Por ANDREU MAYAYO
Esta primavera se conmemora un siglo y medio de uno de los episodios fundacionales de la memoria revolucionaria. Todo empezó el 18 de marzo de 1871 con la insurrección popular contra los nuevos gobernantes de la III República -surgida meses atrás tras la derrota de Napoleón III ante los prusianos-, que se refugiarán en Versalles, y finalizará con la semana sangrienta de finales de mayo, una masacre estremecedora y una represión brutal a la que siguió la ley marcial que se prolongará durante cinco años. El Muro de los Comuneros en el cementerio de Père-Lachaise recuerda el fusilamiento, en grupos de 10, de no menos 30.000 personas. Diez mil más serían deportadas a Nueva Caledonia.
El espíritu del comunismo que recorría por Europa en 1848 se encarnó en la Comuna de París. Más allá de los motivos, los ideales o el fracaso, su importancia y trascendencia radicaba para Marx en su «existencia fáctica», que conmocionó a las clases dominantes burguesas, las cuales, aterrorizadas ante la subversión del orden social, procedieron como el rey Herodes al genocidio, en este caso, social.
A pesar de la escisión al año siguiente entre marxistas y anarquistas, la memoria de la primera revolución social sería vindicada por todas las corrientes políticas y sindicales del movimiento obrero internacional. Lenin y Trotsky establecieron la ligazón entre la Comuna y la revolución bolchevique de 1917. Los anarquistas catalanes también lo hicieron con la revolución de 1936. Incluso los republicanos burgueses, con el paso del tiempo, vindicaron la Comuna como una insurrección en defensa de la III República Francesa.
Kristin Ross, en su libro Lujo Comunal. El imaginario político de la Comuna de París (2016), nos ofrece una nueva aproximación a partir de los escritos y las voces de sus protagonistas. Una mirada sorprendente, estimulante y de rabiosa actualidad. Para la profesora de literatura el mundo de los comuneros está mucho más cerca del nuestro que el mundo de nuestros padres, principalmente, para la mayoría de nuestros jóvenes que se pasan gran parte de su tiempo, no trabajando, sino en busca de trabajo.
El 30 de abril de 1871, el pintor del impactante lienzo El Origen del mundo -el cuadro hiperrealista con vello púbico femenino incluido-, el bohemio trasnochador -asiduo a las tertulias de clubes y tabernas, amigo del poeta maldito Baudelaire y del filósofo anarquista Proudhon-, el revolucionario -etiquetado como peligroso por las autoridades desde su bautizo de fuego en las barricadas de 1848- y, a la postre, el delegado de Bellas Artes en la Comuna Gustave Coubert escribía a sus padres: «París había renunciado a ser la capital de Francia».
París era la capital del mundo. Una metrópolis de cerca de dos millones de habitantes, muchos de ellos procedentes de todos los rincones del planeta, refugio de proscritos y punto de encuentro de todo tipo de subversivos. La Comuna reconoció de manera inmediata la ciudadanía a todos los extranjeros incorporándolos al gobierno de la ciudad. Tal como pregonaba el impulsor de la geografía social y apasionado communard Élisée Reclus: «Nuestro grito de guerra ya no es ‘Viva la República’ sino ‘Viva la República Universal». Toda una ruptura con el relato nacional, que quedó plasmada con la sustitución de la bandera tricolor por la bandera roja. La propia gaceta oficial del movimiento revolucionario publicaba el mejor titular: «La bandera de la Comuna es la República Universal».
El mundo de los comuneros está mucho más cerca del nuestro que el mundo de nuestros padres, principalmente, para la mayoría de nuestros jóvenes que se pasan gran parte de su tiempo, no trabajando, sino en busca de trabajo
La Comuna de París no era una revolución más sino una nueva, que identificaba el concepto de república universal con el de república de los trabajadores. Con los fusilamientos de música de fondo, el dirigente comunero Eugène Pottier escribió la letra de La Internacional, que se convertiría en el himno del movimiento obrero, el movimiento real dispuesto a abolir el estado de cosas presentes: «Del pasado hay que hacer añicos/ legión esclava en pie a vencer/ el mundo va a cambiar de base/ los nada de hoy todo han de ser».
Louise Michel, la maestra de escuela que lideró la insurrección desde el primer día y, sin duda, la figura más icónica de la Comuna y, posteriormente, del movimiento anarquista, escribió un poema desgarrador y esperanzador el 8 de septiembre de 1871 en la prisión de Versalles: «Volveremos en multitud innumerable/ volveremos por todos los caminos/ como espectros vengadores saliendo de la sombra/ volveremos apretando los puños./ Unos en sus pálidos sudarios/ otros todavía sangrantes/ lívidos bajo las rojas banderas/ los huecos de las balas en sus flancos».
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Andreu Mayayo. Catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona. Publicado en El Periódico 02/02/2021. Agradecemos la gentileza del autor para reproducir el texto.