Por Samuele Mazzolini
Kourtney Roy.CANCUN SHOOT
En los últimos diez-quince años, las discusiones sobre el populismo desarrolladas al calor de la crisis económica mundial y sus coletazos, han evidenciado una división muy nítida en el interior del arco político que, por comodidad heurística, suele definirse como de izquierda, aunque solo mediante una aproximación problemática. El populismo, según la vulgata más extendida, ha sido calificado de patología de la política, de aberración demagógica, de deriva liderística y autoritaria, de antesala del fascismo; a lo que se ha sumado una siniestra, pero no por ello menos torpe, asociación entre los años 20 del siglo XX y los comenzados hace poco en el presente siglo. Esta forma de entender el populismo no es comparable a la división, más clásica, entre izquierda radical y moderada, y se ha revelado transversal a ella. De hecho, la izquierda marxista ha condenado el populismo, incluido el de izquierda, como una desviación de la verdad, de lo fundamental, de la lucha de clases.
Otra corriente, ésta sí localizada enteramente en un área radical, si bien también aquí el término debe ser utilizado con cautela, ha ensayado en cambio un razonamiento distinto sobre el populismo, y ha visto en él un “ariete” mediante el cual desbaratar la hegemonía neoliberal.
El populismo consiste, según este planteamiento, en una atenuación de la división derecha-izquierda en favor de otras contraposiciones, como las de arriba-abajo y élite-pueblo, susceptibles de capturar con mayor facilidad las contradicciones contemporáneas. El populismo, por lo demás, favorece procesos de agregación que responden a liderazgos carismáticos en nombre de la importancia que revisten las pasiones en la formación de las identidades políticas, y ve en el Estado-nación su ámbito de acción privilegiado. Más en general, sería la forma de la política más adecuada para llamar la atención sobre el vaciamiento de la democracia y la soberanía popular de las democracias liberales contemporáneas, y para aproximarse de nuevo a los perdedores de la globalización, restableciendo así una interlocución que la izquierda moderada ha perdido por su falta de escrúpulos al vestir los mismos ropajes del adversario, y la izquierda radical clásica ha perdido asimismo debido a su afectación, a su academicismo y al seguimiento de particularismos que dejan indiferente a la gran mayoría, e incluso suscitan en ocasiones una amplia hostilidad. Esta área se ha relacionado en buena medida, aunque no de forma exclusiva, con el pensamiento de Laclau y Mouffe, si bien no es casual que haya ocurrido, sobre todo en Italia, sobre la base de una lectura sumaria y de un esquematismo que han posibilitado una contigüidad, teóricamente disparatada, con algunos pensadores del área “rossobruna” (rojiparda)1. En cualquier caso, lo que por lo común se ha destacado de su pensamiento es el efecto performativo del antagonismo, de un rompimiento neto con un establishment político y económico que se ha ido aislando progresivamente de las instancias populares.
«El populismo consiste en una atenuación de la división derecha-izquierda en favor de otras contraposiciones, como las de arriba-abajo y élite-pueblo, susceptibles de capturar con mayor facilidad las contradicciones contemporáneas»
Yendo aún más lejos, en esta área el discurso sobre el populismo ha coincidido con una consideración de la crisis como posibilidad de rearticulación y rediseño de las identidades políticas, en términos no del todo alejados de los propuestos por Gramsci. El populismo es, en otras palabras, celebrado por su efecto de disolución de ciertos automatismos políticos y sociales tenidos por inmutables, en un intento de configurar nuevas voluntades colectivas, o incluso un nuevo bloque histórico, para emplear las palabras del fundador del PCI.
Ahora bien, esta ventana de oportunidad temporal en la que las precedentes identificaciones se debilitan con la promesa de hacer emerger otras nuevas parece haber quedado bloqueada en muchos aspectos, y este es el tema que me dispongo a desarrollar. En el resto del artículo, intentaré defender la tesis según la cual, en efecto, el momento populista ha llegado a su final, en particular para la izquierda, y ha dejado por tanto la estrategia populista, en algunos de sus rasgos esenciales, desfasada respecto de los tiempos que corren.
Conviene ante todo aclarar el cambio de fase ocurrido en los dos últimos años. La apertura de las ventanas populistas fue generada en parte por condiciones objetivas, y en parte propiciada y orientada por la acción de agentes políticos muy concretos, entre ellos, aunque no exclusivamente, los mismos partidos políticos. En Italia el Movimiento 5 Stelle y, de forma distinta, la Lega de Salvini, adoptaron desde sus inicios un posicionamiento populista; hasta el punto de que ambos llegaron a calificar su atípica cohabitación como un “gobierno populista”.
El alzamiento precoz de la bandera de un cambio antisistema, a pesar de que tiende a favorecer la aparición de otros emuladores, hace difícil desplazar quien estableció inicialmente ese primado. Llegar antes es lo que cuenta. Pero no es solo eso: el eventual olvido o la traición de una primera promesa de redención puede afectar al horizonte mismo, causando una desilusión generalizada y volviendo improbable una entrega del testigo a otros actores susceptibles de esgrimir la promesa de un reflorecimiento. Los “ballets” políticos del M5S y de la Lega, su incapacidad para llevar a cabo buena parte de sus propios compromisos electorales, y el ofuscamiento de sus líderes, con el sensible descenso electoral que todo ello ha provocado, han hecho que se debilitara la demanda de un choque con las instituciones que los dos sujetos expresaban, y los mismos actores se han replegado a posiciones más acomodaticias; así lo demostró el apoyo de ambos al gobierno Draghi. El retorno de las élites bajo la versión italiana ideal típica, la de un gobierno técnico, dirigido además por un personaje de prestigio internacional, devolvió a los actores políticos más “díscolos” al redil y marcó así un tiempo de inacción para la opción populista tout court. A esto se añadieron la derrota de Trump en Estados Unidos, la persistencia de Macron en Francia, y la ruinosa parábola de Tsipras en Grecia, que hicieron desaparecer incluso la viabilidad internacional de la hipótesis populista.
«el eventual olvido o la traición de una primera promesa de redención puede afectar al horizonte mismo, causando una desilusión generalizada»
Más en general, se puede decir que los momentos populistas no mantienen una “validez” ilimitada en el tiempo, y que no basta la permanencia de indicadores sociales desfavorables para deducir que sigue existiendo una amplia disponibilidad del electorado para asumir un desafío duro frente al poder genéricamente entendido. Esto significa que el momento populista no permanece abierto simplemente en virtud de la existencia de desigualdades debidas al carácter depredador del sistema socioeconómico que le había desbrozado el camino inicialmente; sino que está condicionado por su gestión en el tiempo, que incluye las alternativas políticas, las relaciones de fuerza y la eficacia de los actores presentes.
En el caso italiano, si bien el populismo no se ha visto atenuado por una aceptación genuina de las exigencias positivas que planteaba (por más que fuera mediante la intervención de sujetos políticos improbables), es innegable que, en un plano simbólico, el Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia y los gestos de apertura por parte de la Unión Europea no han sido percibidos como simples paños calientes, sino que han tenido la capacidad de desactivar la virulencia del descontento.
A este escenario ha contribuido también un respaldo sin precedentes de los medios de información en torno al gobierno Draghi: unas alabanzas empalagosas han regalado al gobierno índices de aprobación altísimos, parecidos a los recibidos por una figura institucional tan ampliamente reconocida como el ex presidente de la República Sergio Mattarella, no por casualidad vuelto a elegir para ocupar ese cargo en el Quirinal. La misma pandemia, al trastocar las prioridades, dejó en un segundo plano los tonos agresivos de pocos años atrás, y desvió el mal humor popular hacia cuestiones no necesariamente relacionadas con las precedentes fracturas, sino sobre todo con la aparición de nuevos elementos (vacunas, medidas de confinamiento, etc.) que desarticularon determinadas alianzas y solidaridades políticas, y dejaron progresivamente obsoletas y residuales las consignas populistas. En este sentido, la decisión de Draghi de abrir una zanja tan neta entre los partidarios y los contrarios a la vacuna y al pasaporte covid, e identificando de ese modo un enemigo destinado a ser siempre minoritario, ha contribuido a su voluntad de imponerse como hombre providencial y a la necesidad de distraer la atención general de sus actuaciones concretas.
Un contraargumento esgrimido con frecuencia por quienes sostienen la plena vigencia del populismo es qué, el populismo de derechas, goza todavía de una salud discreta y que la crisis, aún no reabsorbida sino qué muy al contrario, sigue proporcionando una base material sobre la cual es posible desarrollar un trabajo político. Según el pensador argentino Jorge Alemán, las cosas podrían ser muy diferentes. Reivindicando un populismo exclusivamente de izquierda, en su opinión la política de las derechas no contempla un proceso de articulación de equivalencias entre diferencias potencialmente oponibles al capitalismo neoliberal, y se apoya más bien en una movilización fantasmal, animada por el odio y la pulsión de muerte, e irrespetuosa con la heterogeneidad constitutiva de la sociedad.
Por más que este planteamiento refleja bien algunos rasgos característicos del modus operandi de la derecha contemporánea, no es sin embargo capaz de explicar por qué buena parte del descontento popular ha tomado en los últimos años este tipo de camino, y cómo una cierta función de agitación, que en tiempos era exclusiva de ciertos partidos de la izquierda, ha sido asumida por la derecha.
Volviendo a la cuestión de la actualidad del populismo, sería oportuno establecer una diferenciación entre “momento populista” y “zeitgeist (espíritu) populista”. Mientras el primero es una fase más bien breve de aceleración política debida a razones contingentes, el segundo define un trayecto histórico más amplio, potencialmente de larga duración. Este último se define por un cambio radical del modelo de representación: los partidos de masas tradicionales que actuaban como agentes de mediación entre los ciudadanos y el Estado, proporcionando coherencia ideológica a las demandas de segmentos específicos del electorado y tratando de ejercer el poder en nombre de un interés general reconocible, se han diluido progresivamente, con el resultado de la aparición de un vacío de representación, como ha apuntado Peter Mair. Este nuevo modelo favorece una democracia más líquida, en la que los partidos tienden a dirigirse a unos votantes atomizados a través de una relación directa entre el líder y las masas. Esta “era de la desintermediación”, que favorece modalidades de organización y de comunicación directas por parte de las formaciones políticas gracias a la marginación de los cuerpos intermedios y a la dislocación de las fidelidades políticas tradicionales, constituye un terreno apropiado para que puedan germinar experimentos populistas. Pero estos necesitarán además una chispa ulterior, al depender de hecho de una percepción de crisis inmediata, la cual por otra parte podrá ser eventualmente “suturada” en el contexto de la lucha política, como está sucediendo ahora. Esta es la razón de que, en el acto mismo de la clausura del momento populista, queden aún flecos sin anudar (por lo demás, las rupturas históricas nunca son tan netas).
«una democracia más líquida, en la que los partidos tienden a dirigirse a unos votantes atomizados a través de una relación directa entre el líder y las masas»
Pero, incluso desde la afirmación del cambio de etapa política, cabe preguntarse por qué para la derecha – o para un populismo ideológicamente ambiguo, como el de 5 Stelle – ha sido más fácil articular ese descontento y dirigirlo contra enemigos en el mejor de los casos parciales (la clase política) o, en el peor, totalmente ilusorios (los migrantes). Una primera explicación, de carácter organizativo, puede deberse a la antropología militante de sujetos que habrían podido dedicar su vida a un experimento populista situado a la izquierda. La hipótesis populista en Italia ha sido mal comprendida y aborrecida desde la izquierda, lo que ha derivado en la falta de un personal político suficientemente competitivo para desarrollarla.
Luego existe una cuestión de carácter más estructural. Para aclarar este punto, se suele hacer referencia a un pasaje teórico de Ernesto Laclau que induce a pensar en la articulación política como un proceso temporal y espacialmente limitado. Según su esquema, la unidad de base a través de la cual es posible construir una cadena de equivalencias populista que oponer a las instituciones, es la demanda social insatisfecha. Este modo de entender las demandas las considera un material virgen, privado de cualquier vector ideológico y maleable en función de la presión recibida por los diversos proyectos políticos. En otras palabras, las demandas emergerían de forma espontánea en la lucha social y permanecerían allí, carentes de pasado, dispuestas a ser recogidas por los proyectos políticos en liza. Se trata de una perspectiva sincrónica, abocada únicamente al presente e ignorante de las múltiples influencias que concurren en la aparición de las demandas sociales y su “apropiabilidad”. En efecto, estas difícilmente se presentan en un estado incontaminado, cristalino e ingenuo. Aun no estando desligadas de la materialidad, las demandas, de algún modo, siempre han sido “masticadas” previamente, es decir dirigidas políticamente, con una historia a sus espaldas. Así, la instancia del orden y la seguridad en un determinado ámbito nunca es una novedad real para alguien, puesto que la demanda en cuanto tal se plantea en una forma en que existe ya una dirección, una cierta estructura, un recorrido a sus espaldas.
«las demandas emergerían de forma espontánea en la lucha social y permanecerían allí, carentes de pasado, dispuestas a ser recogidas por los proyectos políticos en liza»
En tal sentido, es posible afirmar que en toda formación social se sedimenta un sentido común respecto de lo que va mal, de cuáles son las necesidades del país y sus soluciones. La demanda de mayor seguridad en las calles, las reivindicaciones contra la clase política, la exigencia de liberarse de una burocracia rutinaria, no asumen una posición central desde la nada, y en una forma que permita a esas reclamaciones ser asimiladas sin más a los discursos más variados; sino que emergen en un contexto específico gracias a un trabajo político a largo plazo, conducido en más frentes.
Así pues, el momento del populismo “político” en que diversos partidos compiten para dar forma electoral al malestar social, no es un plano horizontal en el que es posible para cualquier sujeto político hegemonizar el descontento, sino un momento de condensación – en el que sin embargo la habilidad política de cada uno de los actores resulta decisiva – de algo ya ocurrido anteriormente. De ahí que, para la izquierda, especialmente en Italia, la coyuntura haya sido menos propicia para una ruptura populista. No hay que olvidar, finalmente, que el neoliberalismo, a pesar de su descrédito en cuanto ideología, continúa disponiendo de las subjetividades contemporáneas: los populismos de derecha, al no poner en discusión sus postulados ni en el plano de las políticas (excepto en algunos aspectos parciales) ni en el antropológico, encuentran de ese modo un espacio de maniobra mayor, al proponer un cambio que se anuncia enérgico, pero que no pone mínimamente en cuestión las dinámicas sociales fundamentales. No es casual que los únicos países europeos en los que el malestar social ha tomado, siquiera parcialmente, una deriva populista de izquierda, como Grecia, España y en menor medida Francia, han sido los más interesados en la acción de unos movimientos sociales de masas que expresaban demandas ya parcialmente declinadas en términos progresistas y que con mayor fuerza habían conseguido poner en discusión las coordenadas neoliberales. Cuando asumen una dimensión nacional, las movilizaciones colectivas y los procesos de lucha cambian los valores y las actitudes en un nivel molecular, facilitando la proliferación de demandas de carácter igualitario, además de hacer emerger nuevos liderazgos susceptibles en el futuro de desplegarse en el frente más propiamente político.
«el neoliberalismo encuentra de ese modo un espacio de maniobra mayor, al proponer un cambio que se anuncia enérgico, pero que no pone en cuestión las dinámicas sociales fundamentales»
La estrategia populista podía parecer, en los años pasados, un recurso sensato a la luz de la marginalidad de la izquierda. Al poner en cuestión la idea según la cual la esfera política es una mera traducción de la acumulación de fuerzas en el plano social, el populismo de izquierda aportaba una promesa de acudir al rescate para recuperar opciones, a través de un estallido capaz de devolver un mínimo de centralidad a la causa de las clases subalternas. Hoy en día, incluso aquellas escasas condiciones de capacidad de maniobra y de audiencia, parecen haberse esfumado. La insistencia en un antagonismo exacerbado y en una alteridad irreconciliable con el resto del sistema político, sin que esa actitud dé algún resultado – sin que, por consiguiente, genere identificación y tenga una capacidad real para articular políticamente – corre el riesgo de caer en el patetismo y de generar consensos solo en el interior de círculos activistas exasperados que se encierran en burbujas de perímetros fijados por algoritmos y por las mismas argumentaciones abstrusas que se cultivan en ellas. En esta línea, la opción de insistir de manera intransigente en caballos de batalla que, por más que se apoyen en análisis correctos, no llegan a generar un consenso amplio ni a convertirse en equivalentes generales plausibles, como ocurre por ejemplo con la oposición al euro y a la Unión Europea, no puede conducir sino a la marginalidad. Si, como dice Laclau, el populismo no dice nada sobre la naturaleza íntima de los agentes sociales, y solo algo acerca de su constitución, entonces está fuera de lugar hablar de populismo sin, al mismo tiempo, construir efectivamente “pueblo”.
«está fuera de lugar hablar de populismo sin, al mismo tiempo, construir efectivamente ‘pueblo'».
Además, huir de una identificación demasiado estrecha con un simbolismo de izquierda tedioso y carente de atractivo puede ciertamente tener aún sentido, pero alzar en torno a ello toda una plataforma política presenta otro riesgo paradójico, el de aparecer más como una guerra interna a la izquierda misma, que como una opción capaz de dirigirse a la gran mayoría. Sin contar con que se trata de una operación política ya ensayada por el Movimiento 5 Stelle, y que no tendría la misma garra.
La pregunta sigue siendo la misma: ¿qué hacer? Frente a una prolongación interminable del invierno de la izquierda, no puede haber respuestas que no sean dubitativas, provisionales, modestas. El discurso populista ofrece, sin embargo, algunos puntos válidos que convendría rescatar: la necesidad de un llamamiento transversal, así como la alerta relativa a lo inadecuado de actitudes encerradas en un círculo en lugar de dirigirse a una heterogeneidad de segmentos que, en las sociedades actuales, viajan necesariamente sobre carriles sociales, antropológicos e ideológicos distintos. Se mantiene la exigencia de conjugar (y adaptar) las reflexiones teóricas a las pasiones y a las situaciones contingentes, desde la conciencia de que tener razón no basta, y a veces tampoco sirve. Se mantiene el llamamiento a aquellos símbolos universales que, con demasiada frecuencia, la izquierda no ha querido o podido disputar a la derecha. Se mantiene, en otras palabras, el razonamiento madre del que deriva el discurso sobre el populismo, sobre la hegemonía y sobre lo nacional popular. En particular, el populismo debería obligarnos también a razonar sobre la distancia sideral entre élites, en este caso intelectuales y de orientación progresista, y pueblo. Y este es el legado más interesante de aquel razonamiento, no una adhesión acrítica y desligada de la realidad al antagonismo “siempre y como sea”, que a su vez tiene puntos de contacto con una visión maximalista y fanática de la vida política.
«el populismo debería obligarnos también a razonar sobre la distancia sideral entre élites, en este caso intelectuales y de orientación progresista, y pueblo»
Traducir en términos prácticos todo esto, a la luz de la nueva fase “fría” de la política, no es sencillo. Entre las opciones posibles para avanzar algunos pasos, sin ilusiones, dos me parecen mostrar un potencial mayor. Por una parte, la de crear movilización social respecto de temáticas a largo plazo, de un modo que permita hacer “decibles” una serie de tabúes situados fuera de la línea de conducta dictada por el discurso hegemónico, y que sin embargo hierven de vida bajo la superficie.
Multiplicar los espacios de reivindicación debería servir para actualizar, así como para reivindicar, aspiraciones dignas a las que se niega legitimidad social, rompiendo el “cordón sanitario” impuesto por el orden social sobre lo que puede ser dicho y lo que debe quedar al margen. Idealmente, esto debería ocurrir mediante un mayor espesor en las relaciones entre diversas realidades sociales, con la intención de suprimir las vallas que tan a menudo dificultan la colaboración entre almas muy próximas. Por otra parte, el único campo en el que la izquierda ha demostrado en ocasiones tener algún margen de maniobra es la política local. La mayor proximidad de la gente, los costes menos prohibitivos, la menor hostilidad del establishment político y mediático, la necesidad de confrontarse con los problemas denunciados por la población en vez de hacerlo con las estructuras políticas más poderosas, hacen estas opciones más fáciles y viables. En este sentido las listas ciudadanas, y no unos partidos anquilosados, han sido últimamente las formaciones más vitales a las que ha conseguido dar expresión la izquierda en nuestro país. Insistir en estas vías puede abonar el terreno, dar visibilidad a experiencias nuevas y más prometedoras, y hacer madurar a una clase dirigente mejor desplegada en el territorio y más en sintonía con el sentir popular. En espera del próximo momento populista.
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Samuele Mazzolini es investigador en Ciencias políticas en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia. Ha publicado I giovani salveranno l’Italia. Come sbarazzarsi delle oligarchie e riprenderci il futuro (Imprimatur 2018) y contribuyó al libro colectivo Populismo y hegemonía (Lengua de Trapo, 2020); asimismo, tiene numerosos artículos en revistas italianas, españolas y anglosajonas.
El artículo se publicó en la revista La Fionda 1/2022, pp. 248-256 y fue facilitado por el autor para su traducción. Traducción, Paco Rodríguez de Lecea
1. N del T. Simplificando mucho, se dice de una persona rojiparda que afirma ser de izquierdas, pero mantienen ideas muy conservadoras; se afirma también que son neofascistas con fraseología izquierdista. Para una aproximación breve y muy interesante ver Steven Forti, “Los rojipardos: ¿mito o realidad?” en CTXT 21/08/2020
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