Por ÁNGEL PARADA
En nombre de la izquierda, el gobierno socialista francés actúa contradiciendo sus valores históricos. La gran mayoría de ciudadanos que en 2012 se inclinaron por la candidatura socialista encabezada por Hollande, frente al candidato de la derecha Sarkozy, no perciben ahora más que pequeños matices diferenciales en sus políticas y son demasiados los que piensan que al concepto ”izquierda” se le ha despojado de contenidos.
Para el votante progresista son demasiados los años de indignación bajo los gobiernos de la derecha y de esperanzas frustradas bajo el gobierno socialista. Se vive con la convicción de que ya se han perdido las presidenciales de abril y las legislativas de junio y que, como si fuera inevitable -o sólo la extrema derecha del Frente Nacional (FN) pudiera evitarlo- la derecha ultraliberal de Fillon (Republicains) gobernará los próximos cinco años.
Aún así, la izquierda uniendo sus diferentes sensibilidades bajo un programa de mínimos podría llegar a gobernar. En las encuestas y sobre el papel si que podría, pero esta posibilidad de unirse para hacer frente a la derecha y a la extrema derecha ni siquiera se contempla y la paradoja es que todos los candidatos de las diferentes izquierdas se declaran a si mismos fervientes “rassambleurs”, dirigentes capaces de reunir tras de si a las dispersas fuerzas progresistas. En realidad hay más diferencias que aspectos en común entre las propuestas que defiende Manuel Valls o Arnaud Montebourg o Benoit Hamon (ambos candidatos del PS) o las de Jean Luc Malenchon (FI, con el apoyo del PCF) o los Verdes y menos aún con las del ex-ministro de Hollande, Enmanuel Macron. En la práctica, apenas se discute de proyectos colectivos ni sobre el futuro, sino del liderazgo del candidato que los presenta.
Una de las claves de esta situación puede estar en el sistema parlamentario y electoral francés, que favorece y prima la gobernabilidad por encima de la realidad social del país. Un sistema mayoritario a dos vueltas que exige a los partidos y candidatos formar previamente una coalición dividiéndose en dos bloques. En la práctica, un candidato que llegue al 30% de los votos en la primera vuelta puede convertirse en la segunda en presidente, forzando indirectamente al votante a abandonar el voto en conciencia para ejercer el voto útil. En las legislativas, después de la reforma del 2001, la cohabitación es casi imposible y es el partido/s del presidente quienes alcanzan la mayoría absoluta. Así se llega a la marginación administrativa de la extrema derecha en la escena política. El FN en 2012 y con 3.528.373 votos solo consiguió obtener 2 de los 577 diputados de l’Assemblée Nationale (Congreso). El mismo partido en las elecciones europeas del 2014 y con el sistema proporcional obtuvo 22 de los 74 diputados.
Siguiendo con este enredo, en mayo del 2001 se aprobó una ley Orgánica que reducía el mandato presidencial de siete a cinco años, fijando el mismo periodo para la l’Assemblée Nationale, y determinando que las elecciones legislativas han de celebrarse cinco semanas después de las presidenciales. El objetivo de esta ley era bien claro, acabar con la cohabitación -la posibilidad de que cohabitaran una presidencia de una tendencia y una mayoría parlamentaria de otra- y permitir que el nuevo presidente tuviera una mayoría adecuada en la Assemblée.
En el año 2002, el candidato de la derecha (MNP) Jacques Chirac en la primera vuelta de las elecciones presidenciales (21 abril) obtuvo el 19,9 % de los votos. En la segunda vuelta fue elegido con los votos de la izquierda gracias a una especie de unión nacional para frenar a Jean Marie Le Pen del FN. En las legislativas que siguieron (16 junio) el MNP consiguió 365 diputados sobre 577. Es decir en un mes pasó del 19,9% de simpatía entre los electores al 63,3%. Puede parecer un caso insólito en la sociología electoral, pero no es el único. En las elecciones del 2007 el candidato Sarkozy consiguió 31,3% en la primera vuelta (6 mayo) Luego en las legislativas (17 junio) su partido el MNP subió hasta el 59,8% de los votos, obteniendo 345 de los 577 diputados. Esta sorprendente influencia de la elección presidencial en el voto de los electores se dio también en 2012 con Francois Hollande, que en la primera vuelta de las elecciones presidenciales (6 mayo) obtuvo el 28,6 % y en las legislativas que siguieron (17 junio) el Partido Socialista alcanzó al 50,2% obteniendo la mayoría absoluta con 290 diputados. A estos admirables resultados se llega en parte por el rearme moral de los ganadores, que se vuelcan con sus candidatos y por el desánimo que se apodera de los perdedores, que casi siempre suele conducir a la abstención.
En realidad no es ni un sistema parlamentario -como el britanico- ni presidencialista –como el estadounidense-, es un sistema mayoritario y nominal que privilegia la figura del candidato -quien se debe a sus electores y que convierte en personal y carismática su gestión- mientras el partido pierde relevancia y queda relegado al manejo de la maquinaria electoral y los grandes conceptos programáticos. Sumemos a esto que también es un complejo sistema de reparto del poder ejecutivo entre el gobierno y un presidente al que la constitución otorga poder ejecutivo sin contrapesos, entre otros, el control y la iniciativa para elaborar políticas, convocar elecciones, así como nombrar o destituir al primer ministro.
No es de extrañar que los partidos se llenen de personalidades y el intelectual colectivo sea substituido por la visión del líder. Las decisiones de los congresos o los programas electorales quedan para los militantes y en todo caso para algunos debates, mientras las personalidades que aspiran al liderazgo político se dirigen a sus votantes publicando libros, y recorriendo con ellos las entrevistas televisivas en las que exponen su personal manera de ver las cosas. Esta manera de funcionar no contribuye a fomentar la participación ni a equilibrar la representatividad, ni la renovación generacional, ni la escasa representación femenina o de las minorías étnicas… Sirve en cambio para exaltar la figura providencial del líder que, conocedor de todos los mecanismos políticos, devolverá al país la prosperidad perdida.
Las últimas décadas en Francia se viven acompañadas de un sentimiento de pérdida en el que se combina el fin de la prosperidad con el inicio de la cuenta atrás. De lo que se trata es de saber hasta dónde se puede mantener un sistema que fue capaz de ofrecer un elevado nivel de vida a sus ciudadanos frente al declive industrial, la falta de crecimiento económico, el paro (10,2 % en 2015), la pérdida de competitividad, la globalización… Saber cómo se puede combinar la reducción del déficit presupuestario (3,5% del PIB en 2015) y la deuda pública (96,2 % del PIB en 2015) sin a su vez disminuir el estado del bienestar, la sanidad, la educación… Sin bajar las jubilaciones, reducir las ayudas, coberturas y prestaciones sociales. Cómo sobrevivir a estos signos de declive sin admitir que las nuevas generaciones vivirán mucho peor que las actuales o con qué recetas afrontar el futuro con ilusión, cuando se instala la certeza de que todos perderán algo de aquello que se creía conquistado y que se asumía como un derecho adquirido y permanente.
Luego llegan esos síntomas que acompañan el desánimo y que se condensan en una vuelta atrás, a lo sabido, a replegarse a los territorios conocidos del pasado. Crece la desconfianza hacia Europa y el miedo al otro -al emigrante, al extranjero, al color de piel diferente y sobretodo al musulmán- que se mantiene y instrumentaliza con fines electorales; a la vez que se consolida la idea-fuerza de que la clave para resolver todos los problemas es volver al soberanismo y al proteccionismo nacional. El francés y lo francés primero. Con la derecha proponiendo fracasados remedios tatcheristas, el partido socialista gestionando la decepción y la extrema derecha presentándose como alternativa no es de extrañar que este repliegue hacia el pasado, hacia lo que fuímos, domine la escena política, incluso entre candidatos de izquierda.
Sarkozy, para recuperar electores perdidos y pasados al FN, se inventó un Ministerio de la Identidad Nacional y de la Emigración que provocó gran controversia en el país, llegando hasta el Consejo de los derechos humanos de la ONU desde donde donde se lo calificó de elemento «banalizador del racismo» , acusándosele de practicar «una lectura racial y étnica de las cuestiones políticas, económicas y sociales, tratando de manera ideológica y política la emigración como si fuese un problema de seguridad y una amenaza para la identidad nacional”. Esta concreción en la definición del “otro” como el enemigo común que amenaza la prosperidad y la tranquilidad francesa, prosigue sin prisas pero sin pausas también bajo el gobierno socialista. El actual primer ministro y candidato del PS Manuel Valls, en su etapa de ministro del interior, encontró en los ciudadanos rumanos y búlgaros de etnia gitana el chivo expiatorio propicio para distraer la atención sobre la inacción del gobierno. Llegó a decir que “El papel de Francia no es acoger a estas poblaciones” y la solución era expulsarlos. Hasta que Bruselas amenazó con tomar medidas si Francia no respetaba los derechos de libre circulación y de residencia de los ciudadanos europeos.
Después de los atentados terroristas de noviembre 2015, Hollande declaraba el estado de emergencia y anunciaba a la población que “estamos en guerra, lo que requiere una reforma constitucional«, al tiempo que proponía la privación de nacionalidad incluso para los ciudadanos franceses acusados de terrorismo, una propuesta muy querida por la extrema derecha y que se vio obligado a retirar, no por convicción, sino al no obtener los votos necesarios ni siquiera sumando los de la derecha.
Luego está esa propuesta política de carácter casi transversal que en mayor o menor medida consiste en recuperar el concepto “nación” (soberanía política, monetaria o territorial…) y que convierte el proteccionismo nacional en la gran solución a los problemas de la sociedad. La recuperación de esta difusa “autonomía” nacional como solución al actual estado de cosas, refuerza el papel vertebrador de cierta derecha, pero el seguidismo que hace desde la izquierda (Valls, Monteburg, Malenchon) no puede crear otra cosa que desconcierto. Porqué también se trata de esto, del desconcierto. La población está cansada de este estado de crisis permanente, del declive económico, de la pérdida de poder adquisitivo, del desguace de servicios públicos como la sanidad, del deterioro de la seguridad y de la irrelevancia internacional. Independientemente de quien gobierne, no se vislumbra un futuro demasiado prometedor y es tal el desconcierto que muchos –demasiados- votantes de izquierda ven en la abstención, incluso en la extrema derecha del FN una alternativa a sus dudas y certezas.
Con estas claves: propuestas políticas que se reducen a gestionar lo existente con pequeños matices, ausencia total de proyecto de futuro progresista y el retorno al pasado sobrevolándolo todo, hacen que la extrema derecha del FN y la derecha extrema de Fillon (Republicans) sean quienes estén mejor preparados para representar la ciudadanía. Este moverse entre gestionar la decepción y retroceder hacia lo conocido ha arruinado completamente la imagen de la izquierda, que o consigue lograr una concordancia entre sus actos y sus valores o tal como ahora la conocemos tiene todos los números para desaparecer.
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Ángel Parada. Es observador. Fue editor y después director de comunicación y del gabinete de alcaldía del Ayuntamiento de Olot.