sus ataques al laborismo, al alertar de los peligros de un gobierno laborista en minoría sostenido por los votos escoceses del SNP. Cuestionaron la legitimidad de un arreglo de ese tipo, del mismo modo que habían cuestionado la legitimidad del gobierno liberal sostenido por los votos de los nacionalistas irlandeses en 1910. Sean cuales fueren las consecuencias a largo plazo de esa demonización de los escoceses para el futuro del Reino Unido, lo cierto es que tuvo el efecto deseado en Inglaterra, y fue decisiva para asegurar a los conservadores los votos extra que necesitaban para contener el peligro del desafío laborista y arrebatar muchos escaños a los liberal-demócratas. En las elecciones el laborismo hubo de batirse en tres frentes separados: en Escocia, donde fue percibido como no lo bastante opuesto a la austeridad por los votantes, que lo abandonaron en favor del SNP; en el norte de Inglaterra, donde no fue considerado lo bastante proteccionista por votantes que lo abandonaron en favor del UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido); y en el sur de Inglaterra y las Midlands, donde fue considerado como no suficientemente New Labour por votantes que permanecieron junto a los conservadores.
En 2020, para el laborismo supondrá un desafío arduo simplemente el mantener el nivel de apoyo popular alcanzado en 2015. ¿Qué debería hacer ahora? Tal vez se impone un poco de humildad, en un partido que solo ha conseguido el voto de uno de cada cinco electores potenciales. En 2018 el partido laborista cumplirá cien años compitiendo en un sistema electoral basado en el sufragio universal. En ese tiempo ha habido 26 elecciones generales. Los laboristas han alcanzado el gobierno en 11 de ellas. Ha tenido mayoría parlamentaria únicamente en ocho, y una mayoría superior a los diez escaños tan solo en cinco.
El Labour ha tenido 15 líderes antes de Jeremy Corbyn. Solo cuatro de esos líderes consiguieron ganar unas elecciones. Solo tres ganaron una mayoría parlamentaria. Clement Attlee dos veces, y Harold Wilson y Tony Blair tres. Solo Blair consiguió una mayoría superior a los diez escaños más de una vez. Son cifras que deberían dar cierta tranquilidad de perspectiva a los laboristas. Pero aparentemente no es así.
La irrupción de Corbyn
Después de la derrota, buena parte del debate interno laborista giró en torno a si la prioridad del partido debía ser intentar convencer a los votantes que había perdido en favor del SNP, del UKIP o de los conservadores, y si existía alguna estrategia que permitiera aproximarse a los tres al tiempo. También era necesario valorar la forma en que había actuado el partido bajo el liderazgo de Ed Miliband. Ed Miliband había argumentado que el crash financiero de 2008 y sus secuelas habían destruido el consenso sobre la política económica vigente a lo largo de treinta años, y creado una oportunidad para desplazar de forma significativa el centro de gravedad del laborismo hacia la izquierda. Al mismo tiempo, muchos de los que le rodeaban se inclinaron por una estrategia electoral que sugería que el partido laborista podía recuperar el poder si era capaz de maximizar su núcleo de votantes más fieles, estimado en un 35% del electorado. Si conseguía alcanzar ese nivel, el Labour sería con toda probabilidad el partido más votado y se encontraría en condiciones de formar gobierno, en solitario o en coalición. Las dos opciones estratégicas se revelaron erróneas en las elecciones. El partido laborista no consiguió convencer a suficientes votantes de que su política económica era creíble, y tampoco alcanzó el 35% del voto.
En la elección de la nueva dirección laborista, celebrada entre junio y septiembre de 2015, varios candidatos y comentaristas argumentaron la conveniencia de abandonar las dos opciones estratégicas de la etapa Miliband y adoptar una estrategia tendente a hacer regresar al partido al centro político, para dar respuesta a las preocupaciones del inglés medio. Pero la campaña no marchó en absoluto en esa dirección. En su lugar, el partido fue testigo de una rebelión del ala izquierda, favorecida por las nuevas normas adoptadas en 2012 en las elecciones al liderazgo. Corbyn solo pudo entrar en la carrera debido a que 22 miembros del grupo parlamentario, que no tenían intención de votarlo, accedieron a nominarlo para que en la campaña estuvieran presentes todos los puntos de vista. Desde el principio Corbyn fue el único candidato que generó energía y entusiasmo, y atrajo a un gran número de jóvenes que se unieron al partido como simpatizantes registrados, además de animar a reafiliarse a muchos militantes que habían abandonado el Labour como consecuencia de la guerra de Iraq y de otros acontecimientos.
Corbyn se colocó rápidamente en cabeza de las preferencias, y nunca pareció en peligro de perder esa posición. De salida era un outsider cuyas probabilidades de vencer se calculaban en 1/100, y acabó la campaña con unos números de 16/1. Ganó con holgura la nominación en la primera ronda de las votaciones, al conseguir el apoyo de casi el 60% de los 423.000 votos computados. Obtuvo una mayoría clara en las tres categorías de votantes, tanto entre los militantes como entre los simpatizantes registrados. Eso le proporcionó un consenso que no había tenido antes ningún líder laborista desde Tony Blair. Lo que no consiguió ganar Corbyn (al contrario que Blair) fue el apoyo del grupo parlamentario. Solo se sabe de 14 congresistas que votaron por él. Su triunfo había despertado temores de que el partido se viera abocado a un período de conflicto permanente. La paz relativa de los años de Miliband parece ahora falsa, y las viejas divisiones tanto en el interior del partido como en el movimiento laborista en sentido amplio resultan tan fuertes como lo fueron siempre. El riesgo de una nueva convulsión y una sangría de militantes, del tipo de las que han afectado al partido cada 20 o 30 años a lo largo de su existencia, parece muy elevado.
La fuerza del apoyo a Corbyn tomó a todo el mundo por sorpresa, incluidos Corbyn y muchos de sus partidarios. En su éxito han intervenido varios factores, entre los que se incluye el cambio de las normas de elección internas, lo que alteró el electorado hasta extremos no previstos. El 84% de los simpatizantes (supporters) registrados, por ejemplo, votaron a Corbyn. Nadie pareció haber previsto el riesgo de un líder elegido sin contar con un apoyo significativo del grupo parlamentario. En el sistema parlamentario británico, nunca había ocurrido antes algo así. Solo el 6% de los miembros del grupo parlamentario votaron a Corbyn, en contraste con el 60% de su respaldo total. El éxito de Corbyn está en estrecha relación con la marea de la antipolítica y los movimientos de protesta populistas que se han convertido en un signo relevante de la política europea. Lo nuevo es que su victoria ha tenido lugar en un partido regido por pautas internas muy reconocidas, y no como un liderazgo venido de fuera para desafiar al establishment.
El éxito de Corbyn reflejó el malestar profundo que sentían muchos laboristas al estar situados durante tanto tiempo a la defensiva, y siempre desplazándose hacia el centro. El redescubrimiento del gozo de una oposición a puro grito, de votar con el corazón y en base a los principios, se demostró como un cambio muy atractivo para muchas personas que habían votado por John Smith en 1992, por Tony Blair en 1994, y por David y Ed Miliband en 2010. La plataforma presentada por Jeremy Corbyn contenía poca política de detalle, pero sus mensajes contra la guerra, contra la austeridad y contra la desigualdad resonaron con mucha claridad para muchos de los afiliados de toda la vida, para los que regresaban al partido, y en particular para los miles de nuevos reclutas. Los mítines de Corbyn contaron con audiencias masivas, y muchos de los que asistieron a ellos hablaron de lo inspirador de su discurso, y de lo bueno que era tener un candidato que decía las cosas en las que ellos creían. Corbyn sonaba a auténtico y espontáneo, y consiguió capitalizar el deseo de rechazar la política y a los políticos del establishment, además de proporcionar un enfoque nuevo y potente para una política construida desde la emoción y la identidad.
El fenómeno Corbyn se asienta también en la sensación cada vez más extendida de que los viejos modelos tanto económicos como políticos han quebrado, y las viejas ortodoxias están desacreditadas. Los nuevos tiempos duros de austeridad y deflación, de débil recuperación de la economía y de desigualdad creciente han propulsado un sentimiento muy fuerte de que tienen que existir alternativas mejores. Muchos de los partidarios de Corbyn rechazan el argumento de que el desplazamiento hacia la izquierda intentado por Ed Miliband demuestra que cualquier movimiento hacia la izquierda está destinado a fracasar. Sostienen en cambio que el partido laborista de Ed Miliband era aún “torylita”, imitador de los conservadores; era aún New Labour en el fondo, poco dispuesto a romper de forma decisiva con la narrativa de la austeridad y a construir una alternativa radical. Lo cual está relacionado, de nuevo, con la autenticidad del mensaje de Corbyn. El eslogan de su campaña, “Straight talking, honest politics” (Hablar claro, hacer una política honesta), resume en gran medida su atractivo. Al rechazar todas las respuestas prevalentes a la crisis, Corbyn pudo posicionarse a sí mismo como el outsider capaz de cantar las verdades al poder y de ofrecer una vía de escape a los compromisos y los fracasos del pasado.
Si nos distanciamos un poco del fenómeno Corbyn, es fácil ver sus aspectos positivos y negativos. La energía que ha inyectado en la política es sin duda positiva. Justo en el momento en el que todos los partidos políticos establecidos parecían abocados a un largo declive, la irrupción de Corbyn ha invertido la tendencia. Ahora el Labour tiene más afiliados que los conservadores, los liberal-demócratas y el SNP juntos. La militancia ampliada de 350.000 miembros contribuirá con 8 millones de libras a las arcas del partido. Si éste consigue ampliar más su afiliación, se verá libre de la necesidad de depender de fondos externos de ayuda, bien de las trade unions o bien de donantes individuales. La influencia de los nuevos miembros ha traído un nuevo radicalismo, y más determinación y claridad al partido. Ha creado condiciones para que el Labour se convierta de nuevo en un movimiento, al desarrollar una nueva tensión creativa entre el rol de representación del partido y su rol movimientista. Ha cancelado con un trazo definitivo la era del nuevo laborismo, y provocado una ruptura nítida. Sea lo que sea lo que haya de venir después del corbynismo, no será una continuación del nuevo laborismo en ninguna de sus formas. Después de Corbyn, todas las alas del partido están obligadas a reinventarse de nuevo. Y eso ayudará al proceso de renovación.
Pero los aspectos negativos también son importantes. La victoria de Jeremy Corbyn nos devuelve un viejo problema del laborismo, la división entre la militancia y su grupo parlamentario, que Richard Crossman reflejó en los años cincuenta. Crossman argumentaba que la militancia se situaba siempre mucho más a la izquierda que la dirección y la mayoría de los representantes en el Parlamento. Los sindicatos funcionaban como un contrapeso para la militancia, lo que permitía a la dirección controlar el partido y la conferencia, y determinar la política. Los líderes eran elegidos por el grupo parlamentario, lo que representaba una salvaguarda más. Los parlamentarios eligieron en dos ocasiones a un líder izquierdista: George Lansbury y Michael Foot fueron los dos ejemplos más claros, pero ningún izquierdista duró mucho tiempo como líder, ni consiguió ser elegido primer ministro.
Corbyn representa una novedad precisamente porque su autoridad no se asienta en absolute en el apoyo del grupo parlamentario. Pero en un sistema parlamentario esa es una debilidad decisiva, y está suscitando ya serios cuestionamientos acerca de la viabilidad de su liderazgo, y su duración eventual. La dificultad para el nuevo laborismo reside en que, con las nuevas normas de elección interna, si los parlamentarios deciden impulsar un nuevo proceso electoral en algún momento de los próximos cinco años, la militancia podría muy bien volver a elegir a Corbyn. El grupo parlamentario puede encontrar muy difícil trabajar a su lado, debido al desacuerdo existente en relación con muchas cuestiones políticas, pero se verán atados a él hasta las próximas elecciones, a menos que cambie la opinión mayoritaria del partido.
Ahora que ha Ganado, el problema de Corbyn es cómo unir el partido, tender puentes sobre el golfo que se ha abierto entre los parlamentarios, que han recibido su mandato de los votantes, y una militancia que espera de él que encabece una alternativa radical; y al mismo tiempo, llegar a todos los votantes que abandonaron al laborismo en mayo pasado. En el campo de Corbyn se pueden distinguir dos perspectivas diferentes. Están los que piensan que la única solución al conflicto entre la militancia y el grupo parlamentario laborista es cambiar este último. Habría que enmendar las normas del partido para facilitar la renuncia de los parlamentarios electos, y purgar el “virus Blairita” del partido, como lo definió un dirigente de las trade unions. Al mismo tiempo, la dirección de la política quedaría sujeta al consenso de todos los miembros del partido, como forma de ganar apoyo para las posiciones políticas de Corbyn y presionar al grupo parlamentario para que lo respalde.
Para que eso sea possible, los partidarios de Corbyn deberían hacerse con el control del comité ejecutivo nacional, del núcleo amplio de dirección y de la conferencia del partido. El principal obstáculo para esa estrategia es que desembocaría en una guerra civil a gran escala en el interior del partido, y que no podría llevarse a cabo con la rapidez suficiente para resultar eficaz. Es posible “deselegir” a los parlamentarios, pero mantendrían sus escaños hasta las próximas elecciones generales de 2020. Un partido visiblemente en pie de guerra contra sí mismo estaría sujeto con toda probabilidad a un descenso abrupto en sus expectativas de voto en los sondeos. Corbyn ha designado un gabinete en la sombra desde criterios amplios, pero precisamente los criterios amplios hacen que la mayoría de sus miembros están en desacuerdo con él en aspectos fundamentales, y él ha cedido ya en algunos de ellos, como acceder a que el Reino Unido continúe en la OTAN y a que mantenga su pertenencia a la Unión Europea, sean cuales sean las condiciones que Cameron negocie para ello.
La estrategia alternativa es para Corbyn intentar poner en pie un movimiento mucho más inclusivo, que comprenda no solo a todos los que le han apoyado en la elección para el liderazgo, sino también a las demás alas del partido, y a muchos grupos que en la actualidad se encuentran fuera de la organización. Esta estrategia pluralista significaría para Corbyn llegar a compromisos sobre la política a seguir, con el fin de tener el respaldo del grupo parlamentario, pero a largo plazo implicaría un cambio a una trayectoria de partido diferente. Probablemente es mucho más fácil para él conseguir apoyos más amplios en los aspectos de política doméstica, sobre todo para la definición de un programa antiausteridad, que en la política exterior. Su problema es que hay cuestiones de política exterior, como la intervención militar en Siria y el programa Trident sobre armas nucleares, sobre los que sostiene una posición tan beligerante que le será muy difícil llegar a compromisos, y si lo hace su autoridad se resentirá. Ya corre el riesgo de aparecer como un prisionero del grupo parlamentario y del gabinete en la sombra, y le será muy difícil difundir una imagen positiva de su liderazgo para un electorado amplio. Los primeros sondeos lo hacen aparecer con el tipo de valoraciones negativas que Ed Miliband hubo de soportar durante la mayor parte de su liderazgo. Pero Miliband, por lo menos, empezó con estimaciones positivas, y Corbyn arranca en negativo. Le será muy difícil superar ese hándicap.
Muchos de sus partidarios sostienen que eso no importa, porque el objetivo de su liderazgo no es vencer en las elecciones de 2020, sino plantear una perspectiva nueva, dar una orientación distinta al debate político, y cambiar de forma permanente al partido laborista. Desde este punto de vista, el Labour se ha embarcado en un viaje que tardará en dar fruto por lo menos un decenio, y posiblemente dos. Detrás de esa estrategia subyace un rechazo profundo a la política de representación que ha practicado el partido a lo largo de un siglo, porque ha significado el abandono de la ambición de ganar el poder en el Estado británico con el fin de llevar a cabo políticas y reformas tendentes a mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos. El objetivo, entonces, debe ser el llevar a cabo un lento proceso de transformación cultural, que incremente de forma gradual la fuerza de los movimientos sociales aliados al Labour y con un contenido antiausteridad, anticapitalista y antibelicista.
Mantenerse fiel a estos principios es más importante que armar compromisos para ganar el poder. Se trata de dos concepciones muy diferentes de la política.
El futuro del partido laborista
Cualquier política socialdemócrata viable con vistas al futuro va a tener que encontrar un camino para compatibilizar los principios y el ejercicio del poder. A menos que su nueva condición de líder le haga cambiar de forma radical, la política de Corbyn es un callejón sin salida para el Labour, y previsiblemente conducirá a una derrota más decisiva incluso que la de 2015. Pero trazar una alternativa está lejos de resultar fácil, en buena medida debido al aprieto de orden estructural en el que se encuentra el laborismo, y no en solitario, sino en compañía de la mayor parte de los demás partidos socialdemócratas europeos. El nudo de ese aprieto es que el laborismo ha quedado desfasado en la intención de muchos votantes, que lo perciben como una reliquia de la era industrial. El partido es consistentemente más débil de lo que era en los años setenta. La afiliación a los sindicatos se ha reducido a la mitad, la industria manufacturera y las comunidades de predominio obrero han declinado, las actitudes colectivistas van de capa caída. El “mundo del Labour” sobre el que escribió GDH Cole un siglo atrás, es hoy una sombra de lo que fue. Y se ha ido para no volver.
Tan solo el 25 por ciento de los empleados están afiliados a las trade unions, y en el sector privado el porcentaje desciende hasta el 14% de los trabajadores. En el sector público la afiliación asciende hasta el 55%, pero ese porcentaje representa tan solo a tres millones de trabajadores, y el empleo en el sector público se está hundiendo bajo el actual gobierno. Un cincuenta por ciento de los empleados trabaja en pequeñas y medianas empresas, y el 15% son autónomos, tres veces más que los contratados en “minijobs”.
El laborismo debe competir en este nuevo espacio. Una de las cuestiones clave que afronta es si debe aspirar a convertirse de nuevo en un “catchall party”, un partido atrápalo-todo, o si debe rebajar sus ambiciones. ¿Podrá alguna vez reunir una gran coalición nacional de intereses, grupos y regiones como lo hizo en 1945, en 1964 y en 1997? ¿Puede aspirar siquiera a obtener más del 40% del voto, cosa que ha hecho solo en seis elecciones generales desde 1918? El sistema británico para las elecciones generales ha pasado a tener características de multipartido, pero la calificación única del más votado en cada circunscripción reconvierte ese sistema en el bipartidismo clásico a efectos de Westminster. Lo cual exagera la fuerza de los dos principales partidos, y los ánimos de ambos para mantener la pretensión de ser “catchall parties” a fin de apoderarse del gobierno. Pero cada vez está más claro que no lo son, y menos todavía el partido laborista. De haber existido un sistema electoral proporcional en las últimas elecciones, el resultado habría sido: conservadores 256 (en vez de 330); laboristas 200 (en vez de 232); UKIP 85 (en vez de uno); liberal-demócratas 50 (en vez de ocho); SNP 25 (en vez de 56); y Verdes 20 (en lugar de uno).
Aceptar que la Gran Bretaña es ahora un sistema multipartidista y debería contar con un sistema electoral que reflejara esa realidad, debería ser un objetivo esencial para una nueva política progresista. Una vez alcanzado ese sistema, tanto el laborismo como el partido conservador podrían muy bien dividirse en más de un partido, como sucede en muchas otras partes de Europa. Un segundo objetivo para una nueva política progresista ha sido bien definido por Jon Cruddas, que ha observado que el laborismo solo vence cuando tiene una historia unificadora y convincente que contar. Tuvo una historia así en 1945, 1964 y 1997. Uno de los puntos fuertes de la campaña de Corbyn para el liderazgo fue el hecho de que comunicó una visión y un propósito. En cierto momento sugirió que el laborismo debería volver a adoptar la cláusula IV de su viejo programa, con el compromiso de una socialización plena de la economía. Pero se trata de una visión y un propósito que pertenecen a una época diferente.
El tercer objetivo para una política progresiva es diseñar un programa capaz de inspirar y de desarrollar energías, pero también de convencer a la gente de que los principios altos, los compromisos fuertes y la democracia ejercida desde abajo pueden formar parte de una estrategia dirigida a alcanzar el poder y el gobierno. La opción entre política representativa y política de proximidad es una alternativa falsa. Tiene que existir una tensión creativa entre las dos, si se quiere renovar la política progresista. En toda Europa la socialdemocracia se ha situado a la defensiva en épocas recientes. Desde el crash financiero, los partidos de centro-derecha han tendido a ocupar la posición predominante en muchos países, y los partidos establecidos se han visto presionados por nuevas rebeliones populistas. Los partidos socialdemócratas se han hecho demasiado cómodos, demasiado predecibles, demasiado remotos. Deben volverse a conectar a nuevas fuentes de energía y de entusiasmo. Deben inspirar a la gente. Los socialdemócratas han de aprender cómo ser rebeldes de nuevo, y comprometerse con las miríadas de grupos surgidos de la sociedad civil que aspiran a gobernarse a sí mismos y a influir en la política.
Convertirse en rebeldes otra vez
Si hay tres principios que pueden enmarcar una empresa de ese género, el primero es un compromiso para desarrollar un enfoque nuevo de cómo debería ser un capitalismo progresista, o reformado, o cívico. Hay muchas ideas sobre la cuestión, ideas que parten de un desafío radical, como las avanzadas por Matthew Taylor o Charles Leadbeater. Necesitamos formulaciones nuevas sobre cómo hacer compatibles los valores socialistas con el funcionamiento de los mercados, cómo conseguir una economía dinámica, emprendedora, innovadora, estimulando a los nuevos sectores emergentes, como el sector online, la automación, las energías limpias o las biotecnologías. Necesitamos una estrategia industrial que promueva una economía solidaria, el mutualismo, las prácticas éticas, y nuevas formas de financiación y de crowdfunding. Necesitamos nuevas formas de gobernar y regular los mercados, que incluyan políticas radicales para enfrentarse a algunos abusos de los derechos de propiedad que distorsionan los mercados y conducen a un crecimiento de las desigualdades.
Un segundo principio es el de restablecer una visión de la seguridad social para todos, con lo que eso conlleva en nuestra actual economía política. El objetivo de crear una sociedad cohesiva y basada en la confianza recíproca, sigue siendo primordial. La tarea de una nueva política progresista es encontrar nuevos caminos para conseguirlo, a contrapelo de las fuertes tendencias a una desigualdad mayor en los ingresos, en la salud, en las oportunidades y en los roles de género, y afrontando los desafíos formidables de la demografía, la necesidad de sostenibilidad y el estancamiento secular, que amenazan en todas partes la viabilidad de un estado del bienestar.
Un tercer principio es la interdependencia. Una de las características más importantes de nuestro mundo en los últimos 200 años ha sido su creciente interdependencia. Una política de progreso no triunfará en ninguna parte a menos que cuente en otros lugares con aliados progresistas para ayudarse mutuamente a fortalecer las instituciones de la gobernanza global, muchas de las cuales, desde la UE hasta la ONU, se encuentran en la actualidad en un estado francamente lamentable. Necesitamos más cooperación global si queremos afrontar los grandes desafíos que nos amenazan, desde las migraciones hasta el cambio climático.
La política siempre conlleva desencanto y frustración a largo plazo. Pero también es una fuente perenne de esperanza, de imaginación y de recomienzo. Quienes nos sentimos comprometidos con una política de progreso necesitamos empezar a explorer qué puede significar ese recomienzo.
Andrew Gamble es profesor de política en la Universidad de Sheffield y profesor emérito de política en la Universidad de Cambridge. Su libro más reciente es “Crisis Without End? The Unravelling of Western Prosperity”(¿Una crisis interminable? El deshilachamiento de la prosperidad occidental).
Artículo publicado en Policy Network el 24 septiembre 2015. Traducción de Paco Rodríguez de Lecea.