Por MIQUEL ÀNGEL FALGUERA BARÓ
1. El “famoso” contrato único como paradigma
La idea del contrato único lleva ya bastantes años sobre el tablero del debate social. Aseguran que la idea surgió de FEDEA, una fundación de pensamiento económico cuyos patronos son básicamente ese conglomerado de empresas que se conocen como “Ibex 35” (el listado de la misma es accesible en: http://www.fedea.net/patronos/). Luego la propuesta se ha ido extendiendo poco a poco como algo “novedoso” y ha sido asumida por distintas instancias, en general vinculadas con el poder económico hegemónico, como la patronal, diversos organismos europeos (entre ellos, la “Troika”), instancias neoliberales, etc. Y hace pocos meses saltó a la política, al propugnarse por Ciudadanos y ser aceptada, sin apenas remilgos, por el candidato Sánchez en el Programa de Gobierno derrotado hace unas semanas en el Congreso.
He leído muchos exabruptos desde la izquierda sobre esa propuesta. Pero debo confesarles que creo que no se ha acabado de comprender del todo por muchos analistas. Advierto desde ahora que no es mi intención defender el susodicho contrato; todo lo contrario: estoy convencido que sería un enorme paso atrás –probablemente el más importante y trascedente hasta la fecha- en las tutelas garantistas del colectivo asalariado. Pero antes de criticar hay que analizar.
Según sus padres intelectuales la propuesta surge de una doble constatación. La primera, que la temporalidad se ha instalado en nuestro mercado de trabajo desde hace décadas, sin que los variados intentos de volver al redil de la causalidad en los contratos a término hayan obtenido resultados positivos. Ciertamente, las cifras están ahí y nada explica (pese a la estacionalidad de sectores importantes en el modelo productivo español) los altos porcentajes de temporalidad en la gestión de recursos humanos. La segunda idea base de los autores se sustenta en la constatación empírica de que la temporalidad sin causa es un auténtico cáncer para nuestra economía y nuestro modelo productivo. Pues bien: ¿puede estar en principio y sobre el papel alguien en contra de ese diagnóstico?
Pero, una vez diagnosticada la enfermedad, se propone por los autores de la idea una terapia discutible: la desaparición de la diferenciación entre contratos temporales e indefinidos. De esta forma sólo existiría un único vínculo contractual –de ahí el nombre de la propuesta-, aunque el empresario podría poner fin al mismo cuando quisiera, pagando una indemnización progresivamente creciente –que se iniciaría en los actuales doce días/año que se aplica a los contratos temporales y finalizaría en los actuales treinta y tres días/año del despido improcedente- en función de la antigüedad del trabajador en la empresa.
Algunos hemos opuesto razones jurídicas que en estos momentos impedirían la viabilidad de la propuesta. La primera, que ese modelo comportaría el reconocimiento en España, sin más, del desistimiento empresarial, algo hoy por hoy imposible, salvo que denunciemos el Convenio 158 OIT (aunque es ésta una norma internacional, como todas las de la OIT, ninguneada por la jurisprudencia, como he intentado poner de manifiesto en otras reflexiones: http://www.upo.es/revistas/index.php/lex_social/article/view/1652/1332) . La segunda objeción es de índole constitucional: en la práctica ese sistema conllevaría que el control judicial de la extinción quedara limitado a supuestos de vulneración de derechos fundamentales o de discriminación, impidiendo cualquier análisis de fondo de la causa del despido, salvo fraude.
Algo de eso comenté hace unos meses en Galicia, compartiendo mesa, con uno de los padres de la propuesta. Y me aventuré a proponerle lo siguiente: “el precio del despido a mí me parece accesorio, lo que de verdad me interesa es el control sobre el despido; por tanto, te puedo comprar la propuesta si cuando el juez considera que la extinción no tiene un motivo real la condena al empresario sea la forzosa readmisión”. Está de más que describa la respuesta de mi interlocutor: botó de la silla un par de metros ante dicho argumento, mientras se persignaba cual si un servidor hubiera mentado a Satanás.
Preguntémonos por qué la temporalidad sigue campando por sus fueros. O, incluso más: por qué ha sido metabolizada como algo lógico por parte de muchos trabajadores
Como antes ya he indicado, forzoso es coincidir con el diagnóstico (la enfermedad de la temporalidad), pero resulta muy complicado aceptar la terapia propuesta. Lo que no quiere decir que niegue que la enfermedad siga ahí. Pues bien, ante una plaga de tal calibre la OMS haría de entrada un análisis epidemiológico, a fin de constatar el origen de la enfermedad; porque en medicina saber de dónde viene una patología es el mejor método para hallar su curación. Apliquemos esa técnica al ámbito laboral y preguntémonos por qué la temporalidad sigue campando por sus fueros. O, incluso más: por qué ha sido metabolizada como algo lógico por parte de muchos trabajadores. Permítanme observar aquí que el número de pleitos en los que se alega fraude de ley en la contratación temporal es hoy prácticamente irrisorio, a diferencia de épocas pasadas. Y aunque es cierto que hace ya más de una veintena de años la jurisprudencia fue muy permisiva con determinadas prácticas empresariales, hoy, como regla general, ya no es así.
Para explicar ese fenómeno los economistas y sociólogos neoliberales acuden, como casi siempre, a sus dogmas; en este caso: “las-empresas-no-hacen-contratos-indefinidos-porque-despedir-es-muy-caro”. Repítanlo diez veces al día durante tres meses y se lo acabarán creyendo, como casi todos los mantras de similar catadura mental (“la-desigualdad-crea-riqueza“ o “abaratar-el-despido-crea-empleo”, entre otros posibles ejemplos). Sin embargo, si uno acude a las estadísticas laborales se encuentra con una sorpresa: ese aspecto –el coste del despido- tiene una muy escasa incidencia en los empresarios ante la expectativa de nuevos contratos. Lo que prima es la necesidad de cubrir puestos de trabajo ante la expansión del negocio. Es más: estamos asistiendo desde hace ya tres lustros a constantes cambios normativos que abaratan el despido. Y sin embargo, las cifras son las que son y la temporalidad no disminuye (más bien, todo lo contrario).
Desde mi punto de vista la explicación del origen de la enfermedad de la temporalidad se antoja evidente: el poder. Un trabajador temporal tiene menor fuerza negocial que otro indefinido
Desde mi punto de vista la explicación del origen de la enfermedad de la temporalidad se antoja evidente: el poder. Un trabajador temporal tiene menor fuerza negocial que otro indefinido. A la hora de trabajar más horas –a veces sin remuneración-, de reclamar incrementos salariales o el cumplimiento del convenio o de normativa preventiva, un temporal sabe que cualquier queja puede comportar que se quede en la calle. “Ahí fuera hace mucho frío” o “tengo diez parados esperando cubrir tu puesto de trabajo”, advierten algunos empleadores ante la más mínima negativa a acatar sus órdenes, aunque sean exorbitantes. ¿Quién en esas condiciones se va a afiliar a un sindicato? Y reconozcámoslo también (siquiera con la boca pequeña): a veces uno tiene la impresión de que el sindicato (en el día a día, no en sus declaraciones) está más preocupado de sus “clientes naturales” –los trabajadores fijos- que de los colectivos con menos poder.
Pues bien: el contrato único no haría más que descompensar aún más el actual frágil equilibrio de poder. El “ahí fuera hace mucho frío” ya no sería sólo una amenaza para los temporales –en tanto que estos ya no existirían-; se generalizaría a cualquier persona asalariada, con el consiguiente crecimiento de la precarización y la desafiliación sindical. En realidad, la tan denostada “disgregación del mercado laboral” es eso: que unos, los fijos, tienen un cierto –aunque cada vez más limitado- poder negocial, y otros, ninguno. Y de lo que se trata es de menoscabar el poder de los que aún lo tienen. El contrato único cerraría, por tanto, el círculo. Increíblemente es esa la propuesta que el candidato Sánchez compró en su momento; aunque acudió a las urnas proponiendo la derogación de la reforma laboral del PP. Esto es: en lugar de revertir el incremento de las capacidades contractuales de los empresarios que dicha reforma comportó, como prometió, nos propone ahora incrementarlas “ad libitum”. Si el señor Sánchez piensa que llegando al Gobierno –no, al poder- con propuestas como ese contrato único va a cambiar las cosas, se equivoca estrepitosamente. Ciertamente, algo va a cambiar: “hará mucho frío allí fuera” para todos. Incluyéndole a él, a los trabajadores y a la propia civilidad democrática.
El contrato único no haría más que descompensar aún más el actual frágil equilibrio de poder. El “ahí fuera hace mucho frío” ya no sería sólo una amenaza para los temporales; se generalizaría a cualquier persona asalariada, con el consiguiente crecimiento de la precarización y la desafiliación sindical
2. El “poder” como elemento olvidado del modelo de relaciones laborales (y en el discurso de la izquierda por extensión)
Todas las reflexiones anteriores me llevan a plasmar aquí una inquietud a la que hace ya varios años estoy dando vueltas: la devaluación de los contenidos del pacto constitucional y el olvido del poder en el discurso de la izquierda.
Pero no adelantemos conclusiones y retrocedamos algunos decenios: el gran debate social antes de que se alcanzara el pacto welfariano versó esencialmente sobre el poder. A escala general (por tanto, el control de la producción por la sociedad a través de la colectivización versus la libre competencia) y de empresa (esto es: la libertad absoluta del empresario basada en el propietarismo o la reivindicación de las personas asalariadas de su papel esencial mediante el trabajo como creadores de riqueza). La distribución más igualitaria de rentas que la izquierda reclamaba pivotaba sobre ese ejercicio del poder dentro y fuera de los muros del centro de trabajo. Sin embargo, el gran acuerdo social de postguerras conlleva un consenso no escrito: la renuncia de la izquierda a discutir sobre el poder (no estoy hablando de “gobierno”), a cambio de una política de redistribución de rentas. Desde un punto de vista jurídico: la consagración constitucional del derecho a la propiedad y a la libre empresa a cambio de la constitucionalización del derecho a la igualdad formal, la Seguridad Social y los instrumentos colectivos del Derecho del Trabajo (libertad sindical, huelga y negociación colectiva).
De esta forma, las empresas quedaron libres de trabas para determinar qué se produce, cómo se produce y en qué condiciones se produce, salvo sus obligaciones fiscales o responsabilidades penales. Y en el ámbito del centro de trabajo el control interno de la producción se limitó a mecanismos de participación de bajo nivel –en especial, en el sur de Europa-, ya no decisorios, que en ningún caso discutían el poder del empleador, con el único elemento de control que comportaba el sindicato y la negociación colectiva. Probablemente los consejistas turineses, berlineses o húngaros o los cenetistas de la vieja escuela jamás habrían aceptado algo así. Sin embargo, sí lo hizo la socialdemocracia (estaba en su código genético). Pero el hecho cierto es que el nuevo reparto de rentas comportó lo que bien podría ser calificado como la “época de oro” del trabajo, de los trabajadores y del Derecho Social (de ahí que los antiguos partidos comunistas occidentales, aunque negaran formalmente la firma al pacto social, tampoco se opusieron realmente en la práctica o, incluso, lo acabaron “metabolizando” en forma implícita). Pero se acostumbra a olvidar que el gran acuerdo welfariano no fue una graciosa concesión de las clases opulentas (el mito falso del modelo “demócrata-cristiano” o “social-liberal”); vino forzado por el gran temor de las clases dominantes a un modelo de poder alternativo instaurado en media Europa y a la constatación del hartazgo de los trabajadores a un estatus quo en el que habían sacrificado dos generaciones en sendas guerras mundiales. Algo de eso nos enseña el maestro Fontana en su imprescindible obra “Por el bien del Imperio”.
Se acostumbra a olvidar que el gran acuerdo welfariano no fue una graciosa concesión de las clases opulentas; vino forzado por el gran temor de las clases dominantes a un modelo de poder alternativo instaurado en media Europa y a la constatación del hartazgo de los trabajadores a un estatus quo en el que habían sacrificado dos generaciones en sendas guerras mundiales
El triunfo del modelo social y económico neoliberal rompe claramente el acuerdo, al poner fin a las políticas de redistribución de rentas (cada vez los ricos son más ricos y los pobres más pobres), además de situar el ámbito del problema a escala planetaria y ya no únicamente en los países del “Primer Mundo”. Los mantras neoliberales –aunque se oculten tras la cortina de una supuesta ciencia económica, que no es tal- no son más que simples consignas que soslayan las auténticas intenciones de los poderosos: revertir los mecanismos de compensación de la riqueza. De esta forma la igualdad –aunque sea formal- se ve continuadamente discutida y los derechos colectivos de los trabajadores (en especial el sindicato) son progresivamente capitidisminuidos. En paralelo, los sistemas públicos de previsión social (esencialmente, la Seguridad Social, la máxima conquista del concepto robespierriano de “fraternidad”) frontalmente, día sí, día también, bien sea con el argumento de que adocena a los ciudadanos en el nuevo paradigma de la competencia entre y contra todos, como en relación a su supuesta insostenibilidad en un futuro inminente: por supuesto, la solución es la privatización del elevado porcentaje del PIB que suponen las políticas sociales y la Seguridad Social (como ocurre también en materia de sanidad y educación).
Sin embargo, la “libre empresa” y el “derecho a la propiedad” (la contrapartida del contrato social de postguerra) se ven inalterados respecto a los términos pactados en su día. El modelo de poder dentro y fuera de la empresa no puede ser discutido, aunque sí la contrapartida del acuerdo (la redistribución de rentas). Pero también en esta otra vertiente se proponen medidas alternativas que ponen en tela de juicio el viejo pacto. Así, el sindicato –el contrapoder en la empresa por excelencia- se ve constantemente atacado desde todos los flancos (insólitamente a veces, incluso por el “fuego amigo”) o el papel de la negociación colectiva se devalúa por Ley. Asimismo, el derecho a la libre competencia se va conformando en la doctrina de los tribunales (en el TJUE o en el TC español) como una especie de derecho inmediato de rango superior al resto de derechos constitucionales, incluso los denominados “fundamentales”. De esta forma, las escasas contrapartidas de control del poder dentro y fuera de la empresa que se alcanzaron en el pacto welfariano se denuncian como inservibles y obsoletas. El desiderátum del neoliberalismo es, en definitiva, la supresión de los controles constitucionales, judiciales y sociales sobre los poderosos. Lo que se propone es suprimir cortapisas al poder absoluto de la minoría. Ahí está el proyecto de TTIP y las prácticas de las grandes multinacionales (Volkswagen es un ejemplo paradigmático: el origen está en Alemania, no en la “corrupta” España), por no hablar de los inexistentes controles del capital financiero. Los poderosos ya no precisan de políticos a los que influir (o corromper, o amenazar): tienen el control directo de los Estados a través del capital financiero (los “mercados” famosos) y sus agencias de calificación (a quien se sale del dogma se le incrementa la nota, con la consecuencia de recorte del gasto público por el incremento de la deuda). Y cuando eso no basta se meten ellos mismos en política (Berlusconi ayer, Trump hoy), con un notable consenso social.
Frente a esa reversión de la civilidad democrática la izquierda está respondiendo –en mi opinión- desde una perspectiva equivocada. Se limita a reclamar el cumplimiento del pacto welfariano y el mantenimiento de las políticas igualitarias de redistribución de rentas. Algo más debería pensar la izquierda –y, por ende, el sindicato- sobre el poder. Y no me refiero al poder político o económico –que también- sino en romper la hegemonía del poder del pensamiento hegemónico –releer a Gramsci no estaría de más-.
La izquierda está respondiendo desde una perspectiva equivocada. Se limita a reclamar el cumplimiento del pacto welfariano y el mantenimiento de las políticas igualitarias de redistribución de rentas. Algo más debería pensar la izquierda -y, por ende, el sindicato- sobre el poder
Es cierto que los juristas proclamamos que los pactos son inalterables –“pacta sunt servanda”-, pero de nada sirve reclamar el cumplimiento de un contrato cuando la otra parte no sólo lo incumple, sino que se niega dolosamente a cumplirlo. Ante esa situación no queda en Derecho más solución que dar por extinguido el contrato y reponer la situación al momento anterior a su firma.
3. Redefinir el modelo de poder en la empresa
El fenómeno de ejercicio descarnado del poder sin controles se da a todos los niveles, también en el ámbito laboral. Desde hace más de dos decenios asistimos a constantes reformas del mercado de trabajo –muchas de ellas efectuadas por el PSOE, que se reclama de izquierdas- eliminando limitaciones a las decisiones unilaterales de la empresa, tanto a nivel interno –recortando el poder de los organismos unitarios y del sindicato y cercenando la negociación colectiva-, como externo –limitando el papel componedor de jueces y tribunales-.
Como he indicado, hasta ahora las izquierdas han venido reclamando el cumplimiento del pacto social, exigiendo una redistribución más igualitaria de las rendas, también en el ámbito laboral. Sin embargo: ¿reside ahí el mayor problema o es sólo una consecuencia de la progresiva descompensación del poder en la empresa? En mi opinión la visión más acertada es esta última. Así, por volver al famoso tema del despido: se puede incrementar el coste de la indemnización o recuperar los salarios de tramitación. Así, el trabajador que vea extinguido su contrato de trabajo obtendrá una cantidad superior. Pero también es posible articular un nuevo modelo de despido, de control y efectos del mismo que comporte mayores garantías de las personas asalariadas. Por ejemplo: dando mayor contenido al marco jurídico regulador de las causas no disciplinarias, contemplando los efectos de nulidad absoluta del despido en fraude de ley, interdiciendo las extinciones por enfermedad, forzando mecanismos autocompositivos en el caso de despidos colectivos, diferenciando entre los efectos del despido en la pequeña y gran empresa, etc. Incluso estoy dispuesto a aceptar la regulación en nuestro ordenamiento del desistimiento del contrato por el empresario –previa denuncia del Convenio 158 OIT-, siempre que se establezcan compensaciones económicas elevadas y no asimilables a las de la mera improcedencia actual. Con un cambio en el modelo de despido –no en su coste, que hasta ahora ha sido la gran preocupación del legislador- en forma tal que el despido “caprichoso” no sea posible o, en su caso, tenga un coste muy superior al actual, tal vez se podría pensar en una limitación efectiva del “ahí fuera hace mucho frío” y, por tanto, en una recomposición del poder en la empresa.
Algo similar ocurre con la temporalidad: el problema actual lo ha creado el legislador –en el ya lejano 1984, con el PSOE también en el gobierno-; por tanto, a él le corresponde componerlo. Y la solución es muy simple: una nueva regulación de los efectos del fraude de ley que impida su uso abusivo (readmisión forzosa, opción inversa, indemnizaciones extintivas exorbitantes, etc.).
Si no pensamos tanto en redistribuir rentas y más en compensar el ejercicio del poder en la empresa, se abren múltiples expectativas novedosas. La alternativa de los que, en el mundo de las relaciones laborales, creemos en los valores democráticos y no en los oligárquicos, debería ser otra a la mera derogación de la reforma laboral o el incremento de las indemnizaciones extintivas en una nueva regulación de la temporalidad. Debería pasar por algo más radical: el replanteamiento de los mecanismos de poder en la empresa. Esto es: democratizarla. Y si el legislador no quiere –o no puede: ahí están los “mercados”-, los sindicatos tienen una arma esencial para empezar desde abajo: la negociación colectiva. Quizás el “quid pro quo” en la negociación colectiva ya no se sitúa tanto en el aspecto de rentas (salario y jornada), sino en la negociación de la nueva realidad en clave de civilidad. Es cierto que ahí está la siempre compleja “doña correlación de fuerzas” (expresión lopezbulliana por excelencia); pero no lo es menos que ésta no puede ser alterada si no existe un replanteamiento radical de la cultura negocial y del propio sindicato, y sus valores –y formas de organización- tradicionales.
4. La necesidad de un cambio ante la nueva cultura de la “flexibilidad”.
Ese cambio cultural me parece del todo necesario para resituar el nuevo paradigma del trabajo. En definitiva, eso que conocemos como “flexibilidad”. Ante todo, permítanme recordar que la dichosa “flexibilidad” tiene varias vertientes.
Ahí está, en primer lugar, la denominada “flexibilidad contractual” que en España –y no tanto, en otros países septentrionales de Europa- es unidireccional: sólo la puede ejercer el empresario. No estaría de más empezar a diseñar mecanismos bidireccionales; por tanto que los trabajadores –dentro de los evidentes límites de la prestación laboral y sin afectar a la organización el trabajo- puedan disponer de mecanismos de disponibilidad del tiempo de trabajo por razones personales (distribución irregular de la jornada, ausencias, flexibilidad de horarios, etc.) De esta forma el “tiempo de trabajo” (no estoy hablando sólo de “jornada” u “horario”) debería convertirse en un elemento central en la negociación colectiva (en tanto que ha mutado el paradigma tradicional de interés colectivo). Pero no sólo eso: la flexibilidad bidireccional debería ser propugnada también respecto a la movilidad funcional y la movilidad geográfica, si es posible. O en una mejor regulación de las modificaciones sustanciales del contrato, estableciendo la posibilidad de novaciones temporales y el derecho de reversión en el caso de que las causas originales desaparezcan.
Pero la “flexibilidad” tiene, como he dicho, otras vertientes. Así, las formas de organización de la empresa. Una propuesta alternativa pasaría por establecer los mecanismos de responsabilidad subsidiaria de los grupos de empresa, si no son patológicos (supuestos en los que la responsabilidad debería ser, como ahora, solidaria). Junto a ello: definición legal de la noción de grupo de empresa.
Otra vertiente de la “flexibilidad”: los modos de articular la producción. Esto comporta un marco normativo heterónomo en relación a la externalización. Por tanto –y en relación a las previas reflexiones que publiqué hace unas semanas en Metiendo Bulla: responsabilidad solidaria cuando se trate de actividades auxiliares, y responsabilidad solidaria de la principal en el resto de supuestos; regulación del régimen jurídico de las empresas multiservicios (con aplicación del convenio de la actividad desarrollada por el trabajador) y de las cooperativas de supuestos autónomos, interdiciendo la sustitución del trabajo asalariado; limitación de actividades que se pueden externalizar por motivos de siniestrabilidad; competencias de negociación colectiva y de representación conjuntos; capacidad judicial de valorar los supuestos de externalización y sus efectos; limitación de los despidos productivos por dicha causa; régimen jurídico de las empresas que se dedican exclusivamente a prestar servicios para terceros, etc.
Y, finalmente, habría que regular la “flexibilidad en los instrumentos de producción”; por tanto, el uso de las nuevas tecnologías y sus efectos en el contrato de trabajo, con establecimiento de mecanismos menos permisivos que los actuales sobre el control empresarial y su disponibilidad en el área de la privacidad del trabajador. No deja de ser llamativo que tanto el TC como el TS –y últimamente, el TEDH- reconozcan en forma incondicionada la limitación de uso extraproductiva del ordenador por los empleadores, en tanto que “el-ordenador-es-propiedad-del-empresario”. Ello es cierto, pero un ordenador conectado a la red es también otra cosa: un instrumento digital de comunicación del trabajador. Y cabrá recordar que el derecho a la comunicación está reconocido en nuestra Constitución. ¿Por qué se puede impedir el acceso a una red social a una persona asalariada a través de los medios informáticos de la empresa –no, los personales- si su uso no afecta a la productividad, no es abusivo y no entraña riesgos materiales o inmateriales al empleador?
La Ley –desde la reforma laboral de 1994- se ha limitado a incrementar la “flexibilidad contractual” del empresario, pero apenas nada ha dicho –salvo el genérico redactado del artículo 34.8 ET- en relación a su ejercicio por parte de los trabajadores. Y lo que es más significativo: el legislador ha mirado hacia otra parte en relación a la “flexibilidad en la organización de la empresa”. Mientras que en otras disciplinas jurídicas existen responsabilidades subsidiarias o solidarias de todos los componentes de los grupos de empresa (por ejemplo, en materia fiscal), no ocurre los mismo en el ámbito del Derecho del Trabajo, donde los tribunales hemos tenido que suplir la anomia heterónoma acudiendo a figuras no diseñadas para dicho fines. Y también se ha mirado hacia otra parte en relación a la “flexibilidad de la producción”: la externalización no se ha regulado, salvo en el marco de una figura añeja –la subcontratación del art. 42 ET- no pensada para ese nuevo fenómeno. Ítem más: pese a la existencia de múltiples resoluciones europeas, el uso del ordenador en el trabajo y las capacidades de control del empresario tampoco han sido objeto de ningún tipo de regulación específica en el marco del contrato laboral.
Y lo que es más preocupante: la negociación colectiva tampoco ha venido en general a cubrir esas carencias. Por poner un ejemplo: el uso de las nuevas tecnologías en el trabajo apenas tiene desarrollo en nuestros convenios (según el Anuario de Estadística Laboral del MEYSS sólo el 3, 24 por ciento de los convenios registrados en los años 2013 y 2014 regulan la implantación de las TIC). Y si acudimos a los grandes pactos interconfederales, incluyendo el AENC último, podremos observar cómo apenas se contienen en ellos meras declaraciones genéricas y sin contenidos (aunque aquí debe hacerse una mención positiva al Acuerdo Interprofesional de Cataluña 2011-2014, que intentó desarrollar algunos contenidos). De esta forma, los convenios apenas contemplan derechos y garantías sobre el uso de las nuevas tecnologías por los trabajadores y los sindicatos (con la única excepción de esa “rara avis” que es el Convenio General de la Industria Química). Es más: son relativamente numerosos los convenios que prevén que el uso extraproductivo del ordenador laboral es una falta (grave o muy grave), sin ningún tipo de precisión (lo que ha dado lugar a sentencias del TS y del TC indicando que si una norma colectiva contiene una prohibición al respecto, el empleador pueda acceder sin límites a los contenidos de privacidad del trabajador). Repito: ¿dónde está el ilícito laboral en esos supuestos si no existe una afectación negativa para el empresario?
El problema central del debate social actual es el ejercicio del poder y sus límites. Pero ello comporta inevitablemente un nuevo discurso de la izquierda, que mire hacia abajo y no hacia arriba
Podríamos seguir en el terreno propositivo en aspectos como poner fin a la “cultura de la temporalidad”, los derechos de las personas asalariadas por razón de su condición familiar, las políticas antidiscriminatorias por razón de sexo, nacionalidad, religión, discapacidad, etc.; o el nuevo y necesario marco regulador del despido; o los nuevos poderes de los representantes en la empresa, o la necesidad de un nuevo modelo de negociación colectiva o de control interno y externo de qué y cómo se produce (la “empresa verde”). A lo que cabría añadir las necesarias reflexiones sobre un nuevo sistema de previsión social –más racional, integrado y universal- o el proceso social. No voy a cansar el posible lector con una retahíla de propuestas. Me limito ahora a plasmar que quizás el problema central no está en la distribución de rentas –que también- sino en el poder y en el control del poder.
Repito por enésima vez: el problema central del debate social actual es el ejercicio del poder y sus límites. Pero ello comporta inevitablemente un nuevo discurso de la izquierda, que mire hacia abajo y no hacia arriba. Que gane consenso social y genere ilusión de transformación del panorama desolador actual. Que sepa hilvanar propuestas de auténtica transformación y no de simple gestión del estatus quo, al arbitrio de los “mercados”. Y en el terreno laboral, que gane poder para los trabajadores en el ámbito de la empresa, limitando la capacidad decisoria unilateral del empresario. Algo que debería comportar un salto adelante del sindicato en sus culturas negociales.
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Miquel Àngel Falguera Baró. Magistrado especialista del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Autor de varios libros relacionados con el derecho del trabajo.