Por ANTONIO GUTIÉRREZ VEGARA
Cuanto más difícil se presenta un pacto más se tiende a lo fácil, que es precisamente atrincherarse en los respectivos principios esenciales y marcarle las líneas rojas a los demás interlocutores. Pero con esa táctica no se suele buscar el acuerdo sino endosarse recíprocamente la responsabilidad del desacuerdo. Por el contrario, para lograr la suma final es preciso que cada cual se reste previamente buena parte de sus aspiraciones iniciales. Lamentablemente las trazas de las negociaciones en curso para la formación de gobierno apuntan más hacia el primer desenlace que hacia el segundo; y no se encauzará el proceso mientras no se autoimponga cada quien las condiciones renunciables con las que esté dispuesto a contribuir para la gobernabilidad del país.
Paradójicamente las renuncias que cada partido debería asumir les pueden resultar incluso beneficiosas para sus intereses a medio plazo, empezando por el PP quien no puede pretenderse núcleo de un nuevo gobierno. Suele esgrimirse la corrupción como el único invalidante del PP para gobernar, lo que implícitamente salva buena parte de su gobernanza en los demás órdenes. Sin embargo no son disociables pues no puede ser buena la gestión pública si está carcomida por el desfalco de un extremo a otro del país y en todos los ámbitos de la Administración, desde los más pequeños ayuntamientos hasta el gobierno de la nación. Quienes entienden que forma parte del orden natural en el ejercicio del poder beneficiarse de él y privilegiar a sus allegados, no suelen ser muy propensos a permitir funcionamientos transparentes y participativos; lo que va engendrando opacidad y autoritarismo. Tal vez la más reveladora y a su vez inquietante declaración tras el 20-D, aunque pasó desapercibida y hasta extrañará que la señale como tal, fue la de un dirigente popular (¡y es de la nueva hornada!) que compungido dijo…”ahora es el tiempo del diálogo”. ¿Cómo concebirá la democracia alguien que no entiende que gobernar democráticamente es dialogar en todo momento cualquiera que sea la aritmética parlamentaria? Pero declarando su renacida voluntad de diálogo el susodicho dirigente corroboraba todas las críticas hechas al gobierno Rajoy a lo largo de la legislatura sin necesidad de reiterar los datos que las avalan referidos a su querencia por los decretos, su renuencia a comparecer en la Cámara, la parquedad en sus relaciones con los medios de comunicación y la desidia que le ha caracterizado en el trato con los demás representantes institucionales. Y en la misma tacada declarativa también quedó justificada la desconfianza en el súbito talante conciliador del PP, encriptado exclusivamente en torno a la investidura de Rajoy.
Tampoco ha sido eficiente la gestión económica. Todos los despilfarros de las administraciones gobernadas por el PP que han alcanzado fama galáctica (estrambóticos aeropuertos sin aviones, fantasmagóricas ciudades de la justicia o de la luz, radiales de pago, parques temáticos, y un etc. más largo que la más larga relación que pudiera caber en estas páginas) han destilado coimas fabulosas. Si se sumaran arrojarían varios puntos de PIB y multiplicarían por “n” veces los recortes de gasto público que han abultado la desigualdad y disparado la pobreza en España. Si además tenemos en cuenta que todos los procesos judiciales abiertos sobre las variopintas tramas corruptas del PP sustentan la sospecha de que el delincuente fiscal más notorio del país es el partido que acumula más poder, difícilmente podrá afianzarse la seguridad jurídica imprescindible para la sostenibilidad de los flujos inversores.
La derecha gobernante española ha terminado desvaneciendo dos de sus grandes estereotipos: ni son austeros ni son buenos gestores.
Ahora, la artera renuncia de Rajoy a formar gobierno tras recibir el encargo del rey debería convertirse en definitiva. No quiso o no supo liderar el cambio del PP cuando perdieron las elecciones de 2004 puesto que en lugar de analizar los verdaderos motivos de su derrota y auspiciar la renovación cultural y organizativa alentó el griterío de sus más conspicuos colegas, se prestó a ser el mascarón de proa de las rancias doctrinas moralistas de la derecha nacional-católica hispana y amparó al aparato más depredador de lo público que se haya conocido en democracia. Ciertamente es más incómodo pensar los errores propios que gritar para desahogarse culpando a los demás de tus tropiezos; y arriesgarse a trazar nuevos presupuestos políticos para afrontar el futuro desasosiega, mientras que aferrarse a las certezas del pasado hasta te permite echar una cabezadita entre laureles. Pero sin pensar y sin audacia no hay liderazgo.
La derecha gobernante española ha terminado desvaneciendo dos de sus grandes estereotipos: ni son austeros ni son buenos gestores
Congelar por un tiempo sus ansias de gobernar a los españoles, coadyuvar a las reformas legislativas que otro gobierno deberá acometer en el futuro inmediato para simultáneamente centrarse en gobernar su propia reconversión es lo mejor que podrían hacer los dirigentes y militantes populares.
Por su parte el PSOE carga con serias rémoras que limitan sus pretensiones actualmente. Nadie ha desaprovechado más que Felipe González una oportunidad histórica tan irrepetible. Porque la mayoría absoluta en 1982 vino acompañada del mayor fervor social del que haya gozado otro gobernante en la nueva era democrática española; tuvo además como regalos el suicidio simultáneo de sus contrincantes a derecha e izquierda (hundimiento de la UCD, AP anquilosada con Fraga Iribarne y autodestrucción del PCE “depurado” por Carrillo) y la coyuntural neutralización de los llamados poderes fácticos acongojados por sus propios y merecidos fracasos: el ejército por el 23-F y la banca por su incompetencia que nos costó más de dos billones de pesetas de la época al erario público.
Pero el cesarismo, instaurado en el PSOE también por González, tiende al oportunismo político y a la mediocridad intelectual. Hacer una cosa hoy porque conviene y mañana la contraria porque también conviene, pergeñar discursos con más argucias que ideas o asumir como propias de la socialdemocracia políticas intercambiables con la derecha fueron las pautas de comportamiento de aquéllos Consejos de Ministros “felipistas” que terminaron por cederles las carteras ministeriales al PP de Aznar en 1996, a quien desde el año anterior ya se le había franqueado el acceso al poder en la gran mayoría de ayuntamientos y comunidades autónomas.
El fiasco de la última experiencia de los gobiernos socialistas presididos por Zapatero ha confirmado otra desproporción que suele regir en las peculiares matemáticas de la política: las frustraciones finales restan mucho más que lo aportado por las expectativas iniciales. El encomiable avance que imprimió a los derechos civiles durante su primera legislatura tuvo su asimétrico contrapunto en la errática gestión desde el estallido de la crisis (recortes sociales y desregulación laboral incluidos) más el estrambote final de la ocurrente reforma del artículo 135 de la Constitución, tan inopinada que lastrará el futuro desarrollo económico, y sin embargo tan inútil para el fin inmediato con el que se quiso justificar: conjurar la escalada de la prima de riesgo, ya que no dejó de subir desde los 250 puntos básicos en vísperas de la reforma a principios de Agosto de 2011, rozó los 500 en Septiembre ( un mes después) y escaló a su máximo de 638 puntos básicos en Julio de 2012 ya con el gobierno Rajoy y pese a los brutales recortes sociales y subidas del IVA con los que estrenó su mandato. A la siembra de tan desconcertante sensación de impericia política e inequidad con que terminó el gobierno Zapatero le correspondió la peor cosecha de votos socialistas hasta entonces registrada y de paso le propició al PP su más inmerecida victoria.
Los dirigentes socialistas también tienen su peculiar manera de eludir las obligadas reflexiones autocríticas tras fiascos semejantes: remodelan el cuadro de actores con la misma escenificación (primarias según, cómo y cuándo interesen) pero terminan por repetir las secuencias que van de la expectación al fiasco. El actual equipo dirigente encabezado por Pedro Sánchez siguió el guion y aun batió todos los records anteriores con el desastroso resultado de las elecciones del pasado 20 de diciembre. Derrota más inquietante en esta ocasión porque revela que ni ante la nefasta gestión del gobierno Rajoy ni frente a un PP tan infeccioso, ha sido percibido por la ciudadanía como alternativa de gobierno. Resultados que no avalan la ambición de liderar un gobierno de cambio; aunque quizás no sea esa la verdadera motivación del acuerdo suscrito con Ciudadanos; porque negociar un programa de gobierno entre los dos grupos que arrojan la menor suma de las posibles dada la composición del Parlamento y firmarlo a bombo y platillo no es abrir la negociación a terceros, que encima aún son más determinantes para cuajar un gobierno mínimamente solvente, sino cerrársela emplazándoles a la adhesión pura y dura; como se ha evidenciado en cuanto un leve movimiento de Podemos al ceder algo en sus pretensiones iniciales ha colocado el balón de nuevo en el tejado de los firmantes obligándoles a contemplar una reunión tripartita. Si se busca la corresponsabilidad en un proyecto, es ineludible compartir su gestación.
Los dirigentes socialistas también tienen su peculiar manera de eludir las obligadas reflexiones autocríticas tras fiascos semejantes: remodelan el cuadro de actores con la misma escenificación (primarias según, cómo y cuándo interesen) pero terminan por repetir las secuencias que van de la expectación al fiasco
No obstante, si el contenido del acuerdo entrañase al menos una reparación apreciable de los destrozos perpetrados por la derecha gobernante y un esquema básico de futuro para España, podría endulzarse el trágala, pero no es así. Es muy revelador que mientras C´s lo considera bloqueado y antagónico con Podemos, a quien para colmo le exige un voto afirmativo sin matices, se lo ofrezca reiteradamente al PP haciéndole constar que es compatible con su programa; todo ello sin que el otro firmante, el PSOE, le haga la más mínima objeción. Es decir, el partido de Rivera hace simultáneamente el papel de cancerbero frente a unos y de acomodador de la Gran Coalición con otros, esgrimiendo en ambos casos el acuerdo suscrito con el PSOE, quien aún queda más en evidencia presentándolo como un “ambicioso programa reformista y progresista”. Por no reformar no enmienda ni la entrada en vigor de la LOMCE, ni la “Ley mordaza” (salvo en lo concerniente a la prisión permanente revisable, que por otra parte podía tener los días contados ante el previsible fallo favorable a los recursos planteados sobre la cuestión); y la más clamorosa confusión es el mantenimiento de pleno derecho de la Reforma Laboral. Mal asunto cuando se tiene que recurrir a fintas dialécticas como “derogación de hecho” para camuflar lo evidente, ya que si hay algo que sólo puede hacerse por derecho es la derogación de las leyes.
No hay forma de disimular que el texto nada concreta de revertir los recortes sociales en sanidad, educación, dependencia etc.., que renuncia al objetivo incluido en el programa del PSOE de bajar la tasa de paro a la mitad; que no cuantifica el monto del Ingreso Mínimo Vital pero bien que destina 7.000 millones de euros al “suplemento salarial” propugnado por Ciudadanos que no será otra cosa que seguir financiándole a los empresarios la devaluación salarial y retribuciones miserables con el dinero de todos los contribuyentes; no modifica la última reforma fiscal del PP (la más poderosa causa del incumplimiento del objetivo de déficit en 2015) y aunque se propone estudiar (¿) la introducción de un impuesto a las grandes fortunas y la recuperación de los de patrimonio y sucesiones o el acercamiento de los tipos efectivos a los nominales en el impuesto de sociedades y reducir el IVA cultural (no a otros bienes y servicios para cubrir necesidades sociales básicas como la alimentación o la higiene), se han olvidado los firmantes de acometer la inaplazable reducción de la panoplia de deducciones fiscales injustas que sobre todo benefician a grandes empresas y a los más ricos ni se contempla la paulatina convergencia entre las tributaciones por los rendimientos de capital y por los del trabajo. Sin embargo se reitera “…el firme compromiso con la estabilidad presupuestaria y el cumplimiento con los objetos que marque la Comisión Europea…..teniendo en cuenta la situación de las finanzas públicas en 2015”, nada se dice de tener en consideración ni el empleo ni las necesidades sociales para flexibilizar la referida obediencia. De ahí que tampoco se haya incluido sugerencia alguna respecto a la modificación ni retoque siquiera del 135 de la C.E. ni aun de la draconiana Ley de Estabilidad Presupuestaria que dictó el PP nada más llegar al gobierno valiéndose de aquel trastocado artículo. Y si no hay reforma fiscal que alumbre un sistema tributario impregnado de los principios de transparencia, equidad y suficiencia, no habrá programa progresista que valga ni reparación de daños y perjuicios ocasionados por el “austericidio” aplicado con denuedo por el PP y peor todavía: con la desviación del déficit y sin más ingresos nos veremos abocados a un nuevo ajuste cercano a los 25.000 millones de euros en el próximo ejercicio presupuestario.
Más negativo es el capítulo socio-laboral. No se anula de hecho y se consolida de derecho el abaratamiento del despido perpetrado por la reforma de 2102 y otro tanto ocurre con la discrecionalidad otorgada a los patronos para modificar la estructura y la cuantía del salario (se introduce una caución consistente en limitar tales modificaciones al 5% anual… pero que puede reproducirse con tal de alegar nuevas pruebas cuyos requisitos son tan laxos que la cautela será papel mojado), ni se reintroduce la autorización administrativa previa a los despidos colectivos y se mantienen las fútiles causas para los despidos individuales y colectivos establecidas por la reforma laboral. En negociación colectiva se mantiene la prevalencia del convenio de empresa (¡un 99,23% de empresas tienen menos de 50 trabajadores!) que junto a las facilidades dadas para los descuelgues de los convenios de ámbito superior reafirmará la unilateralidad empresarial en las decisiones que afecten a la contratación colectiva y, para rematar la mutilación de la negociación colectiva, no solo no se restituye la ultraactividad de los convenios (se maquilla ampliando el plazo en el que decaerá un convenio de 12 a 18 meses, ni siquiera se llega a la propuesta de llevarlo hasta los 24 meses que incluyó el propio PP en el primer borrador de su reforma laboral) sino que se vuelve a instaurar el Laudo Arbitral Obligatorio que todavía jaleará más a los empresarios para incumplir con el deber de negociar.
Si no hay reforma fiscal que alumbre un sistema tributario impregnado de los principios de transparencia, equidad y suficiencia, no habrá programa progresista que valga ni reparación de daños y perjuicios ocasionados por el “austericidio” aplicado con denuedo por el PP
La ocurrencia más estrambótica es la del “Contrato Estable de duración determinada”, que de entrada es tramposo hasta en su denominación puesto que se trata de un contrato temporal por 2 años. Es un contrato que otorga carta de naturaleza al fraude en la contratación ya que legalizaría que una actividad permanente se pueda contratar temporalmente (este divorcio entre la naturaleza del trabajo que debería causar la contratación y la modalidad del contrato realmente suscrito es la causa fundamental de la excesiva temporalidad de nuestro mercado laboral y en gran parte de la precariedad laboral). Reduce la indemnización por despido improcedente y lo que es peor lo descausaliza (se podrá despedir sin necesidad de alegar causa ni razón alguna) también en los dos años de duración del contrato, tal y como proponía C´s con el antes llamado “contrato único”. Lejos, muy lejos, en dirección opuesta incluso al objetivo cacareado de avanzar en la estabilidad en el empleo, este engendro de contrato temporal se convertiría en la vía más generalizada de acceso al mercado laboral, en la modalidad más recurrente de los patronos para cubrir todo tipo de trabajos, estables y temporales (una especie de contrato eventual para toda causa), propiciará la caída en el monto de las indemnizaciones por despido que al ser crecientes con la antigüedad y fomentará los despidos antes de alcanzarse los dos años en la empresa. Desincentivará la contratación indefinida e incluso estimulará los despidos de fijos y su sustitución por los nuevos temporales a la vez que la rotación laboral. Eso sí, obrará el milagro de reducir estadísticamente la tasa de temporalidad registrándose como “estables de duración determinada” lo que serán contrataciones efímeras. Pero la realidad nos devolverá un espectral panorama laboral con más dualidad, segmentación y desigualdad salarial. Porque también engaña el acuerdo con la pretendida adaptación del “Fondo austríaco” por el que a diferencia (sustancial diferencia) con Austria donde mantuvieron la potestad del trabajador para elegir entre ser indemnizado o volver a su puesto de trabajo en caso de despidos improcedentes para disuadir a los empresarios de recurrir a tales rescisiones, aquí se sufragarían con fondos públicos los ocho primeros días de todos los despidos cualquiera que sea su motivación y sin que el trabajador tenga las prerrogativas de los austríacos (que por cierto también tuvieron los españoles hasta los Pactos de la Moncloa). Tan conscientes son los redactores del acuerdo de que fomentarían los despidos que se ha inventado un ingrávido “bonus malus” que tal vez alivie la mala conciencia de los autores pero en absoluto contrarrestará los mucho más estimulantes incentivos a la rotación laboral que introduce el “contrato estable”.
Consolidar y acentuar en algunos aspectos el desequilibrio en las relaciones laborales que tramó la reforma del PP hace de la invitación a negociar un nuevo Estatuto de los Trabajadores un brindis al sol que más calienta, el de las patronales.
Lamentablemente, el sustantivo análisis crítico del acuerdo programático PSOE-C´s que se ha hecho desde el departamento de economía de Podemos ha quedado sepultado por la catarata de adjetivos vertida por sus líderes más destacados. Y esa propensión a perder la fuerza por la boca le está restando ya buena parte de las simpatías concitadas desde el nacimiento de Podemos sin haber llegado a labrarse la confianza, categoría indispensable para ser reconocido como un partido capaz de gobernar. Están agrandando la distancia entre la simpatía y la confianza en lugar de achicarla. Se precipitaron en marcar líneas rojas y en poner condiciones ineludibles para forjar un gobierno de izquierdas como la de reconocer el polisémico “derecho a decidir”, trasunto del derecho a la autodeterminación. Abandonar tal condición no sería una renuncia sino una sabia rectificación porque no es una idea novedosa sino vieja, que defendida por algunas izquierdas más allá de la Constitución del 78 donde quedó establecido por primera vez en la historia de España que su unidad jamás volvería a ser la consecuencia de una imposición o de un acto de fuerza como fueron la guerra civil y la dictadura fascista de Franco sino del simultáneo reconocimiento del derecho al autogobierno de las comunidades que configuran el Estado español, no ha servido más que para abundar en la confusión entre progresismo y nacionalismo cuando éste, salvo en situaciones de opresión colonial, se predique desde la capital del reino o desde la periferia siempre es cosa de ricos que no quieren compartir. No es por tanto un reto que pueda afrontarse con un estado de ánimo (tener más o menos miedo a que voten en tal o cual nacionalidad) sino con ideas y políticas claramente dispuestas a confrontarse con lo que Stefan Zweig tildó de “…la peor de todas las pestes: el nacionalismo que envenena la flor de nuestra cultura europea” (El mundo de ayer, memorias de un europeo; El Acantilado, Barcelona, 2002). La dificultad para que Podemos se desprenda de tal incrustación ideológica tal vez provenga de que huyendo de la “sopa de siglas” para concurrir a las elecciones (renuencia plausible) fue a enredarse en un batiburrillo de partidos y movimientos periféricos casi imposible de sintetizar en un proyecto vertebrador de la gobernación de un país como España.
También las formas con que se han conducido los dirigentes de Podemos en sus relaciones con los demás partidos tras las elecciones han dejado que desear. Mezclar simultáneamente en un mismo paquete para la negociación líneas programáticas y composición de gobierno con distribución nominal de carteras ministeriales, competencias incluidas de cada una de ellas, ha sido un desatino. Claro está que el corolario de un acuerdo de gobierno es la composición del gabinete mismo que ha de aplicarlo, pero lo primero a consensuar serán las políticas para instrumentarlo; los instrumentistas se nombrarán después. No es un error menor puesto que incluso lo necesario planteado a destiempo, lo inoportuno, se te vuelve en contra de inmediato y te estigmatiza como inconveniente o peor aún como arrogante. Y así como la inteligencia suele ir acompañada de la humildad, la vanidad y la soberbia son el ropaje de los estúpidos. Errores inmediatamente aprovechados por el PSOE y C´s para achacarle toda la culpa de la ruptura de las negociaciones; aunque fuesen ellos los que las dinamitaron realmente desde el mismo momento en que firmaron su acuerdo y se lo sirvieron como plato de lentejas a Podemos. Sin embargo es muy probable que en esta maniobra quede al final otro más perjudicado todavía. Una vez que C´s ha logrado dejar fuera de juego a Podemos no ha tardado ni un instante en embrollar al PSOE en la celada de la Gran Coalición junto al PP; auténtica estratagema de Ciudadanos desde el 21 de diciembre. Siguen en el aparato socialista desempolvando los viejos tópicos, el de la “pinza” incluido y aún no han reparado en que ya están siendo servidos como entremés en el sándwich precocinado entre PP y C´s (con la inestimable asistencia de añosos próceres del PSOE, pretenciosos periodistas-empresarios con su medio a rastras y prohombres de las finanzas patrias). Pero este atolladero sí que es peliagudo y difícilmente podrán salir de él sin quedar muy enfangados, porque si no aceptan involucrarse en la Gran Coalición ya no habrá otro más que Pedro Sánchez a quien adjudicarle el marrón de la repetición de elecciones y si los socialistas entran por el aro quedarán desacreditados para los restos. Quienes tienen tanta miopía política que no ven más allá de sus botas en cada lance suelen quedar embolicados en el regate en corto por cualquiera que sea un poco más listo.
También las formas con que se han conducido los dirigentes de Podemos en sus relaciones con los demás partidos tras las elecciones han dejado que desear. Mezclar simultáneamente en un mismo paquete para la negociación líneas programáticas y composición de gobierno con distribución nominal de carteras ministeriales, competencias incluidas de cada una de ellas, ha sido un desatino
Ciudadanos podría prestar un gran servicio a la democracia española si se propusiese sin ambages desplazar al PP al segundo plano como referencia del electorado de centro-derecha. Pero está haciendo lo contrario, apuntalar gobiernos del PP incluso allí donde pudo haber contribuido a desalojarlos como en el caso de la Comunidad de Madrid. Parece más empeñado en obstruir la recomposición de los espacios de las izquierdas que en labrarse el suyo propio. Se entromete en los cambalaches del PSOE echándole tal capote a la lideresa andaluza que le ha trocado en exitosa la burda maniobra de adelantar las elecciones autonómicas. Lo hizo con el pretexto de ganar estabilidad para desembarazarse del mismo plumazo de IU en Andalucía y de Sánchez en Madrid con efecto retardado, pero la realidad es que retrocedió en votos. Aunque hay que reconocerle que ha logrado su estabilidad personal, la que necesitaba para seguir demostrando que tiene oficio…..en las intrigas intramuros del PSOE. Único escenario en el que es noticia desde que renovó mandato como presidenta andaluza; otro cantar es diseñar las políticas adecuadas para ir superando los seculares déficits socio-culturales y económico-industriales de Andalucía y trenzar el apoyo parlamentario necesario para implementarlas. En este campo, la Sra. Díaz mantiene la pertinaz sequía, lamentablemente para la ciudadanía andaluza.
Debe ser tal el espíritu de servicio (a la causa de la derecha) de Ciudadanos que simultáneamente se han encargado de la tortuosa faena de menguar a Podemos para “liberar” al PSOE de tan perniciosa influencia y de paso hacerse con el tercer puesto en la tabla electoral (con la contumaz ayuda del propio grupo dirigente de Podemos, todo hay que decirlo). Pero corren el peligro de desfallecer con tanta carga y en lugar de seguir emergiendo acaben sumergidos en cuanto el PP se haga un lifting y ellos dejen de ser necesarios más que como bisagras ocasionales. Es hasta ofensiva la pretensión de compararse con Adolfo Suárez que supo sumar sin declararse antagónico de nadie, aunque estuviera en sus antípodas ideológicas. También podrían recordar los aspirantes a émulos que la UCD de Suárez mantuvo a raya y en minoría a su derecha, encarnada entonces por Alianza Popular y que precisamente empezó a hundirse cuando reconvertidos ya en el CDS le hicieron el primer trabajo sucio a esa derecha tras las municipales del 89 para desalojar a la izquierda de ayuntamientos como el de Madrid, aunque con la añagaza de concederle la alcaldía a algún centrista… por poco tiempo.
Tampoco es muy inteligente marcarse ambiciones más allá de las objetivas limitaciones de cada cual y en cada momento (“no franquear la frontera de tus limitaciones”, así vino a definir don Manuel Azaña la inteligencia política). Paradójicamente el voto ciudadano arrojó un resultado que limita a cada partido en sus ambiciones de formar gobierno con sus respectivos programas o con híbridos programáticos que desconcierten a propios y extraños; y sin embargo debería inducir en todo el espectro político y social del país la ambición de acometer mancomunadamente algunos cambios básicos para ir superando rémoras del pasado que lastran nuestra democracia y de perfilar los ejes sobre los que promover transformaciones de mayor calado pero ineludibles si queremos afrontar mejor los retos del futuro. La inestabilidad política no es consecuencia del voto de la ciudadanía sino de la carencia de perspectivas alentadoras, inconsistentes con el sombrío panorama que impera en la actualidad.
Las urgencias también están más que reiteradamente identificadas por la gente. Prevenir y combatir la corrupción con más transparencia, con total responsabilidad civil subsidiaria de los partidos por todos los casos que se den en sus filas para que en lugar del “…y tú más” se ocupen del “…y yo menos” por la cuenta que les traerá si no ha prevenido las prácticas corruptas con el debido rigor en su propia casa.
Otra paradoja de los tiempos es que para mantener el crecimiento hay que enmendar la política económica. El ajuste continuado y férreo del gasto público junto a la devaluación de salarios y pensiones ni crea el empleo necesario ni fomenta las inversiones en general y menos aún las innovadoras que son las más inexcusables para encarar el futuro. Al menos es preciso pergeñar un Plan de Emergencia Social además de por estrictas razones de justicia social por la urgencia de sostener la demanda interna. Al mismo tiempo podrían restablecerse algunos equilibrios básicos en el campo de las relaciones laborales para que al menos de momento y sin necesidad de improvisar nuevos palos de ciego sobre nuestro descoyuntado mercado laboral se conminase a los agentes sociales a negociar un Pacto Socio-profesional, desde el respeto a la plena autonomía de las partes y sin injerencias de los poderes públicos, orientado a la moderada recuperación del poder adquisitivo de los salarios, en lugar de seguir deprimiéndolo y a la mejor distribución de los excedentes entre beneficios empresariales e inversiones para mantener y crear nuevos empleos.
La Constitución del 78 no ha envejecido de forma natural sino que ha sido manoseada e instrumentalizada para disputas partidarias que deberían haberse dirimido en el estricto ámbito de la política. Pero además, el desordenado proceso de reformas de los Estatutos de Autonomía que tuvo lugar durante los últimos gobiernos socialistas terminó en desbarajuste; como parece comúnmente aceptado aunque no se explicite abiertamente, precisamente por haberlo iniciado a golpe de oportunismo político provinciano (recordemos el “…aprobaremos el Estatut que acordéis en Cataluña…” que le prometió Zapatero a Maragall durante la campaña de las elecciones autonómicas de 2003). Si se hubiese empezado por diagnosticar los límites objetivos que la Constitución presentaba tres decenios después de su aprobación para atemperar los nuevos impulsos sociales de un país tan diverso como es España e ir reformando después paulatinamente los Estatutos de acuerdo con las nuevas realidades de las Comunidades Autónomas, ni se habría desencadenado el mimetismo reformador que paradójicamente homogeneizó burdamente en la letra de los nuevos estatutos realidades que eran y saludablemente siguen siendo diferentes (se copiaron literalmente articulados enteros entre estatutos de comunidades distantes y dispares en muchos de sus respectivos entramados productivos, sociales, culturales,etc.) y nos habríamos ahorrado probablemente el desbarre del conflicto catalán que de un desacuerdo competencial sancionado en el Tribunal Constitucional ha degenerado en un enconado problema para toda España.
En todo caso es ineludible actualizar la Constitución. Y si es aceptado por todos los partidos que el actual Estado de las Autonomías es muy similar a los Estados Federales conocidos e incluso se arguye frente a los independentistas que en algunos aspectos sobrepasa por la descentralización de dichos estados ¿quién puede oponerse responsablemente a inducir una reforma de nuestra Constitución que naturalice y homologue tal realidad?. Fuimos ejemplarmente singulares en nuestro proceso de Transición a la democracia, pero tuvimos que hacer de la necesidad virtud para conciliar a tantos y tan diferentes. Una de ésas necesidades fue adoptar la denominación “Estado de la Autonomías”. Precisamente la manera de honrar la memoria de la Transición es ser política e intelectualmente honestos y admitir que fueron eso: necesidades de una determinada coyuntura y que mantenerlas en la categoría de las virtudes es abocarlas a su degeneración en vicios que entorpecen el desarrollo de la democracia en los términos de convivencia y tolerancia que precisamente hicieron fructificar la Transición. No es necesario seguir siendo “diferentes”, casi únicos en el concierto de los países democráticos que se dotaron de una estructuración federal de sus estados para encajar diversidades internas incluso menos acusadas que las nuestras.
Si es aceptado por todos los partidos que el actual Estado de las Autonomías es muy similar a los Estados Federales conocidos e incluso se arguye frente a los independentistas que en algunos aspectos sobrepasa por la descentralización de dichos estados ¿quién puede oponerse responsablemente a inducir una reforma de nuestra Constitución que naturalice y homologue tal realidad?
Estas tres tareas bien podrían sintetizar la segunda Transición que algunos reclaman pero sobre todo serían las que pudieran reunir una muy amplia base parlamentaria para formar un gobierno con aún mayor respaldo social. Más importante que liderarlo sería promoverlo, porque aquél o aquéllos partidos que lo propusieran, empezando ellos mismos por aplazar sus aspiraciones y propuestas programáticas más particulares, demostrarían mayor estatura política que aquéllos otros que antepusieran sus ansias de protagonismo. Si además se impusieran un plazo para culminar la reforma constitucional, como sería obligado someterlo a referéndum y tras él sería igualmente normal proceder a nuevas elecciones generales, seguro que todos los grupos políticos estarían interesados en aportar el mejor de sus talantes para culminar el proceso pronto y bien.
Tanto los que dicen que la repetición de las elecciones sería un fracaso de todos los políticos como los que ya van preparando el ambiente señalando que no sería un drama volver a las urnas, proclaman obviedades. Más deberían inquietarse por que los electores constatasen que España sigue sufriendo la peor y la más letal de las coaliciones: la de los malvados y los necios, que son transversales a todas las familias políticas. Coaliciones que no se rubrican, en la que cada espécimen actúa por su cuenta desde sus respectivos encuadramientos partidarios pero convergiendo en destrozar países.
Queda poco tiempo para evitar el fracaso pero aún es posible si la inteligencia demuestra el coraje y la audacia necesarias para superponerse a la estulticia y a la mezquindad.
_________________
Antonio Gutiérrez Vegara. Ha sido Secretario general de CC.OO entre 1987 y 1998.