Por Reyes de Blas Gómez
Cuando uno comienza la lectura de 1968, el año de las revoluciones rotas puede pensar, si no sabe de la formidable erudición histórica de Bruno Estrada, su autor, que está ante lo que podría ser la primera entrega de una especie de” episodios internacionales”, con permiso de Galdós. Pero no lo es. Es sobre todo una combinación exploratoria, arriesgada pero exitosa, de diálogos de ficción entre figuras que fueron protagonistas de aquel momento, con recordatorios del contexto histórico y reseñas sobre esas personas por parte de un narrador omnisciente que no oculta ser el propio autor. Una combinación que busca sobre todo el contraste entre lo que podían saber o prever entonces esos protagonistas y lo que sabemos más de cincuenta años después.
Y así nos va llevando, con un uso implacable del calendario que obliga a saltar de un punto a otro del planeta para seguir el río de cada revolución rota, y con una soltura en el manejo de tantos y tantos protagonistas del momento que los demás no tenemos. Así nos obliga, y eso es bueno, porque aprendemos, a encomendarnos a San Google y a Santa Wikipedia.
La acción empieza en el mero año nuevo de 1968, cuando acompañamos al sargento Chappel, que uno imagina inmediatamente en la piel de Clint Eastwood en El sargento de hierro, saliendo vivo por los pelos, en el campamento Firebase Burt, de la llamada Batalla de Año Nuevo que comenzó en la madrugada del 2 de enero.
Pocas semanas después el sargento está en Saigón tomando una copa con su ya amigo Julián Pettifer, corresponsal de guerra de la BBC y premiado con un BAFTA ese mismo año por su trabajo, quizá el primero que habló del circo mediático, pero también del sentido de una enorme libertad de prensa entonces visible y que después, como una revolución rota más, se fue agostando. Julián llegó el primero, o casi, tras la batalla, y fue testigo del horror de la evacuación. Recuerda el autor que la película Platoon recogió en 1994 la memoria directa que guardaba de aquel episodio del año nuevo de 1968 su director, Oliver Stone. Diez años antes había sido rememorada en la mítica Born in the USA de Bruce Springsteen, el “otro” himno de una nación que dejó de ser la joven américa precisamente entonces.
Pettifer reportó después sobre el terreno la Ofensiva del Tet, donde murieron más de 4.000 soldados norteamericanos y que fue un el punto de inflexión en la pérdida de apoyo popular a la guerra en los USA, el primer paso hacia la derrota de la coalición en la guerra de Vietnam. Pero el calendario no espera hasta el día 31, cuando la ofensiva llegará a Saigón y Julián hará su crónica desde el palacio presidencial. Esto se relatará después, cuando toque en la cuenta de los días y los meses, cuando el mundo asista a ello, cuando veamos la foto de la muerte a manos de un general sudvietnamita de un hombre maniatado, un prisionero del Viet Cong rodeado de soldados norteamericanos como asistentes impasibles. La ejecución de Saigón, así se llamó la foto de Associated Press.
También se relatará cuando toque lo que Vietnam supuso para Lyndon B. Johnson, que pasó de ser enormemente popular, con un asombroso respaldo de votos en las elecciones que lo auparon a la presidencia norteamericana, a no presentarse siquiera a la reelección para un segundo mandato. Y el ascenso y el asesinato de Bobby Kennedy, precedido por la del Doctor King, que conmovieron y desanimaron a tantas buenas gentes en Norteamérica. Y los sucesos de Chicago, y cómo ardió Mississippi… y cómo se llegó a la derrota demócrata que terminó de reventar el año y las ilusiones.
Pero ahora no. Ahora el lector de esa madrugada de enero donde voló un polvorín es arrancado del confortable relato completo de lo ocurrido en este teatro, y se va a cenar, ese mismo día, con dos miembros de la unión de escritores de Checoslovaquia, Pavel Kohout y Milan Kundera. Allí encuentra también a las discretas mujeres de ellos, más discretas de lo que desearíamos y más tímidas de lo que requeriría el relato, si se me permite la crítica. Los cuatro están exultantes porque viven un éxito personal, su reconocimiento y readmisión en la vida política y profesional, y cenan para celebrar esto, aunque también atisban ya la efervescencia que vendrá, esa que acabará abruptamente con la llegada de los tanques de Brezhnev.
Pavel y Milan son los protagonistas de extensos y profundos diálogos, políticos y filosóficos, más que los demás personajes de 1968. Son una suerte de analistas privilegiados que ven antes, y mejor, la situación en Praga, en Europa, en la URSS, e incluso algo más allá. Y este es uno de los logros del libro, porque te atrapan en sus análisis, en esos diálogos acertadamente resueltos por el autor, y permiten asegurar a un lector, como yo, ajeno a tanto hecho de entonces, las claves de todas esas revoluciones desde un punto de vista muy, muy humano, porque no sólo dan vida, carne y sangre, a sus protagonistas, sino que le dan sentido al relato.
Con una breve referencia al germen de lo que ocurrirá después en Francia, el final de enero nos lleva otra vez a Saigón, de nuevo con Pettifer y el sargento de hierro, perdón, el sargento Chappel, y otra vez, ya en febrero, al partido demócrata norteamericano, al encuentro de Robert Kennedy con el sindicato de jornaleros de California, encarnado en Dolores Huerta, mítica líder de los espaldas mojadas y cofundadora de la Unión de Trabajadores Campesinos. Poco después, tras unas primarias en New Hampshire donde ya se pudo ver que Johnson iba a quedar pronto noqueado, Kennedy anunció su candidatura. “El mismo día -recuerda el libro- en que se publicaron las fotografías de la matanza de centenares de niños, mujeres y ancianos en la aldea My Lai” para indignación de millones de personas en USA y en todo el mundo.
En una simple línea que es como un trallazo, el autor adelanta, contra su propio rigor temporal, lo que está por venir: “El 4 de abril Martin Luther King fue asesinado en Memphis. Todo se volvía más oscuro”. También lo hará datando antes de tiempo el asesinato de Robert Kennedy.
Pero volvemos a febrero, al campus de Nanterre, donde se caldeaba el ambiente precisamente a raíz de la foto de la ejecución de Saigón. Nos metemos el día 9 en un autobús con líderes estudiantiles rumbo a Berlín para una gran manifestación internacional de protesta, oímos algunos días después a las chicas en un diálogo frívolo opinar sobre el sex appeal de Cohn Bendit, Dani el Rojo como le llamaban por su color de pelo, y llegamos al 22 de marzo al manifiesto internacionalista que llega de Cuba a Vietnam, no olvida Praga ni Varsovia, y quiere también estar presente en las luchas obreras de Francia.
Nos vamos después a Chicago y a Mississippi, donde se enseña el germen de lo que está a punto de suceder, con permiso del calendario, y pasamos a Saigón para despedir a Julian Pettifer que en la primera semana de abril dice adiós a su sargento. Vietnam ya no vende tanto, opina la BBC. Julián y Chappel beben para olvidar cómo la guerra no discrimina a quién mata, ancianos, niños, y el narrador nos recuerda que solo en la batalla de Keh Sanh se lanzaron cien mil toneladas de bombas desde los B52 americanos.
Un perplejo sargento pregunta al periodista qué demonios está pasando en Praga con esos comunistas y ya estamos allí, en otro diálogo clarificador. Pavel Kohout discute con su amigo, el recién elegido presidente de la Unión de Escritores, Eduard Goldstücker. Hablan desde posturas enfrentadas de los tanques soviéticos en la frontera, del miedo de los dirigentes en Polonia, Hungría y Bulgaria, y de eso tan asombroso que fue calificar de exceso de democracia y de experimento lo que estaba ocurriendo. El narrador termina el diálogo con un atisbo de esa clarividencia de los checos: “eran muy conscientes del profundo abismo que se estaba abriendo entre ellos, y que nada ni nadie iba a ser capaz de cerrarlo”
Y llegamos a mayo, primero en Londres, asistiendo al peligroso juego del Daily Mirror, Lord Mountbatten y unos cuantos miembros de las altas esferas para deponer a Harold Wilson, aludiendo también al exceso de democracia para justificarlo. Un auténtico conato de coup palaciego a la vieja usanza, afortunadamente cortado casi de raíz por Solomon, Solly Zuckerman, cuyo prestigio en los círculos militares del Reino Unido seguramente fue decisivo para que no pasara de ahí, de ser un juego peligroso, saldándose con la rápida destitución del hasta entonces director del Mirror y activísimo promotor de la idea. El periodista Julian Pettifer, en diálogo con su jefe en la BBC, acotan y explican el fallido coup, y pasan a comentar, como quien no quiere la cosa, lo que saben, lo que se sabe en ese momento (¡siempre el calendario!), sobre los estudiantes en el continente.
El narrador comienza así su crónica casi día a día del mayo parisino, la incorporación del movimiento obrero a la revuelta estudiantil, la extensión de las huelgas a toda Francia, el germinar del movimiento feminista desde el grupo de Nanterre… ni siquiera nos deja tomar aire y ya está incorporando la llegada de 60.000 soldados y 2.000 tanques del Pacto de Varsovia a unas maniobras en la frontera checa, sin olvidarse de inicio de las conversaciones en París, el 13 de mayo, para la paz en Vietnam, con presencia de delegaciones de Estados Unidos y de Vietnam del Norte.
Luego nos lleva, calendario en mano, al asesinato de Robert Kennedy en junio, a encuentros en Chicago donde también se forjó el movimiento feminista, y a los efectos desastrosos de la revolución cultural en China, ese artefacto lanzado como una bomba de humo para tapar los todavía más desastrosos efectos, en hambre y en cosas peores, del gran salto adelante, otra joya del pensamiento económico de Mao Zedong. Bruno Estrada relata las investigaciones sobre los episodios de canibalismo en la China más agraria y pobre. El lector tiene inmediatamente en la cabeza, ahora con mejor fundamento de los hechos que ocurrieron, la onírica versión del nobel de literatura Mo Yan en El país del vino.
Todo esto consigue, con un juego muy efectivo, que el lector se dé cuenta de la enorme amplitud de movimientos políticos y sociales en la primera parte de 1968. Y así, asistimos con mejor perspectiva al verano francés y al agostamiento de tanto verdor primaveral. Ya tenemos a De Gaulle y a Pompidou en el centro de la escena, ya sabemos de la división de la izquierda tradicional y la conclusión de las huelgas. Qué amargo final para todo aquel mayo, con una rotunda victoria de la derecha en las elecciones legislativas de junio. Hasta 1981, con Mitterrand, no hubo izquierda gobernante en Francia.
Y volvemos a China, a leer asombrados sobre el surrealista episodio del mango. 40 mangos regalados a Mao, que los donó de uno en uno a las fábricas. Nos cuenta el libro cómo en una gran fábrica textil se erigieron altares y se llevó el mango en procesión de uno a otro, con canciones y lecturas del Libro Rojo a modo de jaculatorias en cada llegada. Y cuando el mango se empezó a pudrirse, lo cocieron y ofrecieron aquella agua sagrada a los trabajadores a cucharadas. En fin: un mango. 1968 incorpora un gran relato de todo esa locura, concluido con cosas más serias, con Liu Shaoqi confinado y Deng Xiaoping apartado, trabajando entre tractores, con un epílogo por una vez anticipatorio: los tanques en 1989 en Tiananmen y el papel de Deng en China.
Por caminos más documentales, con menos diálogos, el relato de agosto discurre entre el estallido de Chicago, que fulminó las posibilidades del Partido Demócrata en las elecciones de noviembre, y el germen de los sucesos en la Plaza de las Tres Culturas, “la balacera mexicana” lo llama Bruno Estrada, que nos retrata un movimiento estudiantil infestado de infiltrados de la policía secreta, en paralelo a un gobierno del PRI infestado de agentes al servicio de la CIA, algunos de los cuales seguían cobrando sueldo de ésta incluso siendo altos cargos. ¡Incluso siendo el presidente de la nación!
El libro alcanza aquí una trepidante calidad en los diálogos, todos con personajes históricos, al calor del desarrollo de lo que llamaron “radicalización dirigida” para justificar el uso de la brutal violencia que se ejerció contra las manifestaciones, con un saldo pavoroso de muertes en la matanza de octubre.
Hay una mujer en el centro de la trama. Es Anne Goodpasture, mano derecha de Winston Scott, el jefe de la CIA en México, el que reclutó a toda esa red de agentes dentro del propio gobierno mejicano. Y un líder estudiantil, Sócrates Campos Lemus, militante comunista e infiltrado de las fuerzas de seguridad que contribuyó como pocos a armar la balacera. Da escalofríos todo esto. Pero luego el autor desnuda, en un frio relato documental que es como un castigo para todos ellos, la trama norteamericana y la desgraciada combinación de mala sangre e ineptitud en el lado del gobierno, el ejército y la policía mexicanos, que no pararon de acusarse unos a otros tras los sucesos. De propina, dedica al infiltrado estudiantil una nota a pie de página lapidaria: este tal Sócrates fue un alto cargo en el gobierno de Vicente Fox entre 2003 y 2004; que tuvo que renunciar cuando se publicó una foto que lo relacionaba, sin duda, con el narcotráfico.
El declive de las revoluciones, la melancolía otoñal, se fía de nuevo a nuestros clarividentes escritores checos, pensando ya en agosto en Viena o en Roma si exiliarse. El narrador nos cuenta, y los diálogos siguen, cómo y por qué Kundera y Kohout volvieron a Praga, y lo que les sucedió después: uno trabajó de fontanero, despojado de su profesión de escritor, hasta que en otro viaje a Viena le despojaron también de su nacionalidad, prohibiéndole la vuelta. El otro, Kundera, tocó el piano en pequeñas salas de jazz, sobrevivió gracias al sueldo de su mujer y terminó exiliándose en Francia.
El resultado de ese declive, el auge extraordinario de las posiciones más reaccionarias, se ilustra en los capítulos finales del libro, con Alvarado en Perú y Torrijos en Panamá. Y con la victoria de Nixon en las elecciones presidenciales de noviembre, que el narrador encadena causalmente con la sucesión en los años siguientes de golpes en el “patio trasero”, en Chile, en Bolivia, en Argentina, en Uruguay. El final del libro, y de 1968, en la Escuela de las Américas de Panamá, es magnífico, con un encuentro entre Manuel Antonio Noriega, que enseguida se convertirá en el jefe del espionaje panameño y el mejor amigo de la CIA, y nuestro sargento Chappel. Entre trago y trago de ron Noriega le explica quién es quién en Panamá y en la revolución que acaba de poner a Torrijos al frente del país. Chappel toma nota, dejando al lector pensando en quién es este sargento tan viajado.
El cierre de las revoluciones es un diálogo grupal de varios de los protagonistas de mayo. Aquí vemos claramente la clave de bóveda del libro, la intención de su autor: el sistema no puede digerir más que pequeñas dosis de democracia; anticipémonos a la reacción cuando emprendamos la revolución. Algo así, aunque no se lo he preguntado.
Pero siempre quedan cosas nuevas, siempre hay un epílogo. Doble, esperanzador en un lado e inquietante en otro. En el primer caso, muchos años después, un protagonista del 68 cercano a Cohn Bendit, Joschka Fischer, llegará al poder en Alemania, encabezando a Los Verdes. En el segundo caso, en diciembre de 1968, Pettifer llega a Pakistán para seguir la eclosión política y social de ese enorme país que él mismo reconoce que es un gran desconocido. Y cito: “un mundo nuevo, en el que se reproducían conflictos heredados de sus anteriores metrópolis a la vez que brotaban nuevos elementos de fricción social con coordenadas completamente diferentes a las occidentales”. Pero, como deja entrever el libro, aquello terminó con Ali Bhutto incubando el huevo de la serpiente, al permitir el surgimiento una de esas coordenadas diferentes, asombrosamente poderosas y devastadoras: el fanatismo religioso.
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Reyes de Blas Gómez.
Reseña del libro de Bruno Estrada (2022) 1968. El año de las revoluciones rotas. Madrid, Catarata.
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